Читать книгу Hola, Princess - Gloria Candioti - Страница 7

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Roberto y Adriana, los padres de Paula, eran una pareja de clase media. Roberto tenía dos hijos de su primer matrimonio, casados. Era taxista, un hombre trabajador, le gustaba jugar al fútbol con sus hijos y amigos. Y no se perdía un partido de su equipo por la tele, y cuando su trabajo se lo permitía, iba a la cancha con sus hijos y nietos.

Roberto siempre había tenido una buena relación con sus hijos varones; con Paula le costaba más, quizás porque era mujer o porque él ya era viejo, solía pensar cuando se peleaba con su hija menor.

Adriana no trabajaba, se dedicaba a la casa, a ayudar con los nietos de Roberto: tenía muy buena relación con los hijos de su marido. Adoraba a Paula, trataba de darle todo lo que ella quisiera. Adriana era una mujer que vivía para su familia. Se ocupaba de todo en la casa, esperaba a Paula y a Roberto con el almuerzo. Cuando se iban y la dejaban sola, miraba las novelas de la tarde en la tele o hablaba por teléfono durante horas con sus amigas.

El matrimonio De Carlis quería y cuidaba a Paula pero también la consentían muchísimo, según sus hermanos. Esto era motivo de discusión con Ricardo y Ernesto que sostenían que por malcriarla, Paula hacía lo que quería.

Adriana, como siempre, llamaba a los gritos cuando estaba lista la comida. Roberto tardaba en dejar de mirar la televisión, Adriana tenía que sacarle el control remoto y apagárselo. Y con Paula tenía que acercarse al pasillo de los dormitorios y tocar la puerta del baño.

—Paula, salí y vení a comer –le gritaba casi siempre en la puerta que, por supuesto, estaba cerrada con llave.

Para Paula “su baño”, como lo llamaba desde que había tomado posesión de él, se había convertido en su lugar especial. Era un baño chico, en el pasillo, al lado de su habitación. Estaba decorado con azulejos verdes claro. Tenía un vanitory con cajones para maquillajes, dos secadores de pelo colgaban de unos soportes, cajas con peines y cepillos de todos los tamaños encima de una repisa. Y, lo que más le gustaba a Paula, era el espejo que ocupaba la mitad de la pared; tenía un marco negro un poco descascarado por el tiempo y la humedad, en los ángulos superiores estaba manchado y aunque lo limpiara no lograba hacerlo brillar. Le había hecho poner luces alrededor, para verse como una diosa; se lo había pedido a su mamá, que tuvo que ocultarle el gasto excesivo a su marido.

Se sentaba en una banqueta de madera, se maquillaba y se hacía la planchita. Podía pasarse horas delante de ese espejo.

—Ya voooy –se escuchó desde adentro.

Hola, Princess

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