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La cuestión social

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El conjunto de temas que circunscriben lo que en la época se denominaba «la cuestión social» fue expuesto por ­Barrett en varios artículos, ensayos y conferencias. La obra que lleva explícitamente este nombre fue escrita en 1910, período convulsionado tanto en la vida pública paraguaya como en su vida privada; dos años antes había presentado a la opinión pública una serie de artículos —compilados con el título «Lo que son los yerbales»— ganándose así la enemistad de muchos de los terratenientes y propietarios de las industrias afines, cerrándosele las puertas de muchos periódicos y ocasionándole finalmente la deportación al Mato Grosso.

­Barrett asume una progresiva actitud militante en sus escritos, sus análisis económicos, sociológicos y políticos están siempre dirigidos por una exhortación a la sensatez; con aguda ironía desnuda las contradicciones y el carácter absurdo de una clase dirigente poco acostumbrada a la crítica. Cuando la indignación ante la injusticia lo vence, sus palabras se vuelven directas y amenazantes: «Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos, y homicidas a los administradores de la industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbales. Yo maldigo su dinero manchado en sangre. Y yo les anuncio que no deshonrarán mucho más tiempo este desgraciado país».

«La cuestión social» se estructura en contraposición a una serie de artículos que el Dr. Rodolfo Ritter, director por entonces del «El economista paraguayo», venía escribiendo sobre esta temática. La primera parte de este trabajo está dedicada a discutir ásperamente las aseveraciones de este intelectual, para quien la cuestión social es «insoluble». Si esta afirmación fuese cierta, opina ­Barrett, quienes han dedicado sus esfuerzos en intentar resolverla, se han dedicado a un problema propio de la ‘imbecilidad humana’; se han gastado vanamente «infinitas teorías utópicas, frases subversivas y conspiraciones rabiosas». La postura de Ritter asume un carácter determinista en tanto naturaliza una lectura del pasado de la humanidad, creando una ruptura histórica; en opinión de ­Barrett, la historia presenta una constante búsqueda de liberación del trabajo y de la explotación.

Es interesante señalar que en el análisis que realiza Ritter —según los fragmentos citados por ­Barrett— se presenta, a través de múltiples acontecimientos, una misma actitud: en los conflictos sociales, políticos y económicos del pasado, en las ‘luchas de clases’ —según sus propias palabras— «no encontramos ninguna tendencia contraria a la propiedad individual […] ni la menor contra el principio de la propiedad individual». Esta postura introduce un quiebre en la comprensión histórica al utilizar el siguiente dispositivo teórico: las actuales propuestas de solucionar los conflictos sociales, las posturas contrarias a la propiedad privada, son un factor a-histórico, en ninguna época anterior de la humanidad el principio de propiedad individual fue cuestionado, solamente sus «excesos».

­Barrett explicita irónicamente una consecuencia de este planteo: «Luego nuestra época está aislada de las anteriores, nuestros conflictos, nuestras angustias, nuestras esperanzas no tienen pasado; Babeuf y Owen han crecido por generación espontánea; Marx y Kropotkin han caído de la luna…». Los esfuerzos de ­­­Barrett actuarán como discurso contra-hegemónico al oponerse a este representante de la intelectualidad política paraguaya y a la prensa mayoritariamente oficialista de la época; en este sentido, presenta una crítica que muestra la contingencia del orden vigente al señalar que la agitación social y política forma parte de una historia de luchas humanas, de un proceso continuo de búsqueda de liberación del trabajo y de la explotación. Reintroduce una comprensión histórica, posibilitando el discernimiento del determinismo a-histórico de Ritter; este discernimiento consiste, en primera instancia, en confrontar otra interpretación de los textos, en los que ve de un modo contundente que la situación de dominación y explotación entre los seres humanos no ha variado sustancialmente: «¿tanta distancia hay del ‘dadlo todo’ de Jesús al ‘todo es de todos’ de los modernos agitadores?». Los ejemplos escogidos por él son textos bíblicos (Isaías, los evangelios, cartas paulinas), la patrística, pero también Epicuro y sus discursos para probar a los griegos que un esclavo es un hombre y Tiberio Graco con su apóstrofe a los patricios.

De manera evidente, en todos estos ejemplos se trasluce una solidaridad histórica entre los desposeídos de todas las épocas y en todos los lugares: «la fraternidad del dolor borra las fronteras entre los proletarios». Esta solidaridad es fácilmente reconocible para quien quiera verla, aunque este no es el caso de su interlocutor:

«El doctor Ritter, con una imparcialidad digna de elogio, nos presenta una larga serie de ejemplos por el estilo, debidos a filósofos, a moralistas y a la agudeza popular de todos los tiempos, y, mal que le pese, no consigue sino convencernos de la solidaridad histórica de los miserables».

Esta solidaridad de los miserables es la reacción a la dinámica histórica que reitera, con variantes poco relevantes, la misma situación de opresión a lo largo de las edades: «Siempre, lo mismo ahora que hace seis mil años, hubo una minoría que ha vivido del trabajo y del sufrimiento ajenos. Siempre hubo una vasta multitud de infelices que para el grupo de propietarios armados no eran más que máquinas».

En su opinión, las diferencias naturales que con nuestro nacimiento los seres humanos traemos al mundo se corrompen por las estructuras injustas que hemos erigido; las diferencias entre los seres humanos no están al servicio de la solidaridad sino de la explotación de unos hombres sobre otros:

«La sociedad completa el destino fisiológico de las criaturas. La injusticia de las civilizaciones prolonga la injusticia fundamental de la especie. Por el único crimen de nacer, unos nacen débiles y enfermos y otros robustos; unos inteligentes y otros idiotas; unos bellos y otros repugnantes. Algunos están ya condenados al asco y al desprecio en el mismo vientre de su madre; algunos ni siquiera nacen vivos. Nosotros hemos añadido algo a todo eso; por el único crimen de nacer hemos conseguido que unos nazcan esclavos y otros reyes; unos con el sable y otros bajo el látigo».

La constatación de una «solidaridad histórica de los miserables» desnuda los mecanismos de opresión, producto del egoísmo, apoyado en la cuestión «esencial» que caracteriza a toda opresión política o económica: la que «obliga a tratar como instrumentos inertes a los hombres, los cuales, sean los que fueren, jamás piensan en descender al nivel de máquinas materiales».

Insiste en mostrar que este orden social tuvo un comienzo, su concreción legal es la propiedad privada, su dimensión moral es la entronización del egoísmo y la avaricia como valores supremos, «donde se establece la propiedad se establece la lenta y cobarde tortura de los desposeídos».

De modo implícito, distingue entre lo que podría denominarse trabajo «creativo» y trabajo «esclavo»; la creación humana otorga un sentido distinto y renovado a la materia, aportando su cuota en la «gran tarea de la evolución», realización violentamente impedida por la propiedad privada:

«Admitirás entonces que no son las joyas de tu propiedad legítima, sino de quien las hizo, igual que son de quien los escribió los papeles que guardas. El palacio pertenece al arquitecto, y la tierra a quien la fecunda y embellece. Sólo es nuestro lo que engendramos, lo que por nosotros vive, lo que como padres no repudiaremos nunca; sólo es nuestro lo que sólo con nosotros resplandece y obra».

Toda el andamiaje de la actual «civilización moderna» está orientada en defensa de la propiedad, no existe mayor crimen que la posibilidad de alterar este orden de cosas:

«Así la civilización moderna, bajo la cómica insignia democrática, se basa únicamente en la propiedad, es decir, en la avaricia. El crimen sumo es pretender modificar la monstruosa distribución actual de las riquezas».

A pesar de las experiencias frustrantes y los fracasos en las luchas que los desposeídos han librado en el pasado, ­­Barrett exhorta constantemente a redoblar esfuerzos en busca de la liberación, los sectores populares son agentes de cambio y protagonistas de su historia:

«No somos solamente hijos del pasado. No somos una consecuencia, un residuo de ayer. Antes que efecto somos causa, y me rebelo contra ese mezquino determinismo que obliga al Universo a repetirse eternamente, idéntico bajo sus máscaras sucesivas».

Otra afirmación que realiza el Dr. Ritter es la de que en el Paraguay no se han planteado los problemas de la ‘cuestión social’. ­Barrett responde que el único modo de que no hubiese cuestión social en el Paraguay es el de que la sociedad paraguaya fuese perfecta, pero «¿se puede negar el estado miserable de la población?». El discurso de ­Barrett, además de plantear la importancia de visualizar una continuidad histórica, busca al mismo tiempo aprender de los procesos que vienen configurándose en otros países. Existen experiencias que se están dando en América Latina a las que es necesario estar atentos, «Al lado tenemos a los argentinos, hace pocos años eran sus condiciones económicas semejantes a las nuestras. Y ya han entrado en la era de la dinamita». La postura de Ritter, al negar que exista una ‘cuestión social’ en el Paraguay, opera políticamente como mecanismo de invisibilización de los conflictos sociales, y por ende, de ocultamiento de la situación de propiedad de la tierra.

«Es inevitable la cuestión social donde rige el principio de la propiedad privada. Admitimos que el Paraguay no padece los excesos del capitalismo. Mañana los padecerá, traídos forzosamente por lo que llamamos democracia, civilización, progreso. El planteo de la cuestión social sería tanto más ventajoso cuanto que es siempre más fácil prevenir que curar».

­Barrett defiende en estos textos un socialismo agrícola. El principal problema para la igualdad y el desarrollo humano en los países americanos que conoció (Paraguay, Argentina, Brasil y Uruguay) era la posesión de la tierra; como bien apunta Cappelletti, «estas ideas, que pueden parecer simplistas a un socialista de nuestros días, no eran, sin embargo, inexplicables en un país gobernado por estancieros, en una región que había albergado el imperio agrícola de los jesuitas». Las vueltas de la historia le dan una vigencia peculiar a su pensamiento, especialmente en épocas en las que el Estado adquiere las características de una empresa transnacional en la apropiación y venta de tierras.

La crítica de ­Barrett utiliza como dispositivo discursivo la reintroducción de la temporalidad, de la contingencia y el devenir en una realidad reacia al cambio. Ante la sentencia de Ritter: «la cuestión social es insoluble», ­Barrett propone la interpretación: «la cuestión social se está resolviendo desde los comienzos de la civilización», y para esto es necesario visualizar el «enorme camino recorrido» por la humanidad, un camino de logros que es preciso reconocer: «no seamos ingratos con nuestros padres […] porque no obstante las ideas avanzan […] contemplad el inmenso fresco de la historia; ved la propiedad en perpetua retirada ante el trabajo, cediéndole una parte siempre mayor de bienestar, de inteligencia y de empuje».

­Barrett se muestra aquí, afirma Corral Sánchez, como «un hombre de su tiempo», al compartir la fe en el futuro, rasgo característico del pensamiento europeo del siglo XIX. Esta confianza en que la historia de la humanidad refleja el progresivo acercamiento de los seres humanos a la perfección, es deudora de una extrapolación del evolucionismo a la explicación de los fenómenos sociales y del krausismo, de importante impacto en España a fines de siglo. En este sentido, esta convicción, sumada a la grandeza intelectual que siempre le caracterizó, le permitió sopesar el aporte de Marx a las luchas populares de liberación. Critica en Marx los riesgos de caer en un determinismo económico; «estudió la lucha de clases en un frasco cerrado», los factores asumidos por Marx no pueden ser los únicos factores históricos pero no por eso las consecuencias que extrae dejan de ser, dentro de cierta esfera, válidas.

Juzga como poco importante la trascendencia del marxismo en la ‘acción’ humana»:

«La razón será lo que se quiera, menos un motor. ¿En qué puede vigorizar al proletariado la idea del determinismo económico? ¿Obedecerían mejor los astros a la ley de Newton, si tuviesen conciencia de ella? ¿Caería de otro modo el guijarro, si supiera que tiene que caer? De aquí la evolución del marxismo de combate. El proletariado, después de adquirir, según la bella frase de Pelloutier, ‘la ciencia de su desgracia’, se inclina a cultivar los elementos que le prometen el triunfo, que se lo prometerían y tal vez se lo procurarían aunque se tratara de un triunfo ilógico: la disciplina y la fe».

­Barrett otorga prioridad a la acción; el pensamiento y la razón están al servicio de ella; tal comunión entre interioridad y exterioridad —que deja como resultado el hecho de que no exista mejor argumento para convencer que la acción— recuerda a la escuela cínica de la antigüedad. Es importante actuar, moverse, abrirse al riesgo del futuro quebrando nuestros esquemas de perfección y de justicia:

«La duda nos amordaza, nos ciega, nos paraliza. Lo justo es no moverse. El justo, como el fiel de la balanza simbólica, debe petrificarse en su gesto solemne. Resolverse a no hacer el mal es suicidarse, y sólo los muertos son perfectamente justos».

El futuro no puede ser una extensión del presente; su metáfora señalando que la propiedad privada es una «enfermedad» abre la posibilidad de que esta pueda y deba ser curada. Combatir los «excesos» de la propiedad privada es tener una doble moral, es «podar hipócritamente las ramas del árbol del mal mientras en sigilo se abona y se riega su infame raíz»3. Es necesario más bien una solución radical, una cura definitiva a la enfermedad, un destronque de ese árbol: «no se ataca, no se circunviene, no se contamina la obra de la propiedad sin herirla en su centro mismo». Y esta acción es posible; a la solidaridad de las ideas debe acompañarla la solidaridad de los obreros, dejando a un lado las controversias internas que dividían en la época al movimiento mundial. ­Barrett afirma que las disputas entre marxistas y anarquistas «es la última carta de la burguesía», y propone que ambos se encuentren en la acción, es decir, en el terreno neutral del sindicalismo:

«La gran Internacional, que hizo vacilar a Europa, fracasó por la divergencia entre los discípulos de Marx y los de Bakunin. Si la actual Internacional lograra la unión de las dos ramas en el terreno relativamente neutro del sindicalismo, los minutos que le restan de vida a la sociedad capitalista, estarían contados».

Y el arma principal del sindicalismo es la huelga general, el «paro terrestre». En la segunda conferencia a los obreros paraguayos, define la huelga como un «instrumento de emancipación», «todas las huelgas son justas, porque todos los hombres y todas las colecciones de hombres tienen el derecho de declararse en huelga. Lo contrario de esto sería la esclavitud». Aquí se aproxima al anarquismo colectivista de Bakunin, instando a los trabajadores a apropiarse del capital, fruto de su trabajo; «cada progreso de la clase trabajadora tiene su origen en una huelga», esa es la garantía de su éxito futuro: «cuando no haya quien saque a la tierra el sustento cotidiano, los ricos no tendrán qué comer, por ricos que sean». La huelga general será el «juicio final de donde surgirá la sociedad futura». Será el comienzo de un nuevo orden social y político:

«He aquí el papel probable de la huelga en los destinos humanos. Su acción es todavía de corto radio. Usáis de la huelga en pequeños conflictos, en problemas locales, pero no olvidéis que su trascendental misión es llegar al paro terrestre. Todo lo que se haya mantenido en pie hasta entonces se derrumbará. Y la sociedad se transformará de una manera definitiva».

La confianza de ­Barrett en que la acción obrera transformará, en un futuro no muy lejano, las bases de la sociedad, trasunta toda su obra: «no somos el pasado, sino el presente, creador divino de lo que no existió nunca. No somos el recuerdo; somos la esperanza»; «analizad las virtudes viriles y descubriréis que se reducen a una: la esperanza». Tan fuerte como este convencimiento, está presente también la idea de que el crecimiento de la acción obrera redundará en un conflicto contra el Estado y sus instituciones; en coherencia con la línea trazada por el movimiento anarquista desde Proudhon, pasando por Bakunin y Kropotkin, ­Barrett es consciente de que una revolución que pretenda acabar con las diferencias de clase debe eliminar al mismo tiempo el poder político y la fuerza del Estado, bajo riesgo de engendrar una nueva sociedad de clases y un nuevo sector dominante:

«Estamos desde hace siglos en presencia de un hecho formidable: la masa anónima, el inmenso rebaño de los que nada tienen sube poco a poco acercándose al poder. He aquí al viejo Estado enfrente del número. Mejor dicho, ahora es cuando el número adquiere, gracias a la cohesión, todo su terrible peso. El pueblo comienza a dejar de ser arena; se cuaja en roca […] Lo instructivo es que los obreros se van agrupando y organizando por el trabajo mismo; sus herramientas se convierten imperceptiblemente en armas; los aparatos con que la humanidad circula y trasmite el pensamiento están en sus manos […] El Estado se batirá; opondrá al número el número. Opondrá el ejército compuesto de hombres educados para esperar la muerte, al proletariado, compuesto de hombres que tienen la irritante pretensión de vivir».

Es interesante observar que atribuye a la tarea de la revolución social un carácter «multiclasista», no reduciendo el protagonismo en exclusividad a la clase obrera. Con una intuición de anticipación histórica sorprendente, visualiza la reacción autoritaria que en el futuro interpondrá al impulso vital de los pueblos, las acciones más violentas y autoritarias del Estado.

La vida es un arma

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