Читать книгу 365 días con el Padre Pío - Gianluigi Pasquale - Страница 7
Оглавление1 de enero
Os recomiendo vivamente: preocupaos de hacer vuestros pobres corazones cada día más gratos a nuestro Maestro y de actuar de modo que el presente año sea más fértil en obras buenas que el pasado; ya que, conforme pasan los años y la eternidad se nos acerca, es necesario redoblar el entusiasmo y elevar nuestro espíritu a Dios, sirviéndole con mayor diligencia en todo aquello a lo que nos obligan nuestra vocación y la profesión cristiana. Sólo esto nos puede hacer gratos a Dios; sólo esto nos puede hacer salir libres del gran mundo que no es de Dios y de todos nuestros enemigos; sólo esto, por tanto, nos puede hacer llegar al puerto de la salvación eterna.
Afrontemos también las pruebas de la vida presente, a las que la divina providencia nos irá sometiendo; pero no nos desanimemos ni nos angustiemos; combatamos como valientes y recibiremos el premio que Dios ha reservado a las almas fuertes. Recordad, hijas, las palabras que el divino Maestro dirigió un día a sus discípulos y que hoy os dice a vosotras: «No se turbe vuestro corazón». Sí, hijas, no se turben vuestros corazones en el momento de la prueba, porque Jesús ha prometido su real asistencia a quien le sigue. (…)
Jesús haga que vuestros corazones sean cada vez más suyos.
(2 de enero de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 832)
2 de enero
Para vivir continuamente en una vida devota, no te hace falta más que aceptar en tu espíritu algunas máximas excelentes y generosas.
La primera que yo deseo que tengas es esta de san Pablo: «Todo redunda en bien de los que aman a Dios». Y, por cierto, ya que Dios puede y sabe sacar el bien incluso del mal, ¿con quién hará esto sino con aquellos que, sin reserva alguna, se entregan a Él? Incluso los mismos pecados, de los que Dios, por su bondad, nos tiene alejados, son ordenados por su divina providencia al bien de los que le sirven. Si el santo rey David no hubiera pecado, nunca habría adquirido una humildad tan profunda; ni la Magdalena habría amado tan ardientemente a Jesús si él no le hubiera perdonado tantos pecados; y Jesús no habría podido perdonárselos si ella no los hubiera cometido.
Considera, mi queridísima hijita, esta gran obra de la misericordia divina: él convierte nuestras miserias en favores y, con el veneno de nuestras iniquidades, realiza cambios saludables en nuestras almas. Dime, pues, ¿qué no hará con su gracia de nuestras aflicciones, nuestros sufrimientos y las persecuciones que nos angustian? Y, por eso, aunque te sucediera no sufrir aflicciones de ninguna clase, cree que, si amas a Dios con todo tu corazón, todo se convertirá en bien; y, aunque no logres comprender por dónde vendrá este bien, ten la certeza de que llegará. Si Dios pone ante tus ojos el lodo de la ignominia, no es sino para devolverte una mirada más clara y para hacerte admirable ante sus ángeles, como un espectáculo digno y amable. Y si Dios te hace caer, es para conseguir en ti lo que realizó en san Pablo al hacerle caer del caballo.
Por tanto, que las caídas no te hagan perder el valor; anímate a una confianza renovada y a una humildad más profunda. Descorazonarse e impacientarse después de que se ha caído en el error es una estratagema del enemigo, es cederle las armas, es darse por vencido. Por tanto, no debes hacerlo, ya que la gracia del Señor está siempre atenta para socorrerte.
(15 de noviembre de 1917,
a Antonietta Vona, Ep. III, 822)
3 de enero
La segunda máxima que deseo que lleves siempre gravada en tu espíritu es que Dios es nuestro padre; ¿y qué tienes que temer cuando se es hija de tal padre, sin cuya providencia no caerá nunca un cabello de tu cabeza? ¿No es en verdad muy extraño que, siendo nosotros hijos de tal padre, tengamos y podamos tener otro pensamiento que no sea el de amarlo y servirlo? Cuida y gobierna tu alma y tu familia como él quiere, y no te preocupes; porque, si haces esto, verás cómo Jesús cuida de ti. «Piensa en mí, que yo pensaré en ti», dijo Jesús en una ocasión a Sta. Catalina de Siena; y el Sabio dice: «Padre eterno, vuestra providencia lo gobierna todo».
(15 de noviembre de 1917,
a Antonietta Vona, Ep. III, 822)
4 de enero
La tercera máxima es que debes observar lo que el divino Maestro enseñó a sus discípulos: «¿Qué os ha faltado?».
Considera atentamente, mi buena hijita, este pasaje. Jesús había mandado a los apóstoles a todo el mundo, sin dinero, sin bastón, sin sandalias, sin alforjas, vestidos sólo con una túnica; y después les dijo: «Cuándo os mandé de este modo, ¿acaso os faltó algo?». Y ellos respondieron que nada les había faltado.
Ahora, yo te digo, hijita: cuando estuviste atormentada, aun en el tiempo en que, por desgracia, no sentías mucha confianza en Dios, dime: ¿en algún momento te encontraste oprimida por el sufrimiento? Me responderás que no. ¿Y por qué, pues –agregaré yo–, no tener confianza en superar todas las demás adversidades? Si Dios no te ha abandonado en el pasado, ¿cómo podrá abandonarte en el futuro, cuando ahora, más que en el pasado, quieres ser suya de aquí en adelante? No temas que te pueda ocurrir algo malo de este mundo, porque quizá no te sucederá nunca. Pero, en todo caso, si te sobreviniera, Dios te dará la fuerza para sobrellevarlo. El divino Maestro mandó a S. Pedro que caminara sobre las aguas. S. Pedro, al soplar el viento y ante el peligro de la tempestad, tuvo miedo y esto le hizo casi sumergirse; pidió ayuda al Maestro y este le reprendió, diciendo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?»; y, extendiéndole la mano, lo agarró. Si Dios te hace caminar sobre las aguas tempestuosas de la adversidad, no dudes, hijita mía, no temas; Dios está contigo; ten valor y serás liberada.
(15 de noviembre de 1917,
a Antonietta Vona, Ep. III, 822)
5 de enero
La cuarta máxima es aquella de la eternidad. Poco debe importar a los hijos de Dios vivir estos brevísimos momentos que pasan, con tal de que vivan en la gloria eternamente con Dios. Hijita, considera que ya vas encaminada hacia la eternidad, que ya has puesto allí un pie. Con tal de que ella sea feliz por tu causa, ¿qué importa que estos momentos transitorios sean de sufrimiento para ti?
La quinta máxima que yo te suplico que tengas siempre fija en la mente es aquella del apóstol S. Pablo: «Mira que yo no me glorío en otra cosa sino en la cruz de mi Jesús».
Ten en tu corazón, hijita, a Jesucristo crucificado, y todas las cruces del mundo te parecerán rosas. Los que han sentido las punzadas de la corona de espinas del Salvador, que es nuestra cabeza, en modo alguno sienten las otras heridas.
(15 de noviembre de 1917,
a Antonieta Vona, Ep. III, 822)
6 de enero
Tengo los ojos siempre fijos en oriente, en medio de la noche que lo rodea, para distinguir aquella estrella milagrosa que guió a nuestros padres a la gruta de Belén. Pero en vano fijo mis ojos para ver surgir este astro luminoso. Cuanto más busco, menos logro ver; cuanto más me esfuerzo y más ardientemente lo busco, más me veo envuelto en mayores tinieblas. Estoy solo de día, estoy solo de noche, y ningún rayo de luz viene a iluminarme; nunca una gota de refrigerio viene a avivar una llama que me devora continuamente, sin jamás consumirme.
Una sola vez he sentido, en la parte más íntima y secreta de mi espíritu, algo muy delicado que no sé cómo explicar. El alma comenzó a sentir su presencia, sin poder verla; y, enseguida, lo diré así, él se acercó tan íntimamente a mi alma que esta advirtió claramente su roce; exactamente –para dar una pálida figura– como suele suceder cuando nuestro cuerpo toca estrechamente otro cuerpo.
No sé decir otra cosa sobre esto; sólo le confieso que, al principio, fui presa de un gran pánico; pero que este pánico, poco a poco, se fue transformando en una celestial euforia. Me pareció que ya no me hallaba en estado de viandante; y no sabría decirle si, cuando sucedió esto, me di cuenta o no de que estaba todavía en mi propio cuerpo. Sólo Dios lo sabe; y yo no sabría decirle nada más para darle a entender mejor este acontecimiento.
(8 de marzo de 1916, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 756)
7 de enero
Nuestro Señor te ama, hijita mía, y te ama tiernamente; y si Él, a veces, no te hace sentir la dulzura de este amor, lo hace para llevarte a una humildad mayor y para que te des más cuenta de lo despreciable que eres. Pero no dejes por eso de recurrir a su santa benignidad con toda confianza, particularmente en el tiempo en que lo representamos como pequeño niño en Belén. Porque, hijita mía, ¿para qué se aferra Él a esta dulce y amable condición sino para llevarnos a amarlo confiadamente y a entregarnos amorosamente a Él?
Permanece muy cerca de la cuna de este gracioso niño, especialmente en estos días santos de su nacimiento. Si amas las riquezas, aquí encontrarás el oro que los Reyes magos le dejaron; si amas el humo de los honores, aquí encontrarás aquel incienso; y si amas las delicadezas de los sentidos, sentirás la olorosa mirra, que perfuma toda la gruta. Sé rica de amor hacia este niño celestial; respetuosa en la familiaridad que tendrás con él mediante la oración; y toda delicada en la alegría de sentir en ti las santas inspiraciones y los afectos de ser solamente suya.
Mantén el buen ánimo en lo que se refiere a tus pequeños resentimientos y defectos; pasarán, sin duda; y, si no pasan, serán para ti un ejercicio de humildad y de mortificación. Vive tranquila, hijita mía, y no temas, porque Jesús está contigo. Sigue en el camino que has emprendido y no reduzcas jamás la marcha.
(30 de diciembre de 1918,
a Maria Gargani, Ep. III, 346)
8 de enero
Mantente siempre fuerte en la fe y estate siempre vigilante, que de ese modo serán ahuyentadas todas las malas artes del enemigo. Esta es precisamente la exhortación que nos da el príncipe de los apóstoles, san Pedro: «Sed sobrios y estad vigilantes. Vuestro enemigo, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe»; y, para estimularnos más, añade también: «Sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan estas mismas cosas».
Sí, amada hija de Jesús, especialmente en las horas de la lucha reaviva tu fe en la verdad de la doctrina cristiana y, de manera particular, reaviva la fe en las promesas de vida eterna que nuestro dulcísimo Señor hace a quienes combaten con fuerza y coraje. Sirva para infundirte ánimo y para consolarte saber que no estás sola en el sufrir, que todos los seguidores del Nazareno esparcidos por el mundo padecen las mismas cosas: también ellos están todavía expuestos a las tribulaciones.
(26 de noviembre de 1914,
a Raffaelina Cerase, Ep. II, 245)
9 de enero
El conocimiento de los designios divinos sobre ti debe servirte, por una parte, para ejercitar tu alma en la gratitud hacia tan buen Padre, prodigando tu alma en continuas acciones de gracias al benefactor celestial, uniendo a este fin tus bendiciones a las de María santísima Inmaculada, de los ángeles y de todos los bienaventurados moradores de la Jerusalén celestial. Por otra parte, debe servirte como empuje, para no asustarte y no detenerte a mitad de trayecto por las penas y los dolores que es necesario soportar para llegar a la meta de este largo camino.
El Señor me ha permitido manifestarte todas estas cosas, sobre todo para que no estés insegura en tu carrera. Corre, pues, y no te canses; el Señor te guía y dirige tus pasos para que no caigas en este camino. Corre, te digo, porque el camino es largo y el tiempo es bastante breve. Corre, corramos todos, de modo que, al final de nuestro viaje, podamos decir con el santo Apóstol: «Porque yo estoy a punto de ser inmolado, y el momento de mi partida es inminente. Yo he combatido mi combate, yo he terminado mi carrera, yo me he mantenido fiel».
(9 de enero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 291)
10 de enero
Las tinieblas que rodean el cielo de vuestras almas son luz; y hacéis bien en decir que no veis nada y que os encontráis en medio de una zarza ardiendo. La zarza arde, el aire se llena de densas nubes, y el espíritu no ve ni comprende nada. Pero Dios habla y está presente en el alma que siente, comprende, ama y tiembla.
Hijitas mías, animaos; no esperéis al Tabor para ver a Dios; ya lo contempláis en el Sinaí. Pienso que el vuestro no es el estómago interior revuelto e incapaz de gustar el bien; él ya no puede apetecer más que el Bien Sumo en sí mismo y no ya en sus dones. De aquí nace el que no quede satisfecho con lo que no es Dios.
El conocimiento de vuestra indignidad y deformidad interior es una luz purísima de la divinidad, que pone a vuestra consideración tanto vuestro ser como vuestra capacidad de cometer, sin su gracia, cualquier delito.
Esta luz es una gran misericordia de Dios, y fue concedida a los más grandes santos, porque pone el alma al abrigo de todo sentimiento de vanidad y de orgullo; y aumenta la humildad, que es el fundamento de la verdadera virtud y de la perfección cristiana. Santa Teresa también tuvo este conocimiento y dice que, en ciertos momentos, es tan penoso y horrible que podría causar la muerte si el Señor no sostuviera el corazón.
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
11 de enero
El conocimiento de la indignidad potencial, que consiste en saber qué seríamos o qué podríamos hacer sin la asistencia de la gracia, y del que hemos hablado hasta ahora, no debe confundirse con la indignidad actual.
La primera hace a la criatura aceptable y grata a los ojos del Altísimo; la segunda la hace detestable, porque es el reflejo de la iniquidad presente en el alma, en la conciencia.
Vosotras, en las tinieblas en que os encontráis la mayor parte de las veces, confundís una con otra; y, del conocimiento de lo que podríais ser, teméis que ya sois aquello que es sólo posible en vosotras.
El ignorar si ante Dios sois dignas de amor o de odio es un sufrimiento y no un castigo, porque nadie teme ser indigno cuando verdaderamente lo quiere ser o lo es. Tal incertidumbre es permitida por Dios para todos los seres humanos, para que no presuman y para que caminen con cautela en la consecución de la salvación eterna.
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
12 de enero
Recordad esto: si el demonio hace ruido, es señal de que todavía está afuera y no dentro. Lo que debe aterrorizarnos es su paz y su sintonía con el alma humana. Creedme, ya que os hablo como hermano y con la autoridad de sacerdote y en calidad de vuestro director: desechad estos vanos temores; alejad estas sombras que el demonio va poniendo en vuestras almas para atormentarlas y para alejarlas, si fuera posible, también de la comunión diaria.
Sé que el Señor permite al demonio estos asaltos para que la misericordia divina os haga más gratas a Él; y quiere que vosotras os asemejéis a Él en las angustias que padeció en el desierto, en el huerto y en la cruz; pero os debéis defender, alejándolo y despreciando sus malignas insinuaciones.
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
13 de enero
Estate atenta para no perder de vista la presencia divina a causa de las actividades que realices. No emprendas nunca tarea alguna u otra acción cualquiera sin haber elevado antes la mente a Dios, dirigiéndole a Él, con santa intención, las acciones que vas a realizar. Harás lo mismo con la acción de gracias al término de todas tus actividades, examinándote si todo lo has realizado siguiendo la recta intención deseada al principio; y, si te encuentras manchada, pide humildemente perdón al Señor, con la firme resolución de corregir los errores.
No debes desanimarte ni entristecerte si tus acciones no te salen con la perfección que buscaba tu intención; ¡qué quieres! Somos frágiles, somos tierra, y no todo terreno produce los mismos frutos según la intención del sembrador. Pero, ante nuestras miserias, humillémonos siempre, reconociendo que no somos nada sin la ayuda divina.
(17 de diciembre de 1914,
a Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
14 de enero
Inquietarnos después de una acción porque no ha salido según la intención pura que se tenía no es humildad; es signo claro de que el alma no había puesto la perfección de su obra en la ayuda divina, sino que más bien había confiado demasiado en sus propias fuerzas.
Mi Raffaelina se preservará de esta secreta filosofía de Satanás, desechando sus sugerencias tan pronto como las haya advertido. La gracia vigilante del Señor te libere en todo momento de ser conquistada, incluso levemente, por ese espíritu maligno. Nunca es de poca importancia para un alma desposada con el Hijo de Dios haber caído, incluso en cosas pequeñas, en las malas artimañas de este terrible monstruo.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
15 de enero
Nunca te entregues con tu espíritu a tus trabajos o a otras acciones tan intensamente que llegues a perder la presencia de Dios. Para eso, te ruego que renueves con frecuencia la recta intención que has tenido desde el principio; que recites de vez en cuando las oraciones jaculatorias, que son como muchos dardos que van a herir el corazón de Dios y a obligarle, acéptame esta expresión que no es en absoluto exagerada en nuestro caso, a obligarle, digo, a concedernos sus gracias y su ayuda en todo.
No te sientes a la mesa sin haber orado antes y haber pedido la ayuda divina, para que el alimento que con desgana vamos a tomar para alivio de nuestro cuerpo no haga daño a tu espíritu. Después, siéntate a la mesa procurándote algún pensamiento devoto, dándote cuenta de que está presente el Maestro divino con sus apóstoles santos en la última cena que tuvo con los suyos, al instituir el sacramento del altar.
En resumen: esforcémonos para que la cena corporal nos sirva de preparación para la absolutamente divina de la santísima Eucaristía.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
16 de enero
No te levantes nunca de la mesa sin antes haberle dado las debidas gracias al Señor. Haciéndolo así, nada tendremos que temer de parte de la maldita gula. Al comer, cuídate de la caprichosa selección de los alimentos, sabiendo que basta poco o nada si lo que se quiere es satisfacer al estómago. No tomes nunca más alimento del necesario, y procura ser moderada en todo, buscando con interés inclinarte más hacia la sobriedad que hacia el exceso. No pretendo, sin embargo, que te levantes de la mesa en ayunas; no, no es esta mi intención. Actúa en todo con prudencia, norma para todas las acciones humanas.
No se acuestes nunca sin haber examinado antes tu conciencia sobre cómo has pasado el día, y no antes de haber dirigido todos tus pensamientos a Dios, de haberle ofrecido y consagrado tu persona e incluso la de todos los cristianos, especialmente mi pobre persona, ya que eso mismo hago yo por ti.
Además, ofrece para gloria de su divina majestad el descanso que vas a tomar, y no olvides nunca al ángel de la guarda, que siempre está contigo, que no te abandona nunca, ni siquiera ante las ofensas que puedas hacerle.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
17 de enero
Comprendo que el alma en la que habita Dios teme siempre, en cada paso que da, ofenderle; y este santo temor resulta casi insoportable si se centra en el cumplimiento de los propios deberes. Pero esta alma debe animarse, porque es precisamente este temor el que no le dejará caer en faltas, si se decide a seguir adelante. Hermano mío, si permanecer en pie dependiera de nosotros, seguro que, al primer soplo, caeríamos en manos de los enemigos de nuestra salvación. Confiemos siempre en la piedad divina, y experimentaremos cada vez más lo bueno que es el Señor. (…)
Entre tanto, te suplico fervientemente que no pierdas el tiempo pensando en el pasado. Si fue bien empleado, demos gloria a Dios; si mal, detestémoslo y confiemos en la bondad del Padre celestial. Más aún, te exhorto a poner tu corazón en la paz de este consolador pensamiento: vuestra vida, en aquello en que no haya sido bien empleada, ya ha sido perdonada por nuestro dulcísimo Dios.
Aleja con todo interés las angustias e inquietudes del corazón; de otro modo, todos tus esfuerzos conseguirán poco o ningún beneficio. Tengamos por cierto que, si nuestro espíritu está turbado, los asaltos del demonio, que suele aprovecharse de nuestra natural debilidad para conseguir sus objetivos, serán más frecuentes y más directos. Estemos muy atentos a este punto, de no poca importancia para nosotros: tan pronto como nos demos cuenta de caer en el desá-nimo, reavivemos nuestra fe y abandonémonos en los brazos del Padre del cielo, dispuesto a acogernos siempre que con sinceridad recurramos a Él.
(9 de febrero de 1916, al P. Basilio
da Mirabello Sannitico, Ep. IV, 191)
18 de enero
Hijita mía, no temas las tempestades del duro invierno, porque, en la medida en que este sea más duro, la primavera será más rica en flores y la cosecha más abundante. En cualquier cosa que diga o haga el tentador, Dios va obteniendo en ti su admirable objetivo, que es el de completar tu transfiguración en Él. No prestes atención, mi queridísima hijita, a los susurros y a las sombras adversas del enemigo; y cree la verdad que encierra esta afirmación, que hago con plena autoridad de director tuyo y con plena seguridad de conciencia. Temer perderte entre los brazos de la bondad divina llama más la atención que el temor del niño estrechado entre los brazos maternos. Aleja cualquier duda o preocupación, que, por lo demás, son permitidas por la caridad divina con el mismo fin antes indicado.
Los movimientos de diástole y sístole que sientes en el corazón nacen del amor que rechaza y del amor que atrae. Por tanto, vive tranquila, extiende tu alma ante el sol eterno y no temas sus rayos ardientes y abrasadores. Extiende, digo, tu alma, hijita queridísima de mi corazón, ante este sol de eterna belleza, si anhelas que se abra el capullo para dejar salir de él la hermosísima mariposa.
(21 de mayo de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 857)
19 de enero
Ten paciencia, hijita mía, al soportar tus imperfecciones, si de veras quieres la perfección.
Acuérdate de que este es un punto importantísimo si queremos avanzar en los caminos que nos conducen a Él. Cuando no puedas caminar a grandes pasos por este camino, confórmate con pasos pequeños, esperando pacientemente a tener piernas para correr o, mejor, alas para volar; confórmate, mi buena hijita, con ser por el momento una pequeña abeja de la colmena, que bien pronto se convertirá en una abeja madura, capaz de fabricar la miel.
Humíllate amorosamente ante Dios y los hombres, porque Dios habla a quien tiene las orejas bajas. «Escucha –dice él a la esposa del Cantar de los Cantares–, medita y baja tus orejas, olvídate de tu pueblo y de la casa paterna». Hazlo como el hijito cariñoso que se postra rostro en tierra cuando habla al Padre del cielo; y espera la respuesta de su oráculo divino.
Dios llenará tu vaso de su bálsamo, cuando lo vea vacío de los perfumes del mundo; y, cuanto más te humilles, más te ensalzará.
(21 de mayo de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 857)
20 de enero
Me veo casi en la absoluta imposibilidad de poder expresar la obra del amado. El infinito amor, con la inmensidad de su fuerza, ha conquistado al fin la dureza de mi alma; y me veo anulado y reducido a la impotencia.
Él se va derramando totalmente en el pequeño vaso de esta criatura, que sufre un martirio indecible y que se ve incapaz de llevar el peso de este inmenso amor. ¡Oh! ¿Quién vendrá a sostenerme? ¿Qué haré para llevar al infinito en mi pequeño corazón? ¿Qué haré para guardarlo siempre en la estrecha celda de mi alma?
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
21 de enero
Mi alma se va derritiendo de dolor y de amor, de amargura y de dulzura al mismo tiempo. ¿Qué haré para sostener tan inmensa actuación del Altísimo? Lo poseo en mí, y es motivo de tal alegría que me lleva, sin que lo pueda evitar, a decir con la Virgen Santísima: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».
Lo poseo en mí, y siento la necesidad imperiosa de decir con la esposa del Cantar de los Cantares: «Encontré al que ama mi alma... lo abracé y no lo soltaré». Pero es entonces cuando me siento incapaz de sostener el peso de este amor infinito, de mantenerlo entero en la pequeñez de mi existencia; y me invade el terror, porque quizá tenga que dejarlo por la incapacidad de poder contenerlo en el estrecho espacio de mi corazón.
Este pensamiento, que, por otro lado, no es infundado (mido mis fuerzas, que son limitadísimas, incapaces e impotentes para tener siempre fuertemente abrazado este divino amor), me tortura, me aflige y siento que el corazón salta de mi pecho.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
22 de enero
Padre mío, no puedo sobreponerme a este dolor; en el esfuerzo que me supone, me siento aniquilado, me siento desfallecer; y no sabría decirle si vivo o no en esos momentos. Estoy fuera de mí. Dolor y dulzura se contraponen en mí y reducen mi alma a un dulce y amargo desvanecimiento.
Los abrazos del bienamado, que en este momento se suceden con gran profusión y, diría, que sin pausa y sin medida, no son capaces de extinguir en ella el agudo martirio de sentirse incapaz de llevar el peso de un amor infinito.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
23 de enero
¿Para qué, pues, vivimos nosotros? Después de habernos consagrado a él en el bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, el cristiano debería tener como suyo el dicho de este santo Apóstol: «Para mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo para servirlo, vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el sentimiento, el afecto, que tendríamos que tener, debería ser precisamente el de quien, después de la fatiga, va a recibir la recompensa, el de quien, después del combate, va a recibir la corona.
¡Gustemos, sí, gustemos, oh, mi querida Raffaelina, saboreemos esta excelsa disposición del alma de tan gran apóstol! Sí, es verdad que todas las almas que aman a Dios están dispuestas a todo por amor al mismo Dios, teniendo el convencimiento pleno de que todo redundará en su propio beneficio. Estemos preparados siempre para reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sapientísimo de la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla siempre y en todo a la de Dios, ya que de este modo glorificaremos al Padre celestial y todo nos será beneficioso para la vida eterna.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
24 de enero
El apóstol se alegra al pensar que por nada será confundido y que de ningún modo descuidará su deber de apóstol de Jesucristo. Se alegra también de que en su cuerpo, incluso en medio de todas las cadenas a las que está sometido, Jesús siempre será glorificado. Si vive, exaltará a Jesucristo por medio de su vida y de su predicación, también estando en cárcel, como ya lo había hecho hasta ahora predicando a Jesucristo a los del pretorio; si, en cambio, es martirizado, glorificará a Jesucristo ofreciéndole el supremo testimonio de su amor.
Por tanto, declara abiertamente que su vivir es Cristo, que es para él como el alma y el centro de toda su vida, el motor de todas sus acciones, la meta de todas sus aspiraciones. Y, después de haber dicho que su vida es Jesucristo, añade también que su morir es una ganancia para él, porque con su martirio dará a Jesús testimonio solemne de su amor, conseguirá que su unión con Jesús sea más irrompible, y aumentará también la gloria que le espera.
¿Qué dices, Raffaelina, de este modo de hablar? ¡Las almas mundanas, al no tener ningún conocimiento de gustos sobrenaturales y celestiales, al oír semejante lenguaje, se ríen y tienen razón! Porque el hombre animal, dice el Espíritu Santo, no percibe las cosas que son de Dios. Ellas, pobrecillas, que no tienen otros gustos que no sean de barro y de tierra, no pueden hacerse una idea de la felicidad que las almas espirituales dicen experimentar al padecer y morir por Jesucristo.
¡Oh, cuánto mejor para ellas si, en lugar de maravillarse y de reírse, reconocieran su culpa y admiraran, al menos en silencioso respeto, la entrega afectuosa de estas almas, que tienen un corazón tan encendido en amor divino!
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
25 de enero
En san Pablo estos dos sentimientos procedían de la caridad perfecta. El de ser disuelto para unirse a Jesucristo en perfecta unión en la gloria, que habría sido mejor para él, es decir, que le era más deseable que el continuar viviendo sobre esta tierra; y este deseo era impulsado únicamente por la caridad perfecta que tenía por su Dios. En cambio, el otro sentimiento o deseo le venía también de una caridad perfecta, pero que tenía por objeto inmediato la salvación del prójimo. En otras palabras, este deseo estaba motivado por el objeto principal, Dios, pero se concretaba por reflejo en la salvación de las almas.
El primer deseo, es decir, el de ser disuelto de este cuerpo, él lo ve y lo encuentra más útil para sí, y lo desea con todo el ardor con que un alma justa puede desear unirse a su Dios. En cambio, el segundo deseo, es decir, el de dejar o, mejor dicho, el de seguir viviendo en medio de los trabajos y de las fatigas para procurar la salvación de las almas, él, lleno del espíritu de Jesucristo, lo ve más necesario para los demás o, mejor, al haber tenido la revelación (como parece deducirse de lo que dice inmediatamente después, y el mismo hecho parece que confirma mi interpretación, porque él no fue martirizado por entonces, sino que recuperó la libertad) de que no moriría entonces, se resigna y lo padece por amor de la salvación de las almas, como un hijo que ama tiernamente a su padre se somete, por el afecto que le tiene, a todas las humillaciones y también al cumplimiento exacto de ciertos servicios bajísimos que a su padre le agrade imponerle.
Este tierno hijo lo hace todo, no sólo para no contravenir en nada el deseo de su padre, sino con el fin de complacerle en todo.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
26 de enero
Mantén el buen ánimo; abandónate en el corazón divino de Jesús; y todas tus preocupaciones déjaselas a él. Colócate siempre en el último lugar del grupo de los que aman al Señor, teniendo a todos por mejores que tú. Sé verdaderamente humilde con los demás, porque Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes. Cuanto más crezcan las gracias y los favores de Jesús en tu alma, más debes humillarte, imitando siempre la humildad de nuestra Madre del cielo, la cual, en el instante en que llega a ser Madre de Dios, se declara sierva y esclava del mismísimo Dios. En las cosas prósperas y adversas que te sucedan, humíllate siempre bajo la mano poderosa de Dios, aceptando con humildad y paciencia no sólo aquellas cosas que son de tu agrado, sino también, y con humildad y paciencia, todas las tribulaciones que Él te mande para hacerte cada vez más grata a Él y más digna de la patria celestial.
Ser tentada es signo evidente de que el alma es muy grata al Señor. Acepta, pues, todo en actitud de agradecimiento. No creas que esto es sólo una opinión mía, no; el mismo Señor empeñó su palabra divina: «Y porque tú eres grato a Dios –dice el ángel a Tobías (y en la persona de Tobías a todas las almas gratas a Dios)– fue necesario que te probara la tentación».
Anímate, pues, hija queridísima de Jesús; y alégrate también, incluso en medio de las tentaciones y tribulaciones, sabiendo bien que todo esto es un regalo singularísimo que la bondad del Padre del cielo hace a tu alma; y en todo sé agradecida siempre a tan buen Padre, por medio de su queridísimo Hijo Jesucristo.
(29 de enero de 1915, a
Annita Rodote, Ep. III, 48)
27 de enero
Si la Providencia ha alejado de nosotros el motivo de descuidar el alma para poder preocuparnos de mejorar nuestro cuerpo, ha sido infinita la sabiduría de Dios al haber puesto en nuestras manos todos los medios para poder hermosear nuestra alma, también después de haberla deformado con la culpa. Basta que el alma quiera colaborar con la gracia divina para que su belleza pueda alcanzar tal esplendor, tal belleza, tal hermosura que logre atraer hacia sí, por amor o por asombro, no sólo los ojos de los ángeles sino los del mismo Dios, de acuerdo al testimonio de la misma sagrada escritura: «El rey [es decir, Dios] se prendará de tu belleza».
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)
28 de enero
Hija mía, persuadámonos y resignémonos ante esta gran y terrible verdad: el amor propio no muere nunca antes que nosotros. Ciertamente nos duele tan triste verdad, que hemos heredado como castigo de la culpa original; pero es necesario resignarse y tener paciencia con nosotros mismos; y, en la paciencia, según la enseñanza divina, poseeremos nuestra alma. Posesión tanto más estable cuanto menos esté mezclada con inquietudes y problemas, también en lo que se refiere a nuestras imperfecciones.
Los asaltos sensibles y las secretas actuaciones del amor propio se sentirán siempre mientras pisemos esta tierra. Para no ofender a Dios y no manchar el alma, basta que no demos nuestro consentimiento con voluntad deliberada. Esta virtud de la indiferencia es tan excelente que ni el hombre viejo, ni la parte sensible, ni la naturaleza humana con sus facultades naturales han sido capaces de conseguirla. Ni siquiera el mismo divino Maestro, como hijo de Adán, aunque exento de pecado, y a pesar de las apariencias, logró ser indiferente en su parte sensible y según sus facultades naturales; al contrario, deseó no morir en la cruz, porque tal indiferencia estaba reservada al fruto de la misma cruz; es decir, al espíritu, a la parte superior, a las facultades poseídas por la gracia.
Por tanto, hijita mía, quédate tranquila. Cuando te suceda que quebrantas las exigencias de la indiferencia en cosas indiferentes, por súbitos impulsos del amor propio y de las pasiones, póstrate, en cuanto te sea posible, con tu corazón ante Dios y dile con confianza y humildad: «Señor, misericordia, porque soy una pobre enferma». Después, levántate en paz; y, con ánimo tranquilo y sereno y con santa indiferencia, prosigue tus actividades.
(12 de febrero de 1917, a
Maria Gargani, Ep. III, 266)
29 de enero
Ten esto siempre grabado en tu mente: que los hijos de Israel estuvieron durante cuarenta años en el desierto antes de llegar a la tierra prometida, si bien, para este viaje, habrían sido más que suficientes seis semanas. Pero no les fue permitido investigar por qué Dios los conducía por caminos tortuosos y ásperos; y todos aquellos que se rebelaron, murieron antes de llegar a ella. El mismo Moisés, que era gran amigo de Dios, murió en la frontera de la tierra prometida, y sólo la vio de lejos, sin poder gozarla. No te fijes mucho en el camino que pisas; ten los ojos siempre fijos en el que te guía y en la patria celeste hacia la que Él te conduce. ¿Por qué preocuparte sobre si será por los desiertos o por los campos que tú alcanzarás la meta, con tal de que Dios esté siempre contigo y tú llegues a la posesión de la bienaventurada eternidad? Créeme, mi buena hijita; desea también lo que me has manifestado; pero que todo lo hagas con calma; y sé paciente al esperar las misericordias del Señor.
(6 de diciembre de 1917, a
Antonietta Vona, Ep. III, 828)
30 de enero
Hijito mío, ¿por qué estás angustiado en tu espíritu? ¿Por qué te ves lleno de miserias y debilidades? Pues bien, he ahí otro motivo para conseguir un beneficio para tu alma. He ahí otra fuente de mérito para ti. Humíllate delante del buen Dios; pídele continuamente la gracia de salir de este estado de enfermedad y de debilidades; deséalo ardientemente; y no dejes de hacer lo que sabes que puedes hacer para poder curarte.
Mientras tanto, si quieres ser perfecto, sé paciente al soportar tus imperfecciones. Este es un punto importante para el alma que ha profesado buscar la perfección. «En vuestra paciencia –dice el divino Maestro– poseeréis vuestra alma». En consecuencia, sé paciente al soportarte a ti mismo y tus propias enfermedades; y, mientras tanto, ingéniate para poner en práctica los medios que tú conoces, y que has aprendido de mí y de los demás. Tus miserias y debilidades no te deben espantar, porque Jesús las ha visto en ti bastante peores, y no por eso te rechazó. Y mucho menos te rechazará ahora que tú intentas por todos los medios poder curarte. La divina misericordia nunca ha rechazado a esta clase de miserables; al contrario, les concede su gracia, poniendo el trono de su gloria sobre su ambición y vileza.
(30 de enero de 1919, a
fray Marcellino Diconsole, Ep. IV, 396)
31 de enero
Te he dicho muchas veces que, en la vida espiritual, es necesario caminar de buena fe, sin prejuicios y sin soberbias. Haz de este modo: aplícate, en la medida en que lo permitan tu capacidad y tu debilidad, a querer hacer siempre el bien. Si lo consigues, alaba y da gracias al Señor por ello; si, a pesar de toda tu atención y buena voluntad, no consigues hacerlo totalmente o en parte, humíllate profundamente ante Dios, pero sin desanimarte; proponte estar más atento en el futuro, pide el auxilio divino, y continúa adelante.
Sé bien que tú no quieres hacer el mal intencionadamente. Y los otros males que el Señor permite y que tú cometes sin que lo desees, que te sirvan para humillarte, para mantenerte lejos de la vanagloria. Por tanto, no temas y no te angusties en adelante por las dudas de tu conciencia; porque sabes bien que, después de esforzarte y de hacer cuanto está en tus manos, no hay motivo para temer y angustiarse.
(30 de enero de 1919, a
fray Marcellino Diconsole, Ep. IV, 396)