Читать книгу Las lágrimas de Tánato - Gladys Liliana Abilar - Страница 5
II
ОглавлениеSon tan pobres los humildes, y tan humildes los pobres,
que hasta son capaces de agradecer la indemnización
por el error cometido.
La sigo amando. Sí, muerta y todo la sigo queriendo. Ojalá mi amor no fuera tan grande, de ese modo hasta le hubiera perdonado la vida. Desde que estoy en la cárcel pienso distinto. Ya sé, dirán que me volví un resentido. Digan lo que quieran, ahora tengo una lectura diferente de las cosas. No es lo mismo emitir un juicio desde afuera que desde adentro. Una vez que se conoce el mundo desde acá, las opiniones, y la aceptación de los hechos, son otras; se cae la máscara que impedía ver. Las respuestas, cuando las hay, son tan obvias como indignantes. ¿Quién se cree tan omnipotente como para condenar a un pecador sin tener la certeza de que esa misma mano juzgadora puede cometer igual, parecido o peor delito? ¿Acaso el juez que dictamina la sentencia no es carnada para sucumbir por lo mismo que condena? ¿Qué es la justicia? ¿Quién se atreve a enarbolar esa bandera? El hombre, por supuesto. El hombre, justamente, el ser más poluto y pervertible del universo. Paradoja, farsa, cachetazo. ¿Quién me condena? Un potencial asesino, un corrupto enmascarado tras el símbolo de la Justicia, un tipo que se disfraza de Ley, que pone cara de Ley, que baja el martillo en nombre de la Ley y que usurpa los beneficios de aquella y la transgrede, la traiciona, la burla, la usa para negocios, negociados y cuanta causa con olor a dinero se le cruce por el camino. Algunos jueces cumplen con la ley, son pocos, hay que buscarlos con lupa, y hay que cuidarlos muy bien, pues son incompatibles con el resto que delinque. Éstos intentarán denodadamente eliminarlos. O contagiarlos. Ese resto son mercaderes, gente que comercia con la suerte del otro, juegan a la ruleta con el destino ajeno, lo convierten a uno en reo, sin serlo, o liberan al más crápula y criminal de la cárcel, por imperiosa necesidad de tenerlo suelto. Son sicarios del Código Penal. Pero también son magos, eso está comprobado. Hay que ser mago para tergiversar la ley sin que se note el fraude y el fajo de billetes que pasa de mano por debajo de la mesa. La ley está en bancarrota. El hombre la llevó a la quiebra, la malversó, la vació. Y la prostituyó.
Jueces y políticos se pasan la vida colgándose de las buenas oportunidades o prendidos como garrapatas a algún cargo que les asegure el futuro y un buen pasar. Y ojo que yo no hablo así porque me hayan metido preso. No señor. Hablo así porque tengo la autoridad que me confieren los años que llevo guardado en esta prisión inmunda. He visto tanto, he oído tanto. Puedo asegurar, a ciencia cierta, que así como hay criminales y reos de verdad purgando sus culpas, también hay un centenar de inocentes, presos por error, por traición, por confusión, por elección, o por ser hijos de nadie. Y se vuelven carne de cañón para la ley que los “necesita” como pantalla. O, lo peor, muchos de ellos suelen echar raíces en el encierro esperando que algún abogado se digne desenterrar el expediente dormido, cubierto de polvo por años y años en algún cajón de escritorio. ¿Qué pasa si después de revisar el expediente se demuestra la inocencia del reo? ¡Se comió una década esperando su turno! Casos como éste hubo miles, y sigue habiendo. El condenado inocente se convierte en criminal de verdad, sin mucho preámbulo, sólo por bronca y ganas de desquitarse. Puedo comprender la necesidad imperiosa de vaciarle un cargador en medio de la frente al juez o al responsable que lo guardó en el agujero hasta nuevo aviso.
Aunque también sorprende otra realidad: son tan pobres los humildes, y tan humildes los pobres que hasta son capaces de agradecer la indemnización por el error cometido.
Estos piratas del estrado inventaron los chivos expiatorios. Es la única figura que no figura en los textos letrados pero es quizá la más usada, caballito de batalla de estos crápulas, comodines de los políticos. Deberían crear una nueva figura que se llame “chivo expiatorio”. Hay que blanquear señores, hay que blanquear. Viven modificando las leyes según los políticos y los jueces de turno. De igual modo deberían tener cojones para sancionarlas. Desde que se frecuentan con la mafia lo único que hicieron fue llenar las cárceles de estos chivos expiatorios. Los peces gordos siguen pululando por las calles, negocian con la prostitución y la droga y reparten las ganancias entre los que dan la cara jugándose la vida en los callejones o en los galpones abandonados de los puertos y los que se escudan detrás de la toga y el Código Penal, los protegidos por la inmunidad que les concede su rango de Diputado, Ministro, Senador o Presidente, sellan el acuerdo con un generoso sobre rellenito de fajos verdes, con la expresión más fría que un mármol en sus caras inmutables de magistrados “elegidos por el pueblo”.
El virus de la corrupción les caló hondo, tanto que lo llevan enquistado en los huesos, así como el parásito de la triquina; sólo que a la triquina se la puede combatir. La corrupción no, no hay fórmula que logre erradicarla, tal parece que se les metió en el código genético -parafraseando al código penal-, y de ahí a ese virus no lo saca nadie, ni las vacunas, ni los antídotos. No hay profilaxis que valga. Y así se lo van pasando de generación en generación. Se convierten en portadores insobornables del virus que determina la capacidad de malversar. La ecuación es simple, “lo robo yo porque sino viene otro y se lo roba igual, entonces, ¿qué mejores manos que las mías?”
Cuando yo tenía siete u ocho años, la cotorra de mi amigo Tito se había escapado de la jaula y salió a la calle chuequeando, con ese vaivén desnivelado que tienen los loros o las cotorras, como si tuvieran callos plantales. Se paró en medio del asfalto a otear al norte, al sur, al este y al oeste, de puro curiosa, como toda cotorra. Otro amigo, el Edgar, más chico que nosotros, la vio haciendo equilibrio sobre la línea de brea negra y no tuvo mejor idea que agarrar una piedra y aplastarla, ahí mismo, donde estaba. La dejó hecha puré, como se decía en el barrio. Cuando Tito, llorando desconsolado le pidió cuentas de su masacre, el Edgar le contestó, en su media lengua: “De la otra cuadra venía un auto, y como la iba a pisar…”.
Hay quienes se prestan al canje con un “se lo pago en especias”. Ahí encaja mi suegra, raro tipo de piraña humana, chupasangre. Esther se llamaba, o se llama. Su víctima era un juez de San Isidro. Con él usó su seducción para engatusarlo y el letrado limpió su caso. Le correspondía homicidio culposo en segundo grado. Alguien revocó la carátula y quedó en la nada. La cosa vino así: ella tenía un criadero de Dogo Argentino. Una tardecita de primavera, tibia y perfumada, totalmente compatible con la vida y no con la muerte, se le zafó un par de canes. Los sabuesos encontraron la puerta abierta, por descuido de mi suegra, y despedazaron a un pobre pibe, un canillita, en la entrada del propio jardín. Muerte instantánea. El chico, la víctima, había sido el hijo del jardinero del barrio, un paraguayo despatriado y viudo. Lo único que tenía en el mundo era ese hijo. Dicen los vecinos que, prendidos en las espinas del rosal, quedaron colgando jirones de ropa y partes humanas. Los perros las habían arrancado a dentelladas. Cuando intentaron quitarle al chico de sus fauces los animales se encarnizaron peor. Al final tuvieron que frenarlos a balazos. El jardín de mi suegra quedó enrojecido de sangre inocente. Y de la otra también.
Esther, la piraña, mi suegra, mujer bella y manipuladora, quedó libre de culpa y cargo por esos artificios que tienen los letrados capaces de tapar el sol con un dedo. Con sus habilidades naturales y sus mil recursos se tornaba imposible eludirla, mucho menos resistirse a los influjos de “femme fatal” que tan bien utilizó para hacer cambiar de opinión a la víctima de turno. Terminó convenciendo al juez de su inocencia. “Hacete amigo del juez”... aconsejaba el Viejo Vizcacha.
Mi reclusión perpetua también se la debo a ella. Lo huelo, lo sospecho y lo firmo. Nadie me lo dijo. Hasta ella misma lo negó. Pero me juego la vida a que en este barrunto estuvo la mano negra de Esther. Mi caso era para “emoción violenta”. Yo debería andar suelto por la calle –después de cumplir una penalidad lógica, por supuesto- como cualquier infeliz que haya sido víctima de un arrebato emocional. Pero en el juicio aparecieron dos testigos, muy bien armados, para decir que yo era consciente de la doble vida de mi mujer y que se la tenía jurada. En una palabra, que yo había proferido reiteradas amenazas. Ese dato, más otros detalles, pruebas falsas, funcionaron perfectamente como agravante. Tanto como para calificarlo de homicidio premeditado, y encima, agravado por el vínculo.
Mi suegra acababa de enterrar a su segundo marido, un año antes de perder a su única hija, mi finada esposa. Ante cada golpe que le daba la vida, Esther parecía reafirmar su fortaleza, su independencia y su capacidad de resurrección. No había modo de debilitar su ánimo. Ya estaba a la pesca del tercer marido, en el preciso momento en que aconteció la tragedia. Ella se enfrentaba a cada desgracia con inquebrantable rigor. Redoblaba energías y artilugios. Y traigo a colación a mi suegra porque es la responsable de que yo esté solo en el mundo. Creo que desde el principio ella no me quiso para yerno. Como yo tampoco a ella para suegra, aclaro. Siempre me resultó vulgar y tramposa. Nunca logré encuadrarla en un concepto que no fuera peyorativo, aún cuando ella intentaba, en vano, congraciarse conmigo, después de aceptar su derrota ante la definitiva elección de su hija.
Luego de transcurridos unos cuántos años de cárcel, la piraña vio la oportunidad de su vida para vengarse de mí. Definitivamente. Se las ingenió para darme por muerto y que hasta mi hijo así lo creyera. Me sacó en las necrológicas de Clarín y de La Nación. Me enterró vivo. Nunca nadie jamás preguntó por mí. Los primos que me quedaban prefirieron no averiguar demasiado. ¿A quién le importa tener un pariente asesino? Mejor que se muera. La noticia, inventada por mi suegra, les vino como anillo al dedo para aliviar sus conciencias, si es que algún pesar tenían por no venir a visitarme. Hábil y cizañera, la turra. Dueña de una imaginación prodigiosa, se aprovechó de una revuelta que había ocurrido en uno de los pabellones de la cárcel, la cual terminó en un voraz incendio que se tragó a todos los presos de aquel sector para, yo incluido, según ella, contarme entre las víctimas. La noticia cundió y tuvo gran difusión. Se publicaron listas de los fallecidos y se hicieron las exequias correspondientes. Nadie sabía que entre aquel fardo de muertos había, entremezclado, uno vivo: Joaquín Benito de la Fuente. Yo.
En todo el historial de la penitenciaría no se registraba catástrofe de semejante envergadura.
El destino, a menudo, suele ser generoso con quien no lo merece. Le permitió a Esther jugar su carta de revancha. La venganza es el placer de los dioses, dicen. Puedo imaginar su cara de felicidad mientras sellaba mi ataúd junto a aquellos infelices que quedaron atrapados en sus celdas y se achicharraron como grasa pella en un caldero. Lo que más me dolía, y me duele, es que mi hijo me cree muerto. Esto me genera sentimientos encontrados. Por un lado, mi sangre grita y reclama al hijo que traje al mundo. Por otro lado, la vergüenza me hace agachar la cabeza y en nombre del inmenso amor que le profeso prefiero las sombras, el anonimato, para no macular su honor. ¿Dónde estará? ¿Cómo será? ¿Quién será ahora? Lo imagino hombre grande, responsable, tal vez padre de familia, tal vez profesional. Una buena persona. Daría mi vida sólo por saber de él.
He aquí una inferencia que brotó como devaneos de vigilia. Truenos y relámpagos, rayos y centellas azotaron el planeta en esa noche, víspera de una epifanía. La naturaleza con toda su furia parió un cataclismo de ribetes dantescos. Creí que la cárcel se derrumbaba. No recuerdo, en toda mi existencia, un viento de esas características. Era un tornado, y si no lo era se le parecía. Ni los desbordes de la naturaleza lograban arrancarme el pensamiento de donde lo tenía enquistado: en la parafernalia del aparato sociopolítico y el hombre. Con cierta carga de resentimiento, y también de autocompasión, me puse a analizar en las tinieblas del insomnio algo que había leído en un Tratado de Criminología, y con muchas ganas de apostarle todas las fichas: “Los crímenes y los criminales son producto de la sociedad y de las circunstancias -de las circunstancias principalmente-, y a la vez instrumentos y víctimas de esa misma sociedad. La sociedad criminal y delincuente culpa de sus crímenes y delitos a los criminales y a los delincuentes, y luego los castiga por los daños que, en la mayoría de los casos, la misma sociedad los indujo a cometer. Un crimen es lo que la sociedad escoge definir como tal. De aquí que la sociedad sea la que define al criminal y no el criminal quien se define a sí mismo”. Y yo pienso, a esta altura, que casi invariablemente la sociedad es la que hace al criminal porque los criminales no nacen así, en realidad, se vuelven tales. No sé muy bien dónde cuajó esta opinión mía. Yo la desconocía hasta este momento, lo que pasa es que tengo muchas ganas de endilgarle a otro las culpas que me pertenecen. Aunque guardo un crédito para la inmensa población de los que ya nacen así. Reconozco que todavía no tengo una postura definitiva, terminante, por eso me reparto entre una hipótesis y la otra. El tema es demasiado complejo; requiere un estudio profundo y minucioso; o, tal vez, el enojo que manifiesta el planeta en estos momentos me esté entorpeciendo el razonamiento.
Uno aprende a distinguir la verdad de la mentira; pero según otros parámetros. La semana pasada, por obra y gracia de una mano de afuera, sacaron del penal a un delincuente, el “Buitre” le dicen, peligroso como la rabia. La orden del juez llegó oportuna y las puertas de la cárcel se abrieron de par en par. Seguro que el tipo debe andar por sitios estratégicos cambiando valijas de las que ya se sabe. Es un experto en detectar la mejor droga. Nadie como él para distinguir la buena merca. Así como salió el Buitre entró un flaco, incapaz de matar una mosca, acusado de traficar con cocaína. Dice que se la pusieron para incriminarlo. Que él no le conoce ni el olor. Trabajaba de mozo en un restauran de la avenida Corrientes y una noche cayó la cana y lo revisó entero. Le hallaron droga en el bolsillo del saco. El pibe lo había dejado colgado en el cambiador mientras usaba la chaqueta de mozo. ¿Será así? Esta clase de víctima viene con la marca en el orillo. Son puntos fáciles de enganchar, inocentes apropiados para edificar la cadena de la delincuencia sin que se corte jamás. Son puntos que ya están elegidos. Les inventan un laburo, para calmarles la desesperación por ser eternos desocupados, aunque sea de repartidor de pizza. Y así, con la pizza calentita, tocan el timbre en la casa que, se supone, es de una familia lista para cenar. Ahí mismo se acaba el mundo cuando cae la policía y lo agarra “con las manos en la masa”. Descubre que la pizza no es pizza y que la familia lista para cenar no es tal. El repartidor va a parar en cana, un perejil que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. ¿Explicaciones? ¿A quién le va a dar explicaciones? A nadie le interesa escuchar.
La cárcel es una timba, la ley es una timba, la política es una timba.
Y nosotros somos las fichas que se juegan en la ruleta sin fin.