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Perdices a la fila

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–¿Ladrillos por liebres? —preguntó la madre incrédula.

Aldar trató de convencer a sus padres de lo que había visto. Y también los incitó a intercambiar con el vendedor pescados por ladrillos.

—¡Os aseguro, si le lleváis pescados, nos dará ladrillos! No pide más...

»¿Quién no le daría una pequeña porción de lo que produce a cambio de ladrillos?

Toda la familia comenzó a reír. Aldar enrojeció como una espada a las brasas. Entonces su abuela, que preparaba mantequilla en la cocina, decidió intervenir.

—Aldar, eres muy inocente, aún no reconoces engaños ni trampas. Nadie compra ladrillos tan fácilmente. Verás cómo, de un momento a otro, el vendedor abandonará el pueblo.

—¡Que no! —dijo Aldar enojado.

Saltó de la silla y abrió de un solo tirón las ventanas del salón de par en par.

Desde el marco, su familia pudo contemplar una interminable fila de gente. Era tan larga, que serpenteaba desde los límites del pueblo hasta llegar a la caja del foráneo mercader. Se quedaron pasmados con lo que veían.

—¡Por las barbas de la última ballena blanca! —exclamó su padre.

Tomó un abrigo sin mirar y caminó con el ceño fruncido hasta la gente. Aldar lo siguió como un pez piloto por detrás.

Amis no podía entenderlo. Se llevaba a la cabeza las manos, las cruzaba, las golpeaba, las enlazaba o las ponía en la cintura, mientras caminaba. Claramente, sus manos se expresaban más rápido que sus pensamientos, pues no encontraba las palabras pertinentes que pudieran hacer entender a la gente que se trataría simplemente de un engaño del que irían a arrepentirse.

Caminaron pueblo arriba, siguiendo las curvas de la interminable hilera de personas. Todos llevaban en las manos objetos para intercambiar y, entusiasmados, comentaban a viva voz sus planes de construir y agrandar sus casas. Parecía que iban a hacer tributos a un nuevo rey. ¡El rey de la perdición!

Cuesta arriba estaba Dálibor el Alto, antiguo compañero de pesca de la familia. Llevaba doce perdices atadas por la cabeza. El padre de Aldar se dirigió a Dálibor de inmediato.

—¿Qué estás haciendo aquí, viejo Dali?

El hombre se alegró al verlos y respondió con los brazos abiertos.

—¡Qué alegría encontraros! ¡No los he visto en la feria de este año! ¿Qué habéis traído ustedes?, ¿sardinas?

Amis respondió tajante.

—Traemos sensatez. —Y apartó a Dálibor de la fila con un jalón—.¿No te das cuenta de que una casa más grande implica más impuestos?

—¡Oh! Ya había olvidado al sabio Amis y su lección sobre “cuántos peces pescar” —dijo Dálibor con sarcasmo.

Aldar, al escuchar a Dálibor mofarse de las lecciones de su padre, sintió algo de vergüenza y se escondió atrás de su progenitor.

—¡Necesito construir un establo más grande! —dijo Dálibor mientras miraba con firmeza los ojos de Amis. Y continuó—: Este año planeo comprar más animales, obligarlos a trabajar el doble, ganar más dinero; comer más comida, beber más vino y… y... —y agregó en un tono de voz más bajo, casi en secreto— dejar de preocuparme por los impuestos.

Amis extendió su brazo hasta su hijo y amablemente lo trajo delante de él.

—Aldar, inclínate ante el futuro rey de este pueblo —dijo con algo del sarcasmo que antes había usado su viejo compañero de pesca.

Aldar, ajeno del todo al diálogo de los mayores, hizo una tímida reverencia.

—Búrlense —contestó Dálibor volviendo a la fila con una sonrisa irónica—, pero deberán inclinarse ante todos los que están detrás y delante de mí entonces.

Padre e hijo descendieron pueblo abajo en silencio. Observaban las extrañas mercancías que la gente llevaba consigo para convertirlas en futuros ladrillos. El joven buscó algún comentario en la boca de su padre, pero este solo hablaba con la mirada.

Se hacía de noche. Finalmente llegaron al pórtico de su casa. Y, mientras encendía un farol algo oxidado, Amis dijo al fin:

—Espero, por el bien de Dali y de todos, que no se acaben pronto las perdices…

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