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Los pliegues del mundo

La leyenda comienza como una fábula: “Había una vez en la ciudad de Nicomedia un hombre de nombre Dióscoro, ilustre por su nobleza, que descollaba por sobre todos por la abundancia de bienes temporales. Tenía una hija bellísima [speciosissima] llamada Bárbara. Su cuerpo era tan bello que su padre la amaba más que a ninguna otra cosa. Por esta razón hizo construir una torre altísima y allí la encerró, para que ningún otro hombre pudiese verla”.

En ese momento, la leyenda áurea quita la palabra a la fábula, la alegoría edificante sustituye a la narración fantástica. “La muchacha beata rebosaba de ingenio [ingeniosa] y desde tierna edad, abandonando todo pensamiento vano, se había puesto a pensar las cosas divinas [coepit divina cogitare]”. Al ver en un templo las estatuas de los dioses paganos que el padre veneraba, comprendió que ellos en realidad eran humanos y no divinos. Y puesto que los cuatro elementos de los que está hecho el ser humano no pueden hacerse a sí mismos, sino que son criaturas, de ello dedujo que debía existir un ser que los hubiese creado. Y sabiendo que había en Alejandría un hombre de nombre Orígenes, que educaba a los humanos en las cosas divinas, le escribió una carta comunicándole sus intuiciones y sus dudas. La respuesta del sabio no se hizo esperar: “Debe saber, muchacha, que el verdadero Dios es uno en la sustancia y trino en las personas, esto es, padre, hijo y espíritu santo”.

Y aquí la leyenda de Bárbara se confunde con la de la torre que el padre estaba haciendo construir para ella. Observando que los arquitectos, al seguir las indicaciones del padre, habían colocado dos ventanas en la torre, la joven solicitó con insistencia y logró que allí se abriese una tercera ventana. Y cuando Dióscoro preguntó la razón de esta intromisión, ella respondió: “tres iluminan el mundo y regulan el curso de las estrellas: el padre, el hijo y el espíritu santo”. El destino de la mártir en ese momento quedó sellado. Los incestuosos celos del padre se transformaron en furia homicida. Tras haberla hecho torturar con hierros ardientes en la esperanza de que se arrepintiese, Dióscoro primero encerró a su hija en la torre para luego conducirla a la cima de un monte y decapitarla, pero mientras descendía del lugar donde había consumado su delito un fuego celestial lo fulminó.

En la grisalla de Van Eyck, Bárbara es representada en primer plano mientras cavila acerca de las cosas divinas. A sus espaldas, una multitud de obreros trabaja en la construcción de la “altísima torre”, la cual funcionará como su prisión. Algunos transportan piedras, otros cuecen ladrillos y preparan la cal, y un tercer grupo forja los metales. Los cuatro caballeros a la izquierda son quizás los arquitectos de la imponente obra, cuya fachada gótica se alza detrás de la cabeza de la muchacha. En lo alto, las tres ventanas testimonian que Bárbara consiguió su intención alegórica. Y, sin embargo, la impresión es que el pintor invistió a la torre de un significado ulterior, que va más allá del que narra la leyenda. La torre –el número y la variedad de los obreros y la ubicación aislada de la ciudad parecen sugerirlo sin reservas– es en verdad la misma que los hombres, en el relato de Génesis 11, 1-9, comenzaron a construir en el país de Senaar y cuyo nombre fue Babel. Al igual que esta –así lo muestran las grúas y los obreros concentrados en las faenas sobre la cima–, aquella es interminable y es posible que Brueghel la recordase cuando pintaba su célebre imagen babélica.

Al estudio de las cosas divinas representado por Bárbara se opone la loca ciencia de los hombres ocupados en la construcción de la torre que debía llegar hasta el cielo y que fue la causa de la confusión de las lenguas. El edificio, que tenía dos o tres ventanas, pertenece inequívocamente a la esfera del poder paterno, simboliza la arrogancia y, al mismo tiempo, la prisión del mundo.

También la muchacha, que Van Eyck curiosamente escogió situar no en un interior, sino sentada delante de la torre, es una alegoría. Como Babel, asimismo el nombre “Bárbara” alude a un balbuceo, que es, no obstante, el de la humilde razón humana ante la ciencia divina. Esta busca, sin conseguirlo, detener la obra interminable, insertando allí una imagen de la Trinidad. Sus cogitationes divinae están representadas no por el libro abierto, que la mirada oblicua de la muchacha no parece leer, ni por el ramo de palma, símbolo de la justicia, sino por el entramado de los pliegues del inmenso vestido que ocupa el tercio anterior de la tabla. Sus sueltos y casi tiernos frunces extendidos por el suelo, en los cuales el pintor se ha demorado con tanta paciencia, desmienten la rigidez de la torre, que en vano tiende hacia lo alto.


Y Dios aquí no es solamente uno y trino, sino que, al igual que en las páginas de Nicolás de Cusa que Van Eyck podía conocer, está tomado e involucrado en las innumerables implicaciones del mundo, en los dóciles pliegues del ser cuyo despliegue infinito representa.

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