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EL CRUENTO ANDAR DEL REACOMODO SOCIAL Y TERRITORIAL DE LA REGIÓN

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Conviene recordar que la composición administrativa de la América española consistía, en esencia, en cuatro virreinatos y cuatro capitanías generales, los primeros: el virreinato de Nueva España, que ocupaba América Central, las Antillas, el centro y sur de lo que hoy es Estados Unidos y Filipinas, con la Ciudad de México como su capital; el virreinato de Nueva Granada, que cubrió Ecuador, Colombia, Panamá, Venezuela, y Bogotá como su capital; el virreinato del Perú que abarcó Perú, parte de Ecuador, Bolivia, Colombia, partes de Argentina y Chile, con su capital en Lima, y el virreinato del Río de la Plata que abarcó regiones de Argentina, Bolivia, Uruguay, Paraguay, algo de Brasil y del norte de Chile, y como su capital la ciudad de Buenos Aires. Las capitanías eran la capitanía general de Guatemala, dependiente de Nueva España; la capitanía general de Venezuela, dependiente de Nueva Granada; la capitanía general de Chile, que dependía del virreinato del Perú, y la capitanía general de La Habana. La América portuguesa era, en esencia, lo que en el presente es Brasil (Lozano, 2011), por supuesto lindando sobre todo con las colonias inglesas (véase la imagen 1).

En ese contexto, la independencia de América Latina se dio en una condi-ción donde la mayor poseedora de territorio era España, la cual no aprovechó para su desarrollo lo despojado a sus colonias con lo que se fue debilitando; dando lugar al surgimiento de Inglaterra como nueva potencia y la aparición de Estados Unidos como amenaza para la región. Por supuesto esas causales obligaron a que las colonias, al lograr su independencia, iniciaran un azaroso camino entre la debilidad estructural heredada de los españoles y la ambición de los nuevos poderes económicos en el mundo. Parte de esas contradicciones vividas por las colonias ante el dominio ejercido por las metrópolis, y heredadas por las repúblicas, Manuel José Cortés (1861) las observa así:

Los mismos Conquistadores no podían plantear industrias de primera necesidad, i debían pedir de España, aunque ella no los produjese, los efectos i géneros más indispensables. Las aduanas, los estancos, las alcabalas, los tributos, el monopolio de los metales preciosos, los derechos de braceaje y los comisos, formaban las rentas reales. Jamás pudo comprender el gabinete de Madrid que la libertad de la industria y el cultivo de las tierras cuadruplicarían sus rentas i la riqueza pública; i está la razón porque abandonó nuestro feracísimo Oriente al Brasil i desatendió la navegación del Paraguay practicada a mediados del siglo XVI, i que sirvió de vía de comunicación por algún tiempo entre Charcas, el Paraguay i Buenos-Aires (1861:275).


Entonces, una primera situación que se vivió al concluir las guerras de independencia, fue el desmembramiento de los territorios ocupados por los virreinatos y las capitanías generales, lo cual ocurrió en situaciones por demás cruentas, debido al actuar de intereses y poderes regionales que resultaron de aquél, por sus deseos de imponer sus proyectos en cada uno de los territorios en que actuaban e iban delimitando; de ahí la aparición de una serie de caudillos enarbolando sus ideas en la vía de instituir nuevas formas de gobierno a todo lo largo de la región.

Las delimitaciones, particiones y anexiones, fue una consecuencia lógica del proceso, en la búsqueda del poder iba implícita su territorialización y es que con visiones tradicionales o avanzadas, el enseñoramiento de un grupo siempre fue acompañado de la delimitación de un espacio, de ahí las continuas luchas por ciudades y provincias, y las pretensiones de instaurar y consolidar gobiernos. Por supuesto, el afianzamiento de regiones se sujetó al mundo de ideas de los grupos dominantes, donde privaban desde las que clamaban el regreso a formas de gobierno coloniales, pero sin la tutela de las metrópolis, hasta las que aspiraban a integrar amplios y poderosos territorios. Mejía Pavony (2013), así observa ese proceso.

La unidad de los territorios se convirtió en una suerte de sueño épico para los ideólogos que enfrentaron la construcción de los Estados nacionales en la América que había sido española. La transformación de dichas ideas en proyectos políticos realizables fue ardua, pues su punto de partida no fue la lucha contra España, enfrentamiento que se dirimió finalmente en los campos de batalla, sino el laborioso proceso de hacer que los espacios del dominio local, esto es, las ciudades y sus provincias, se avinieran a formar parte de unidades mayores. Infortunadamente aunque ya se había vuelto costumbre debatir en los nuevos espacios públicos, los de la opinión, las diferencias se zanjaron —como ocurrió contra el imperio español— en los campos de batalla (Mejía, 2013:s/p).

A ese proceso de delimitación de territorios y su conversión en países, se agregó la mutilación de países ya constituidos al suscitarse las guerras entre éstos; tales como el conflicto entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el imperio del Brasil (1816-1827), con lo que se constituye Uruguay en territorios del segundo; las dos guerras del Pacífico o la Guerra del Guano y Salitre libradas por Chile contra Bolivia y Perú (1879-1883) (véase la imagen 2), donde los dos últimos pierden territorios y Bolivia su salida al mar; la Guerra de la Triple Alianza o Guerra del Paraguay (1865-1870), donde Brasil, Uruguay y Argentina se enfrentan a Paraguay; etcétera. Asimismo, en ese momento estaban presentes y eran decisivas las actitudes imperialistas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, y aquí debe resaltarse la invasión estadounidense a México (1846-1848), en la que éste pierde más de la mitad de su territorio.

De manera que la región, posterior a obtener la independencia, pasó por una redefinición de las porciones territoriales por parte de quienes concretaron la liberación, y es que ya fuera a través de comicios o al encabezar asonadas, hubo encaramamientos al poder, y ese ambiente se extendió hasta el siglo XX si se considera como un aspecto importante la separación panameña de Colombia, en 1903; acción que cabe señalar, fue inducida para convertir a Panamá en un enclave estadounidense de carácter estratégico al construirse el canal que unió a los océanos Atlántico con el Pacifico, y crearse una zona para administrar ese paso con el apoyo de una base militar (véase la imagen 3). Bulmer-Thomas describe aquel proceso del siguiente modo:

Los disturbios políticos no terminaron con la independencia. Antes bien, las fronteras nacionales heredadas de España y Portugal fueron a menudo causa de disputa. América Central se había separado de México en 1823, perdiendo en el proceso la provincia de Chiapas a manos de su vecino del norte, y disfunción o como federación —con enormes dificultades— hasta 1838, cuando se separó en sus cinco partes constituyentes, Texas se separó de México en 1836, y Yucatán hizo lo mismo en 1839 (aunque la península fue reincorporada en 1843). La gran Colombia —la unión de Venezuela, Colombia y Ecuador, creada por Simón Bolívar— terminó por desintegrarse en 1830, después de la muerte del Libertador, y la efímera unión de Perú y Bolivia durante esa misma década se desplomó después de una invasión chilena (Bulmer-Thomas, 2010:37-38).


José Luis Romero en Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976), refiriéndose a los enfrentamientos ocurridos en la región con esas particularidades apunta: “Cada grupo, cada sector, cada región había puesto al desnudo no sólo sus tendencias sino también su capacidad para imponerlas a los demás”, de tal manera que los enfrentamientos y la anarquía reinantes dieron lugar a reacomodos “hacia algún tipo de organización fundada a veces en la fuerza hegemónica de alguno de los grupos y otras en la actitud transaccional que surgiría tras largos enfrentamientos” (Romero, 1976:175). Por eso la urgencia y la tendencia a generar convenios y a colocarlos como pactos, acuerdos o leyes, y para este último caso, incluso convirtiéndolas en constituciones.


En esa tendencia de generar acuerdos, por supuesto se deslizaban aspiraciones de lograr condiciones de paz para avanzar en la consolidación de naciones, en ese sentido como señala Romero, “la misma inestabilidad social prestaba un valor mágico a las constituciones sancionadas de manera solemne”, pues en ellas se definían proyectos de nación procurando involucrar al grueso de las sociedades, no obstante y como lo muestra la historia de la región, desde las primeras luchas de independencia en los albores del siglo XIX, los conflictos entre grupos y la intervención de países como Inglaterra, Francia y Estados Unidos, se sucedieron hasta inicios del XX, así “lo que parecía el fin de un conflicto fue veces el comienzo de otro […], entonces para algunos casos la prenda de la victoria fue a veces imponer alguna constitución [en] una de ellas” (Romero, 1976:175).

Ineludiblemente, el encaramamiento y usufructo del poder de los grupos, y el surgimiento de caudillos que los representaban, no fue sencillo para ninguno de aquéllos y, por supuesto, y como ha sucedido con todos los procesos revolucionarios —y las independencias fueron muestra de ellos—, los beneficios afloraron de acuerdo con las acciones políticas, económicas y militares emprendidas; de ese modo, aquéllos se trasladaron de los conquistadores a los nuevos terratenientes, comerciantes y futuros industriales; en contraparte, los prejuicios se concentraron en los grupos populares. Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (2012) señala lo siguiente:

A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América, la independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ellas se reabrió el tiempo de la desdicha. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras extendía la pobreza de las masas populares (Galeano, 2012:152).

De esa manera, aspiraciones como las de Simón Bolívar, quien como amplio conocedor del ambiente que privaba en el discurrir de las independencias, anhelaba una América Latina vigorosa que pudiera enfrentar con energía embates de los antiguos conquistadores, y de los que se aprestaban a irrumpir en la región como ocurrió con Inglaterra y Estados Unidos en sus afanes imperialistas, no obstantes visualizaba amplios problemas para que esa integración se llevara a cabo.

Ese sentir de Bolívar puede encontrarse en su Carta de Jamaica (1815), donde plasmó reflexiones que pintan a América Latina dentro de la crudeza en que se desenvolvían las luchas independentistas, y donde se observaba el cúmulo de grupos beligerantes. Y en efecto, Bolívar señalaba que en el estado que guardaba América en ese momento se figuraba ya el desplome del imperio romano, donde “cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones”; pero con la notable diferencia que “aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos”, y donde pesaba la condición de no ser indios ni europeos, “sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles” (Bolívar, 1815:1-11).

Y enfatizaba que, siendo americanos por nacimiento, con derechos venidos de Europa, la región estaba “en el caso más extraordinario y complicado”. En ese contexto, señalaba que era “una especie de adivinación indicar” cuál sería “el resultado de la línea de política que América” seguiría posterior al logro de su independencia en la ya prefigurada América Latina, apuntando:

Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible […]. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; más no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo (Bolívar, 1815:12-13).

La clara visión de Simón Bolívar respecto a lo que significaba conjuntar a un gran territorio como el que se independizaba de España y Portugal, lo llevaron a la objetividad de pensar a la desintegración como la futura condición de la América meridional, como definía a este territorio, de ahí que señalara respecto a las posibilidades de empalmar intereses: “los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio” (Bolívar, 1815:15).

Incluso así, Simón Bolívar soñaba con una gran patria apuntando que en el momento que se adquiriera fortaleza “bajo los auspicios de una nación liberal” que la protegiera, podrían cultivarse “virtudes y los talentos que conducen a la gloria”, concluyendo: “entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo” (Bolívar, 1815:12-13). Cortés a quién le tocó vivir algunos de esos momentos decía:

La raíz de la Revolución americana ha de buscarse en las ideas a la sazón difundidas en América […]. Los pueblos, como los individuos, no ejecutan sino lo que piensan. Las distintas fases que presenta el género humano, tienen su origen en el hombre mismo […]. En el seno de la servidumbre se formaban las ideas de libertad. Los hombres ilustrados conocían el Contrato Social de Rousseau el Acta de la Independencia de los Estados Unidos i la Declaración de los Derechos del Hombre hecha por la Convención Francesa […]. No sólo los americanos, sino también muchos españoles, sentían la necesidad de una reforma social (Cortés, 1861:13-14).

Procesos urbanos en América Latina en el paso del siglo XIX al XX

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