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V
ОглавлениеHay muertos que respiran.
Yo estaba muerto, y no se notaba.
No soy un tipo violento, nunca lo fui. Jamás me agarré a piñas en el colegio y pocas veces insulté a alguien en la calle. Los buenos modales me acompañaron a lo largo de mi vida. Mamá me los inculcó con redoblado esfuerzo. Ni siquiera sabía pelear, aquí en la cárcel tuve que aprender.
Era pelear o morir.
La violencia entró en mi vida de manera intempestuosa. Cometí una masacre. Pero nadie pensó que me masacraron el alma. Nadie pensó que yo volvía a casa con flores y con los brazos llenos de amor. Nadie pensó que yo llevaba un chupete nuevo y un sonajero para mi hijo. Nadie pensó que en ese simple y hondo gesto estaba puesta toda mi vida. Eso no le importa a nadie, menos a la justicia. Volvía del trabajo, descompuesto, con la presión baja, y saqué fuerzas para comprar flores. En el semáforo de Alvear y Alcorta, frente al Palais de Glace, en medio del despelote que armó el lisiado con la silla de ruedas, una niñita, como de ocho años, se me acercó a la ventanilla y me ofreció chupetes. Junto a ella una mujer madura, sería su madre, me vendió un ramo de jazmines. Se los compré, encantado, pensando en María y en el beneficio que les hacía a las dos. Manejé feliz, aunque mareado, hasta casa. Lo demás ya lo conté. La vida me dio un mazazo en la nuca, pero no me terminó de matar.
Me dejó viviendo en agonía perpetua.
No existe la condena para los muertos. Los muertos, muertos son, y se convierten en víctimas. Le pusieron la carátula “homicidio premeditado, agravado por el vínculo”, o “Drama Pasional”, viene a ser lo mismo. Si creen que sólo la pasión fue el móvil, me subestimaron con ese título. Es mucho más. Yo podía vivir la vida entera al lado de María sin privilegiar la pasión, porque en algún momento declina, se agota. El amor es otra cosa, me alcanzaba para suplir cualquier falencia. Menos la traición. Ésta clase de traición, el adulterio. La carátula, “Drama Pasional”, me hizo hervir la sangre. Nadie entendió nada. Y el amor, ¿dónde lo pusieron? Podrán discutir desde la a hasta la z, y tomar distintas posiciones. Sólo yo estuve ahí. Exterioricé el dolor como me salió y como jamás lo hubiera podido imaginar. El abogado, que es maestro del verso, en una charla mano a mano, me dijo: “un gesto de amor hubiera sido respetarle su derecho a la vida, comprender su debilidad y perdonarle el desliz. Eso es amor”. El abogado olvidó que no era él quien estaba ahí. Además, yo no elegí matar. De todas maneras, si decidía perdonarle el adulterio, -cosa fuera de mi razonamiento, que quede claro-, probablemente, con el tiempo, ella lo repetiría. Sí, estoy seguro. Iba a reincidir. ¿Acaso el padre de Desdémona no le advirtió a Otelo? Una mujer que engañó al padre podía engañar a cualquier otro hombre. María había engañado a su padre. Por supuesto, de otra manera, no poniéndole los cuernos. Recién ahora le doy la dimensión que en verdad tuvo ese hecho. Por aquel entonces, y con el afán de justificarla, minimizar su actitud, cuando ella me contó aquel engaño, yo lo tomé como una niñería. Si uno no quiere ver el defecto se tapa un ojo y ve la mitad. O no ve nada. La distancia y los hechos, devuelven la historia con su verdadero peso.
María estuvo engañando a su padre durante años. Se suponía que ella estudiaba medicina en una facultad privada. Cuando el tiempo de recibirse había caducado, no tuvo mejor idea que apoderarse de un diploma ajeno. Fraguó el nombre original, Carolina Buzzeti, y lo cambió por el suyo: María Ruiz de Arechavaleta. Dejó que su padre fuera feliz con esa mentira. Esas cosas extrañas hace el ser humano, a veces, para evitar a toda costa el dolor de alguien querido, sin sospechar que es peor esa medicina que la enfermedad. En poco tiempo el fraude se destapó. María quedó muy mal vista. A la bruja de su madre ni siquiera la incluyo. Tengo mis serias dudas si no habrá sido ella la mentora de esta patraña. María era tan dulce y hermosa que este vergonzante relato sonaba en su boca como gotas de lluvia sobre la fuente. Además lo contaba con picardía. Una travesura. Era divertida, jugaba con su sentido del humor. Y yo no estaba dispuesto a ver el incidente de otra manera.
El origen de ese fraude se remonta a una simple escena familiar. María, inoportuna y accidentalmente, escuchó una conversación entre sus padres. Era todavía muy chica como para darle el verdadero sentido a las palabras y se hizo cargo del asunto. Su padre hablaba sobre la felicidad que le daría tener una hija médica. Él no había podido acceder a la universidad. Considerando que el destino lo privó del hijo varón, puso sus expectativas en María. Ella quiso llenar ese vacío y se adjudicó, como obligación filial, el rol que hubiera cumplido si fuera ese hijo varón tan deseado. Decidió darle el gusto, pero el intento alcanzó características bochornosas. Yo creo que María, a partir de aquel diálogo entre sus padres, se sintió una intrusa ocupando el lugar del supuesto varón. Por eso su error me pareció perdonable.
A María la apodaban “la vasca”. Ciertos rasgos de su carácter lo certificaban y también su ascendencia. El bisabuelo de María, José Antonio Ruiz de Arechavaleta, oriundo de Guipúzcoa, tuvo varios motivos para sacar pasaje y emigrar a otras tierras. Era un hombre comprometido con la política turbulenta de su época. Hasta donde pudo, puso el pecho y arriesgó su cabeza. Las guerras carlistas tuvieron gran incidencia en el proceso migratorio vasco del siglo XIX. El triunfo de las ideas liberales creó amplio malestar en la sociedad vasca. Por primera vez la emigración vasca a Sudamérica en general, y a la Argentina en particular, se tiñó de una connotación política. Hecho que se acentuó, aún más, al término de la Segunda Guerra Carlista. Los fueros vascos fueron abolidos y se instituyó el servicio militar obligatorio de siete años. En los albores de la Segunda Guerra Carlista, José Antonio decidió abandonar su tierra natal. Las condiciones sociopolíticas y religiosas engendraron un clima enrarecido en Europa y, en particular, en la península. Había inquietud y desconfianza en los ciudadanos. Muchos decidieron salir en procura de algo mejor, para salvaguarda de sus familias. El futuro bisabuelo de María renunció a su compromiso patriótico; silenció el reclamo de su sangre vasca – de morir en ese suelo-, y se dejó llevar por su numerosa prole, esposa, hijo, hermanos, sobrinos, tíos. Luego se desperdigaron por Sudamérica, en tierras lejanas.
A José Antonio la ley del mayorazgo lo había dejado desposeído de bienes y de herencia familiar. Su hermano mayor fue el favorito, y allá quedó en custodia de las tierras. El bisabuelo de María no tuvo más remedio que buscarse la vida en otras latitudes. Decidió embarcar con su familia en un vapor. Tuvieron una travesía de cuarenta días por mar, a un nuevo mundo, a un país joven, rico y lleno de esperanzas para sus nuevos pobladores.
Desde la proa de un barco de pasajeros un niño viajaba de la mano de José Antonio, deslumbrado por la infinitud del océano: su hijo Ignacio, el abuelo de María. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires y caminaron con timidez sus calles, el señorío y la grandeza capitalinos los intimidó. Luego de peregrinar de un barrio a otro, durante el primer tiempo, se afincaron en San Telmo. Allí Ignacio creció y se educó. Infinitas dificultades, escasez de trabajo, de dinero, de amigos, de identidad, no fueron suficientes para que José Antonio bajara los brazos. Hombre luchador, para el que no existía el fracaso, logró su cometido con gran esfuerzo: darle educación a su único hijo, un título de Maestro. El inmigrante que vino del viejo mundo con un bagaje de sueños y esperanzas, jamás faltó a la iglesia los domingos. Los Ruiz de Arechavaleta constituían una familia de gran religiosidad. A su hijo lo habían llamado Ignacio por Ignacio de Loyola, fieles devotos del Santo Patrono de Guipúzcoa y Biskaia. Educaron al niño en las bases religiosas y morales de este hombre de Dios. Empecinados en conservar usos y costumbres, modos, cultura, y ritos religiosos de su tierra vasca, trasladaron a Buenos Aires la celebración de su fiesta patronal, cada 31 de julio. Ignacio hablaba el euskera con fluidez, lengua que su hijo se negó a aprender por razones incomprensibles.
En una fiesta de casamiento, en la Sociedad Vasca, Ignacio conoció a Francisca Lizarralde, con quien más tarde contrajo enlace. De esa unión nació Nicanor, el padre de María, el último de los hombres con el apellido Ruiz de Arechavaleta. Y el primero en romper la tradición familiar: casarse con una mujer de la colectividad vasca. En vez de aceptar los guiños seductores de Encarnación Elizagaray, muchacha codiciada y de cierto abolengo, con ascendencia en Navarra, Ignacio eligió a Esther Acuña, criolla anónima, descastada, de principios dudosos y master en manipulación.
María era única hija. Cuando pequeña, su madre, Esther, padeció una peritonitis aguda. La infección, por un momento fuera de control, había invadido su organismo. La rescataron de la muerte, literalmente hablando. Daños irreversibles inutilizaron las trompas de Falopio y nunca más pudo procrear. María fue única, para bien o para mal. Igual que yo. Suena profético, ¿no?
María, de niña, tuvo la suerte de transitar la infancia de la mano de sus abuelos paternos, Ignacio y Francisca. Ellos sembraron en su mente despierta, ávida de saber, fundamentos de la cultura vasca y el euskera. Esa etapa fue inolvidable para ella. Luego supo homenajear la memoria de sus ancestros con hábitos religiosos y conducta solidaria.
Superado el bache del diploma, y ya reivindicada con su padre, María inició la búsqueda de su propio camino. Bastante incierto en sus comienzos. Probó suerte con Economía, Psicología y Literatura pero sin éxito. En cambio con los idiomas mostró genuina facilidad. Accedió al traductorado de inglés y francés en el Lenguas Vivas, mientras impartía clases de euskera en la sociedad vasca. No conforme con este logro, continuó explorando su insaciable horizonte y descubrió que era buena para la jardinería. Se conectó con su faceta artística, la cual ignoraba tener hasta ese momento. Hizo la carrera de Paisajista en la facultad de Agronomía y luego tomó cursos paralelos en institutos privados de gran prestigio, conducidos por un staff de japoneses. Ellos supieron imprimirle a esa disciplina las delicias de la estética oriental. Técnica depurada y de buen gusto. Criterio y armonía se conjugan en un idioma de texturas, aromas, colores y formas. María era feliz.
Ella desarrolló una personalidad intensa, hacia dentro y hacia fuera. Era tan grande su mundo interior que cautivaba a quien se asomara. De hecho, yo me cautivé. Continué un largo camino de conocimientos que me fascinaban a cada instante. Tanto campo virgen para descubrir, me desafiaba, me provocaba. Yo iba en esa búsqueda insondable para llegar a una verdad. Era como descubrir una mujer infinita, coherente y contradictoria, locuaz y silenciosa. Parecía simple y no lo era. Amaba la diversión. Aunque se mostraba superficial y, a veces vana, descubrí que era un recurso para proteger su gran sensibilidad. Intolerante al malhumor, propio y ajeno, María reivindicaba la alegría como único camino hacia la felicidad. Asimismo noté que la enervaban los temas políticos. Mostró gran interés pero ninguna consideración. Me pareció extraño; no le daba el perfil para un compromiso de esa naturaleza. Pero no me sorprendió. Defensora enconada de los derechos humanos, dejó bien en claro cuál era su postura. De todos modos, nunca estuvo en sus planes participar activamente. Hablaba de nuestros futuros hijos con autoridad, parecía una matrona rusa. Firme, decidida, marcaba pautas de conducta.
María bella. María profunda. María seductora. El modo de manejar su figura, parecía en perpetuo movimiento, naves que se mecen en altamar; como si un felino hubiera invadido su cuerpo y lo meneara con esa cadencia gatuna que subyuga sin pausa. En este punto, consecuente con lo que digo, lo cautivante en ella superaba su hermosura. Su capacidad de embrujo la hacía única e irrepetible. Incluso su aire de autosuficiencia me mantenía pegado a ella sin poder dejar de mirarla, aunque no emitiera ni una palabra, seducía desde el pensamiento y el brillo de su inteligencia hablaba desde el silencio. Me fascinaba su mirada juiciosa y perspicaz. Yo era el intelectual, pero ella tenía el dominio absoluto. De pronto se erigía igual que una sirena, preciosa, inalcanzable, honda, rodeada de misterio y de secretos. Me costaba encontrar mi punto de inflexión en su desbordado universo. Recuerdo una vez, observando desde afuera, me impactó la percepción que tuve: conformábamos una extraña pareja, como si fuéramos de distinta especie, un potro y una pantera; dos seres muy diferentes, pero unidos por lazos invisibles e indisolubles.
Cedí mucho de mi tiempo y de mi voluntad a merced de María para que ella fuese feliz. La acompañaba a casi todos lo seminarios sobre paisajismo. Una vez, tras los pasos del célebre Burle Marx, fuimos a visitar los jardines de Brasilia y las veredas de Copacabana, para luego asistir a los cursos dictados por él en distintas ciudades del cono sur. Como consecuencia casi lógica -para María-, terminamos compenetrados con la estética paisajística de Marta Iris Montero, discípula predilecta del maestro. Ella llevó a cabo interesantes proyectos los cuales aún hoy persisten en Buenos Aires y en Copacabana. María era fanática de Marta Montero.
En una de las disertaciones de Marx, mientras mostraban audiovisuales, yo me abstraí; mucho no entendía sobre lo que se hablaba. No soy indiferente al arte, pero se enfocaban datos técnicos que me sacaron de tema y empecé a imaginar las infinitas expresiones de la belleza congregadas en la persona de María. Ella me llamó la atención:
- ¡Joaquín! ¿Dónde estás? ¡Mirá esas bellezas en la pantalla!
- Si la belleza está a mi lado, ¿para qué buscar más lejos? – le respondí.
- Te amo – dijo ella con ternura y me besó.
Dedicada con entusiasmo y compromiso al paisajismo, María demostró enorme talento. Me contaba cada detalle de su trabajo con verdadera pasión. Atendía jardines y parques de importantes casas. Residencias de la zona norte, y de otros lugares también. En la medida que el poder adquisitivo de sus clientes aumentaba, más se exigía ella en brindarles excelencia. María bregaba por su propia superación. Me aseguraba que no era lo mismo presupuestar un trabajo en Bernal que en San Isidro, donde las dueñas de casa piden setos de Boj, macizos de Thuja, borduras de Juníperus o algún Chamaeciparis, sin discutir lo onerosos que pueden llegar a ser. “Las orquídeas son una fiesta para los ojos”, decía con entusiasmo, lejos de reparar en la pila de apuntes que me esperaba sobre la mesa y que debía investigar para mi clase del día siguiente. Ella continuaba como si fuera el mismo centro del universo, y como para mí casi lo era, yo postergaba mis obligaciones para escucharla:
-Acabo de venderle a Bettina de Olaguer veinte Oncidium para intercalar entre los árboles; quedan preciosos en los alcanforeros.
-¿Tienen algo que ver con el alcanfor que mamá usaba para curar mis catarros?
-Por supuesto, amorcito. Me encanta que te intereses por mis cosas. El alcanfor tiene uso medicinal, entre otros. Igual que el Eucaliptus cinerea, aparte de fusionar su color plateado-ceniciento con el entorno, despide un aroma muy agradable. Seguramente tu madre habrá preparado nebulizaciones caseras con alguna de ellas. ¡Ay, de lo que me estoy acordando! Hace dos años le puse los Oncidium a los Pérez Ludueña, y me pasó algo tan desagradable… yo tuve la culpa por descuidada. Debí advertirle al inútil ése de qué se trataba. Me tuve que tragar el sapo nomás.
- ¿De qué hablás? ¿Qué te pasó?
- Resulta que estas plantas, las orquídeas, florecen durante dos, tres, o cuatro meses según la especie y luego queda sólo un tallo que parece muerto, pero no lo está. Hay que esperar hasta el próximo año que vuelva la floración. Pancho, mi asistente en aquel momento, desprendió todas las orquídeas que estaban adheridas a los troncos de los árboles como si fuera cosa muerta y las tiró a la basura. No te lo conté, pero tuve que reponer de mi bolsillo el daño causado por el inepto. ¡Qué bruto! Ese día lo eché a patadas.
Así era ella, apasionada y comprometida con su quehacer.
Poco y nada entendía yo de ese mundo que ella atesoraba, pero se había propuesto mostrármelo para que yo gustara de él. Acostumbrado como estaba a mirar mi universo hacia dentro, desde las páginas de los libros, siempre encerrado en mi escritorio entre parvas y parvas de volúmenes analizando el pensamiento del hombre, preocupado por los vericuetos de la mente y sus consecuencias, entendí que un abismo insondable me separaba de María. Ella también lo sabía. Intentó arrancarme del espacio casi abstracto de mi morada para conectarme con el suyo, más tangible. Y lo logró; de la ignorancia absoluta, en el reino vegetal, pasé a ser un buen alumno. Aprendí lo que jamás imaginé. Al principio me invitó a una de sus visitas-controles, para hacerme entrar en tema. Yo como intruso, por supuesto. Para darle el gusto me trepé a su camioneta cargada con bolsas de humus, turba, tierra, herbicidas y fertilizantes. Partimos hacia un country en Tortugas. Era fin de semana y a mí me venía bien alejarme de mi rutina. Yo seguía su desenvolvimiento con interés. Ella dirigía a los peones, daba órdenes con absoluta idoneidad, hablaba con la dueña de casa sobre las especies a elegir mientras recorrían el lugar:
- Pensalo bien, Costanza, el Acer atropurpúrea es muy bonito desde la primavera hasta el otoño. Luego, olvídalo, es caduco y se pela. Justo en este sector que es donde hace falta una covertura. Te entiendo, estás encapricahda desde que lo viste en lo de Carla, ya sé que es de los árboles más vistosos del jardín, pero tenemos que resolver el área desnuda que quedó pendiente. Además, ya tenés un Liquidámbar cerca y sus colores son similares, es más de lo mismo, ¿entendés? Yo te propongo unos buenos ejemplares de Phoenix canariensis, o Raphia. O alguna Copernicia de hojas flexibles, y perennes por cierto.
- Pero…nada que ver. Estaba convencida de otra cosa. Aunque, no es mala idea.
- Vos entendés de esto, no te voy a engañar. Mi consejo es que pongas palmeras, las que te nombré son de gran impacto visual y aseguran un follaje interesante, tanto en color como en textura. El movimiento suave de sus hojas genera un clima muy agradable. Tenés que tenerles paciencia ya que son de lento crecimiento, pero el jardín se va a destacar, te lo prometo. Si querés te las presupuesto. Son caras, eso sí.
- Bueno, averiguame precios. Confío en tu criterio, aunque me tomaste de sorpresa –aceptó la señora, resignada-. Voy a estudiar tu propuesta, me está gustando…
- ¿Qué le pasó a las clivias? ¡No me digas! Se escaparon tus dogos de Burdeos y se revolcaron encima. ¡Lo sabía! ¡Qué desastre! – enfatizó María, muy molesta.
La próxima parada fue en la residencia de Zulema Jalikán de Seranossian, esposa de un millonario armenio, quien se había instalado en el país durante la década del cincuenta, capo de una petroquímica abastecedora de los laboratorios de punta. Zulema era una señora de modales finos, gestos nobles y amabilidad permanente. María se preguntaba si en algún momento del día esa dulce señora: “¿pierde el control de su equilibrio?”. Para ella logró diseñar un macizo multicolor de anuales, perennes y gramíneas. Me mostró un cerco alto de Callistemon saligna, en plena floración. Belleza total. María supo dirigir la poda de una manera particular para que esa especie oficiara de seto. Delineado contra ese fondo de flores coloradas se dibujaba un decorativo gazebo octogonal por donde trepaban rosas blancas y rojas, luego se proyectaba en una pérgola en dirección a la laguna habitada por flamencos y cisnes. El parque de la armeña era un espectáculo.
En otra casa del country, al final de la avenida de las casuarinas, vivía la clienta más exigente. Su mansión se distinguía del resto por los metros cuadrados, la vegetación copiosa de sus árboles y el murmullo del agua de una cascada. Las oí discutir entre los arbustos:
- Ya te dije, Felicitas; las Ostas que querés no se consiguen fácilmente. Me costó mucho. Tené paciencia y esperá porque vas a lucir las mejores; las encargué en un vivero de Escobar y llegan, posiblemente, la próxima semana.
- Pero María, ¿cuánto hace que te las pedí? Mi amiga Mercedes, la de Lagartos ya las tiene. Armó un cantero de rocallas y ahí las puso. No sé si es el sitio más adecuado pero se ven hermosas. Yo quiero un cantero de rocallas, y bien importante. Lugar me sobra. Diseñalo, querida, y luego hablamos.
- Despreocupate, la semana que viene las tenés acá, y también te traigo un bosquejo del jardín de rocalla. ¿Contenta?
La tal Felicitas había sido no sólo exigente sino también envidiosa. De lo que tenían los demás, ella quería el doble. Además era entendida y de buen gusto. María se vio obligada a lidiar con sus extravagancias de ricachona y accedió a armarle un sotto bosque para que, en ese microclima, la peculiar señora cultivara exóticas orquídeas traídas de no sé qué rincón exótico del planeta.
Lo mejor que me pasó al recorrer el mundo de la mano de María fue descubrir la belleza como sólo ella supo mostrármela. Siempre miré a mi alrededor, sin ver ni oler. Una tarde María dijo: “¿sentís ese olor nauseabundo? Alguien cometió la equivocación de poner pies femeninos de ginkgos cerca de viviendas. Corresponde el pie masculino. Mirá la vereda. Todas esas son bayas reventadas. Liberan mal olor. ¡No lo puedo creer! ¡Y en la puerta de un colegio! Eso es ineptitud, querido”.
Ella me enseñó a deslumbrarme con el cambio de las estaciones y a interpretar el idioma de las plantas. Nunca antes me había detenido a observar un tulipanero, presagio de primavera, con esa rara costumbre de cubrirse de flores violetas sin ninguna hoja en toda su extensión. Descubrí que el otoño -siempre me pareció triste, desnudo, polvoriento-, guarda una belleza difícil de igualar, por su paleta de colores: liquidámbares fucsia, los rhus typhina atravesando una gama de colores increíbles hasta morir en el púrpura, ginkgos biloba dorados, robles bronce, álamos amarillos, plátanos amarronados con sus hojas cobrizas que se extienden sobre el suelo como una gran manta crocante. Aprendí a caminar sobre esa crujiente alfombra de hojas secas que suena como una queja; lo que antes me sugería suciedad y abandono se convirtió en bello paisaje de manchas multicolores con invitación a transitarlo. Los esqueletos en que se transforman los árboles al perder sus hojas, resultaron verdaderas obras de arte. Observando una Tipa sin el celaje de tul de su copa o una sóphora péndula y sus retorcidos brazos oscuros, parecen esculturas escapadas del Guggenheim. Aprendí a apreciar el mágico ritual de la naturaleza en cada cambio de estación, desde la hinchazón de una yema en primavera hasta la luctuosa despedida de las hojas en otoño. María era la artífice de ese milagro. Me enseñó la sensata inteligencia del reino vegetal. La rítmica costumbre sin errores de repetir los ciclos con precisión. La conmovedora generosidad de las hojas que, antes de abandonar el árbol, se despojan hasta del último elemento nutritivo, útil para la planta, sin arrastrarlo consigo a su nueva etapa de transformación en abono.
Me gusta recordarla en su mètier, habla bien de ella, de su talento, su entrega, su compromiso. Mujer de bondades múltiples. Muchas veces me pregunté qué hacía ella con un hombre como yo. Todo mi virtuosismo iba por dentro. Soy de esos tipos que no se les nota lo que son. Ella me decía que le daba enorme trabajo sacar afuera las cosas buenas que yo disimulaba. También me decía que ella era la conquistadora, y la descubridora de mi alma y de mi corazón. Yo siempre me había negado a mostrarlos. Soy introvertido. Uno se reinventa en el otro. María hizo de mí un hombre diferente, sólo para ella. Yo me reeditaba en esa mujer. Con referencia a otras personas seguía siendo el mismo, obviamente no tenía por qué cambiar. En el nombre del amor que esta mujer supo despertar en mí, pude transitar una transformación, desde adentro, me hizo nacer de nuevo, a partir de ella. Para ella. María era un espejo donde yo me miraba. Me devolvía una imagen íntegra; me completaba.Yo no era yo sin ella.
No estoy seguro, y a las pruebas me remito, de si ella estaba conforme con el hombre que había hecho de mí, o de lo que yo interpreté que ella quería de mí. Pude haberle parecido aburrido, aunque no creo haberlo sido; tampoco lo soy. En realidad, ni cuentos sé contar. Cuando lo intento, lo echo a perder; pocos se ríen. Pero eso es otra cosa. Ser o no ser un tipo carismático no descalifica ni destierra a nadie de este mundo. Hay otras cualidades, otras virtudes que reivindican al hombre con mayor contundencia. Quizá mi forma de ser haya confundido a más de uno. Luego, tildarme de pusilánime, para quien no me conoce, es casi una obviedad. Sin modestia, para no tergiversar mi confesión, soy brillante en el campo intelectual, aclaro. Es una pedantería que lo diga así, pero no hay otro modo. Tal vez ella se aburrió de mí, aunque no se le notaba. No voy a justificarla en su actitud. Me puso los cuernos. Eso es lo único real y concreto.
Encerrado como estoy, solo con mi soledad, aturdido de tanto silencio, ensordecido por el cruel metal de los cerrojos, me pregunto reiteradas veces, dónde quedó mi raciocinio en aquel instante crucial. Como si alguien me lo hubiese arrebatado. Actué por puro instinto. Es cierto que la razón se nubla. La mía se borró. Me transformé en un ente, y no digo animal porque temo ofender a la especie. Paralizado como un poste y aferrado a mi pistola humeante continuaba, abandonado por mi razón, con la mente en blanco o gris o negro, no sé qué color ponerle a la desgracia. Me hablaban. Me interrogaban. Me escudriñaban. No sabían que yo estaba muerto. ¿A quién le importa un muerto en pie? Para estar muerto hay que estar bien muerto, caído, acostado, tumbado. No hay que respirar, no hay que mirar, no hay que sentir. No hay que sufrir. Yo era de lo peor en materia de muertos. Nadie me creía, y no lograba detener mi sangre fluyendo por todo el cuerpo, bombeando mis sienes, agolpándose en mi corazón como si quisiera hacerlo estallar. Y eso no sucedía. ¡Qué fracaso! Yo estaba muerto y no se notaba. Hay muertos que respiran. Créanme. ¡Yo estoy muerto!
Lo juro.