Читать книгу Una mujer en pedazos - Giselle Rumeau - Страница 11
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He estado dándole vueltas toda la noche a este asunto pero aún no logro ver la salida. ¿Cómo se le dice a las personas queridas que uno se enfermó? “Hola, cómo están, que loco está el tiempo, va a seguir lloviendo y yo tengo cáncer”. O tal vez sea mejor: “Tengo algo importante que decirles pero no se asusten, solo es un tumor maligno”. Ya pasó una semana desde que mi médica descubrió el crecimiento alocado de mis células y no he podido aún enfrentar a mis padres. En estos días apenas tuve fuerzas para levantarme a la mañana. No sé si me subleva tanto el temor a la muerte como que se haya invertido el orden natural de las cosas. Debería estar yo preparándome para cuidarlos, para estar cerca, para verlos morir.
Tampoco se lo he contado a mi adorada Clara. Ni a Mariano, mi hermano menor. No encuentro la forma de hacerlo sin afligirlos. Cuando era una adolescente solía inventarme historias fantásticas para conjurar el enojo de mis padres ante un aplazo. Confieso, con algo de pudor, que llegué a pensar en inventar un embarazo para que las amonestaciones que ligué a los 16 años por escaparme del colegio saltando por la ventana del aula resultaran luego una estupidez sin importancia. Pero, por más que me esfuerzo, no encuentro ahora nada peor que esto. Ni siquiera puedo conformarme con la popularidad romántica del cáncer y convertirme en una heroína bella, joven y moribunda. Eso solo funciona en Hollywood y la verdad es que tampoco tengo al lado al Keanu Reeves de Dulce Noviembre, dispuesto a sufrir en mi lecho de muerte.
He estado pensando seriamente sobre el propósito de mi cáncer. Ya no me pregunto por qué me ha caído esto a mí por la cabeza; no me lleva a ningún lado más que a la angustia. Pero tengo la inequívoca sensación de que hay en él un mensaje subrepticio, velado. Esta certeza ha derivado en una excesiva búsqueda de significados. Me devano los sesos para descubrir por qué los dioses me lo mandaron, cuál es el mandato oculto, si hay una misión para mí o qué cosas debo cambiar. Sospecho que algo me quieren decir y yo no logro darme cuenta.
Quizá sea simplemente que tengo que morir joven.
O quizá, tan solo por un designio caprichoso, deba morir a cambio de alguien. Morir para que pueda vivir otro. Un ser querido, tal vez. Eso es algo que me tranquiliza y consuela. No dudaría un instante en dejarme matar por mis sobrinos o por mi amada Clara. Dar la vida por el ser amado siempre tiene sentido.
Creo que voy a esperar unos días más antes de hablar con mi familia. Tengo que prepararme para contenerlos. Se lo dije a mis amigas y no fue una buena experiencia. Me di cuenta de que las personas sanas son infinitamente cobardes. Lo vi en los ojos de Nadia hace dos días cuando la invité a comer a casa para darle la noticia. Nadia es una locutora brillante y exitosa pero algo inmadura y terriblemente culposa. Ya pasó los cuarenta años y aún es bella, con un rostro entre aniñado y trágico. Será porque le atrae el sufrimiento como a otros el peligro. Eso me enoja pero está en sus venas. Se convenció de que la felicidad no es para ella. O sí, pero cree que tiene que pagar un precio. Si cumple con su deseo, automáticamente siente que cometió una herejía. Como aquel día en que decidió quedarse a pasar las fiestas de fin de año con el noviecito del momento y no acompañar a su madre a Uruguay para visitar a su hermana. Durante una semana se consumió en la hoguera de su cegada culpa. Nunca sabe lo que quiere y cuando finalmente se decide no hay una vez que no se arrepienta. En estos días, su dilema extraordinario consiste en optar entre gastar sus ahorros para hacerse una inseminación artificial y convertirse en madre o cambiar el modelo del auto.
Lo mejor es que siempre es divertida. Acaba de terminar una relación amorosa con un médico de emergencias, con el que salió durante un año y por quién llegó a situaciones desopilantes: para poder verlo, lo acompañaba en la ambulancia del Same los sábados a la noche durante su recorrido por la Ciudad. Es capaz de cometer cualquier exceso en nombre del amor. Para ella no hay nada peor que la soledad. Al menos hasta hace dos días, cuando la palabra cáncer no la había perturbado.
—Tengo algo que decirte que no es nada agradable —le dije apenas se acomodó en el sillón de mi casa.
—No me asustes. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Me hice una mamografía de control y me encontraron un tumor en la teta izquierda de casi dos centímetros. Es malo. Me tienen que operar y...
—¡Ay no! ¿Te van a sacar la teta? —me interrumpió con un alarido.
—No, no es necesario porque no hay metástasis. Pero es muy agresivo, Nadia. Con una alta posibilidad de que se repita. Voy a tener que hacer un tratamiento feroz, demoledor —le respondí.
Se quedó muda. Su mirada se escapó hacia la ventana. Estaba pálida como si hubiera visto a un muerto levantándose de la tumba. Si hasta pude oler su pánico. Se agarró su teta izquierda con la mano derecha, se paró y se puso a dar vueltas por toda la habitación, sollozando. De pronto me encontré consolándola a ella, sin saber bien qué decir.
—No pasa nada, voy a estar bien —le dije con una incredulidad espantosa.
Con Vicky y Sofía las cosas no fueron mejor. Junto con Nadia, las cuatros hemos sido inseparables en los últimos tres años. No ha pasado un solo día en el que no habláramos por teléfono para contarnos nuestras penurias. En especial con Vicky, una arquitecta que conozco desde hace una década. Que hayamos congeniado a primera vista, resulta por lo menos infrecuente para una mujer como ella. Vicky es de esas personas que caen mal de entrada. Será porque tiene una mirada rara, que incomoda hasta al más vanidoso. Primero te examina con un celo descarado, de arriba hacia abajo, sin ningún pudor. Y luego, se queda mirándote fijamente como si no estuviera ahí, como si su cabeza se disparara cuando uno le habla hacia mil lugares a la vez. Después, a medida que se la va conociendo uno se encariña con ella, porque no tiene maldad.
A Sofía la conocí por Vicky pero nunca llegamos a intimar. Conseguir un marido millonario y dejar de trabajar son dos ideas tormentosas que suelen asaltarla con tenaz persistencia. El martes aproveché la invitación de Sofía, que quería mostrarnos sus nuevos sillones traídos de la India, y me fui hasta su casa al salir de la revista. Cuando terminamos de comer, me apuré a hablar porque Vicky ya estaba planeando las vacaciones y organizando la vida de las cuatro.
—Me encontraron un tumor maligno en la teta izquierda —les dije sin vueltas.
Vicky me echó una mirada asesina. Como si mi teta fuera el mismo demonio. Como si hubiera contraído cáncer a propósito tan solo para arruinarle el verano. No pude ver en ella la menor emoción. Tras un interminable silencio, minimizó la situación con una desaprensión tal que me heló la sangre. Cruzó las piernas, comenzó a balancear un pie en el aire y me respondió:
—Bueno, no pasa nada. Conozco miles de personas que pasaron por lo mismo y se curaron. No es tan grave.
—Sí, es grave, Vicky. Voy a tener que hacer quimioterapia para evitar que el cáncer reaparezca después de la operación. Se me va a caer todo el pelo —le dije.
Fue ahí cuando se paró, se tomó sus cabellos con ambas manos y caminó hacia el baño gritando:
—¡Yo tengo que hacerme un baño de queratina! ¡Miren mi pelo, está horrible!
Tuve que coagular mis emociones para evitar que emanen con la fuerza de una hemorragia. Conozco a Vicky, es tan liviana como bella e inteligente, pero su negación, su falta de registro, me estaban destrozando.
Sofía reaccionó de una manera más sensata aunque tampoco pudo disimular su incomodidad. Primero cerró los ojos —me he convertido en un espejo siniestro en el que nadie se quiere mirar, pensé— y enseguida salió con las estupideces que siempre se dicen en estos casos. No la culpo demasiado. Es vocera de un diputado nacional y sus comentarios suelen ser siempre políticamente correctos.
—¡Qué fuerte, Gi! Pero vas a salir adelante. Estoy segura, no te preocupes —dijo.
Así y todo no pudo evitar culparme por la enfermedad o por no haber sabido manejar mi vida. Enseguida se puso a buscar la dirección de un nutricionista especializado en cáncer para que mejore mi alimentación.
—¿Te dijeron si pudo haber influido tu depresión por Pato en todo esto? —me preguntó desde su dormitorio, mientras revolvía un cajón.
—No. Tanto mi mastóloga como el oncólogo dicen que el cáncer puede ser producto de una combinación de factores, ambientales, genéticos o hereditarios, pero que aún no saben bien qué lo origina. Es una célula que se vuelve loca, que no quiere morir y por eso no para de crecer, así de simple —respondí sola en el comedor.
Vicky dejó de mirarse en el espejo del baño y volvió para hacer una propuesta absurda.
—¿Vamos a bailar mañana a la City?
—¿Vicky, vos estás escuchando lo que estoy diciendo? —le pregunté.
No recuerdo el tono de mi voz en ese instante. Sentí un impulso rabioso pero lo contuve. No quería discutir, no tenía fuerzas. Solo quería irme a mi casa. Les dije que no me sentía bien y me pedí un taxi. En el camino me acordé de Valeria, una gran amiga con quien me distancié hace un año por una discusión política. Ella es una periodista militante del kirchnerismo y yo siempre fue crítica de ese gobierno. Se enojó conmigo cuando rechacé una buena oferta económica para trabajar con ella como editora en un diario K. Dejamos de vernos para no criticar nuestros respectivos trabajos, para no lastimar nuestra profunda amistad. Sentí una pena infinita. Ella siempre tenía una respuesta certera, tranquilizadora, convincente. De repente me di cuenta de cuanto la extrañaba.