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Prólogo

Conozco a muchísimas personas, sobre todo jóvenes, que cada día rezan a Dios a través del Padre Pío y con el Padre Pío. Lo hacen considerándolo todavía como «Padre», aunque él ya es, desde hace algunos años, «san Pío» de Pietrelcina. Y estas personas –decía que muchas en Italia, pero otras muchas también en el extranjero– se dirigen al «Estigmatizado del Gárgano» en los momentos y situaciones más normales de su jornada, mostrando una devoción que se manifiesta de múltiples formas: guardando una estampa en la cartera, que muestran al primero que les pregunta por su fe; exponiendo su fotografía bien visible en su trabajo y hasta en los carteles de las autopistas; leyendo fragmentos de sus incomparables Cartas, que hoy están recogidas en un verdadero Epistolario. Estas Cartas son una riquísima mina, todavía no explotada en su totalidad, de espiritualidad cristiana, que muestran un profundo amor por la humanidad humilde y pobre, sobre todo por aquella que cada día trabaja y sufre, haciendo posible tanto la historia del mundo como la historia de la salvación. Las Cartas del Padre Pío hablan directamente al corazón de quien las lee y le hablan de Dios. Se trata de una correspondencia dirigida a hombres y mujeres, a los que el Padre Pío escuchó a lo largo de decenas de años en su confesionario, deseosos y nunca saciados –como lo estamos nosotros– de poder intuir el rostro maravilloso de Jesús, que nos prometió estar con nosotros cada día, todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20), también hoy. Y precisamente a esos hombres y mujeres el Padre Pío les escribía muchas cartas, llenas, entre otras cosas, de imágenes inéditas y de metáforas extraídas de nuestra realidad más cotidiana, y con referencias frecuentes a sucesos de la naturaleza, a representaciones del paisaje, al calor de los afectos familiares y de la amistad; en suma, a la manera de ser de la gente típicamente italiana, en la que laten todavía un carácter firme y una religiosidad profunda.

Convencido de que Jesús mantiene, también para este año nuevo, la promesa de «estar con nosotros» todos los días, pensé que, a través de un pensamiento diario extraído de las Cartas del Padre Pío, esta promesa resultaría todavía más tangible. Un pensamiento de cada día del Padre Pío –no creo que sea una osadía afirmarlo– es para nosotros un pensamiento de cada día de Jesús, el único que nos ama y nos cura plenamente: porque ambos han sido perforados por los «clavos de la historia», los estigmas. Jesús realmente y el Padre Pío por gracia, pero ambos físicamente. Los «clavos de la historia» son, en efecto, los del soplo del espíritu de Dios sobre el hombre, que, día tras día, nos impulsa a la conversión, haciendo madurar en nosotros las líneas maravillosas de la imagen de Cristo (Ef 4,13). Gracias a este enfoque trinitario del tiempo tiene lugar para todos, antes o después, un día de conversión.

En este sentido, un día de conversión tuvo lugar también para mí, que no conocía casi nada del Padre Pío, aun siendo un cohermano suyo, aunque sí había «oído hablar» de él. El descubrimiento del Santo comenzó en Alemania, hace ahora ya diez años, cuando era estudiante de los Jesuitas en la Sankt Georgen Hoschschule de Frankfurt y huésped del célebre e imponente santuario mariano de Liebfrauen de dicha ciudad, atendido por los capuchinos. Me encontraba en Alemania desde hacía tiempo. Recuerdo aún aquella gélida mañana de primavera de 1999, cuando el joven guardián, fray Paulus Terwitte, me pidió dar dos conferencias sobre el Padre Pío en vista de su beatificación, que tendría lugar poco después, concretamente el 2 de mayo, en Roma. Le dije: «¿Por qué precisamente yo?». Me respondió: «No porque eres capuchino, sino porque eres italiano como el Padre Pío». Mi pregunta no nacía de que tendría que hablar en alemán y en el santuario donde los sábados por la mañana –como sucede también hoy– dan sus conferencias los mejores teólogos alemanes, católicos y luteranos, sino de la verdadera dificultad de que del Padre Pío, como he dicho, no sabía casi nada.

Pero acepté el reto; y fue así como me puse a estudiar detenidamente las fuentes, es decir, las Cartas que ahora publico aquí. Me pareció estar ante el filón de una inexplorada mina de oro, no solamente teológica, sino también rica de un precioso conjunto de sugerencias y de intuiciones espirituales, aptas para poder vivir hoy, con y según el corazón de Jesús, con el fruto de un gran consuelo. En estos pensamientos el Padre Pío ofrece, en efecto, consejos eficaces sobre cómo poder creer en Dios, esperar en medio de las tribulaciones, amar y perdonar al prójimo, gozar en cualquier circunstancia de la existencia. En ellos late el vigor del hermano capuchino, que trata de ayudar a las personas sobre todo a fortalecerse en la vida cristiana, considerada por el Padre Pío como una auténtica propuesta de felicidad para la realización humana. En estos pensamientos, además, se puede encontrar toda la experiencia pastoral que él maduró en los años de su vida franciscana, al dirigir por los caminos del Espíritu a muchas almas, algunas encontradas probablemente una sola vez, y otras de forma continuada, en lo que hoy se llamaría el acompañamiento espiritual. Los pensamientos de estas Cartas, por tanto, se dirigen a todos: laicos, sacerdotes, religiosos, no creyentes y, también, jóvenes. En efecto, de todos ellos, el descubrimiento que más me seduce ha sido el de haber conocido en este «diario» a un Padre Pío increíblemente joven y actual. Además, me he dado cuenta de ello figurativamente al visitar, algunos años después, los lugares de su vida en el Gárgano (Foggia) y de su infancia en Pietrelcina (Benevento), en cuyos conventos abundan sus fotos de fraile joven, con aquellos ojos grandes, luminosos y dulcísimos.

El Padre Pío permaneció siempre joven, como percibiremos leyéndolo en estos pensamientos para cada día, de forma que también nosotros llegaremos al final del año más rejuvenecidos que al inicio. Sucede siempre así para quien vive el tiempo y el paso de los días de modo auténticamente cristiano: dándose cuenta de que, «mientras nuestro hombre exterior se va deteriorando, el interior se renueva de día en día» (2Cor 4,16). Y este es precisamente el secreto, aquel que el Padre Pío llamaba «el secreto del gran Rey» (Tob 12,7). Que para un cristiano –no sólo para un franciscano– coincide exactamente con una Persona: Jesús.

Venecia, 23 de septiembre de 2007

San Pío de Pietrelcina

Gianluigi Pasquale, OFMCap.

365 días con el Padre Pío

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