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El momento de la reflexión
ОглавлениеAquella tarde regresé temprano de la oficina y, al llegar a casa, no había nadie. Por alguna razón, desde hace ya mucho tiempo, no he estado consciente de la dinámica de la casa en esas horas.
Hace ya casi 20 años que trabajo en la empresa, teníamos cinco años de casados cuando me contrataron y la economía parecía irse resolviendo con aquel ascenso. Cuando empecé a trabajar ahí, mis hijos Mary y Javier tendrían tres y un año y medio, respectivamente. Desde entonces enfoqué todos mis esfuerzos a no perder el trabajo, como había sucedido las veces anteriores; no era fácil conseguir dónde laborar, y menos en las condiciones que lo había logrado, con un excelente sueldo y un puesto que me otorgaba status y autoridad dentro y fuera de la compañía; así que las jornadas de trabajo se hicieron interminables, y me convertí en un elemento insustituible para la empresa.
Sin embargo, aquella tarde llegué temprano a la casa y la encontré vacía. Me dije a mí mismo una de las mentiras que nos decimos ―y nos creemos― todos: “Qué bueno que no hay nadie, así podré descansar a mis anchas”.
Por azares del destino, y quizá por el cansancio que me amodorraba en ese momento, me tiré en la sala y, tumbado en aquel sillón, oyendo música y degustando una copa de coñac, empecé a recordar.
Martha, la chica más guapa de la facultad, había sido la escogida para convertirse en mi esposa. Realmente no sé qué la conquistó, si mi apariencia de triunfador y mi aspecto físico, que en realidad no era para apantallar a nadie aunque, siendo honesto, “Verbo mata carita”, y soy de una charla agradable y envolvente; al enfocar todas mis baterías hacia Martha, ¡¡lo logré!! La convencí de que fuera mi novia, y empezó una excelente relación. Al paso del tiempo, y sin forzar mucho las situaciones, se fueron dando las cosas: mantuvimos el noviazgo y, dos años después de graduarnos, volvimos a participar en otra ceremonia: la del matrimonio.
Los augurios de felicidad y alegría, por parte de los amigos y familiares, para nuestra vida de casados… los regalos recibidos aquel sábado de junio de 1998… Tuve que hacer un esfuerzo mental para recordar exactamente el día, creo que fue el 20. En la actualidad, Martha es la que programa alguna fiesta o reunión con los amigos para celebrar la fecha y, como siempre la planea para el sábado más cercano, ya no sé cuál es la fecha real de nuestro aniversario. En otras ocasiones no hemos podido celebrarlo, porque ando de viaje o los compromisos con la empresa no me dejan hacer demasiada vida social con la familia, pero eso sí, cuando llegan visitas a la planta o me toca viajar a otras ciudades donde la empresa tiene sucursales, si “tengo que” hacer vida social, pues es parte de mi trabajo.
Volviendo a mis recuerdos, la boda que incluyó todos los elementos del rito, el vestido blanco de Martha, mi traje de gala (rentado, por supuesto), la fiesta, el pastel, los padrinos de anillos, de arras, de lazo, de álbum, de copas y otros más, inventados para poder cumplir con los compromisos con ambas familias, para que no se sintiera la tía Conchita, pues invéntale que es la madrina de cojines, y para que el tío Ramón se sintiera a gusto, apúntalo como padrino de… champagne, etcétera.
Apoltronado en el sillón, y en un ambiente muy agradable, los recuerdos me abrumaron y llegaron en cascada, amontonándose en mi cerebro: la “tornaboda” con el mariachi y todo, el viaje de luna de miel, el regreso a la primera casita de renta ―nuestro “nidito de amor”―, la apertura de los regalos, las miradas suspicaces de mi mamá y de mi suegra ―como que ya nos habían dado su anuencia para tener relaciones sexuales, aunque en realidad no la necesitábamos mucho, pues… ya se imaginarán.
Una vez terminada la luna de miel, y al enfrentarnos a la realidad, regresé a mi trabajo; Martha, en su afán de colaborar en el forjado de nuestro patrimonio, también continuó trabajando. Así, nuestra vida en pareja se fue haciendo muy interesante, ya no había que pedir permisos para asistir a una fiesta o a una “disco” ―antes los “antros” eran considerados como lugares de muy baja estofa―. Nos la pasábamos muy bien, felices y contentos; las visitas de cuando en cuando a las familias, los primeros pleitos al llegar la primera Navidad ―pues cada uno de nosotros quería pasar la Nochebuena con su respectiva familia―, y luego de interminables diálogos, que muchas de las veces terminaron en reproches hacia la familia política, llegamos al acuerdo de estar un rato en una casa y otro rato en la otra, con el resultado que no disfrutamos completamente ni en una ni en otra casa.
Continuamos la vida, y pronto nos acomodamos al nuevo estilo de vivir cada uno en su oficina, compartiendo los problemas que se viven a diario en las empresas. Un buen día me despidieron de mi trabajo, Martha se tuvo que hacer cargo de la economía de la casa, mientras yo buscaba un nuevo empleo que, afortunadamente, llegó pocos meses después.
La situación económica no ha sido muy estable y en esos años anduve cambiando de trabajo, en la búsqueda de mejorar cada vez el peldaño anterior, hasta que pude consolidar un empleo que, gracias a Dios, coincidió con el anuncio del embarazo de Martha. Una vez que llegó el momento del nacimiento, Martha renunció a su trabajo (la renunciaron) y se concentró en atender a Mary, hermosa criatura que, desde que nació, llenó de una nueva alegría nuestro hogar. Poco tiempo después nació Javier y, con él, se completó el cuadro familiar, ya éramos una familia con los dos niños y toda una vida por delante. Se sucedieron los años y cada uno de nosotros asumió el rol que le tocaba desempeñar.
La abnegada madre, el padre proveedor, los hijos en desarrollo y generando cada vez más necesidades que había que satisfacer; la ropa, el futuro kínder. Poco a poco se fueron espaciando nuestras “salidas” a divertirnos, pues ¿quién cuidaría de los niños? Así que nos adaptamos nuevamente a otro estilo de vida, nos dábamos nuestros espacios y yo cuidaba de los niños cuando Martha salía con sus amigas y cuando el trabajo de la oficina me lo permitía. Confieso que en muchas ocasiones fue el pretexto ideal para no estar con los niños y, veladamente, no permitir que Martha saliera a divertirse. Yo seguí teniendo miedo de que al ser tan independiente como había sido siempre, y al saberse capaz de generar ingresos a la familia, no fuera a suceder que quisiera cambiar de estilo de vida y, al cambiar éste, se modificaría el mío; así que me di a la tarea de buscar un nuevo empleo que le garantizara la tranquilidad de tener ciertas comodidades y que no tuviera la necesidad de buscar empleo.
¡Qué días aquellos! Teníamos todo el tiempo para estar en casa y disfrutar los ocurrencias de los niños, los adelantos en su crecimiento, el día de campo, enseñarlos a andar en bicicleta, ayudarlos a subir a un árbol, dos o tres caídas con raspones nada serios pero que permitían a Mary y a Javier demostrar sus capacidades de actuación, pues hacían un drama increíble que bien les hubiera valido un Oscar a la mejor actuación. Esos momentos además permitían que Martha o yo nos sintiéramos totalmente protectores y, de alguna manera, indispensables para lograr la tranquilidad y la felicidad de los niños. Como ésa, se daban muchas situaciones que reforzaban mi creencia de ser el superhombre que solucionaba, como por arte de magia, los problemas cotidianos, y que mis hijos y mi esposa veían en mí al héroe de fantasía que, con la sola presencia, da fortaleza y tranquilidad a los suyos.
Sumido en mis recuerdos, no me había dado cuenta que ya eran más de las 9:00 de la noche y la casa seguía sola. No había movimiento, ni Martha ni “los niños”; al mencionarlos de esa manera me reí para mis adentros, a Mary ―de 20 años― y Javier ―de 18― no creo que les gustaría mucho la idea de ser llamados “niños”; sin embargo, la realidad de ese momento era que la casa seguía vacía y yo empecé a sentirme solo.
Traté de acomodarme nuevamente en el sillón, pero ya no me sentía cómodo; la conciencia de estar solo y de que yo ya no era “indispensable” para la felicidad de mis hijos y de mi esposa me tenía inquieto. El hecho de estar en una casa que yo construí, en un sofá que yo compré, oyendo mi música en mi equipo, en mi sala… Empecé a observar alrededor todas las cosas que habíamos acumulado al paso de nuestra vida matrimonial. Inicié un “inventario” visual o, como decimos en la planta, “un diagnóstico situacional”.
Sin duda la soledad es una de las situaciones que el ser humano trata de evitar a toda costa, por eso tienen tanto éxito los negocios que te introducen a un estado de ruido externo o de emociones fuertes que te hacen evadir la realidad que vives, aunque sea por medios “socialmente aceptados”, como los bares, los table dance, los sport bar, etc., donde encuentras la compañía que desees para que no alcances a hacerte consciente que vives otra realidad, lo cual no deja de ser una adicción, “socialmente aceptada”, por supuesto.
Al llegar a este punto de “mi reflexión” recordé también un audio cassette, ¡imagínense lo antiguo!, con canciones añejas y realmente poco atractivas para escucharlas con los amigos o en una fiesta, por lo que se fue relegando hasta los rincones más oscuros del estéreo. Lo busqué y afortunadamente lo encontré, rogué a Dios que funcionara el reproductor de audio cassettes y me di la oportunidad de escuchar nuevamente aquellas melodías.
El cantante era Alberto Cortés, y lo que yo andaba buscando era un poema, “El vino”; me pregunté si algo tenía que ver con la realidad de que casi siempre el vino está asociado a situaciones emocionales intensas: alegrías, tristezas, tragos amargos, momentos de euforia, pero cuando empecé a escuchar con atención el poema me surgieron nuevas interpretaciones y cuestionamientos sobre mi propia persona.