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1.2. Somos como máquinas formales

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Lacan (1983) proporciona una imagen poderosa de la cibernética: tres puertas cuyos estados (de abierto o cerrado) están enlazados entre sí. En efecto, si el estado de abierto/cerrado (0/1) de la tercera puerta se hace depender de los estados de las otras dos, el conjunto puede encarnar determinadas relaciones lógicas, según como estén conectadas las puertas:

A partir del momento en que se nos ofrece la posibilidad de encarnar en lo real este 0 y este 1, notación de la presencia y de la ausencia, de encarnarlo según un ritmo, […] algo ha pasado a lo real, y nos preguntamos […] si tenemos una máquina que piensa.

Sabemos bien que esta máquina no piensa. Somos nosotros quienes la hemos hecho, y ella piensa lo que se le dijo que pensara. Pero si bien la máquina no piensa, está claro que nosotros mismos tampoco pensamos en el momento en que hacemos una operación. Seguimos exactamente los mismos mecanismos que la máquina.

Aquí lo importante es percatarse de que la cadena de combinaciones posibles del encuentro puede ser estudiada como tal, como un orden que subsiste en su rigor, independientemente de toda subjetividad.

Con la cibernética, el símbolo se encarna en un aparato, y no se confunde con éste, pues el aparato no es más que su soporte. (Lacan, 1983, pp. 448-449)

La máquina de la que habla Lacan (1983) es una relación formal, una sintaxis: “La cibernética es una ciencia de la sintaxis, y su función es que nos demos cuenta de que las ciencias exactas no hacen otra cosa que enlazar lo real a una sintaxis” (p. 450). La encarnación física de la sintaxis es incidental; podría tratarse de puertas o de circuitos apagados o encendidos, o de perros entrenados para el propósito. Lo esencial es la sintaxis que rige la máquina, que es, por lo tanto, una máquina formal. Asimismo, las máquinas triviales y no-triviales de Von Foerster (1996, pp. 148-153) no están hechas de resortes y piñones, sino que son funciones formales que operan según una sintaxis.

Con esto despejamos parcialmente el problema de la mecanomorfización: no asimilamos a los seres humanos a ninguna máquina en particular, tan solo los modelamos usando una determinada estructura formal. Se entiende que los seres humanos no son la estructura formal, pero que esta puede resultar útil para pensar problemas relativos a estos. Un modelo no es lo modelado; no es ni falso ni verdadero, sino más o menos útil para pensar un problema (Beer, 2008, pp. 1-2).

Por supuesto, sigue siendo posible confundir el mapa con el territorio, esto es, aferrarse dogmáticamente a la estructura formal cuando los fenómenos se comportan de otra manera, violentar el fenómeno para que quepa en el modelo, como Procusto violentaba los cuerpos de sus víctimas para que cupieran en su lecho. En principio, que un modelo cercene o no a lo modelado depende del ajuste del modelo en relación con aquello que modela; dicho de otro modo, no habría problema con el lecho de Procusto si se ajustara a las dimensiones de quienes yacen allí. Digo en principio porque podría argumentarse que hay algo en lo humano (la libertad, la subjetividad, el polvo de hadas que nos eleva por sobre monos y delfines y nos saca de la naturaleza) que se resiste a la formalización. Pero vamos por partes.

Lonergan (1999) objeta que, olvidado el sujeto, se pasa por alto el papel del observador en el conocimiento y se le trata ahistóricamente. Bien, el esquema formal de las máquinas no-triviales da cuenta, explícitamente, de la historicidad del comportamiento de un sistema, a través de un estado interno que se transforma en cada interacción (Von Foerster, 1996, pp. 148-153). Y la cibernética de segundo orden consiste, precisamente, en el estudio del conocimiento como una relación entre el observador y lo observado (pp. 187-199). En general, con todo fenómeno humano del que puede decirse que es cercenado por un modelo, el problema parece ser el mismo: ¿es suficientemente amplio el modelo?

Lonergan se queja de los behavioristas por su descuido de la conciencia. En efecto, parece que en muchos casos confunden el mapa con el territorio: no solo ignoran metodológicamente los contenidos de la caja negra, sino que parecen creer que efectivamente no tenemos conciencia. Ahora bien, ¿qué implicaría tomarse en serio la conciencia, hacer ciencia de ella? Necesariamente, implicaría hacer un modelo de ella, enlazarla con una sintaxis, mapear el fenómeno sobre unos elementos formales, que pueden llamarse yo, ego y superyó; o bien, protenciones y retenciones, datos y esencias de las vivencias; o arquetipos del inconsciente colectivo; o rasgos de la personalidad Libra con ascendente en Cáncer, o lo que sea. Pensar lo humano es asimilarlo a alguna estructura formal; si se hace bien o mal, depende de qué tanto el humano se parece, en efecto, a dicha estructura.

Cabe anotar aquí que el sistema de Spinoza incluye, pero sobrepasa, el conductismo. En efecto, lo que este llama el “primer género de conocimiento” corresponde a los modelos de Pavlov y Skinner: “Un soldado […] al ver […] las huellas de un caballo, pasará inmediatamente del pensamiento del caballo al de un jinete, y de ahí a la guerra, […] un campesino pasará del pensamiento del caballo al de un arado” (E2P18S). Ahora bien, el modelo que Spinoza hace del ser humano permite un segundo y tercer género de conocimiento, en los cuales no son los meros estímulos externos, sino también nuestros estados internos, los que determinan nuestros pensamientos y actos. En efecto, para Spinoza, las asociaciones mentales humanas pueden ser determinadas pasivamente por encuentros fortuitos con el exterior, o bien, activamente por los procesos cognitivos humanos (TIE, 108; Ep37).

Con esto adelanto algo acerca de la libertad: considero que los sistemas que llamamos libres se caracterizan adecuadamente, se describen bien, por su autodeterminación (es decir, porque su obrar se sigue de sus leyes internas de operación, y no por las de otro sistema), su complejidad e impredecibilidad. Estos rasgos pueden ser formalizados; por ejemplo, las máquinas no-triviales de Von Foerster (1991, p. 152) pueden tener tantos estados internos que resultan impredecibles para cualquier observador que pueda saber de su comportamiento, pero no de su diseño formal.

Atribuimos más libertad y agencia a un ente en proporción a su complejidad. Como diría Bateson (1993, p. 113), si pateo una piedra, su “reacción” estará determinada por la energía cinética que le imprima mi pie, y su trayectoria dependerá del ángulo y la dirección de la patada; mientras que si pateo un perro, su reacción dependerá, sobre todo, de su propia energía metabólica y de su naturaleza como ente singular: me atacará, huirá o se humillará según su historia singular de relaciones con el entorno. Claramente, la piedra es más efecto, en tanto el perro es más causa de lo que le acontece. Si ascendemos en la escala del ser, podemos comparar a un ser humano simple que ha sido manipulado (digamos, que ha ingresado a un culto) con otro, con una personalidad mejor formada, que ha podido ver a través del engaño. En general, diremos que a mayor complejidad y grado de singularidad, mayor es la libertad de un ser (Ramírez, 2012, p. 112). Además, en la medida en que un ente singular es complejo, es capaz también de tener una historia y cargarla consigo. Para predecir la trayectoria de una piedra pateada, no importa en absoluto conocer su pasado; importa más cuando se quiere predecir la reacción del perro, y mucho más si se pateara una persona.

La ciencia puede errar en cuanto a la libertad no solo a la hora de modelarla o dejar de hacerlo, sino también cuando es aplicada para cercenarla:

Conviene darse cuenta de la fuerza y de las limitaciones de la psicología manipuladora y de la ingeniería conductista. Si se manipula a un perro según los procedimientos de Pavlov, o a un gato según los de Thorndike, o a una rata de acuerdo con los de Skinner, se lograrán los resultados descritos por los autores. Es decir, si se eligen en la relación conductista las reacciones que pueden dominarse con el castigo o el halago, se hace de los animales máquina que reaccionan a los estímulos autómatas. Lo mismo puede decirse de los seres humanos, naturalmente. Cualquier campaña bien dirigida —digamos, las más recientes para fomentar la venta de juguetes bélicos en los días de Navidad— constituye un experimento conductista tan minuciosamente planeado como cualquiera que se haya hecho en un laboratorio. La psicología moderna dispone de toda clase de recursos para convertir a los seres humanos en autómatas infrahumanos o en populacho vociferante que pide el aniquilamiento del supuesto enemigo, o el propio; todo es cuestión de la técnica sobradamente conocida que utiliza cualquier vendedor de automóviles usados o anunciante de televisión. (Von Bertalanffy, 1974, p. 22)

Así escribía el cibernético Ludwig von Bertalanffy en el contexto de la Guerra Fría: no solo hay modelos que niegan la libertad, sino que además hay prácticas que la limitan. Como una suerte de profecía autorrealizadora, la aplicación del conductismo puede hacer de los humanos el tipo de máquinas simples de estímulo-respuesta que su propia teoría pregona. Ahora bien, si hay procedimientos que cercenan la libertad, debe haber procedimientos que la producen (como mínimo, abstenerse de los primeros). Pensar seriamente la libertad, por lo tanto, implica ligarla a una sintaxis, hacer un modelo que pueda rendir procedimientos que la generen; de ahí el paradójico título de las conferencias del cibernético Beer (1994) sobre el tema: Diseñar la libertad (Designing Freedom).

¿Qué hay de lo simbólico lacaniano, que nos rebasa y preexiste? “El sentido consiste en que el ser humano no es el amo de ese lenguaje primordial y primitivo. Fue arrojado a él, metido en él, está apresado en su engranaje” (Lacan, 1983, p. 453 [cursivas agregadas]). Para comprender el sistema-humano, la máquina humana, es necesario comprender su relación con una máquina más amplia con la que tiene una relación estrecha: la máquina de lo simbólico, en cuyos engranajes nos vemos atrapados. De nuevo, si queremos comprender esta máquina de lo simbólico, tenemos que formalizarla de algún modo; y si queremos comprender la relación entre lo simbólico y lo humano, tenemos que formalizar eso también. Es cierto: quien quiera comprender a los seres humanos, tendrá que vérselas con el lenguaje y con lo simbólico, que son fenómenos complejos que preexisten a los humanos individuales. Pero si ha de vérselas con dicho fenómeno, debe hacer de este un modelo.

El ser humano resulta sorprendente y maravilloso (para el propio ser humano; aplicando un poco de cibernética de segundo orden, podemos decir que resultaríamos triviales y predecibles para un observador superinteligente), sus comportamientos son altamente impredecibles y, lo que es más, pueden tocarnos el corazón, llenarnos de asombro respetuoso o de terror pasmado. De aquí no se sigue que debamos achacar todo esto al misterio de la subjetividad y del libre albedrío, sino que, si hemos de entender al ser humano, necesitamos un modelo que pueda incluir tanto a Dante y a Bach como a Mussolini y a Hitler. Si Hamlet dice a Horacio: “There are more things in heaven and earth than are dreamt of in your philosophy”, la respuesta tendría que ser: “Well then, I need to come up with a better philosophy”.

La tarea de la filosofía es capturar el caos de lo real, volcarlo en una sintaxis, sin reducirlo, sin confundir el mapa con el territorio:

El caos […] se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y desvanecen. […] El caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia. El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge. (Deleuze y Guattari, 1993, p. 46)

Queda, no obstante, el problema de la libertad. Un fenómeno que queda mapeado en una sintaxis es un fenómeno del que se espera que se comporte según dicha sintaxis; un fenómeno libre (en el sentido de libre albedrío) sería un fenómeno resistente a toda sintaxis. En la próxima sección defenderé el determinismo filosófico, al que se opone la idea de libre albedrío.

Spinoza: Educación para el cambio

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