Читать книгу Una mujer en pedazos - Giselle Rumeau - Страница 15
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Si hay algo que me fastidia en esta vida es la gente que vive para quejarse. Me pasa desde hace tiempo, desde que tengo memoria, pero en los últimos días la molestia se convirtió en un odio visceral. Cuando escucho a alguien quejarse trivialmente por su infortunio, me lleva el demonio. Me pongo tan mal que hasta me da dolor de estómago. La intolerancia es tal que puedo abandonar sin vacilar un instante a la quejosa persona que me está atosigando e irme dando portazos como una desquiciada. Escuchar esas letanías de lamentos inacabables ya no lo soporto.
Mi amiga Nadia es un ejemplo perfecto de lo que digo. Apenas una la saluda, entorna los parpados, te mira con ojitos de perro abandonado y comienza a desplegar su espectacular talento para ese rollo burgués. “Estoy bien pero... me siento tan sola”. “Estoy bien pero... hace tanto tiempo que no me abrazan”. “Estoy bien pero... la vida es tan aburrida sin amor”. “Estoy bien... pero”. ¡Me enferma! Pareciera que llevara en la frente la marca de la desesperación. Como si alguien fuera a quererla tan solo por generar lástima. Le digo que resulta patética pero ni me escucha.
Hace apenas una semana estuvo moqueando una hora en el teléfono porque la manicura le había cortado mal una uña provocándole una fenomenal hinchazón en el dedo gordo de la mano derecha. Se lamentaba porque le dolía muchísimo y estaba sola, obvio. Creí que me descomponía. Le grité, no me acuerdo que cosa, y corté la comunicación. ¡Llorar porque se le encarnó una puta uña! ¿Cómo se le ocurre?
Luis suele decirme que cuando me enojo así, con tanta violencia, es porque estoy muerta de miedo. Que si saco la daga del golpe y quiero arrancarle a alguien el corazón seguro llegué al límite de mi vulnerabilidad. Luis es mi psicólogo desde que me enfermé. Sé que es un buen terapeuta pero en ese punto no estoy nada de acuerdo.
El caso es que mi carácter me está trayendo problemas. La semana pasada descubrí en la sala de espera del segundo piso del Hospital Británico que había perdido definitivamente mi amabilidad. Estaba leyendo La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, un autor dominicano que me sugirió Pato. No quiero hablar de Pato. Solo diré que lo odio y deseo su infelicidad de por vida. Pero tengo que reconocer que es un experto en literatura. El libro relata la historia de un traga obeso y desastroso que sueña con ser escritor pero está condenado al desamor y a toda clase de trágicos accidentes por el fukú, una extraña maldición que desde hace varias generaciones persigue a todos los miembros de su familia. Fui feliz apenas lo tuve en mis manos pero esa tarde no podía salir de la misma página debido al líquido espantoso que se usa como contraste para las tomografías computadas. Por más que me esforzaba, no había manera de pasarlo por la garganta. Intenté una y mil formas de tragarlo. Incluso hasta deje de respirar. ¡Ya no sabía qué hacer para distraerme! Mientras sostenía el vaso con una mano, tapaba mi nariz con la otra y comenzaba a preguntarme qué clase de calamidad habría caído sobre la cabeza de mis antepasados, me di cuenta de que el cuadro de la reina Isabel de Inglaterra, uno en el que se la veía con un sombrero feísimo, había sido reemplazado por otro del general San Martín con la bandera celeste y blanca de fondo. Me imagine una situación rarísima y desopilante. Un delegado de la Casa Rosada llamando al director del Hospital Británico para invitarlo cordialmente a sumarse al reclamo nacional y popular por la soberanía de las Islas Malvinas. Isabel go home.
Lamentablemente la evasión duró poco. Ya se me estaban revolviendo las tripas por meterme tanto liquido inmundo cuando apareció la causa de mi descontrol. La mujer no tendría más de 65 años pero parecía de 80. El pelo blanco, toda encorvada, sostenida al caminar por dos hombres a los que manipulaba a su antojo y que resultaron ser sus hijos. La tipa no paraba de lamentarse. Y justo vino a sentarse al lado mío. ¡Por Dios! Hay una fila infinita de asientos vacíos pero a la gente le encanta amontonarse.
Me puse a cantar en voz baja. Siempre canto cuando me pongo nerviosa o algo se pone difícil. Pero la vieja no paraba de hablar y de perforarme la psiquis con su voz chillona.
— ¡Ay, Carlos! Fijate si me pueden atender ya. Me siento mal —le decía a uno de sus hijos, el que parecía mayor y más preocupado.
—Mamá, ya pregunté. Quedate tranquila, ya nos van a llamar.
—Ay, pero me duele. Debe ser algo malo. Estoy segura.
—Por favor, no empieces con eso ahora.
—Yo lo sé. Sé que es algo malo. Fijate si tengo fiebre.
—No, no tenés fiebre mamá. Quedate tranquila.
—No aguanto el dolor, Carlos. Fijate, andá a ver si me pueden atender ahora —insistía la mujer mientras se tomaba el pecho y se recostaba en la silla.
Carlos se alejó hacia la recepción y el otro se había corrido a un costado de la sala para hablar por teléfono. Alguien le reprochaba algo y él se disculpaba.
—Lo lamento, no pude comprarlo. Mamá se descompuso. Estamos en el Británico. No podemos dejarla sola —decía.
La situación me superó. De pronto me entraron unas nauseas horrendas por el líquido asqueroso y la queja sin pausa. Primero me mareé y después me perdí dentro de mi cabeza. Vi a la mujer en una cama del hospital, conectada a una maraña de cables, respirando con dificultad, con el cuerpo cansado y descompuesto de dolor. A su lado, sus hijos sonreían cada vez que ella abría los ojos. Definitivamente, morir es un momento importante en la vida de uno como para hacerlo solo, pensé. “¡¿Qué más quiere?!”.
No me acuerdo bien cómo pasó. Pero de golpe me encontré parada frente a la mujer, gritándole como una completa desquiciada. ¡¿Qué más quiere?! ¡¿Qué más quiere?!
Me llamaron justo cuando los hermanos se me venían encima. Entré a la sala descompuesta y confundida. Ahí adentro hacía un frío terrible.