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El ombligo de Lacan

Durero, Miguel Ángel y Tiziano se cuentan entre esos grandes renacentistas que no se privaron de pintar un ombligo en sus bellos Adanes. Idéntico detalle figura en innumerables mosaicos bizantinos. Inútil invocar inadvertencia: el ombligo de Adán caldeaba los ánimos desde el medioevo. Era un símbolo, un estandarte, un arma, y así debieron de entenderlo tanto los creadores de esas obras como los clérigos y mecenas que las encargaban y costeaban. En efecto, el pecado original sólo sirve de base para erigir una moral religiosa si la gente puede reflejarse en Adán. Por lo tanto, ese ombligo plantea un serio dilema. Si el artista quiere ser fiel a las Sagradas Escrituras, debe omitirlo. Ahora bien, aunque ser humanos parece inseparable de tener a una mujer por madre y a un hombre por padre, en nuestra magna saga Adán, Eva y Jesús son excepciones (¡bíblicamente certificadas!), y, si Adán es diferente de mí, ¿por qué habría yo de cargar con su pecado? La falta de ombligo, signo de la singularidad del primer hombre, obstaculizaría mi potencial identificación con él. Ergo, a fin de que la religión alcance a todos, la sacra biología deberá ser discretamente puesta entre paréntesis, y un ombligo habrá de coronar el vientre adánico. (3) Las esculturas de Dalí y de Botero no dejaron de testimoniarlo.

Sin embargo, como un efecto directo (también indirecto, mediatizado por la cultura) de la ciencia moderna y, sobre todo, de sus aplicaciones técnicas, la lista de esas excepciones se ha extendido en gran medida, pues ya son moneda corriente las ovodonaciones, la inseminación artificial con donantes de esperma, el alquiler de vientres, la adopción en familias monoparentales u homoparentales, etcétera. Los términos padre y madre perdieron la connotación natural de antaño, e incluso dejó de ser obvio que la pareja parental haya de ser heterosexual… ¡y esto cuando tal pareja existe! En consecuencia, las preguntas ¿Qué es un padre? y ¿Qué es una madre? se han tornado muy difíciles de responder. (4)

Desde Freud en adelante, los psicoanalistas no hemos sido ajenos a este veloz devenir, y, en la tarea colectiva de desmantelar la supuesta evidencia biológica de la maternidad y de subrayar el carácter esencialmente cultural de la paternidad, hemos aportado y seguimos aportando lo nuestro. (5) En este sentido, Lacan dio un paso de gran alcance al distinguir el padre imaginario, el padre real y el padre simbólico, y otro aún mayor cuando aisló esa original función que (para aprovechar sus resonancias religiosas, y acaso como un guiño a los conspicuos jesuitas que seguían su enseñanza) bautizó Nombre-del-Padre. (6)

Recóndita clave

Definir su función requiere partir del deseo. No el deseo en abstracto, sino el deseo del otro. Y no cualquier otro, sino ese Otro primordial del cual dependo y al cual debo, de entrada y con urgencia, descifrar e interpretar. Si por convención, costumbre o pereza decimos que ese Otro primordial es la madre (aunque, como dijimos, ello no sea ya un requisito indispensable y resulte cada vez más dudoso), nuestro punto de partida será el deseo de la madre, con su carácter enigmático y, al mismo tiempo, acuciante. ¿Qué quiere ella en lo que a mí respecta? Si no soy autista, este asunto, más que importarme, pronto pasa a ser el centro de mi atención, de mi mundo, de mi vida. (7) ¿Bastará con adquirir un mínimo dominio de la lengua y lanzarle esta pregunta al Otro en cuestión, para luego esperar que, con buena voluntad, nos brinde la anhelada respuesta? Lamentablemente no. Por más empeño que ponga en respondernos, el Otro no podrá decirnos nada que no sean sus anhelos o sus aspiraciones, sus ideales o sus requerimientos. Jamás logrará formular lo que en sentido estricto denominamos su deseo, y no por accidente, negligencia o ignorancia, sino por causas estructurales.

Un poema de Borges ayudará a comprender esta humana desgracia universal. Su protagonista se lamenta así: él, que estudió “las leyes y los cánones”, declaró la independencia nacional y anheló “ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes”, está a punto de ser asesinado entre ciénagas por unos bárbaros que lo persiguen. No obstante, poco antes de ser alcanzado, “un júbilo secreto” y súbito lo invade cuando descubre lo siguiente:

A esta ruinosa tarde me llevaba

el laberinto múltiple de pasos

que mis días tejieron desde un día

de la niñez. Al fin he descubierto

la recóndita clave de mis años.

En otras palabras, todos los pasos que este hombre dio antes de acabar su órbita, todos esos giros de su vida dibujan, en su recorrido íntegro (cuando “el círculo se va a cerrar”, dice) lo que habrá sido su recóndito deseo. (8)

Algo similar ocurre si enroscamos un alambre en torno a un anillo: tras repetir veinte veces el mismo movimiento, el alambre no ha dado veinte vueltas, sino veintiuna, pues además dio una vuelta al agujero central. (9)


La relación entre las vueltas contadas y la no contada remeda la relación entre las respuestas del Otro (sus anhelos, aspiraciones, ideales o requerimientos) y su deseo. Por más que ese deseo suyo palpite en cada una de sus respuestas, no equivale a ninguna de ellas –cuya serie, empero, forma esa “vuelta no contada” que animó la totalidad del movimiento.

Si dirijo al Otro la pregunta ¿Qué deseas en cuanto a mí?, pues, lo condeno a la impotencia, ya que todo lo que él diga pertenecerá al registro de lo que espera de mí (sus demandas) o lo que quiere para mí (sus ideales), es decir, el de las vueltas contables, pero no al registro del deseo, que es la vuelta no contada. Esa respuesta, sea la que fuere, siempre falta. ¿Acaso mi pregunta quedará irremediablemente abierta? Tal vez sí, tal vez no…

Magia

En suma, el inarticulable deseo de la madre (abreviémoslo M) es un término que falta en el Otro (A). Ahora bien, en ciertas condiciones puede ocurrir que un término distinto, que sí está presente en el Otro, funcione como una metáfora de aquel término faltante y, por lo tanto, asigne un significado –más o menos poético– a ese enigmático deseo.

Es lo que pasa cuando procuramos nombrar un sentimiento: no hay palabra justa que lo defina, por supuesto, pero si digo Arrancas de mí las mejores notas, mi partenaire se hará una idea de lo que me causa. La operación metafórica es, de ese modo, capaz de realzar el vago sentido de un término existente (amor, en este ejemplo) sustituyéndolo por otro. La magia de esa operación es tan grande que puede llegar a extender su influjo y dar todo su significado incluso a un término estructuralmente inexistente. Y tal es el mecanismo mediante el cual M, a pesar de que falta en el Otro, puede adquirir una significación.

El término capaz de metaforizar el inarticulable M es lo que Lacan, hace unos sesenta años, llamó Nombre-del-Padre (abreviémoslo P), y con sólo decir esto hemos vuelto, desde otro ángulo, a nuestro problemático punto de partida. En efecto, ya habíamos señalado el forzamiento y la reducción que entrañan igualar el Otro primordial a la madre. Y en esta irrupción del término padre cuando lo que está en juego es nombrar aquello que opera la metáfora del deseo materno… Pero ¿por qué seguir llamándolo materno?, ¡mejor digamos la metáfora del deseo del Otro! Retomemos, entonces: cuando hay que nombrar aquello que opera la metáfora del deseo del Otro, ¿no es forzado (y hasta segregativo) introducir el término padre?

Hace décadas que hablamos de la operación por la cual P deviene metáfora de M. Sin embargo, por más que, en la época en que esa operación fue formalizada, ser humanos seguía pareciendo inseparable de tener a una mujer por madre y a un hombre por padre, hay configuraciones familiares contemporáneas que en absoluto se condicen con lo que los términos padre y madre –más y más vaciados de sentido a medida que avanza el siglo– pretenden subsumir. Conservarlos en esa metáfora ya es una concesión comparable a la de los ombligos adánicos de Durero, de Miguel Ángel o de Tiziano. ¿Por qué no llamarla, entonces, el ombligo de Lacan?

Es hora de interrogar, más a fondo aún, los términos con que caracterizamos los aspectos centrales de las estructuras subjetivas. Esa tarea redundará en una ganancia conceptual que, de por sí, bastará para justificar el empeño, pero además, y por sobre todas las cosas, preparará al psicoanálisis para acoger las nuevas formas del malestar y permitirá al analista deshacerse de los prejuicios que aún lastran la teoría de su práctica.

¿Cómo empezar? Aquí también, como es usual, los artistas nos llevan la delantera. Y no es imprescindible recurrir a las irónicas distopías de Houellebecq. A este respecto puede enseñarnos mucho el mero estudio de los desafíos cotidianos que Mitchell y Cameron, la pareja gay de la serie televisiva Modern Family, (10) enfrentan en la crianza de su hija. Esta niña, incuestionable paradigma de los vástagos de familias homoparentales, presenta todos los caracteres que la teoría atribuye a quienes han construido una metáfora paterna lograda. ¿Significa esto que algún miembro de la pareja parental deba ser considerado madre, y el otro, padre? En caso de que uno fuese madre, ¿debe por ello (o para ello) estar en una posición femenina con respecto a su partenaire y a su propio modo de gozar del sexo? ¿Es posible que M remita a dos personas? ¿Qué es lo que ha operado como P para la niña? Las preguntas relevantes y pertinentes se multiplican. Esto pone de manifiesto que, así como dos mil quinientos años después de Sófocles el complejo de Edipo ya no puede seguir siendo lo que era, (11) tampoco podemos aceptar sin cambios la metáfora que Lacan formalizó hace apenas medio siglo.

A sabiendas o no, los psicoanalistas hemos ido pintando ombligos en diversos puntos de nuestros desarrollos. Sin embargo, no saltan a la vista. Habrá que descubrirlos. (12)

3. Véase una amena reedición actualizada de ese debate en Boehlke (2004: 23).

4. Cf. Arenas (2014d).

5. Cf. Lacan (1958d: 532s), É. Laurent (2006), Miller (2013a), Arenas (2014d), Barros (2014), Zlotnik (2015: 89s).

6. Lacan (1955b: 388; 1958c: 150).

7. Desde el amanecer de la existencia, nos afanamos por descifrar e interpretar al Otro. Esa “función apetitiva”, que suele faltar en el autismo, dirige nuestra atención al barullo ambiente, en el cual distinguimos unas partes variables (ruidos, melodías, tono y tonada de quien habla, su voz, el timbre de su voz) y otras constantes y repetidas: los fonemas. De todas las posibilidades que nuestro sistema fonatorio tiene, el medio favorece la reproducción de ciertos sonidos. Cuando proferimos alguno parecido a un fonema de la lengua en la que estamos inmersos, nos lo festejan, y así inyectan libido en nosotros, que de ese modo aprendemos a hablar. Sin instintos que guíen nuestra vida, estamos pendientes del Otro, no sólo en términos de sus fonemas, sino de lo que espera de nosotros; no necesariamente para someternos a ello, ya que podemos querer saber qué espera el Otro de nosotros para luego hacerlo rabiar. Como sea, nuestro lazo con él está mediado por el significante y es reforzado libidinalmente. Véase Bassols (2014b: 26s), Ajuriaguerra y Marcelli (1996).

8. Borges (1943).– Lo que Lacan formuló, desde el inicio de su enseñanza, como Tú eres eso, lleva a considerar el deseo a partir de las consecuencias, no de las intenciones; cf. Arenas (2010; 2018b).

9. Cf. Lacan (1962a: 7/mar/62).

10. Levitan y Lloyd (2009-: temporadas 3ss).

11. Bien lo ilustran dos películas: Strella (Koutras, 2009) y la casi simultánea Incendies (Villeneuve, 2010). Véanse comentarios de ambas en Butler y Athanasiou (2013: cap. V) y Arenas (2011) respectivamente.

12. En otro lugar (Arenas, 2017e: 21ss) señalamos que el principio de placer, aun con su “más allá”, es un ombligo zoológico que convendría dejar de lado pues no se justifica en los seres hablantes, quienes no hacen otra cosa que buscar más y mayores goces. Ello, a su vez, torna superfluo hipostasiar tal inclinación (difícilmente distinguible de la pulsión misma) en una instancia (superyó) que ordene hacerlo. Habría que dar, pues, otro fundamento al malestar en la cultura.– Cf. Arenas (2018c).

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