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VI

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Los que salen del pozo son

cuerpos que caminan pero no saben dónde van;

ojos que miran pero no ven.

En la celda 27 había un tipo medio loco, un chauvinista con síntomas de xenofobia. Era psiquiatra. Algunos decían que se había vuelto loco de tanto arreglar bochos. Gigantesco y macizo como el Torreón del Monje, se había beneficiado de todas las bondades que la genética le pudo legar; tan generosa con unos y tan mezquina con otros. Se llamaba Teodoro Topansky. Las características físicas acompañaban la contundencia del nombre. Su cuerpo, recio y esbelto, parecía tallado a martillazos; mirada de halcón cuando va a atrapar la presa, cabellera abundante, indómita, a lo Facundo Quiroga, labios dispuestos al diálogo o al monólogo, según el caso, aunque esto último era lo que mejor le salía. Ex hombre adinerado, estafado y de paciencia corta. De una bonhomía difícil de entender, generoso, pero irritable. En un arrebato visceral liquidó a su abogado y al ayudante. A quemarropa y sin anestesia. Los tipos se habían apoderado de sus bienes, varios millones de dólares. Una ingeniosa operación fraudulenta fue el puente que les permitió transferir a su nombre, el de los crápulas, una considerable fortuna: dos campos con vacas y tambo incluido en General Pringles, -cerca de noventa mil cabezas, Holando Argentino y Aberdeen Angus-; quince mil hectáreas con soja en Santa Fe, centenares de hectáreas de campo fértil en Entre Ríos y una decena de departamentos en Capital Federal que el médico había recibido como herencia paterna, otro poco de una tía abuela viuda y sin hijos. Y el resto se lo supo ganar él mismo. El tipo era multimillonario. Podía vivir el resto de su vida sin trabajar. ¡Qué digo! Podía vivir muchas vidas tomando sol en el Caribe, sin ninguna preocupación.

Pero él amaba la psiquiatría, y a ella se dedicó.

Lo dejaron en la calle. Una estafa maestra. Víctima de un engaño bien parido, el hombre estampó su firma en papeles comprometedores, sin saberlo. Legó a favor del letrado todos sus bienes. La cuantiosa fortuna cambió de dueño en el brevísimo tiempo que dura el sencillo gesto de firmar un papel. Paradójico, ¿no? El abogado, Pedro Rubinsky, era amigo de la familia, de toda la vida. Se había ganado la confianza absoluta de los Topansky. Teodoro no tuvo motivos para desconfiar, se habían criado juntos; juntos en el pre-escolar, juntos en la primaria, juntos en la secundaria. Hasta que el dinero los separó. El ave negra tenía muy bien diseñado el curro como para ser descubierto. El doc. –forma abreviada de doctor que usamos en la cárcel-, no tuvo manera de demostrar el fraude ante la justicia. La maniobra fue limpita y sin errores, imposible de revertir.

Increíble los estragos que puede hacer una firma puesta en el renglón equivocado. Ante la impotencia, no encontró mejor vía de escape para su indignación que hacer justicia por mano propia. Se presentó en el estudio y encontró, cafecitos de por medio, a los dos sátrapas, abogado y ayudante-cómplice, entre una pila de carpetas y documentos. No les dijo ni buen día. Sacó el arma y le pegó un tiro en la cabeza a cada uno.

Luego llamó a la policía y se entregó.

Le hicieron peritajes psiquiátricos, como hacen con todos en similares circunstancias. Médicos y abogados apostaban a la locura. O algo parecido. Me pregunto por qué siempre se asocia a la psiquiatría con la locura; tal vez por inercia. Topansky los defraudó a todos. Superó las pruebas como el más cuerdo ¿cómo lo hizo?, -gajes del oficio- y fue a parar a la cárcel común con perpetua certificada. Tal era su desencanto de la vida que ni siquiera le importó dar emoción violenta o insania mental para acceder a mejor suerte.

Teodoro estuvo aquí, cerca de mí. Teodoro, un nombre contundente, hecho a su medida. Hay personas que llevan el nombre justo. Otros tienen nombres impropios, como si fueran prestados; les quedan chicos. O grandes. Mi tío Cirilo, que murió de un aneurisma cerebral, merecía un nombre más robusto. Grandote, corpulento, de voz grave, cuando hablaba echaba ecos. Como si un pedazo de la muralla china hubiera cobrado vida en su espalda, y sin embargo, su nombre se asemejaba a un cabello de ángel flotando en la sopa. ¿Cómo se iba a llamar Cirilo un ropero como él? El polaco de la esquina se llamaba Godofredo, nombre germano, pero este señor parecía un vidrio soplado, una tenia saginata, flaco, escuálido, finito como una lámina, y de color amarillo pálido. Yo me imagino un Godofredo monumental, musculoso, tatuado hasta la nuca, con dibujos tribales, y bien bronceado por el sol del Egeo o del mar del Norte. El polaco Godofredo tenía más cara de Cirilo que mi tío.

Teodoro me eligió como amigo. El tipo era muy inteligente y de una vasta cultura. Fumador de puros solamente. Me decía que la fórmula perfecta para una sobremesa perfecta era un buen Cohiba con un trago del mejor scotch. Había empezado tarde a fumar, cuando ya era profesional y asistía a los simposios de psiquiatría en Cuba. Un colega lo invitó al primer habano y nunca aceptó otro que no fuera Cohiba. Recordaba con nostalgia aquellas tertulias en el “Bar Churchill” del Hotel Nacional de la Habana, al final de largas e intensas jornadas de trabajo, junto a su estimado colega Marún Antier. “¿Cómo podés fumar esa basura?” le decía Marún mientras Teodoro encendía cualquier otra marca; “sin duda porque nunca probaste un Cohiba”.

Afuera lo esperaba una linda familia con hijos, sobrinos, hermanos y etcéteras. Mujer, no. La había perdido durante el primer trayecto de un matrimonio accidentado, con más desencuentros que encuentros necesarios. Él no sabía qué le había pasado a su mujer. Al poco tiempo de casados “su amor se le había encogido como una prenda ordinaria después del primer lavado”; usó esa metáfora para explicarnos que lo había dejado de amar. Aún así habían tenido tiempo suficiente para traer al mundo cuatro hijos, en partida doble. Dos partos de mellizos. Teodoro dijo que intentó, denodadamente, recuperar el amor, -el de ella-, ese sentimiento tan indispensable para hacer del matrimonio una perpetuidad. Que le llevaba a su mujer cada día, un ramo de diamelas envueltas en tul y otras preciosuras. ¡Diamelas!, decía yo, ¡qué antigüedad! ¿todavía existen? ¿Quién las hace? ¡Envueltas en tela! Una extravagancia sin igual. “Para mí que te dejó por cursi”, le decía yo. Pero se trataba de Teodoro. Él no se parecía en nada a los demás. Al pobre no le alcanzó toda la creatividad para reconquistar el amor de su mujer. Y su mujer tuvo otro hombre.

Teodoro enfermó de celos. Y de amor.

Topansky era un tipo creativo. Su conversación saltaba de un tema a otro sin que se notara la discontinuidad. Todo lo que decía era importante. Al principio forcejeaba con las palabras, por desconfianza al medio, por inseguridad y luego, cuando ya se había acostumbrado, no hubo orador que lo igualara; fluido y transparente como agua de manantial. Nos enfrentábamos en duelos verbales, derroches de intelectualidad. De vez en cuando lo asaltaban festivos complejos de culpa. Festivos digo, porque jamás manifestó arrepentimiento por sus crímenes. Me atrevo a decir que presumía de ellos. La cuota de culpa pertenecía al dolor por tener lejos a su familia como costo del desagravio. Mientras exhibía su pensamiento maniqueísta me demostraba especial estima, más aún cuando supo que soy profesor de filosofía y letras. El doc. detestaba a los mediocres e ignorantes -tolerancia cero-, todo un problema considerando el ámbito. Aquí el término medio indica que ninguno pasó de la primaria, si es que tuvieron acceso.

De alguna manera me enriqueció su compañía y devolvió una parte de mí al mundo de los vivos que ya creía sin retorno. Los dos conversábamos largo y profundo. Cuando yo tenía que disentir cuidaba las palabras para no herir su terrible susceptibilidad.

Desde que conoció mi historia, Teodoro no paró de analizarme; se consideraba mi terapeuta. No podía entender por qué mi caso no llevaba otra carátula, para evitar la perpetua, por ejemplo, la tan afamada “emoción violenta”. Yo le expliqué que no cualquiera tiene una suegra tan hija de puta como la mía, capaz de meter en cana al mismo juez, si se lo propone. ¿Cómo no hacerlo con el yerno? Sus contactos y su poder eran considerables. Además su hermano, fiscal influyente y con buenas relaciones, le allanó el camino de la venganza.

A Teodoro le fascinaba mi caso, el componente de enajenación que no acompañaba la carátula, como hubiera correspondido, porfiaba, totalmente contrario de él. El doc. había actuado con absoluta certeza, conciente y convencido de lo que hacía. Un caso premeditado. “Esos tipos merecían un balazo. Lamento haber gastado balas en semejantes hijos de puta, pura bazofia”, acotaba. Me ponía la piel de gallina oírlo hablar con tanta frialdad y tanta distancia, como si fueran circunstancias ajenas, protagonizadas por otras personas. Narraba con detalle lo ocurrido, ni que estuviera haciendo la disección de un cadáver en la morgue de la facultad de Medicina. Le divertía dramatizar su propia historia. La disfrutaba, parecía ser su modo de exorcizar la frustración.

Actuaba desplazándose por el lugar. Primero ubicaba el escenario y en seguida se disponía a dibujar en el aire, con ademanes grandilocuentes, el escritorio, la parva de expedientes y carpetas, las dos sillas y los dos crápulas. Hasta dibujaba la ventana del estudio jurídico, la que nos recordaba su cruel ausencia en la viscosa ceguera del encierro. Luego se iba para dar comienzo a la función. Abría la puerta imaginaria, ingresaba dramáticamente y sacaba el arma del saco, apuntándome. El dedo índice que me encañonaba, junto con el pulgar vertical, repetían la forma del arma. Cerraba un ojo y ajustaba la puntería sobre el objetivo, igual que un francotirador, y decía pum, pum, pum. Lo que me faltaba.

Cuando los muchachos estaban aburridos, lo chicaneaban para que les hiciera la “obrita”, como le decían. Y Teodoro recreaba, una vez más, la obra de su vida.

Era interesante su conversación, aunque a veces entraba en cortocircuito y quedaba en outside. Loco -en el buen sentido-, excéntrico y vanidoso, vivía subyugado con el móvil de mi homicidio y le dedicaba tiempo al análisis. Quizá para matar las horas de ocio e inactividad, me había escogido como su conejillo de indias. Canalizaba a través de mi caso todo su potencial, que no era poco. Aparte, yo era el paciente perfecto; tranquilo y calmo, le hacía el aguante. Se sentaba frente a mí, me escrutaba con sus ojos inquisidores, profundos - ojos moros, como robados al desierto nómade en noches de epifanía-, y me obligaba a escucharlo atento. Hablaba desde su mirada oscura de negritud, y decía cosas que sólo podían brotar de una mente lúcida …“parece existir por lo menos dos clases de instinto –decía y me apuntaba con el índice-. La síntesis de las dos clases de instintos puede ser sustituida por la polarización del amor y el odio. No nos es difícil encontrar representantes del Eros, en cambio como representantes del instinto de muerte, únicamente podemos indicar el instinto de destrucción, al cual muestra el odio su camino. La observación clínica indica que el odio es el compañero inesperado y constante del amor, y muchas veces, su precursor. Bajo diversas condiciones el odio puede transformarse en amor, y éste, en odio. Aparece desde un principio una conducta ambivalente; sustrae energía al impulso erótico y acumula energía hostil”… Mi socio comulgaba con el pensamiento freudiano. Había encontrado en mí a un depositario de sus elucubraciones mentales. Y yo en él, el beneficio de quien me mantenía activa la gimnasia del pensamiento, no es poca cosa en un medio chato, repleto de vulgaridad y violencia.

Teodoro era amante de la literatura española. En virtud de ello, lo mejor que encontró en su cadena perpetua fue mi presencia inesperada, dócil, con los componentes intelectuales necesarios para entretenerlo por largo tiempo. Él hablaba entusiasmado de la Poesía del Siglo de Oro y andaba repitiendo, con clima de tragedia, siempre la misma estrofa. No recordaba el resto de aquel soneto que Luis de Góngora le escribiera a Quevedo: “Anacreonte español, no hay quién os tope, /que no diga con mucha cortesía, /que ya que vuestros pies son de elegía, /que vuestras suavidades son de arrope”. También se embelesaba con pasajes del Mío Cid. A diario me hacía recitar algunos. Y ni hablar de Bécquer, teníamos gastadas las rimas. Hasta el preso más bruto del penal se había familiarizado con ellas, y muchos otros aprendieron algún versito de memoria.

Así como el doc. era un librepensador cuyo razonamiento fluctuaba entre lo brillante y lo quimérico, también debo reconocer que, a mi parecer, acusaba cierto grado de esquizofrenia. Caminaba por los pasillos hablando solo, o dirigiéndose a personas inexistentes; sólo él las veía. Con voz teatral profería largos y confusos soliloquios y gesticulaba con ademanes excesivos. El epílogo era siempre el mismo: …”yo te agradezco, Abenámar/ aquesa tu cortesía/ ¿qué castillos son aquellos?/ ¡altos son y relucían!”... Parecía un personaje de ficción y, a la vez, me complicaba el diálogo. Exprimía mi intelecto. Era, sin duda, un demandante mental.

Una tarde estaba solo en mi celda leyendo a Alejandro Dumas -un texto viejo que hallé en la biblioteca-, cuando de repente, se me apareció Teodoro, con ese sigilo que sabía tener para desplazarse. Parecía el glaciar Perito Moreno, -no por lo frío sino por lo sigiloso- se deslizaba sin sonido. Sin decir ni buen día, largó, apuntándome con el índice:

-Joaquín, cuando salgas de aquí vas a hacer grandes cosas. Estás destinado para ello. Preparate y planificá bien, amigo mío. Que la vida no te tome por sorpresa una vez más.

-Creo que te equivocaste de celda, doc. O ¿te olvidaste que yo soy perpetuo? –es la forma simplificada con la que aludimos a la eternidad aquí en la cárcel, así cuando nos presentan un nuevo convicto simplemente decimos: mucho gusto el perpetuo de la 20-. De todas maneras, gracias por el consejo. Pero..., ¿te sentís bien, Teodoro?

-La perpetua no existe –insistía, haciendo caso omiso a mis palabras-; es decir, no se cumple. Porque el condenado se enfrenta a dos opciones, en la mayoría de los casos sin saberlo: o se muere antes de cumplirla, porque nadie es eterno y la perpetua sí lo es, o le achican la pena y lo liberan, que suele ser lo más frecuente. – Dicho ésto, dio media vuelta y continuó su camino.

Yo pensé que con ésto el pobre Teodoro certificaba su locura, pero igual me puse a barajar opciones, ¿qué prefiero? ¿Morirme en un lapso que se supone prudencial? ¿O que me liberen inesperadamente un día cualquiera? Me corrió un escalofrío. “No estoy listo para ir a ningún lado”. Al mismo tiempo, una agitación insospechada me tomó por sorpresa. Estaba eufórico, y la excitación me hacía palpitar la vena del cuello. Como me sucedía allá, en la libertad. Un chispazo de adrenalina. Pero la adrenalina de afuera, que no es igual a la del encierro, nada que ver. La de acá tiene otros componentes. Se gestan en el útero del miedo y la inseguridad y nacen en el medio hostil de la cárcel.

Las opciones de Teodoro se resumían a todo o nada. Yo estaba seguro de que no me quería morir. Al menos por ahora. Logré revertir esa situación después de la primera etapa de mi encierro. Sin querer, el psiquiatra me había dado tela para cortar durante un largo rato. No era fácil lidiar con ese tipo de presunciones. Se juega uno la vida, por decirlo de alguna manera.

El doc. era de espíritu agitado y, por ende, el encierro lo asfixiaba. Luego no tuvo mejor idea que organizar, con mi ayuda, talleres de enseñanza o de “culturización”, como él decía. Reunió a un grupo de presos, los más listos, y les impartimos información y conocimientos. Los candidatos más acreditados eran unos pocos convictos con ciertas condiciones básicas, algún estudio primario o secundario incompleto, o terciario, como el mecánico Mantovani; alguna leve incursión en la universidad con posterior abandono, un par de profesionales descarriados, como nosotros, gente a quienes les estimulaba el digno gesto de aprender. El resto, un puñado de valientes cuasi analfabetos que se sumaron contagiados del entusiasmo reinante, desentonaron desde el principio por el bache de la ignorancia.

Teodoro y yo teníamos acceso libre a la biblioteca. Nos habían adjudicado la organización y clasificación de los textos. Antes de que él llegara a la prisión, yo me pasaba todo el tiempo posible, el que me permitían, metido entre los libros, dedicado al ejercicio mental. Al principio el psiquiatra intentó sembrar en las mentes de nuestros alumnos -bastantes desacostumbradas al estudio después de tanto enclaustramiento y adormecidas por su sedentarismo intelectual-, nociones de psicología y otras yerbas de difícil explicación y más difícil comprensión. Esfuerzo inútil. Había apuntado demasiado alto. Sobreestimó sus capacidades en un gesto de generosidad típica de él, pensé. O de negación a la mediocridad reinante. Lo convencí de que cambiáramos la metodología y modificáramos el programa. Fue más fácil contar historias épicas y enfocar la enseñanza hacia áreas más tangibles, en la forma más simple y elemental. La poesía les pegó duro. Les gustó de entrada. Más aún si iba acompañada de la cosa gauchesca o erótica, según el caso. El Martín Fierro ganó por goleada. Nos conformábamos con que aprendieran estrofas sueltas o pequeños fragmentos. Así descubrimos que ese simple gesto les despertaba un inusitado entusiasmo, igual que a nosotros. Yo pasé a tener trabajo en el penal. Las palabras “compromiso”, “deber”, “proyecto” retornaron a mi vida y encendieron mis días de súbita, peligrosa felicidad. ¿Hay algo más noble que educar?

Causaba gracia, y a la vez asombro, escuchar a Juan Cruz y a Tachuela recitar a dúo, a la hora del descanso, mientras otros jugaban al fútbol o a los dados, el fragmentito de la “Casada Infiel”. Después de explicarles la metáfora del final se lo aprendieron más rápido que un rayo. Acto seguido, se agarraban las pelotas y decían: Aquella noche corrí/ el mejor de los caminos/ montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos. O dale que dale con Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el poema de Teodoro, con el que porfiaba el falopero de la 57 con cara de alucinado mientras presenciaba un duelo de cuchillos en las duchas del baño teñido con sangre. Y por ahí, algún bruto, sin la menor idea de la cosa, empalmaba con Setenta Balcones y ninguna flor/ Volverán las oscuras golondrinas/ a tu balcón sus nidos a colgar. Se le mezclaban los balcones.

Yo era feliz; aunque parezca un despropósito, era muy feliz. Se había despertado el docente que llevo adentro.

Teodoro, el doc. Había que aguantarlo al “psiquiatra” cuando se levantaba con delirios de psicoanálisis. Me agarraba de punto para el resto del día y me llenaba el bocho de extravagancias freudianas. Juan Cruz nos escuchaba con cara de preocupada concentración. Estoy seguro de que no entendía un rábano. Desde hacía mucho tiempo venía siendo mi ladero con claras intenciones de ganarse mi amistad. Después de oírlo atentamente al loco de Teodoro terminó poniéndome un apodo insospechado: Tánato, …”porque Eros y Tánato conviven en nosotros, y libran una eterna pulseada. Indudablemente fue Tánato quien ganó la partida, de lo contrario no estarías aquí. En el aparato psíquico del hombre conviven la pulsión de vida y la pulsión de muerte: Eros y Tánato respectivamente… es condición del ser humano transitar la vida con estas dos cargas que se repelen y se atraen justamente por su condición de opuestas, antagónicas, polares. Deben coexistir para que el hombre busque eternamente el equilibrio”.

“¡Eras Tánato cuando cometiste asesinato”!, profetizaba. Y los ojos, bajo un enjambre de pestañas negras, se le inyectaban de extraña locura. Las manos se le crispaban en su afán por dramatizar el discurso y yo caía en la cuenta, una vez más, de que el tipo estaba loco como un plumero, aún cuando hubiera superado la prueba de la cordura.

A partir de ese momento nunca más volví a ser Joaquín. El apodo de “Tánato” que me adjudicó Juan Cruz se impuso con fuerza arrolladora.

El doc. era un loco lindo, un loco culto, instruido, un loco que manejaba su locura como se le antojaba. Se divertía jugando al loco, y le salía mejor que a ninguno. También era un exquisito para las sutilezas del espíritu. Luego supe que formaba parte de la masonería. Sí, el excéntrico Teodoro era masón. Un buen día apareció en la pared lateral de su celda una lámina que rezaba: ...”siembra un pensamiento y recogerás un anhelo; siembra un anhelo y recogerás un hecho; siembra un hecho y lograrás un hábito; siembra un hábito y formarás un carácter; siembra un carácter y recogerás un destino”…. Recuerdo que me quedé embelesado, leyendo y releyendo ese adagio; un bálsamo, un oasis en medio de aquel desierto carcelario que nos fagocitaba. Una ráfaga de aire puro para el alma y para el cerebro. Esas palabras se me iban metiendo adentro y yo las saboreaba dichoso y nostálgico de tiempos mejores. También descubrí que Teodoro había escrito con un clavo, en la cabecera de su cama: “nil nulus nernus”, “nada ni nadie perturbará mi reposo”. Ese concepto pertenece a otro masón, el Doctor Joaquín Víctor González, riojano, del pueblo de Nonogasta; fundó la Universidad de La Plata, el pensador de Mis Montañas.

¡Cuánto talento! ¡Cuánto genio ha legado la humanidad! Y yo, encerrado como un perro, relamiéndome por alcanzar mis propios lauros, sin poder conseguirlos. ¡Frustración! Eso conseguí. Yo tenía grandes proyectos. Cuando me encerraron llevaba escrito ocho capítulos de un tratado sobre metafísica, qué existe y qué no. Un texto de significativo valor. Si por física se entiende todo lo existente, lo que queda fuera del existente no existe. Considerada de esta manera, la metafísica entra en el mundo de la imaginación, del delirio. De eso se trata: lo tangible y lo intangible. Delicada línea.

Esa asignatura pendiente, ese libro fallido, pude conversarlo sólo con Teodoro; su rico intelecto estaba a mi disposición. Navegando juntos las aguas incorpóreas de la metafísica descubrí su insondable espíritu. Gran ventaja llevaba él sobre mi achaparrada personalidad. Dúctil para expresar un pensamiento, fluido, dinámico, las palabras siempre lo precedían. Había una concordancia instantánea entre la idea y la expresión, sin baches, preciso. Oirlo exponer una idea era comparable a ver bailar un malambo, por la contundencia expresiva. Esta naturaleza de Teodoro, caudalosa, desnudaba mi desaforada prudencia, me hacía flemático, lerdo, precavido en demasía, temeroso de incurrir en error. A la par de él, desmenuzando una conversación, yo me veía casi preocupado en busca de la palabra justa; buceaba en el idioma, lupa en mano, para encontrar la expresión que me sostuviera a la altura de ese hombre casi infinito. Su verborragia hacía denotar, aún más, mi introversión, mis ausencias. Cada palabra mía quedaba exiliada en soledad hasta que, trabajosamente, le iba acercando los términos necesarios para armar la frase. El idioma siempre fue mi arma. Con Teodoro pasó a ser una dificultad, por el grado de exigencia que me impuse, no por otra cosa. Como guerrero que camina un campo minado, temeroso, esquiva el explosivo y elige el centímetro de suelo sano, de igual modo transité el lenguaje en busca de la expresión correcta. Difícilmente lograba que mi afuera correspondiera con mi adentro notable. Él siempre lo supo. Por eso me tenía estima. Ahí estaba, dándome pie, preparándome el trampolín para mi zambullida triunfal. De alguna manera yo era el espejo en el cual él se miraba, el eco de sus diatribas y digresiones.

Cuando logré ganarme su confianza, nuestra conversación trascendió los temas meramente intelectuales y entramos en terreno privado. Me animé a abrirme y mostrarle mis secretos, descubrirle mis recuerdos. Le conté de mi amor inefable por María. Le conté de mi universo embebido de María. Le conté de María y su belleza.

Él me dijo que la belleza es el arma del diablo.

El enano Hwang Kee, un coreano amarillento y resentido que llevaba tiempo confinado al pabellón de los peligrosos después de cortar en pedacitos a su enana -ésta le había puesto los cuernos-, y años antes, a su madrastra - por mencionar algunos de sus crímenes-, lo tenía marcado al psiquiatra. No había motivo aparente, pero en la cárcel no hacen falta los motivos. Si no hay, se inventan. Bien se conocían las habilidades pugilísticas del coreano. Alcanzaban para acobardar a más de uno. Lo llamaban el “enano karateca”, tenía amplios conocimientos de artes marciales, por eso se agrandaba el malparido. Tan corta su estatura como grande su coraje. Hay que decir la verdad completa: peleaba sucio el petiso. Desde que llegó Teodoro a la cárcel, Hwang Kee no perdió oportunidad de hostigarlo. Teodoro se manejaba con prudencia; evitaba toda provocación. Era loco pero no estúpido. Sabía que Kee era el protegido del guardia Efraín Cisneros; a cambio de favores sexuales era capaz de matar a quien se lo tocara. Aunque el psiquiatra no era ningún inocente. De alguna manera le hizo notar al pigmeo el irreverente desprecio a su inferioridad, no sólo de estatura sino también de raza.

- ¿Qué hago con el acondroplásico? –me preguntaba- ¿Se la doy nomás? Ya me tiene las bolas por el piso. Un día de estos me va a encontrar cruzado.

- ¡No, loco! Pará. Cisneros no te saca el ojo de encima.

Hwang Kee lo desafió de todas las formas posibles hasta que logró sacarlo de las casillas. Primer round, venció a la resistencia del psiquiatra. Yo llegué a pensar que el enano era un auténtico suicida, probarse con una mole semejante no entraba en la cabeza de nadie. Por más karateca que fuera. Midiéndolo con buena voluntad apenas le pasaba de la rodilla. ¿Cómo podía buscar roña con un tipo que lo triplicaba en altura y en robustez?

En dos oportunidades Kee se dio el gusto de hacerlo guardar a Teodoro en el pozo. La primera vez fue en el comedor; le derramó encima la bandeja con guiso de fideos hirvientes. Cuando el grandote se sulfuró, el enano sacó un punzón que llevaba escondido bajo la manga y se lo clavó en la mano; quedó pegada sobre la mesa. Ese día se armó un revuelo de grandes dimensiones. Todos los presos nos vimos involucrados en una guerra ajena. Volaban platos, cubiertos, bancos, fierros, trompadas y toda clase de elementos portátiles. El enano corría entre las mesas. Huía del amontonamiento con sus horribles pantorrillas en forma de paréntesis y batía sus bracitos como aletas de pingüino. En medio de silbatos y sirenas aparecieron los guardias munidos de armas. Nos molieron a palos hasta que lograron poner orden. Efraín Cisneros rescató a Hwang Kee entre el revoltijo. Conclusión, mi amigo, el doc., fue enviado al pozo por un largo mes.

El enano, bien, gracias.

Otra vez fue en el patio, durante un partido de fútbol. El enano karateca le había estado dando cabezazos en los testículos a Teodoro y estampándole la pelota en las pelotas, valga la redundancia. Éste se enfureció y le aplicó una trompada con toda la fuerza que tenía refrenada. Hwang Kee voló como un misil y se estrelló contra el alambrado. Los rombos del alambre le quedaron dibujados en la espalda. El enano camorrero parecía knock-out. Pero no estaba knock-out. Se levantó de golpe y se le fue encima a Teodoro y lo trepó. Enganchó sus piernas como pinzas de cangrejo entorno a la cintura y entró a descargarle una seguidilla de trompadas en la cara hasta hacerlo sangrar. El doc. lo tironeaba para desprendérselo. Era inútil. Estaba atenazado a su cuerpo, pegado como sanguijuela, haciendo de las suyas. La estrategia del enano era aturdirlo, no dejarlo pensar, tomarlo por sorpresa y no dar tregua. El psiquiatra logró apresarlo entre sus manazas y, de un violento tirón, se lo arrancó de encima. Lo arrojó lejos, como si fuera un cascote. Así sonó al chocar contra la pared. Mientras Teodoro se limpiaba la sangre que le nublaba la vista vio un bólido que se le venía encima. Era el coreano Hwang Kee, volvía a la carga. El doc. se puso en guardia. El pigmeo le saltaba alrededor elevándose del suelo como un resorte. Con agilidad inenarrable esquivaba todos los puñetazos y despedía patadas y golpes propios de las artes marciales. Le estaba llenando la cara de manos y pies, aunque insistía en dañarle los testículos; eso era lo que más enardecía a Teodoro. Impresionante la destreza del enano; lo tenía aturdirlo a golpes, o como se llame eso que hacen los karatecas, con sus energúmenos bracitos de vástago podado y sus pequeñas piernas en horqueta. Teodoro no lo podía pillar. Arisco y movedizo, la quijada partida, el ojo en compota, sin dientes y chorreando sangre, el hombrecillo que pertenecía a la fracción minoritaria de la raza humana, no le daba tregua al grandote. Hasta que el grandote logró agarrarlo. A puro trompazo borró los rasgos de su cara y le hizo tragar los pocos dientes que le quedaban. En ese momento apareció el guardia Cisneros, el novio de Hwang Kee. De un soberano garrotazo le partió la espalda a Teodoro, y se desquitó apaleándole todo lo que se llama humanidad. Los otros guardias tuvieron que sujetarlo para que no lo matara. Lastimado hasta la conmiseración, derrotado y dolorido, arrastraron su cuerpo hacia la periferia, como un fardo de cosa inútil. Parecía un toro vencido al final de la corrida, atravesado por las banderillas lo desalojaban del ruedo.

Esa fue la triste imagen que me quedó.

Hwang Kee fue a parar a terapia intensiva. Teodoro Topansky, luego de recibir magra curación, al pozo, por una larga temporada.

Del pozo regresan algunos. Otros dejan la vida. Los que vuelven son restos escuálidos, puñado de huesos informes; no hay carne, no hay músculo, no hay fibra. Sólo huesos, huesos, huesos. Y encima, como tapiz de osamenta, una piel quebradiza parecida al charqui. Entregan el alma, el espíritu, el sentido de la vida. Desorientados, deambulan como almas en pena. Seres fantasmales en los que eclosiona la locura. Una rara y necesaria locura les hace posible vivir sin meditar. Algo muere en su interior. Son cuerpos que caminan pero no saben dónde van. Ojos que miran pero no ven.

Teodoro volvió. Le llevó mucho tiempo ser quien era. Pero lo logró. Su naturaleza era casi sobrehumana. Festejé su regreso como un milagro de resurrección.

Estoy seguro de que el odio que le profesaba el enano Hwang Kee era una deformación de la envidia. El día que llegó Topansky al penal la cara del pigmeo se transfiguró. Lo vio venir desde lejos y no le quitó los ojos de encima. Ojos furiosos, sanguinolentos, envenenados, recorrían de arriba abajo la vasta anatomía del doctor. Realmente era para mirarlo sin pestañar. El coreano debe haberse calculado tres veces y media en ese físico atlético; se le habrán revuelto las tripas de celos. ¿Cómo pudo ser tan mezquina la naturaleza con él? ¿Qué cortocircuito se habrá interpuesto en el momento preciso de su concepción para condenarlo a tamaña pequeñez? ¿Qué batalla campal habrán librado sus padres en el momento de la gestación? Ese esperpento responde más al producto de la ira que del amor. Sus padres eran gente normal. Sus hermanos, también. ¿Por qué a él lo castigó la vida de esa manera? Apaleado por la fealdad, que desde la cuna se apoderó de su físico, y luego, también, de su espíritu, no halló mejor forma de renegar por su desdicha que suplantar la virtud por el vicio. Con enfrentarse a su mirada uno ya tenía la certeza del resentimiento; Kee miraba de un modo desagradable, terrorífico, con ganas de masticar al mundo, de triturarlo junto con sus habitantes y engullírselos golosamente. Sus pupilas no tenían brillo ni profundidad; sólo laberintos oscuros de intenciones perversas. El mínimo contacto visual obraba un efecto devastador; me sobrecogía el alma un temblor de pánico injustificado ante esa figura tan pequeñita que tenía el poder de intimidarme. Yo me mantenía a distancia, aborrecía a ese individuo despreciable que parecía regocijarse en su enferma estrategia de atraer el rechazo, el desprecio en todas sus formas. Se congraciaba polarizando el odio hacia su insignificante persona. Disfrutaba de su masoquismo irreductible.

Hwang Kee alimentó un espíritu cáustico, virulento, para tapar otra desgracia que lo corroía. En su pequeña humanidad cabía la mayor reserva de vileza que se haya visto jamás. No hay nada más nocivo que la envidia, capaz de corromper y destruir la esencia del ser humano. La envidia no se cura. Se retroalimenta. Se reinventa. Es imbatible, imperecedera, eterna. Y nociva. La víctima vive con ella. Y muere con ella y a causa de ella. Sufre el envidioso; sufre el envidiado. Siento gran compasión por los que envidian. Son seres que viven atrapados en su propia trampa, beben de su propio veneno y se cavan su propia tumba.

Cada cual elige un camino para purgar el dolor. Hwang Kee eligió el lado oscuro de la vida.

Ese loco desquiciado de Teodoro le dio color a mi existencia desde el día que puso los pies en la cárcel. Me olvidé del aburrimiento, de las horas muertas, del ocio de matar el tiempo con intrascendencias. Me olvidé de querer mimetizarme con lo peor de la cárcel, de flagelarme la mente y el espíritu con pensamientos autodestructivos. Me olvidé de hundirme en el pozo negro de la subestimación.

Teodoro fue un chorro de luz que entró en mi celda y me sacudió el polvo que sellaba mi resignación; él despertó en mí las luces del entendimiento y exigió la entrega de mi sabiduría en beneficio de los demás. Y de mí mismo. Me devolvió la autoestima perdida; tuve que desenterrarla de la tumba que le había levantado en el cementerio, junto a María. Teodoro le puso ritmo, color y fantasía a la vida, que era hueca hasta el instante en que él apareció.

A pocos días de su regreso del pozo su celda amaneció vacía. Dijeron por cambio de destino.

Las lágrimas de Tánato

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