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El bienio 2010-2012: Inercia del conflicto y retórica del fin del fin

A partir de junio de 2007, el Gobierno colombiano empezó a asegurar que la guerrilla estaba a punto de ser derrotada. Durante la última etapa de la Política de Seguridad Democrática o de Consolidación (2006-2010), en el segundo gobierno del expresidente Uribe, las fuerzas armadas instauraron una tesis sobre el conflicto armado con las FARC-EP, según la cual la derrota de la guerrilla era inminente. Fue el comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla de León, quien sintetizó esa visión gubernamental a través de la expresión el fin del fin10:

Aquí se están dando las grandes batallas que demuestran que estamos en el fin del fin contra las FARC-EP […]. Estamos en el fin del fin… porque las condiciones de apoyo de la población que tienen las FARC-EP no sobrepasan el uno por ciento. El que tiene el apoyo del pueblo tiene la victoria, y ese apoyo lo tienen hoy día el Gobierno y sus Fuerzas Militares (Noticiero en línea Infolatam, 6 de agosto de 2010).

Según esta tesis, cada uno de los ataques militares ejecutados contra los insurgentes demostraba que faltaba muy poco para la derrota final a través del triunfo militar, que se traduciría en la desmovilización total del grupo armado y la pérdida completa de su base social. Alrededor de esta tesis, o bien, apoyado en ella, se construyó el discurso gubernamental sobre el conflicto en el segundo mandato de Uribe, según ha sido analizado desde la ciencia política (García Durán, 2008; CODHES, 2011; Granada, Restrepo y Vargas, 2009).

Con el discurso del fin del fin se cerraría una etapa gubernamental y se abriría otra, en cabeza de Juan Manuel Santos Calderón, presidente de la República (2010-2018), antes Ministro de Defensa (2008-2010). No obstante, el discurso del fin del fin empezaría a desgastarse por el aplazamiento permanente de la derrota de la guerrilla: la imposibilidad de que la guerrilla perdiera la guerra, pero también de que pudiera ganarla. Ese desgaste constituye un periodo histórico, social y político particular en el conflicto interno, que deja ver cómo fracasó el proyecto de derrota insurgente por las vías exclusivamente militares, y, por tanto, cómo se cerró la era de la Seguridad Democrática, sin cumplir con el objetivo final para el cual se creó esta política.

A partir de agosto de 2010, con la llegada del nuevo presidente, se puede hablar del inicio de un proceso político que llevaría a buscar en 2012 una salida negociada al conflicto con las FARC-EP. El proceso de cierre o culminación de la Seguridad Democrática duró los primeros dos años de la presidencia de Santos (2010-2012), y constituye la etapa final de una estrategia de guerra contrainsurgente. Sería, entonces, el cierre de una política y del discurso que la sostenía; un discurso desgastado por la permanencia de la guerra, que llevaría al final del discurso del fin del fin a raíz de la inercia del conflicto.

Pero el final del fin del fin no se dio a través del reconocimiento de que un discurso se había desgastado. Por el contrario, se trataba de un desgaste que resultaba innombrable porque apuntaba al fracaso de una política que no logró vencer a la guerrilla, a pesar de enormes esfuerzos y sacrificios económicos, logísticos y humanos. El recorte histórico que enmarca el final de ese discurso del triunfo militar permite profundizar, entonces, en los modos a través de los cuales el discurso del fin del fin se fue transformando en otro sin mostrarse desgastado ni finalizado; en otras palabras, cómo se mantienen vivos y activos aquellos discursos cuya fuerza se va debilitando a partir de los hechos que los contradicen. En este sentido, las construcciones retóricas no simplemente acompañaron a las militares, sino que debieron pasar al frente de la batalla para proteger y garantizar la pervivencia de los imaginarios instalados en la guerra; en este caso, para que la Política de Seguridad Democrática pasara a la historia como una iniciativa exitosa, fundamental y causal en el paso hacia el proceso de paz con esa guerrilla.

Balances de la Política de Seguridad Democrática

En agosto de 2002, antes de la instauración de la Política de Seguridad Democrática, esta fue presentada como una respuesta a los problemas de orden público que «amenazaban la viabilidad de la democracia y vulneraban de manera constante derechos básicos de todos los ciudadanos» (Presidencia de la República, 2010, pág. 29). El informe fue realizado por el expresidente Uribe en 2010 y presentado ante el Congreso. Posteriormente, en 2003, esta política quedó definida de la siguiente manera:

El objetivo general de la Política de Defensa y Seguridad Democrática es reforzar y garantizar el Estado de derecho en todo el territorio, mediante el fortalecimiento de la autoridad democrática, del libre ejercicio de la autoridad de las instituciones, del imperio de la ley y de la participación activa de los ciudadanos en los asuntos de interés común […]. La seguridad no se entiende en primera instancia como la seguridad del Estado, ni tampoco como la seguridad del ciudadano sin el concurso del Estado, sino como la protección del ciudadano y de la democracia por parte del Estado, con la cooperación solidaria y el compromiso de toda la sociedad (Presidencia de la República, 2003, págs. 12-13).

De acuerdo con el informe al Congreso, ocho años después del funcionamiento de esta política, se obtuvieron efectos positivos gracias al denominado «círculo virtuoso de la seguridad», o relación positiva entre seguridad, confianza inversionista y crecimiento económico y social. Los indicadores que muestra el informe hacen énfasis en que las acciones emprendidas en favor de la militarización de la seguridad pública (como el aumento del pie de fuerza, el control territorial, las redes de cooperantes civiles y la equiparación de la lucha antidrogas con la guerra contrainsurgente) produjeron el aumento de la inversión privada y la mejora de la percepción ciudadana sobre seguridad en el país: «Gracias a las mejores condiciones de seguridad, Colombia se encuentra hoy entre los países de mejor desempeño y perspectivas económicas dentro de la región, bajo unas condiciones macroeconómicas estables» (Presidencia de la República, 2010, pág. 29).

Los antecedentes de la Política de Seguridad Democrática favorecieron su aceptación, en principio, entre los sectores conservadores y de derecha del país, y, posteriormente, en el grueso de la población colombiana. El principal de esos antecedentes es la decepción que dejó el intento anterior de proceso de paz, que el expresidente Andrés Pastrana Arango (1998-2002) adelantó con las FARC-EP, en lo que se conoció como El Caguán, nombre utilizado para designar tanto la zona geográfica donde se llevaron a cabo los acercamientos entre las partes como los errores de planificación, desarrollo y abuso en que incurrieron las partes negociadoras a lo largo de tres años, hasta la terminación unilateral del proceso por parte del Gobierno, en febrero de 2002. El Caguán catapultó la candidatura presidencial del entonces candidato Álvaro Uribe, cuya campaña logró aglutinar al país en torno a la derrota militar de las FARC-EP, como prioridad del plan de gobierno del Gobierno entrante (González, 2014, pág. 447).

La seguridad fue comunicada como una estrategia necesaria para acabar con los grupos armados ilegales, y particularmente con las FARC-EP, pero también como «el bien común por excelencia de toda la sociedad», requisito de la recuperación social, política y económica del país (Presidencia de la República, 2003). De esta manera, el discurso de la seguridad cubrió casi todos los aspectos de la vida en comunidad y orientó la toma de decisiones públicas que asegurasen órdenes políticos ligados al autoritarismo, al elitismo y al modelo neoliberal (Cárdenas, 2013; Estrada, 2006; Pardo Abril, 2010).

La administración uribista logró aglutinar las fuerzas armadas del Estado y a la población civil en un combate a muerte contra las guerrillas, bajo el esquema militar, jurídico y político de guerra integral contra el narcoterrorismo. El resultado más destacado de esa guerra fue el repliegue de las FARC-EP hacia sus zonas de retaguardia, debido a la recuperación militar del territorio y al asesinato de un número significativo de sus combatientes, incluyendo a dos miembros de su Estado Mayor Central (González, 2014, pág. 450).

Todas las operaciones involucradas en esos hechos de la guerra fueron profusamente difundidas e instrumentalizadas en un régimen mediático gubernamental, que logró articular a grandes sectores de la población civil en torno a la aprobación y la defensa de la Política de Seguridad Democrática (Bonilla, Rincón y Uribe, 2014; Cárdenas, 2013; Gómez, 2005; López de la Roche, 2014; Pardo Abril, 2009). Ese fenómeno de opinión pública contra un enemigo definido favoreció la reelección del proyecto gubernamental uribista, que se extendería ocho años (2002-2010), y le serviría también a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, para postularse como candidato y ser elegido en 2010, bajo la promesa de continuidad de la Política de Seguridad Democrática.

Análisis provenientes de sectores no gubernamentales han revisado la visión exitosa de la Política de Seguridad Democrática y han ofrecido versiones en las cuales se destacan los efectos perniciosos de esa política. A continuación, se enumeran estos efectos negativos:

Violación de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas

A partir de 2008 se empezó a denunciar públicamente que el Ejército Nacional había realizado ejecuciones extrajudiciales desde el año 1990 (León, 2009). Los militares implicados desaparecieron, torturaron y asesinaron a un sinnúmero de civiles, a quienes presentaron ante sus conocidos y ante la opinión pública como guerrilleros caídos en combate, para cobrar recompensas avaladas por incentivos económicos que les proveyeron la institución y la ley (CNMH, 2013; León, 2009; revista Semana en línea, 25 de enero de 2009). Las víctimas fueron campesinos, trabajadores informales, personas en situación de calle, menores de edad y, en general, población vulnerable; ninguno de ellos tenía relación demostrada con grupos guerrilleros. Los cuerpos eran enterrados como anónimos en fosas comunes, mientras que los asesinos –soldados y comandantes de la Fuerza Pública– eran premiados con recompensas monetarias por cada cuerpo reportado como «positivo».

De acuerdo con el informe del relator especial de la ONU (Alston, 2009, pág. 3), «las cantidades mismas de casos, su repartición geográfica y la diversidad de unidas militares implicadas, indican que estas fueron llevadas a cabo de una manera más o menos sistemática, por una cantidad significativa de elementos dentro del Ejército». La presión a las tropas para aumentar el número de bajas de guerrilleros, como resultado más tangible de la Política de Seguridad Democrática, derivó en una práctica macabra y premeditada de victimización de los sectores más vulnerables de la población civil. Algunos familiares y líderes sociales que denunciaron estos crímenes también fueron hostigados o asesinados, para evitar que la institución militar y sus miembros de altos rangos se vieran afectados (ONU, 2010, pág. 13; Amnistía Internacional, 2010, pág. 150). En este sentido, Ávila (2010, págs. 13-14) hace notar que estos crímenes se han caracterizado por su alto grado de impunidad y sus bajos niveles de juzgamiento.

Involucramiento de la población civil en la lucha contrainsurgente

En el marco de la Política de Seguridad Democrática se desarrollaron programas que involucraron a la población civil en el esquema antiterrorista propuesto. El programa conocido como Red de Cooperantes (MinDefensa, 2006) promovió ese involucramiento bajo argumentos como el de la cooperación voluntaria, la participación ciudadana, el patriotismo y el deber constitucional frente a la prevención del terrorismo. Esta política creó una relación entre solidaridad y seguridad, en términos que tensionaban las acciones voluntarias con los deberes constitucionales, según los cuales los ciudadanos tenían que proporcionar información sobre las organizaciones armadas ilegales. Por esa información no se obtenían beneficios económicos, sino «morales» y comunitarios (MinDefensa, 2006, pág. 5).

Las redes hicieron que la vigilancia pasara de ser tarea de las fuerzas armadas estatales a ser responsabilidad cívica del conjunto anónimo de la sociedad colombiana, con lo cual la sospecha sobre el otro contribuyó a la creación de un clima de peligrosidad generalizado: cualquiera podía ser vigilante y todos podían ser vigilados (Mantilla, 2004, pág. 160). En esta perspectiva, varios trabajos de investigación han identificado en la Política de Seguridad Democrática la generación del miedo como factor estructurante que garantizó su instalación, aceptabilidad y continuidad durante el periodo presidencial de Uribe (Arrieta, 2009; Botero, 2008; Castellanos, 2014; Delgado, 2016; Quintero y Castañeda, 2011; entre otros). De ahí que la población civil terminara siendo adherida a la confrontación como un actor no objetivo, que ya no podría gozar de la protección debida, como establece el Protocolo de Guerra (CICR, 2008). La provocación de temor generalizado cubrió tanto la identificación de un enemigo común (el terrorista) como la advertencia de que el país podría colapsar si no se prolongaba el esquema de seguridad pública instalado, es decir, sirvió también para legitimar la continuidad de la política bélica.

Reacomodamientos en la confrontación armada

Algunos balances militares realizados por observatorios del conflicto al finalizar el periodo presidencial de Uribe contradijeron el discurso oficial al mostrar cómo la confrontación armada en vez de disminuir se mantenía en aumento, pero con transformaciones en las modalidades de la violencia (Ávila, 2010; CODHES, 2011; Granada et al., 2009). Entre esos cambios, se destaca el incremento de tácticas que afectan gravemente a la población civil, como el uso de minas antipersonas, campos minados muertos11 y explosivos en zonas habitadas, ataques contra la infraestructura energética (torres, oleoductos, etc.) y el traslado de la guerra a territorios donde este había sido de baja intensidad (Ávila, 2010, págs. 4-5).

La principal razón de que las cifras de los combates no disminuyeran fue la capacidad de aprendizaje militar de la guerrilla: más que la toma de medidas de repliegue desesperadas, las FARC-EP demostraron que podían reacomodarse relativamente rápido, e incluso rearmarse, según las estrategias bélicas de su enemigo (Ávila, 2010; Ferro y Uribe, 2002; Granada et al., 2009; Medina, 2010b, 2011; Zinecker, 2013). Como explican Granada et al. (2009, pág. 98), el efecto de la presión militar sobre estas organizaciones armadas se traduce en la generación de aprendizajes y la readaptación permanente de estos grupos armados; así, por ejemplo, tales características han estado presententes a lo largo de la historia de las FARC-EP (Medina, 2011, pág. 297). Si para finales del primer periodo presidencial de Uribe (2002-2006) se generalizó la percepción de que las FARC-EP habían tenido que volver a sus zonas rurales de retaguardia, la situación en el segundo periodo de la Seguridad Democrática (2006-2010), y particularmente en los últimos dos años, fue muy distinta: la guerra estaba retornando a las cabeceras municipales y a las zonas urbanas. Las FARC-EP «iniciaron una fase de profesionalización de tropas. Ante la pérdida de la superioridad que solían tener en terreno, incrementaron el número de acciones derivadas de francotiradores y de expertos en explosivos, con el fin de eludir combates» (Ávila, 2010, pág. 17).

La reingeniería de la guerrilla fue leída por analistas, como Medina (2010b, pág. 117) y Rangel (1998, 2010), desde orillas opuestas, en términos de un retorno a la guerra de guerrillas después de haber intentado pasar a una guerra de posiciones, dentro del esquema clásico de las guerras irregulares.

Militarización de la economía

Al finalizar el mandato presidencial de Uribe, Colombia era el país con mayor porcentaje del FARC-EP destinado a gasto militar en el conjunto de países latinoamericanos (3,7 %, según SIPRI, 2010). El déficit fiscal, superior a los tres puntos, contrarrestó el crecimiento económico experimentado entre 2001-2008 y la venta de los activos del patrimonio estatal; asimismo, la deuda externa alcanzó un récord histórico del 22,1 % del PIB (Banco de la República, citado por Ávila, 2010, pág. 6). Desde finales del primer mandato de Uribe (2002-2006), analistas económicos como Moreno y Junca (2007) ya señalaban que el gasto militar resultaba excesivo para las posibilidades financieras de la economía colombiana, aun con los rubros de las ayudas norteamericanas del Plan Colombia (2000): «La Política de Seguridad Democrática no cumple con las condiciones de sostenibilidad financiera del Gobierno. Un indicador para el gasto de defensa muestra que el gasto público militar está por encima del que la economía podría financiar» (pág. 75).

El gasto en defensa y seguridad fue justificado desde esta política, relacionando economía y militarismo en un círculo virtuoso. Según esa lógica, las tasas de crecimiento suben a medida que aumenta la seguridad en el territorio, especialmente por el aumento del ingreso de capitales extranjeros a partir de la confianza inversionista suscitada por la protección militar contra las guerrillas en los sectores de inversión. En esta medida, Uribe sostuvo que la seguridad era el requisito del desarrollo, de manera que ganar la guerra sería una estrategia en beneficio de la economía del país y de la calidad de vida de sus habitantes. Así, la Política de Seguridad Democrática propuso que el gasto en la guerra generaría a largo plazo un crecimiento sostenible y mejoraría las condiciones macrosociales; no obstante, el análisis de López Fonseca (2011) comprueba lo siguiente:

Que no existe una relación directa y clara del impacto de la política de seguridad sobre la inversión […] [pues] el aumento del GDS [gasto en defensa y seguridad] no es perjudicial, siempre y cuando no supere la tasa de crecimiento del producto del país; sin embargo […], durante todo el periodo estudiado [1990-2006] la tasa de crecimiento del GDS estuvo siempre por encima de la tasa de crecimiento del PIB (pág. 71).

Alineamiento y dependencia de la guerra antiterrorista estadounidense

La Política de Seguridad Democrática profundizó la dependencia militar y económica con Estados Unidos12. Ya desde la década del noventa, durante la época de los carteles de Medellín y Cali, Colombia se venía convirtiendo en el principal receptor de ayuda estadounidense; el Plan Colombia, firmado durante la administración de Pastrana (1998-2002), ratificó la voluntad de las partes de invertir cantidades ingentes de recursos económicos y logísticos contra la producción y la comercialización de narcóticos.

Los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos resultaron decisivos para el alineamiento gubernamental con la llamada guerra antiterrorista, impulsada para combatir a los grupos armados en el mundo, clasificados como terroristas, y, particularmente en Colombia, contra las guerrillas a quienes se les acusa de lucrarse con la economía del narcotráfico y de representar una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Así, la lucha contra el terrorismo se convirtió en una bandera y una forma de política exterior, que guio las relaciones internacionales de Estados Unidos (Chomsky, 2004; Sanahuja, 2005) y que fue definitoria en los debates previos y posteriores al 11 de septiembre, en torno a la aprobación del Plan Colombia (León Vargas, 2005).

Tickner (2007) asegura que «Colombia constituye un ejemplo singular de ‘intervención por invitación’ en América Latina, en donde el mismo Gobierno ha liderado una estrategia de intensa asociación» (pág. 92), que deviene en injerencia y en mayor subordinación a la potencia mundial. Los perjuicios de la intromisión estadounidense tienen que ver con la pérdida de la autonomía nacional en las decisiones soberanas, la vigilancia de ese país a través de radares, satélites y bases militares en territorio colombiano y la internacionalización del conflicto mismo. Esta última ha afectado gravemente las relaciones con aquellos países vecinos que no se alinean a la política estadounidense y que insisten en conformar bloques de poder regional, pese a las identidades y retóricas tan heterogéneas que dificultan estas alianzas (De Arnoux, Bonnin, De Diego y Magnanego, 2012).

Militarización y polarización del entorno social

La Política de Seguridad Democrática representó una apuesta por la terminación del conflicto armado por vías exclusivamente militares, después de la decepción del proceso de paz de El Caguán. El avance de los ocho años de esta política muestra que los ciudadanos aumentaron su confianza en la estrategia bélica del Gobierno: «Mientras que hasta 2007 solo un 18 % de la población pensaba que era posible derrotar a las farc-ep, en 2009 lo pensaba más del 50 %» (Ávila, 2009, pág. 7). Para 2010, año de elecciones presidenciales, la apuesta militarista fue definitiva para el electorado, y la promesa de continuidad de esa visión de la seguridad le permitió a Juan Manuel Santos llegar a la presidencia. Así, el discurso militarista13 logró instalarse en el entorno social y orientar las decisiones públicas.

Pero una vez que ese discurso concentra la dimensión de la seguridad en el combate contra las organizaciones armadas, descuida los factores sociales relacionados con el alzamiento en armas (Granada et al., 2009, pág. 103). En esta medida, el belicismo termina estructurando el orden social y redefiniendo las funciones gubernamentales y la aceptabilidad de sus políticas entre la población civil:

Las medidas militares, además de ser insuficientes para el objetivo de ganar la guerra, habían llevado a crear condiciones propicias para la profundización de la fragmentación y la polarización de la sociedad colombiana, que finalmente terminaron por fortalecer el predominio de las lógicas guerreras en desmedro de las salidas negociadas (CNMH, 2013a, pág. 180).

La polarización social es un efecto de ese orden militarista, con base en la construcción de la figura de la guerrilla como el enemigo absoluto que se debe exterminar (Angarita et al., 2015). El discurso gubernamental durante la Política de Seguridad Democrática promovió esa enemistad en el planteamiento de una guerra total contra una guerrilla degradada; una desubjetivación que extravió las posibilidades de una discusión entre adversarios políticos, y que dividió al país en dos bandos excluyentes, uno a favor y otro en contra de las FARC-EP.

Despolitización y negación del conflicto armado interno

A partir del alineamiento con la guerra antiterrorista, desde finales del periodo presidencial de Pastrana (1998-2002), y que se profundizó en el periodo de Uribe (2002-2010), la Política de Seguridad Democrática presentó a las guerrillas y al conflicto armado interno como terrorismo: «El terrorismo es el principal método que utilizan las organizaciones armadas ilegales para desestabilizar la democracia colombiana» (MinDefensa, 2003, pág. 24). El Gobierno pasó de ver, presentar y tratar a los guerrilleros como revolucionarios a considerarlos como terroristas; la inclusión de las FARC-EP en los listados norteamericanos y europeos de grupos terroristas en el mundo respaldó esa idea. De ahí que se les dejara de reconocer su estatus de beligerancia, que se negara la existencia del conflicto mismo (reemplazándolo por la calificación de amenaza terrorista) y que se privilegiara la solución militar, presionando a los insurgentes para que se sometieran a la justicia gubernamental, o bien para que sufrieran un exterminio violento.

Las relaciones de las FARC-EP con la economía de la droga fueron fundamentales para sostener y validar esa visión de la guerra. Se trató de una despolitización de la lucha armada al resaltar la criminalización de esa guerrilla y la idea de que habían extraviado su norte político y se habían convertido en un cartel de narcotraficantes. Así lo presentó la Presidencia de la República (2003, págs. 26-27), en el documento principal de la Política de Seguridad Democrática:

La implicación cada vez mayor […] en este negocio, que va hoy desde la promoción del cultivo hasta el control de rutas y la comercialización internacional, ha contribuido a la pérdida de disciplina ideológica y, consecuentemente, al uso creciente del terror, mediante el cual amedrentan a la población y, en las regiones de cultivos ilícitos, la someten a un régimen neofeudal de control sobre la producción14.

La despolitización y la negación del conflicto armado interno cerraron la posibilidad de terminarlo a través de medios no violentos o de la rendición de la guerrilla, así mismo justificaron el desangre y la sevicia contra los enemigos absolutos y, además, profundizaron y prolongaron el escenario bélico en el país, con un aumento inusitado de víctimas entre la población civil (CNMH, 2013a).

Continuidades y rupturas de Uribe a Santos

La llegada de Juan Manuel Santos a la presidencia de la República se hizo posible bajo la promesa explícita de la continuidad de las políticas adelantadas por Álvaro Uribe, particularmente las relacionadas con la seguridad pública. Durante su primera campaña, Santos sugirió haber sido “apadrinado” por el expresidente Uribe como el mejor sucesor de la Política de Seguridad Democrática (noticiero Caracol en línea, 3 de marzo de 2010), luego de que la Corte Constitucional tumbara un referendo de reelección para un tercer periodo presidencial de Uribe. Para el país, el paso de Santos del Ministerio de Defensa (2008-2010) a su primer periodo presidencial (2010-2014) fue la reafirmación de la Política de Seguridad Democrática, que entraría en una nueva fase, denominada Política Integral de Seguridad y Defensa para la Prosperidad (PISDP):

La PISDP representa la combinación adecuada de continuidad y cambio. Continuidad con las Políticas de Seguridad Democrática (2002-2006) y de Consolidación de la Seguridad Democrática (2006-2010) que permitieron los importantes logros en seguridad alcanzados por Colombia durante los últimos dos cuatrienios. Cambio en la fijación de metas más ambiciosas, en la incorporación de nuevos objetivos estratégicos y en la elevación a la categoría de políticas de componentes instrumentales o habilitadores (MinDefensa, 2011, pág. 5, cursiva añadida).

La nueva política de seguridad requería comunicar la permanencia de sus líneas más esenciales, para participar de su aceptabilidad pública, pero al mismo tiempo debía deslindarse de sus efectos negativos (mencionados en el apartado anterior) y de los aspectos que había descuidado en su camino: bandas criminales emergentes, seguridad militar en las ciudades, coordinación interinstitucional de las fuerzas armadas y apoyo de las autoridades regionales y locales (Vargas, 2011).

Esa tensión entre continuidad y cambio fue mitigada en el discurso a través de la garantía de la profundización de la seguridad democrática y de su evolución hacia el alcance de una prosperidad que esa misma seguridad habilitaría. Las razones esgrimidas para el ajuste en la política fueron los cambios de la criminalidad en el ámbito regional y su adaptación constante a la ofensiva de las fuerzas armadas, que harían inviable las metas de desarrollo económico e inversión de capital en las zonas periféricas del país.

En el análisis de Beltrán (2013, pág. 34) se hace notar que de Uribe a Santos hubo un cambio de estilo, mas no de contenido. A ello respondería que los principales cambios impulsados por este último tuvieron que ver más con la diplomacia interna y externa que con la visión economista de la seguridad y del desarrollo, especialmente en lo referido a la promoción de la inversión privada en las zonas rurales para la agroindustria y la extracción de recursos energéticos. Así lo explica también Rodríguez (2014): «Más que por un proyecto ideológico definido, Santos y Uribe se distinguen por las facciones del bloque dominante a las que representan, pero, sobre todo, por su tono en la manera de aparecer públicamente: uno prudente, conciliador y moderado; el otro verborrágico, irascible y extremista» (pág. 99).

Sin embargo, apuntar que el cambio de Uribe a Santos fue solo de estilo no desconoce las rupturas generadas en la relación entre expresidente y presidente, desde el inicio del primer mandato de Santos. Por el contrario, se trató de una controversial escisión que ocupó la atención de los medios y de la sociedad en general, quienes lo percibieron como una “pelea” entre dos figuras políticas aliadas en el pasado, pero enfrentadas entre odios, acusaciones y traiciones (Dávila Hoyos, 2014). Este distanciamiento se fue agudizando de manera creciente hasta convertir al expresidente Uribe en el principal contradictor del presidente Santos. La oposición fue realizada sobre todo utilizando la importante influencia de Uribe en el estamento militar, en algunos medios de comunicación y en las redes sociales15.

Enseguida se presentan los principales focos de distanciamiento que marcaron la agenda política durante el primer bienio de la administración Santos:

1 El nombramiento de ministros antiuribistas en las carteras de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, y de Interior y Justicia, Germán Vargas Lleras. Este último funcionario, según la indagación periodística de Dávila Hoyos (2014), estaba destinado al Ministerio de Defensa, pero Uribe presionó para impedirlo, por considerarlo su adversario político y alegar riesgos a su propia seguridad.

2 El restablecimiento de relaciones bilaterales con Ecuador y Venezuela, con cuyos presidentes, Rafael Correa y Hugo Chávez, respectivamente, Uribe sostuvo fuertes disputas políticas y crisis diplomáticas en torno al antiterrorismo estadounidense y a los modelos de socialismo desarrollados en esos países. El episodio de mayor tensión se vivió en 2008, tras la invasión y el bombardeo de tropas colombianas en territorio ecuatoriano de frontera, en un operativo de contraguerrilla en el que fue asesinado alias Raúl Reyes, miembro de la cúpula de las FARC-EP. Correa y Chávez rompieron relaciones diplomáticas con Colombia, militarizaron sus fronteras y denunciaron pública y judicialmente a Uribe y a Santos (en su función todavía de Ministro de Defensa). Santos restableció las relaciones el mismo mes de su posesión presidencial, en agosto de 2010.

3 El restablecimiento de relaciones con la Corte Suprema de Justicia, tras las tensiones generadas con el expresidente Uribe en torno a temas como la dudosa objetividad de las ternas propuestas por él para elecciones de fiscal general de la nación y la deslegitimación de su reelección presidencial por acusaciones de corrupción.

4 El reconocimiento del conflicto, a través de la ley de víctimas y restitución de tierras (Ministerio de Justicia y del Derecho, Ley 1448 de 2011), que contradijo la tesis de la amenaza terrorista en Colombia y retomó la denominación de conflicto armado interno, según los convenios de Ginebra y sus protocolos adicionales (CICR, 2008).

5 La promulgación del Marco Jurídico para la Paz, un acto legislativo que autoriza mecanismos de justicia transicional y penas alternativas en eventuales procesos de paz con grupos armados ilegales (Congreso de Colombia, Acto Legislativo 01, 31 de julio de 2012). Para Uribe se trata de una ley que garantiza impunidad y genera amnistías para delitos de lesa humanidad (diario El Espectador en línea, 4 de junio de 2012).

6 Los acercamientos con las FARC-EP para un nuevo proceso de paz. Desde marzo de 2012, Santos coordinó secretamente acercamientos exploratorios con esta guerrilla para buscar la paz a través de diálogos en medio de la confrontación armada (Santos, 2014). Cuando esta información se filtró en los medios de comunicación, Uribe denunció sus intenciones por medio de las redes sociales y criticó que se pensara dialogar con un grupo terrorista, en vez de terminar de someterlo militarmente o de exigirle una desmovilización. La gestión de un nuevo proceso de paz significó el final de la tesis del fin del fin, pues implicó reconocer que la guerrilla no estaba a punto de ser exterminada, y que era necesario reconocerla como adversario político.

Durante el primer bienio de su mandato presidencial, que va hasta finales de agosto de 2012, cuando Santos anunció el inicio del proceso de paz, se fue profundizando el distanciamiento con el discurso uribista. El lento desgaste del discurso del fin del fin de las FARC-EP, esto es, el final del fin del fin, hace parte de ese distanciamiento. En ese fenómeno político, la tensión entre continuidad y ruptura con las visiones antiterroristas y con el triunfalismo militarista de la Seguridad Democrática fue resuelta mediante diversos recursos, modos y funciones retóricas en torno a la victoria de cada bando.

La inercia del conflicto armado interno

En la coyuntura histórica en que Santos asume por primera vez la presidencia, el conflicto con la guerrilla de las FARC-EP había llegado a un momento en el que los actores involucrados sostendrían, sin doblegarse, la dirección y el sentido de sus acciones, tanto bélicas como políticas. Esa resistencia a cambiar de posición, aun bajo la influencia de condiciones externas para cada bando, hacía que la esperada claudicación de la guerrilla se prolongara indefinidamente bajo la promesa gubernamental del fin del fin, y que la confrontación se hallara en un punto en el que no cambiaría su estado ni su orientación, sino solo su intensidad y concentración geográfica. Haciendo la analogía con un concepto común de la física mecánica, esta coyuntura se puede entender como la inercia del conflicto armado interno.

La resistencia a cambiar de estado o la fuerza de inercia de los actores del conflicto en 2010, caracteriza la etapa final de la Seguridad Democrática uribista y el inicio de la Seguridad para la Prosperidad del gobierno Santos. Guerrilla y Gobierno giraban sobre el mismo eje del belicismo como respuesta y el tratamiento del conflicto social en el país. El momento de inercia no dependía, pues, tanto de las fuerzas externas que oponían entre sí los enemigos, sino de las fuerzas internas en cada grupo armado y de los posicionamientos de los ejes que los hacían rotar alrededor de las mismas motivaciones y justificaciones para el sostenimiento de la guerra.

Para el país, el conflicto avanzaba hacia la victoria militar de uno de los dos bandos, bajo la presión de las tácticas militares y la inversión económica, factores que construían una guerra cada vez más especializada, pero también más prolongada. Una vez que el discurso de la Seguridad Democrática logró instalar el imaginario del fin del fin, la continuidad de esa política se construyó bajo la inminencia del éxito final, lo cual justificaría la reelección del expresidente Uribe y la elección de Santos como una especie de “Uribe III”, que garantizaría un tratamiento idéntico del conflicto.

No obstante, las condiciones sociopolíticas internas y externas en 2010 hacían inviable esa pretendida continuidad: la crisis económica mundial, que presionó la limitación del gasto militar (Ferrari, 2008) y las críticas internacionales a la violación de derechos humanos por parte de la fuerza pública en Colombia (Human Rights Watch, 2010; ONU, 2010) fueron dos aspectos que hicieron contrapeso a la Seguridad Democrática. No fue menor, además, el cambio presidencial en Estados Unidos; con la salida de George W. Bush (2001-2008) y la llegada de Barack Obama (desde 2009), la guerra antiterrorista se quedaba sin su mayor promotor, y, por tanto, los recursos económicos para el conflicto colombiano resultaban menos abundantes (Hernández, en Medina, 2010, págs. 242-243).

En 2010 la Política de Seguridad Democrática enfrentaba su último periodo, caracterizado por Ávila (2013) como un momento de reestructuración y reacomodamiento estratégico, tanto de las FARC-EP como de la fuerza pública. Según el mismo autor, el mayor golpe recibido por la guerrilla durante el periodo 2010-2012 no fue tanto el asesinato de dos miembros de su cúpula (alias Jorge Briceño y alias Alfonso Cano)16, sino la pérdida de sus posiciones en el centro del país, región donde venían logrando asentarse y cercar ciudades capitales desde 2002, entre ellas, Bogotá. En la misma perspectiva de la territorialidad de la guerra, Granada et al. (2009, págs. 88-89) utilizan la expresión de marginalización del conflicto para caracterizar el periodo final de la Seguridad Democrática uribista:

Este fenómeno consiste en el traslado progresivo de la disputa entre las fuerzas estatales y la guerrilla hacia los márgenes geográficos y socioeconómicos del país: la presión militar ha generado un cambio en las zonas de disputa y en la población expuesta a la violencia producida en el marco de la guerra, llevándola a territorios aún más apartados, aún más distantes, aún más aislados y aún menos poblados.

La toma de Bogotá nunca pudo concretarse, ni siquiera en su momento de mayor fortaleza militar en 2002. En el análisis de Ferro y Uribe (2002), esto constituye el factor clave para entender por qué la guerrilla no pudo ganar, pero tampoco perder la guerra:

No han triunfado porque ellos no han conseguido influir políticamente en forma significativa sobre lo que denominan ‘el nudo gordiano de las contradicciones’, refiriéndose a las grandes ciudades. Pero tampoco han sido derrotados porque son conscientes de que la correlación de fuerzas política y militar en las ciudades no les permite realizar acciones más ambiciosas y arriesgadas (pág. 157).

De 2002 a 2007 la Seguridad Democrática había logrado replegar a las FARC-EP a sus antiguas zonas de retaguardia; esto fue determinante para construir la percepción de que el Gobierno estaba a punto de ganar la guerra. El repliegue llevó a la guerrilla a concentrar sus tropas en aquellos departamentos que históricamente habían sido afines a su lucha, como el Cauca, Nariño, Meta y Caquetá, en el suroriente del país, y en Arauca y Norte de Santander, en el nororiente. Este desplazamiento incrementó exponencialmente la violencia en esas zonas, al tiempo que redujo las confrontaciones en los departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Bolívar y Sucre, en el centro y noroccidente de país (Ávila, 2013, págs. 8-9; Medina, 2011).

Otra zona de repliegue fue la fronteriza, especialmente aquellas de Colombia con Ecuador y con Venezuela. La presencia de campamentos guerrilleros en esas zonas llevó a que Uribe y su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, denunciaran públicamente que esos Gobiernos eran colaboradores de las FARC-EP. Las declaraciones y las incursiones militares en tales países, entre los años 2008 y 2009, ocasionaron enemistad entre los presidentes Uribe, Correa y Chávez, y generaron preocupación regional por estos roces diplomáticos, por parte de entidades como Unasur y de gobiernos conciliadores de la crisis, como el de República Dominicana (Cardoso, 2011).

No obstante estos repliegues, durante los últimos dos años de la presidencia de Uribe (2008-2010) y los dos primeros de Santos (2010-2012), se incrementaron las acciones armadas de la guerrilla, se retomaron las acciones ofensivas –ya no solo defensivas, como hasta entonces– y los insurgentes volvieron a controlar algunas zonas urbanas (Ávila, 2012, págs. 19-20); de ahí que los analistas presenten la retirada de las FARC-EP menos como una derrota y más como un «repliegue táctico» (Ávila, 2013, pág. 6) o una lógica de flujos y reflujos, que hacen parte de la historia de esta guerrilla (Medina, 2011, pág. 296).

En el 2009, año preelectoral, la guerrilla se esforzó en demostrar que la Seguridad Democrática no había logrado vencerla, y que, por el contrario, la lucha armada cobraba mayor vigencia frente a lo que llamaban el «terrorismo del Estado paramilitar», para referirse a los ocho años del gobierno de Uribe. Entre tanto, la fuerza pública profundizaba su táctica de atacar a los cabecillas de la organización y así aniquilar sus estructuras de mando (Ávila, 2010, págs. 20-21). Sin embargo, esta estrategia fue contrarrestada con el sistema de desdoblamientos de mando y de relevos inmediatos, que hace parte de la estructura organizativa de las FARC-EP. Incluso el vacío de poder, consecuencia del asesinato de su máximo dirigente, alias Alfonso Cano, en noviembre de 2011, fue cubierto rápidamente por la figura de alias Timochenko.

Las victorias militares que había logrado sostener la fuerza pública empezaron a ceder. Los indicadores de muertos en combate apuntaban a que la guerrilla estaba perdiendo menos vidas y tenía menos heridos que las fuerzas armadas (Ávila, 2013, pág. 7). Este fenómeno ha sido explicado como efecto de los cambios tácticos de la guerrilla: eludir la confrontación prolongada entre tropas, movilizarse en grupos pequeños, usar masivamente carros bomba, minas antipersonales, minas muertas y francotiradores (Ávila, 2012, págs. 17-22).

Según datos de la Corporación Nuevo Arco Iris, un observatorio no gubernamental del conflicto, al finalizar el año 2012, las FARC-EP controlaban 251 de los 1.123 municipios del país, esto es, el 22,4 % del país, a diferencia de los 336 municipios bajo su control en 2002 (el 30 % del país) (Ávila, 2012, pág. 1). Esta cifra ilustra que en diez años la Política de Seguridad Democrática avanzó en el control del territorio (especialmente sobre los centros de producción, comercialización y vías de comunicación) por parte del Estado, pero no logró consolidar ese control en la mayor parte del país.

La observación crítica de ese periodo histórico, que aquí presentamos como un momento de inercia del conflicto armado interno, llevó a varios analistas políticos (Vargas et al., 2010) a coincidir en que era necesario y urgente buscar la paz con las FARC-EP a través del diálogo. Como lo sintetiza Vargas (2010, pág. 68):

No solo por la experiencia histórica, sino por la realidad del conflicto interno armado, con una guerrilla golpeada, replegada y a la defensiva, pero lejos de estar derrotada y con una alta capacidad de producir daño, lo que se coloca al orden del día es la necesidad de diseñar una propuesta realista de salida política negociada al conflicto interno armado, sin que ello signifique que el Estado disminuya su accionar militar contra la guerrilla.

Precisamente, el proceso de paz, cuyo inicio anunciaron Santos y las FARC-EP al finalizar el mes de agosto de 2012, se planteó bajo esa figura de diálogo en medio de la guerra. El bienio que precede a ese anuncio (2010-2012), que identifico como el final del fin del fin, representa el momento de quiebre de la salida del conflicto armado por vías exclusivamente militares, y, en el plano discursivo, permite analizar el tratamiento retórico del desgaste de un discurso militarista-belicista que no podía ser negado o borrado, por parte tanto de la figura presidencial como de la cúpula guerrillera, pero que debía también romper la inercia del conflicto y virar hacia el discurso del proceso de paz. La reconstrucción retórica de la oposición política durante ese periodo es clave para entender esos procesos cruciales de la historia contemporánea en Colombia

10 Esta expresión sería usada en repetidas ocasiones por el general Padilla, durante el ejercicio de su comandancia, y años después, como embajador, candidato al Senado de la República y militar en retiro. Véase, por ejemplo, Padilla (11 de febrero de 2008; 29 de mayo de 2010; 6 de agosto de 2010; 7 de enero de 2014).

11 Los campos minados muertos son una táctica ofensiva de activación de minas a control remoto o de detonación programada (Ávila, 2010, pág. 20).

12 Las relaciones entre Colombia y Estados Unidos han sido objeto de múltiples análisis que coinciden en afirmar su cercanía y alineamiento estratégico, desde los albores del siglo pasado. Para Tickner (2007, pág. 92) se trata, de hecho, de una política de Estado y no solo de cada gobierno de turno.

13 Basado en Foucault, Ortiz (2009) define el discurso militarista «como aquella situación en la que el pensamiento y el recurso a la acción militar se superponen como el argumento principal con el que se hace frente a los diferentes tipos de conflictos que las sociedades enfrentan y alrededor del cual terminan convocados los diferentes actores y sectores políticos y sociales. Es decir, como el componente sustancial de un pensamiento y unas prácticas que conducen a una sobrevaloración de la actuación y el pensamiento militar, sin que importe para ello quiénes sean sus actores o protagonistas» (pág. 86).

14 Las bases ideológicas que sostienen esta visión pueden leerse en un libro del asesor presidencial de Uribe, José Obdulio Gaviria (2005), quien presenta esa despolitización de las FARC-EP en los siguientes términos: «Se engolosinaron con el hierro y el plomo […]. Perdieron todo contacto con el pensamiento político, que es esencial para que exista movimiento político. Esa pérdida los condujo […] a que se disolviera el mando conjunto y que sus frentes se convirtieran en grupos aislados de la política, unidos por una caja común representada en las arcas o caletas llenas de dólares provenientes del secuestro y del negocio de la droga» (pág. 35).

15 A partir de 2013, el partido político fundado por Uribe y conocido como Centro Democrático reunió a la bancada uribista y empezó a concentrar la oposición a través de candidatos a diferentes cargos gubernamentales.

16 Estas muertes se sumaban a las de otros tres miembros del Secretariado, en 2008: alias Raúl Reyes, alias Iván Ríos (el primero, bombardeado, y el segundo, traicionado por su escolta personal) y el jefe máximo Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez (por muerte natural).

Retórica de la victoria

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