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ОглавлениеLa dormición del arte
La tela, atribuida en 1988 a Artemisia, pero, de acuerdo a investigaciones más recientes, realizada por un autor anónimo napolitano de mediados del siglo XVII, representa una mujer desnuda adormecida, acomodada sobre un pavimento de ladrillos y apenas cubierta por un paño de brocado pardo recamado con rombos dorados. Se trata, más allá de toda duda, de una alegoría de la pintura, que queda probada por la presencia de la paleta de pintor –de otro modo incongruente– y de los pinceles esparcidos junto al cuerpo de la durmiente. Detrás de ella, se vislumbran por lo demás los que parecen ser los pies de un caballete. Junto a la paleta, una máscara cuya intención sería subrayar la intención alegórica.
La particularidad de esta intención puede sorprender. ¿Por qué la pintura, que implica esencialmente una relación con la mirada, se representa como una mujer con los ojos cerrados? Una primera respuesta posible es que la dormición sea aquí la clave del sueño. La pintura –parece sugerir el ignoto alegorista– tiene que ver con las fantasías y los fantasmas del sueño, es sueño. Contrasta, empero, con esta hipótesis, sin duda verosímil, el tratamiento decididamente realista de la desnuda, la ejecución cruelmente precisa del seno que rebosa y cae, el encarnado y las sombras de la espalda y de los muslos, que a un crítico malicioso le han sugerido la equívoca idea de una “evidente obscenidad”.
Si se abandona esta lectio facilior, es lícito ver en la imagen de la pintura durmiente una referencia a un motivo insistentemente presente en la doctrina aristotélica de la potencia. Aristóteles compara varias veces en sus escritos el sueño con la potencia, y el acto con la vigilia. En un pasaje de Acerca del alma, una obra absolutamente familiar a la cultura del siglo xvii, precisamente en el momento de definir el alma, Aristóteles asimila así el dormir a la posesión del conocimiento en potencia. Léase el pasaje en cuestión que, como todo clásico, puede contener alguna sorpresa instructiva: “Es necesario que el alma sea una sustancia, como forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. La sustancia es entelequia [entelecheia, lo que posee su fin]; por tanto el alma es entelequia de tal cuerpo. Pero la entelequia se entiende de dos modos: o como ciencia [episteme] o como conocer en acto [theorein]. Está claro que el alma es como la ciencia (es decir, es entelequia en el sentido potencial en el cual lo es la ciencia). El alma existe en efecto tanto en el sueño como en la vigilia, pero la vigilia corresponde al conocer en acto; el sueño, en cambio, al poseer la ciencia sin ejercerla en acto. Y, respecto de un mismo individuo, la posesión de la ciencia es anterior según la génesis. Por esto el alma es la primera entelequia de un cuerpo natural que tiene vida en potencia” (De an. 412a 19-29).
En este breve pero densísimo pasaje, no sólo la episteme, la posesión del conocimiento en potencia, se compara al sueño, sino que el alma misma se compara a la posesión de la ciencia, antes e independientemente de su ejercicio; es decir, de algún modo incluso al sueño. “Primera entelequia” significa en efecto, para Aristóteles, la potencia, no en el sentido genérico en el cual se dice que un niño puede volverse esto o esto otro, sino en el sentido de una héxis, o sea de la potencia que compete a quien ya ha adquirido el arte o el saber correspondiente (en el sentido, pues, en el cual se dice que el arquitecto tiene la potencia de construir y el escultor, la de esculpir). Quien de veras posee una potencia –escribe en otro lugar Aristóteles– puede tanto ejercerla como no ponerla en acto. La potencia se define esencialmente por la posibilidad de su no-ejercicio –es esta la tesis genial, aunque en apariencia obvia, de Aristóteles–, según la imagen de Acerca del alma, esto es, de su poder permanecer en el estado durmiente.
La mujer adormecida de la alegoría anónima podría ser entonces una imagen de la potencia de la pintura, de la pintura como posesión y héxis del arte de pintar. Para representar a la pintura como potencia –su propia ars–, el pintor no podía representar el acto de pintar; tuvo que pintar el sueño de la potencia, la dormición de la pintura.
No interesa aquí si el ignoto artífice o su comitente conocían el pasaje aristotélico e intentaban hacer referencia a este, nada impide pensar que fuese así. Nos interesa, antes bien, más allá de toda intención hermenéutica, la teoría de la pintura y de la creación artística que está implícita en la alegoría. ¿Qué significa, en efecto, para quien pinta, representar la potencia misma de la pintura, su propio arte, en una palabra, la dormición de la potencia? Significa que la maestría suprema no puede consistir sólo en la representación de un objeto, sino, representando un objeto, en el presentar, junto a este, la potencia con la cual ha sido pintado. Esta era verosímilmente la intención de Velázquez al pintar Las meninas y la de Malévich, cuando escribía que la inoperosidad es el estadio supremo del arte, cuya cifra es el blanco. Así, la gran poesía no dice sólo lo que dice, sino también el hecho de que lo está diciendo, la potencia y la impotencia de decirlo. Y como la poesía es suspensión y exposición de la lengua, de igual modo la pintura es dormición y exposición de la mirada.