Читать книгу 365 días con el Padre Pío - Gianluigi Pasquale - Страница 9
Оглавление1 de febrero
Humíllate siempre ante la piedad de nuestro Dios y ofrécele siempre la acción de gracias por todos los favores que te ha concedido, y esta será la mejor de las disposiciones para recibir los nuevos favores que el Padre celestial, en los abismos de su amor por ti, te va a conceder. En buena lógica, no merece nuevas gracias el que no responde a las que ha recibido con el agradecimiento y la constante acción de gracias, sin cansarse nunca. Sí, confía en Dios y agradece siempre todo, y de este modo desafiarás y vencerás todas las iras del infierno.
(20 de abril de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 403)
2 de febrero
El cuadro de la vida, si está formado por representaciones de las culpas cometidas, es equivocado y, como consecuencia, viene del demonio. Tú eres amada por Jesús; y Jesús ya ha perdonado tus culpas; y, por tanto, ya no puede haber lugar para el abatimiento del espíritu. El querer persuadirte de lo contrario es una verdadera pérdida de tiempo, es una ofensa que se hace al Corazón de nuestro tiernísimo Amante. Si, por el contrario, el cuadro de la vida es la representación de lo que podrías o pudiste ser, entonces viene de Dios.
El deseo de estar en la paz del claustro es santo, pero es necesario moderarlo. Es mejor hacer la voluntad de Dios, esperando todavía un poco más fuera del sagrado recinto para no faltar a la caridad, que gozar de la fresca sombra del sagrado claustro. Sufrir y no morir era el dicho de santa Teresa; y el de san Francisco de Sales: «Vivir para sufrir siempre». Es dulce el purgatorio cuando se sufre por amor a Dios.
(26 de agosto de 1916, a
Maria Gargani, Ep. II, 236)
3 de febrero
Las pruebas por las que sientes traspasada el alma ten por cierto que son señales del amor divino y alhajas para el alma. Todo lo que sucede en ti es obra de Jesús; y debes creer que es así. A ti no te toca juzgar la obra del Señor; pero sí debes someterte humildemente a esas divinas actuaciones. Deja plena libertad a la gracia que actúa en ti; y recuerda que nunca debes inquietarte ante las situaciones adversas que te puedan sobrevenir, con el convencimiento de que hacerlo sería un impedimento a la acción del Espíritu divino.
Por eso, en cuanto sientas que algún sentimiento de inquietud se va suscitando en ti, recurre a Dios y abandónate en Él con total y filial confianza; porque está escrito que quien confía en Él, no quedará nunca defraudado. Valentía siempre, y siempre adelante. Pasará el invierno y vendrá la interminable primavera, tanto más rica de bellezas cuanto más duras fueron las tempestades.
La aridez de espíritu, en la que te sientes sumergida y perdida, es una prueba dolorosísima pero amabilísima por el fruto que de ella viene al espíritu. Es querida por Dios para poner fin en ti a una devoción superficial, que no santifica al alma y que es y le puede resultar perjudicial. Es también querida por Dios para llevar al alma a adquirir la verdadera devoción, que consiste en una voluntad decidida de poner en práctica lo que conduce al servicio de Dios, sin ninguna satisfacción personal. En resumen, obra el bien porque es bien y porque da gloria y agrada a Dios.
El alma que se encuentra en este estado no debe de ningún modo perder el ánimo; no debe dejar de hacer nada de lo que acostumbraba hacer en tiempo de consuelos espirituales; al contrario, debe procurar multiplicar sus prácticas de devoción y estar siempre atenta y vigilante sobre sí misma.
(26 de agosto de 1916, a
Maria Gargani, Ep. II, 236)
4 de febrero
Usted sabe bien cómo me hace sufrir el ver a tantos pobres ciegos, que huyen, más que del fuego, de la dulcísima invitación del divino Maestro: «Venid a mí todos los que tenéis sed, y yo os daré de beber».
Mi espíritu se siente extremadamente triste al encontrarse ante estos verdaderos ciegos, que ni siquiera sienten piedad de sí mismos, de modo que sus pasiones de tal modo les han privado del sentido común que ni siquiera sueñan en venir a beber de esta verdadera agua del paraíso.
Un momento de reflexión, padre, y después dígame si tengo razón al sufrir por la locura de estos ciegos. Mire cómo triunfan cada día más los enemigos de la cruz. ¡Oh, cielos!, ellos arden continuamente en un fuego vivo, entre mil deseos de satisfacciones terrenales.
Jesús les invita a que vayan a satisfacer la sed en aquella agua viva. Jesús conoce muy bien la gran necesidad que tienen de beber hasta saciarse de esta nueva agua, que él tiene destinada a quienes verdaderamente tienen sed, para no perecer en las llamas por las que son devorados.
Jesús les dirige esta tiernísima invitación: «Venid a mí todos los que tenéis sed, y yo os daré de beber». Pero, ¡Dios mío!, ¿qué respuesta recibe de estos infelices? Estos desgraciados dan pruebas de no entender; se alejan; y, lo que es peor, acostumbrados desde hace años a vivir en ese fuego de satisfacciones terrenas, envejecidos entre esas llamas, ya no escuchan estas amorosas invitaciones, y ni siquiera se dan cuenta del peligro grave, horroroso, en el que están.
(10 de octubre de 1915, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)
5 de febrero
¿Qué remedio se debe emplear con estos Judas infelices para hacerlos recapacitar? ¿Qué remedio se puede aplicar para que estos verdaderos muertos resuciten? ¡Ah!, padre mío, el alma se me rompe de dolor; también a estos Jesús les ha dado un mensaje, un abrazo, un beso. Pero para estos miserables ha sido un mensaje que no los ha santificado; un abrazo que no los ha convertido; un beso, ¡ah!, estoy por decir, que no los ha salvado y que a la gran mayoría quizá no los salvará nunca.
La piedad divina ya no los ablanda; no se sienten atraídos por los beneficios; no se corrigen con los castigos; ante las dulzuras se insolentan; con las dificultades se pervierten; en la prosperidad se encolerizan; en la adversidad desesperan; y, sordos, ciegos, insensibles a las dulces invitaciones y a los duros reproches de la piedad divina que podrían sacudirlos y convertirlos, no hacen sino afirmarse en su endurecimiento y transformar en más densas sus tinieblas.
Pero, padre mío, ¡qué tonto soy!; ¿quién me asegura que no me hallo también yo en el número de estos infelices? También yo siento sed de esta agua del paraíso; pero, ¿quién sabe si no es precisamente aquella otra agua la que ardientemente desea mi alma?
Y este tormento se va intensificando más y más, a medida que esta agua no apaga la sed sino que, por el contrario, la aumenta cada día.
¿No es quizá este, padre, un motivo poderosísimo para pensar con razón que el agua que desea mi pobre alma quizá no sea precisamente aquella de la que el dulcísimo salvador nos invita a beber a grandes sorbos?
(10 de octubre de 1915, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)
6 de febrero
Quiera el Señor, fuente de toda vida, no negarme esta agua tan dulce y tan preciosa, que Él, en la exuberancia de su amor a los hombres, prometió a quien tiene sed de ella. Yo, padre mío, deseo ardientemente esta agua; se la pido a Jesús con lamentos y suspiros continuos. Pídale también usted que no me la oculte; dígale, padre, que él conoce la gran necesidad que tengo de esta agua, la única que puede curar a un alma herida de amor.
Consuele este tiernísimo esposo del Cantar de los Cantares a un alma que tiene sed de Él; y la consuele con aquel mismo beso que le pedía la sagrada esposa. Dígale que, hasta que un alma no haya llegado a recibir ese beso, no podrá nunca firmar con Él un pacto en estos términos: «Yo soy todo para mi amado y mi amado es todo para mí».
¡Quiera el Señor no abandonar a quien ha puesto sólo en Él toda su confianza! ¡Ah!, que esta esperanza mía no quede nunca defraudada, y que yo le sea siempre fiel…
(10 de octubre de 1915, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 666)
7 de febrero
Proponte, por tanto, corresponder generosamente (al amor de predilección de Dios para contigo), haciéndote digno de él; es decir, semejante a él en las perfecciones adorables ya indicadas en las Escrituras y en el Evangelio, y que tú ya has aprendido. Pero, hermano mío: para que se dé esta imitación, es necesaria la continua reflexión y meditación sobre su vida; de la reflexión y meditación nace la estima de sus actos; y de la estima, el deseo y el empeño de la imitación. Todo esto nos viene proporcionado por nuestras leyes. Mantengámonos constantes en la exacta observancia de las mismas y seremos perfectos.
Sobre todo tienes que insistir en lo que es la base de la santidad cristiana y el fundamento de la bondad: en la virtud de la que nuestro divino Maestro y nuestro seráfico Padre se nos propone como modelos: me refiero a la humildad. Humildad interna y externa; más interna que externa; más vivida que mostrada; más profunda que visible.
(19 de agosto de 1918, a
fray Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)
8 de febrero
Tengámonos por lo que somos de verdad: nada, miseria, debilidad; una fuente de perversidad sin límites ni atenuantes, capaces de convertir el bien en mal, de abandonar el bien por el mal, de atribuirnos el bien que no tenemos o aquel bien que hemos recibido en préstamo, y de justificarnos en el mal y, por amor del mismo mal, despreciar al Sumo Bien.
Con este convencimiento grabado en la mente, tú:
1º: no te complacerás nunca en ti mismo por algún bien que puedas acoger en ti, porque todo te viene de Dios y a Él debes dar honor y gloria;
2º: no te lamentarás nunca de las ofensas, te vengan de donde te vinieren;
3º: perdonarás todo con caridad cristiana, teniendo bien presente el ejemplo del Redentor, que llegó incluso a excusar ante su Padre a los que le crucificaron;
4º: gemirás siempre como pobre delante de Dios;
5º: no te maravillarás de ningún modo de tus debilidades e imperfecciones; pero, reconociéndote por lo que eres, te avergonzarás de tu inconstancia y de tu infidelidad a Dios; y, ofreciéndole tus propósitos y confiando en Él, te abandonarás tranquilamente en los brazos del Padre del cielo, como un tierno niño en los de su madre.
(19 de agosto de 1918, a fray
Gerardo da Deliceto, Ep. IV, 25)
9 de febrero
Desconfía, mi querida hijita, de todos aquellos deseos que, según el juicio común de las personas que poseen el espíritu del Señor, no pueden alcanzar su objetivo. Tales son, en efecto, aquellos deseos de algunas perfecciones cristianas que pueden admirarse e imaginarse pero no practicarse, y de aquellas perfecciones de las que muchos hablan sin convertirlas en obras.
Ten por seguro, mi querida hija, que quien nos garantiza con seguridad nuestra perfección es la virtud de la paciencia; y, si esta virtud hay que practicarla con los demás, conviene ejercitarla ante todo con nosotros mismos. Quien aspira al puro amor de Dios, no necesita tener paciencia con los otros como debe tenerla consigo mismo. Es necesario resignarse, mi querida hijita, a soportar nuestra imperfección para poder llegar a la perfección. Digo soportar nuestra imperfección con paciencia, y no digo amarla y acariciarla, porque la humildad se fortalece en este sufrimiento.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
10 de febrero
Es ya el momento de confesarlo: nosotros somos miserables, ya que es poco el bien que podemos practicar. Pero Dios, en su bondad, se compadece de nosotros, llega a complacerse también de ese poco, y acepta la preparación de nuestro corazón. Pero, ¿en qué consiste esta preparación de nuestro corazón? Según la palabra divina, Dios es infinitamente más grande que nuestro corazón, y este supera a todas las otras realidades cuando, dejando aparte el preocuparse de sí mismo, prepara el servicio que debe ofrecer a Dios; es decir, cuando acepta el compromiso de servir a Dios, de amarlo, de amar al prójimo, de observar la mortificación de los sentidos externos e internos, y otros buenos propósitos.
Durante ese tiempo, nuestro corazón se prepara y dispone sus obras para un grado eminente de perfección cristiana. Todo esto, mi buena hija, no es en modo alguno proporcionado a la grandeza de Dios, que es infinitamente más grande que todo el universo, que nuestras capacidades, que nuestras acciones externas. Una inteligencia que considere esta grandeza de Dios, su bondad y su dignidad inmensa, no puede dejar de ofrecerle grandes preparativos.
Que esta preparación le presente un cuerpo mortificado sin rebelión alguna; una atención a la plegaria sin distracciones voluntarias; una dulzura grandísima al hablar sin amargura; una humildad sin sentimiento alguno de vanidad. He aquí, hija mía, unos buenos preparativos. Es verdad que hay quienes no ven que serían necesarios preparativos mucho mayores para servir a Dios; pero es necesario también encontrar a quien pueda realizarlos; porque, cuando nos disponemos a ponerlos en práctica, es fácil detenerse, viendo que en nosotros estas perfecciones no pueden ser ni tan altas ni tan absolutas.
Se puede mortificar la carne, aunque no del todo, ya que siempre habrá alguna rebelión. Nuestra atención será interrumpida a menudo por las distracciones. Pero, ante todo esto, ¿convendrá inquietarse, turbarse, preocuparse y afligirse? De ningún modo.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
11 de febrero
¿Queremos caminar bien? Dediquémonos a recorrer con empeño el camino que queda más cerca de nosotros. Grabad bien en la mente lo que voy a decir: con frecuencia deseamos ser buenos ángeles y descuidamos ser buenos hombres. Nuestra limitación nos ha de acompañar hasta el féretro; no podemos alcanzar nada sin tierra. No hay que relajarse ni distraerse, ya que somos como pequeños polluelos, pero sin alas. En la vida física, morimos poco a poco, y esta es una ley ordinaria querida por la providencia; y, de la misma manera, hay que morir a nuestras imperfecciones, también día a día. Felices imperfecciones, podríamos exclamar, que nos hacen conocer nuestra gran miseria y que nos ejercitan con humildad en el desprecio de nosotros mismos, en la paciencia y en la diligencia. Pero a pesar de esas imperfecciones, Dios observa la preparación de nuestro corazón, que es perfecta.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
12 de febrero
Contentémonos con caminar a ras de tierra, pues estar en alta mar nos marea y nos produce vómitos. Mantengámonos a los pies del divino Maestro con la Magdalena. Practica las pequeñas virtudes propias de tu pequeñez: la paciencia, la tolerancia con nuestro prójimo, la humildad, la dulzura, la afabilidad, el sufrimiento de nuestras imperfecciones, y otras muchas virtudes.
Te aconsejo la santa simplicidad, como virtud que estimo mucho. Fíjate en lo que tienes ante ti, sin romperte mucho la cabeza pensando en los peligros que ves a lo lejos. Te parecen poderosas unidades militares, y no son otra cosa que sauces con muchas ramas. No les prestes atención, pues, de otro modo, podrías dar pasos equivocados. Ten siempre el firme y general propósito de querer servir a Dios con todo el corazón y durante todo el tiempo de la vida. No te preocupes por el mañana; piensa sólo en hacer el bien hoy; y, cuando llegue el mañana, se llamará hoy; y entonces se pensará en él.
Para practicar la santa simplicidad, se necesita también una gran confianza en la divina providencia. Es necesario, hija mía, imitar al pueblo de Dios que, cuando estaba en el desierto, tenía severamente prohibido recoger el maná en mayor cantidad que el necesario para un día. También nosotros hagamos la provisión del maná para un solo día; y no dudemos, hija mía, de que Dios proveerá para el día siguiente y para todos los días de nuestro peregrinar.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
13 de febrero
Proponeos, mis queridísimos hijitos, corresponder siempre generosamente a vuestra vocación, haciéndoos dignos de Jesús, semejantes a él en las perfecciones adorables ya indicadas en la sagrada escritura y en el santo evangelio y ya aprendidas por vosotros. Pero, hijitos míos, para que se dé la imitación, es necesaria la diaria meditación y reflexión sobre su vida; de la meditación y de la reflexión brota la estima de sus actos; y de la estima, el deseo y la fuerza de la imitación.
Sí, hijitos, imitad a Jesús en la obediencia pronta y sin discusiones; imitad a Jesús en la paciencia, porque con la paciencia poseeréis vuestras almas; imitad a Jesús en la humildad, tanto interna como externa; pero más interna que externa, más sentida que mostrada, más profunda que visible.
(7 de enero de 1919, a
los novicios, Ep IV, 380)
14 de febrero
Imitad a Jesús en la caridad, porque él reconoce como suyos sólo a los que conservan celosamente esta preciosa margarita; y recordad siempre que, cuando nos presentemos ante su divina presencia, todo su juicio girará sobre la caridad. Haced vuestro el dicho del gran obispo de Hipona: «Mi peso es mi amor». Sí, pesad todas vuestras acciones con la balanza del amor, e iréis tejiendo una corona de méritos para el cielo.
El hastío que experimentáis al practicar la virtud y la oración ni os debe asustar ni os debe llevar a retroceder en la práctica de una y de otra. Continuad en ello; y no os tiene que parecer una pérdida de tiempo, ya que ese tiempo está empleado y gastado en practicar la obediencia.
Las tentaciones no os asusten: son la prueba a la que Dios quiere someter al alma cuando la ve con las fuerzas necesarias para sostener el combate de obtener con sus propias manos la corona de la gloria.
La gracia divina os sirva de defensa y de apoyo en todo.
(7 de enero de 1919, a
los novicios, Ep IV, 380)
15 de febrero
Jesús me dice que, en el amor, es él quien me deleita a mí; en los dolores, en cambio, soy yo quien le deleito a él. Por tanto, desear la salud sería ir a buscar alegrías para mí y no buscar alivio para Jesús. Sí, yo amo la cruz, la cruz sola; la amo porque la veo siempre en los hombros de Jesús. Ahora bien, Jesús ve muy bien que toda mi vida y todo mi corazón están consagrados totalmente a él y a sus sufrimientos.
¡Oh!, padre mío, perdóneme si uso este lenguaje; sólo Jesús puede comprender cuán grande es mi pena cuando se despliega ante mí la escena dolorosa del Calvario. Es igualmente incomprensible el alivio que se da a Jesús, no sólo al compartir sus dolores, sino cuando encuentra un alma que, por su amor, no le pide consuelos, sino más bien tomar parte en sus mismos sufrimientos.
Cuando Jesús quiere darme a conocer que me ama, me da a gustar, de su dolorosa pasión, las llagas, las espinas, las angustias… Cuando quiere alegrarme, me llena el corazón de aquel espíritu que es todo fuego, me habla de sus delicias; pero, cuando es él el que quiere ser amado, me habla de sus dolores, me invita, con voz de súplica y de mandato a la vez, a ofrecerle mi cuerpo para aligerarle sus sufrimientos.
¿Quién le resistirá? Me doy cuenta de que le he hecho sufrir demasiado con mis miserias; de que le he hecho llorar demasiado con mi ingratitud; de que le he ofendido demasiado. No quiero a otros, sino sólo a Jesús; no deseo ninguna otra cosa (que es el mismo deseo de Jesús) que sus sufrimientos.
(1 de febrero de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 334)
16 de febrero
Anímate, porque tu sufrimiento es según Dios. Si la naturaleza se queja y reclama sus derechos, es porque esta es la condición del hombre que está en camino. Si, secreta o calladamente, experimenta el dolor de los sufrimientos y naturalmente quisiera huir de ellos, es porque el hombre fue creado para la felicidad y las cruces fueron una consecuencia del pecado. Mientras se está en este mundo, tendremos que sentir siempre la natural aversión a los sufrimientos. Es esta una cadena que nos acompañará por doquier.
Ten la certeza de que, si con lo más alto del espíritu deseamos la cruz y al fin la abrazamos y nos sometemos a ella por amor a Dios, no por eso dejaremos de sentir en la parte interior el reclamo de la naturaleza que no quiere sufrir. En efecto, ¿quién amó más la cruz que el Maestro divino? Pues bien, también su humanidad santísima, en su agonía aceptada voluntariamente, pidió que el cáliz se alejara de él, si eso fuera posible.
(13 de mayo de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 417)
17 de febrero
Nuestra conversación continua sea siempre en el cielo o, al menos, en el costado de Jesús. Continúa, pues, gritando con el apóstol: «Yo llevo en mi espíritu y en mi cuerpo la cruz de nuestro Señor Jesucristo»; porque, en este momento, es el suspiro más coherente con lo que vive tu espíritu. O bien: «Estoy con Cristo espiritualmente clavado en la cruz», hasta que llegue el momento en el que tengas que exclamar: «En tus manos encomiendo mi espíritu».
Sé, por desgracia, que tú querrías apresurar el momento de repetir esta última frase; pero, hijita mía, ¿puedes decir ya el «Todo está cumplido»? A ti, quizá, te parezca que sí; a mí me parece que no. Tu misión no está cumplida todavía; y más que de ser absorbida en Dios debes tener sed de la salvación de los hermanos: «Tengo sed».
Es cierto que también allá arriba puede llevarse a cabo la obra de la mediación; pero, según el modo humano de entendernos, parece que los santos se preocupan más de las miserias de los demás cuando están en la tierra.
(26 de abril de 1919, a
Margherita Tresca, Ep. III, 219)
18 de febrero
Hijita mía, no temas nada en relación con tu espíritu. Todo es obra del Señor; y, por tanto, ¿de qué puedes tener miedo? Como consecuencia, déjale actuar, incluso cuando no sientas que debes dejarle actuar; es decir, acepta con resignación la voluntad de Dios, también cuando él no te permita una dulce resignación. Hijita mía, tú sufres y tienes motivos para quejarte. Laméntate, pues, y a gritos; pero no temas. La víctima de amor que busca la voluntad de Dios debe gritar que no puede más y que le es imposible resistir los caprichos del amado, que la quiere y la deja, y la deja mientras la quiere.
Pide al Señor que me conceda lo que desde hace tiempo le estoy pidiendo con insistencia; pídele que me haga comprender con luz íntima y con claridad lo que la autoridad me dice; y, en premio, tú obtendrás la misma gracia. De tus sufrimientos deduce los míos, que son muy superiores a los tuyos; y aprende a ayudarme. Tú dices que me basta con que me lo aseguren; y a ti, ¿por qué no te es suficiente?
(26 de abril de 1919, a
Margherita Tresca, Ep. III, 219)
19 de febrero
Fortalécete con el sacramento eucarístico. En medio de tantas desolaciones no deje tu alma de cantar frecuentemente a Dios el himno de la adoración y de la alabanza. Vive siempre alejada de la corrupción de la Jerusalén carnal, de las asambleas profanas, de los espectáculos corruptos y corruptores, de todas esas sociedades de los impíos.
Dispón tus labios, como hizo el divino Redentor, y sigue bebiendo con él las negras aguas del Cedrón, aceptando con piadosa resignación el sufrimiento y la penitencia. Atraviesa con Jesús este torrente, sufriendo con constancia y valentía los desprecios del mundo por amor a Jesús. Vive recogida, y toda tu vida quede escondida en Jesús y con Jesús en el huerto de Getsemaní, es decir, en el silencio de la meditación y de la oración. No te asusten ni la oscuridad de la noche de la humillación y de la soledad ni el aumento de las mortificaciones. Siempre adelante, adelante, Raffaelina; la amargura del torrente de la mortificación no te detenga. La persecución de los mundanos y de todos los que no viven del espíritu de Jesucristo no te aparten de seguir ese camino que han recorrido los santos. Corre siempre por la pendiente del monte de la santidad y no te desanime el sendero escabroso. Sigue caminando junto a Jesús, y si, siguiéndole a él, estás a salvo de todo, es también muy cierto que triunfarás, como siempre, en todo.
(4 de agosto de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 470)
20 de febrero
Jesús, el hombre de los dolores, querría que todos los cristianos le imitaran. Ahora bien, Jesús me ofreció este cáliz también a mí; y yo lo acepté; y he aquí por qué no me priva de él. Mi pobre sufrir no sirve para nada; pero Jesús se complace en él, porque lo amó tan intensamente aquí en la tierra. Por eso, en ciertos días especiales, en los que él sufrió más intensamente en esta tierra, me hace sentir el sufrimiento incluso con más fuerza.
¿No debería bastarme sólo esto para humillarme y para buscar vivir escondido a los ojos de los hombres, porque he sido hecho digno de sufrir con Jesús y como Jesús?
¡Ah!, padre mío, siento que mi ingratitud a la majestad de Dios es demasiado grande.
(1 de febrero de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 334)
21 de febrero
Medita el fiat de Jesús en el huerto; ¡cuánto le habría pesado para hacerle sudar y sudar sangre! Pronuncia tú también este fiat, tanto en las cosas prósperas como en las adversas; y no te inquietes ni te rompas la cabeza pensando en cómo lo pronuncias. Se sabe que en las cuestiones difíciles la naturaleza huye de la cruz, pero no por eso se puede decir que el alma no se ha sometido a la voluntad de Dios, cuando la vemos, a pesar de la fuerza que siente en contra, ponerla en práctica.
¿Quieres tener una prueba concreta de cómo la voluntad pronuncia su fiat? La virtud se conoce por su contrario. Puesta por el Señor en una prueba, sea esta difícil o sencilla, dime: ¿te sientes movida a rebelarte contra Dios? O, mejor, pongamos como ejemplo lo imposible: intentas rebelarte. O, dime, ¿no te horrorizas ante el simple hecho de oír estas frases blasfemas? Pues bien, entre el sí y el no, no existe, no puede darse, nada intermedio.
Si tu voluntad huye de la rebelión, ten por seguro que está sometida, tácita o expresamente, a la voluntad de Dios y, en consecuencia, también ella pronuncia a su modo su fiat.
(30 de enero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 321)
22 de febrero
San Pablo nos advierte que «los que son verdaderos cristianos han crucificado su carne con los vicios y las concupiscencias». De la enseñanza de este santo Apóstol se deduce que quien quiere ser verdadero cristiano, es decir, quien vive con el espíritu de Jesucristo, debe mortificar su carne, no por otra finalidad, sino por devoción a Jesús, quien por amor a nosotros quiso mortificar todos sus miembros en la cruz. Esa mortificación debe ser estable, firme, constante y que dure toda la vida. Más aún, el perfecto cristiano no debe contentarse con una mortificación rígida sólo en apariencia, sino que debe ser dolorosa.
Así debe llevarse a cabo la mortificación de la carne, ya que el Apóstol, no sin motivo, la llama crucifixión. Pero alguien podría contradecirnos: ¿por qué tanto rigor contra la carne? Insensato, si reflexionaras atentamente en lo que dices, te darías cuenta de que todos los males que padece tu alma provienen de no haber sabido y de no haber querido mortificar, como se debía, tu carne. Si quieres curarte en lo hondo, en la raíz, es necesario dominar, crucificar la carne, porque es ella la raíz de todos los males.
El Apóstol añade además que a la crucifixión de la carne va unida la crucifixión de los vicios y de las concupiscencias. Ahora bien, los vicios son todos los hábitos pecaminosos; las concupiscencias son las pasiones; es necesario mortificar y crucificar constantemente unos y otras para que no arrastren a la carne al pecado; quien se quede sólo en la mortificación de la carne es semejante a aquel necio que edifica sin cimientos.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)
23 de febrero
La vanagloria es un enemigo que acecha sobre todo a las almas que se han consagrado al Señor y que se han entregado a la vida espiritual; y, por eso, puede ser llamada, con toda razón, la tiña del alma que tiende a la perfección. Ha sido llamada con acierto por los santos carcoma de la santidad.
Nuestro Señor, para mostrarnos hasta qué punto la vanagloria es contraria a la perfección, lo hace con aquella reprensión que hizo a los apóstoles, cuando los vio llenos de autocomplacencia y de vanagloria, porque los demonios obedecían las órdenes que ellos les daban: «Sin embargo, no os alegréis porque los espíritus se os someten».
Y para erradicar del todo de sus mentes los tristes efectos de este maldito vicio, que suele conseguir insinuarse en los corazones, los atemoriza poniendo ante sus ojos el ejemplo de Lucifer, precipitado desde las alturas por la vana complacencia en la que cayó ante la grandeza a la que Dios le había ensalzado: «Veía a Satanás, que caía del cielo como un relámpago».
Este vicio hay que temerlo todavía más porque no hay una virtud contraria para combatirlo. En efecto, cada vicio tiene su remedio y la virtud contraria; la ira se destierra con la mansedumbre; la envidia con la caridad; la soberbia con la humildad; etc. Sólo la vanagloria no tiene una virtud contraria para ser combatida. Ella se insinúa en los actos más santos; y, hasta en la misma humildad, si no se está atento, ella coloca con soberbia su tienda.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
24 de febrero
San Crisóstomo, hablando de la vanagloria, dice: «Cuantas más obras realices, buscando aplastar la vanagloria, tanto más la estimulas». ¿Y cuál es la causa de esto? Dejemos que nos lo diga el mismo santo doctor: «Porque todo lo malo proviene del mal; sólo la vanagloria procede del bien; y, por eso, no se extingue con el bien, sino que se infla más».
El demonio, querido padre, sabe muy bien que un lujurioso, un ladrón, un avaro, un pecador tienen más motivos para avergonzarse y para sonrojarse que para gloriarse; y, por eso, se cuida mucho de tentarlos por ese lado, y les ahorra esta batalla. Pero no se la ahorra a los buenos, sobre todo al que se esfuerza por tender a la perfección. Todos los otros vicios se yerguen sólo en los que se dejan vencer y dominar por ellos; pero la vanagloria levanta la cabeza precisamente en aquellas personas que la combaten y la vencen. Se envalentona al asaltar a sus enemigos, sirviéndose de las mismas victorias que han conseguido contra ella. Es un enemigo que no se detiene nunca; es un enemigo que entra en batalla en todas nuestras obras y que, si no se está vigilante, nos hace sus víctimas.
En efecto, nosotros, para huir de las adulaciones de los demás, preferimos los ayunos ocultos y secretos a los visibles; el silencio, al hablar elocuente; ser despreciados, a ser tenidos en cuenta; los desprecios, a los honores. ¡Oh!, Dios mío. También en esto la vanagloria quiere, como suele decirse, meter la nariz, acometiéndonos con vanas complacencias.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
25 de febrero
Tenía mucha razón San Jerónimo, al comparar la vanagloria con la sombra. De hecho, la sombra sigue al cuerpo a todas partes; y hasta le mide los pasos. Se aleja el cuerpo, se aleja también ella; camina a paso lento, también ella hace lo mismo; se sienta, y entonces también ella toma la misma posición.
Lo mismo hace la vanagloria; sigue por todos lados a la virtud. En vano intentaría el cuerpo huir de su sombra; esta, siempre y en todas partes, le sigue y camina a su lado. Lo mismo le sucede a quien se ha dedicado a la virtud, a la perfección: cuanto más huye de la vanagloria, más es asaltado por ella. Temamos todos, querido padre, a este nuestro gran enemigo. Lo teman todavía más aquellas dos almas elegidas, porque este enemigo tiene un algo de inexpugnable.
Estén siempre alerta; no se deje a este enemigo tan poderoso entrar en la mente y en el corazón; porque, si consigue entrar, desflora las virtudes, corroe la santidad, corrompe todo lo que hay de belleza y de bondad.
Traten de pedir continuamente a Dios la gracia de verse preservadas de este vicio pestilente, porque «Todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces». Abran sus corazones a la confianza en Dios. Recuerden siempre que todo lo que hay de bueno en ellas es puro regalo de la suma bondad del Esposo celestial.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
26 de febrero
Graben bien en su mente; esculpan fuertemente en sus corazones; y convénzanse de que nadie es bueno «sino sólo Dios»; y que nosotros no tenemos otra cosa que la nada. Vayan meditando continuamente lo que san Pablo escribe a los fieles de Corinto: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?». «No que seamos capaces –dice además– de pensar algo por nosotros mismos, como si fuera cosa nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios».
Cuando se sientan tentadas de vanagloria, repitan con san Bernardo: «Ni por ti lo inicié, ni por ti lo dejaré». ¿No comencé mi viaje por los caminos del Señor? Entonces, por ellos quiero seguir; por ellos continuaré mi marcha. Si el enemigo les asalta por la santidad de su vida, que le griten a la cara: mi santidad no es fruto de mi espíritu, sino que es fruto del espíritu de Dios que me santifica. Es un don de Dios; es un talento que me ha prestado mi Esposo para que yo negocie con Él y después le rinda estrecha cuenta de la ganancia obtenida.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
27 de febrero
Las virtudes son como quien tiene un tesoro, que, si no lo tiene escondido a los ojos de los envidiosos, se lo robarán. El demonio está siempre vigilando; y él, el peor de todos los envidiosos, busca arrebatar este tesoro, que son las virtudes, tan pronto como lo descubre; y lo hace asaltándonos con ese enemigo tan poderoso que es la vanagloria.
Nuestro Señor, siempre atento a nuestro bien, para preservarnos de este gran enemigo, nos lo advierte en varios lugares del evangelio. ¿Acaso no nos dice que, si queremos hacer oración, nos retiremos a nuestro cuarto, cerremos la puerta y oremos de tú a tú con Dios, para que nuestra oración no sea conocida por los demás?; ¿que, al ayunar, nos lavemos la cara para que no descubramos nuestro ayuno a los demás en la suciedad y la palidez del rostro?; ¿que, al dar limosna, no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda?
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
28 de febrero
Sean precavidas para no hablar nunca con otras personas, a excepción de su director y de su confesor, de aquellas cosas con las que el buen Dios las va favoreciendo. Dirijan siempre todas sus acciones a la gloria de Dios, exactamente como quiere el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Vayan renovando esta santa intención de tanto en tanto. Examínense al final de cada acción; y, si descubren alguna imperfección, no se turben por ello; pero avergüéncense y humíllense ante la bondad de Dios; pidan perdón al Señor y suplíquenle que las preserve de esa falta en el futuro.
Renuncien a toda vanidad en sus vestidos, porque el Señor permite las caídas de estas almas en esas vanidades.
Las mujeres que buscan las vanidades de los vestidos no podrán nunca vestirse de la vida de Jesucristo, y pierden los adornos del alma tan pronto como entra este ídolo en sus corazones. Su vestido esté, como quiere san Pablo, decente y modestamente adornado; pero sin cosidos de pieles, sin oro, sin perlas, sin prendas preciosas que suenen a riqueza y suntuosidad.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
29 de febrero
A los mundanos les parece increíble que haya almas que sufren al ver que la providencia les prolonga la vida. Sin embargo, ahí está la historia de los santos, que es y será la maestra de la humanidad.
De los sufrimientos atroces que sufren las almas de los justos al verse lejos de su centro podemos formarnos, oh Raffaelina, una pálida idea fijándonos en lo que esas almas sufren, incluso al tener que satisfacer las necesidades más vitales de la vida, como el comer, el beber y el dormir. Y si la piedad de Dios no acudiera, especialmente en ciertos momentos y en ciertos días, con una especie de milagro, privándoles de la reflexión mientras realizan esos actos necesarios para la vida, para las pobrecitas es tal el tormento que experimentan al realizar una tal acción, que además no pueden evitar que yo, sin miedo a mentir, no sabría encontrar una comparación adecuada como no sea lo que debieron de experimentar los mártires que fueron quemados vivos, entregando así sus vidas a Jesús en testimonio de su fe.
Es fácil que esta comparación a alguno le resulte una exageración hermosa y vacía, pero yo, mi querida Raffaelina, sé lo que me digo. El día del juicio universal veremos ciertamente a estas almas que, sin haber dado su sangre por la fe, digo que las veremos coronadas, igual que los mártires, con la palma del martirio.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)