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Prólogo
ОглавлениеEl cine en el Perú. El cortometraje: 1972-1992, de Giancarlo Carbone de Mora, en lo sustancial, como lo indica su título, es un conjunto de entrevistas con algunos realizadores de cortometrajes de un periodo singular del cine peruano. Se prolonga así el interés de Carbone por interrogar a los que hicieron nuestro cine, desde la época silente, que ha dado ya dos volúmenes de entrevistas previos: El cine en el Perú:1897-1950/Testimonios (primer volumen) y El cine en el Perú: 1950-1972/Testimonios (segundo volumen).
Ese momento particular empezó en marzo de 1972, cuando el gobierno militar presidido por el general Juan Velasco Alvarado promulgó el Decreto Ley 19327, de Fomento de la Industria Cinematográfica. Se inició entonces un periodo de continuidad productiva sin precedentes en el cine peruano: durante dos décadas se filmaron cerca de sesenta largometrajes y más de un millar de cortos. Desde la época silente no se habían realizado tantos cortometrajes, de modo regular, en el país.
El fomento de la producción se basó en la aplicación de incentivos tributarios y en el sistema de exhibición obligatoria de las cintas. Con esas condiciones, el largometraje inició un periodo fructuoso que no trataremos aquí. Los cortos, a su turno, bajo ese régimen legal, acompañaron las proyecciones comerciales de todas las películas extranjeras y sus empresas productoras fueron beneficiadas con un porcentaje del impuesto al valor de la entrada a la sala. Para ello se requería que la Comisión de Promoción Cinematográfica, una entidad creada por la ley, otorgara a la película el certificado de admisión al sistema.
El cortometraje se convirtió en una actividad rentable, de naturaleza empresarial, y fue el formato que permitió a numerosos realizadores y técnicos debutar y afianzarse en el dominio de la expresión fílmica.
La abundancia de la producción dio lugar a la aparición de muchos cortos estereotipados, pero también de algunos creativos, originales y exigentes. Y así, con altas y bajas, en medio de debates, polémicas y la resistencia de los dueños de las salas que veían la exhibición obligatoria como una imposición inaceptable, el Decreto Ley de Cine 19327 se mantuvo en vigencia hasta diciembre de 1992, cuando el gobierno de Fujimori suspendió la aplicación de los dispositivos básicos de apoyo a la producción de películas. Los cortos dejaron entonces de exhibirse en las salas públicas. En los años siguientes —y hasta hoy— los cortos no desaparecieron pero se hicieron en circunstancias distintas, para otros auditorios y con diferentes propósitos.
Algunos de los protagonistas de esas dos décadas del cine peruano comparecen aquí. Del conjunto de sus opiniones se pueden extraer algunas conclusiones: que el corto es indispensable en la formación de un cine nacional y no es un formato supletorio, pasajero o que se agote con el paso de los cineastas al largometraje; que es un marco legítimo para el ejercicio de un estilo y una expresión personal, como lo prueba la obra de un “autor” como Gianfranco Annichini, y puede ser un formato muy versátil, apto para el documental o la ficción, para el reportaje o el documento de creación, para la animación o el fotomontaje, para el ensayo fílmico o la experimentación.
Pero también se pueden evaluar, de modo retrospectivo, algunos hechos. Por ejemplo, que el modelo de promoción cinematográfica contenido en el Decreto Ley 19327 fue positivo para nuestro cine, más allá de sus intenciones y de su defectuosa aplicación, de su dudosa legitimidad —como que fue impuesto por una dictadura—, de su carácter proteccionista, de su evidente intromisión en asuntos propios de la contratación privada, de su desconocimiento de la libertad de mercado. Más allá de todo eso, esa norma legal permitió no solo la aparición de una promoción importante de realizadores, sino que creó la conciencia de lo que puede hacer el Estado si toma la decisión política de estimular una actividad artística. Y más aún en el campo del cine, una actividad que requiere de inversiones para la producción pero también de espacios para su exhibición, que suelen estar copados por el filme de moda, aquel que concentra toda la atención mediática. Lo que se agrava en el campo del cortometraje, que es un formato de la expresión fílmica que carece de mercado propio, ya que el público no paga por ver cintas de corta duración.
Vista a la luz de la apabullante hegemonía actual del cine norteamericano, esa norma legal abrió ciertos intersticios para el acceso del cine peruano a las salas comerciales. La presencia de un corto peruano antes de la proyección de los blockbusters de los años setenta, desde El exorcista hasta La guerra de las galaxias, resulta inimaginable ahora, en la era de las multisalas, donde los tiempos entre función y función están ocupados por tandas interminables de publicidad y anuncios de otros blockbusters.
La presencia diaria de filmes peruanos en las salas de cine de todo el país creó un público para ellos. Era el público que hacía largas colas para ver cintas como Cuentos inmorales o Gregorio, pero también el que exigió cambios en las formas de representación dramática de lo cotidiano, lo popular y lo urbano en los medios de comunicación. No es casual que fueran los cineastas de la “ley de cine” los que modificaron la fisonomía de las telenovelas y miniseries a partir de los años ochenta, incorporando formas de hablar y comportarse que se alejaban, al fin, de los modelos de la ficción televisiva mexicana o venezolana. Formas de hablar y comportamientos que se proyectaban a diario en los cines, como complemento de la programación. Gestos y dicción que ahora se han alejado de las pantallas, dejándolas libradas al imperio de Harry Potter, repetido una y mil veces.
De más está decir que en el campo del cortometraje —de antes y de hoy— se encuentran algunos de los mejores títulos del cine peruano. Radio Belén, Hombre solo o Una novia en Nueva York, de Annichini; Hombres de viento, de Portugal; En la orilla, de Suárez; Bom Bom Coronado, campeón, de García; El final, de Cabada; El gran viaje del capitán Neptuno o La misma carne, la misma sangre, de Salvini, por mencionar algunos de los entrevistados en este libro, son cintas muy destacadas. Pero hay otras, y menciono solo dos, de Arturo Sinclair: Eguren y Barranco y Agua salada.
Recordar esas películas, como las de Sinclair, y no poder verlas hoy es un asunto que ojalá este libro nos lleve a tratar y discutir: los cortos peruanos se están perdiendo. Salvo algunos que están en archivos privados o institucionales, la mayoría de ellos carece de copias proyectables o son inubicables. Ojalá pudiera acabar de una vez la negligencia en el campo de la conservación de las películas peruanas del pasado, que son parte de nuestro patrimonio cultural, aunque así no lo consideren las entidades públicas responsables.
Ricardo Bedoya