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Capítulo 2

Del «venceremos» al «compraremos»

Entonces, ahora, nos movemos entre el deseo de «lo que quiero que pase» y el miedo de «lo que no quiero que pase». Si, por ejemplo, soy una persona de clase media, me molesta el presente. Por un lado, quiero cambiar mi actual devenir, pero, por otro, no quiero perder lo que ya tengo. He logrado diferenciarme de mi vecino, comparo los bienes que tiene mi compañero de trabajo y los míos. El menú de opciones frente a mí es más amplio que nunca, pero me siento inseguro porque el mundo es menos predecible. Las migraciones me exponen a culturas que no logro comprender del todo. Siento que los valores de mi comunidad se permean con ideas que no necesariamente representan la tradición en la que crecí, un mundo más heterogéneo no es fácil de entender. La tecnología hace que millones de empleos poco calificados se vayan perdiendo año a año en el mundo. Ha aparecido una nueva forma de entender el trabajo y, a través de él, ya no solo quiero obtener un sustento para mi familia y para mí; quiero un trabajo que me dignifique, en el cual encuentre realización personal, tener tiempo libre, trabajar menos horas, pero también sé que la robotización está cada vez más cerca y mis posibilidades laborales se precarizan. Por ello, exijo mi derecho a una sociedad más segura, más predecible, más estable; demando un Estado de Bienestar y, al mismo tiempo, no quiero volver a homogeneizarme. Quiero ser distinto a mis pares, quiero acceder a mayores y mejores oportunidades, sin por ello disolverme en la masa. Quiero que la educación para mis hijos sea gratuita y que su calidad esté garantizada, pero, si pudiera, los enviaría a una escuela privada para darles una, aún mejor, formación académica y potenciales buenas relaciones sociales y laborales para el futuro. El sistema me ofrece todo y de todo, me invita al consumo, ahí está la felicidad. El problema ya no es «ser o no ser»; la disyuntiva es hace ya tiempo otra: «ser o tener», esa es la pregunta.

Paradójicamente, la democracia ha hecho que aumente el malestar social. Mientras más oportunidades, mayor conciencia de mis derechos y más posibilidades de ejercerlos tengo, más le exijo al «sistema», al Estado, al gobierno de turno, a las instituciones, a los tribunales de justicia, a las empresas, a toda la estructura social.

Sí, la democracia liberal triunfó, pero, por lo mismo es que está en crisis. Hoy somos capaces de cuestionar las instituciones democráticas con una fiereza que antes jamás habíamos tenido, porque antes luchábamos por ella. Confrontamos, simultáneamente, los modelos de educación y salud, formas de desarrollo económico, límite al enriquecimiento, tipos de familia, noción de felicidad, relación de pareja, justicia, feminismo, responsabilidad ecológica, LGBT, constitución política, religión, alimentación, partidos políticos; ¿qué no nos estamos cuestionando?

Los ciudadanos de clase media, e incluso los pobres de buena parte del planeta, se sienten estafados. Por un lado, el socialismo prometió igualdad, techo, abrigo, salud, educación, libertad, «democracia real» (aunque aún no se sabe qué es eso). Incluso ofrecía felicidad, se hablaba del «hombre nuevo».

Las utopías de izquierda llevaron a decenas de miles de jóvenes «rebeldes» de los sesenta y setenta en América Latina a la tortura y a la muerte. Y, simultáneamente, todos los países del bloque soviético fracasaban debido a la incompetencia económica, la falta de democracia y la supresión de las libertades individuales. Al mismo tiempo que la burocracia estatal y los miembros de las capas superiores del partido, iban instaurando una verdadera casta de privilegiados; «somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros» (Orwell). El colapso de los socialismos reales es el triunfo del individuo por sobre el Estado. Al final del día, al parecer, lo que más nos importa a los seres humanos son nuestros pequeños mundos; en el fondo, cada uno es mucho menos «comunitarista» de lo que declara públicamente. Hoy, todas las fórmulas del «socialismo del siglo XXI» y los viudos de Stalin perseveran en aquel fracaso. Lo hace Cuba, Venezuela y Corea del Norte. Los chinos y los vietnamitas entendieron hace tiempo que la única fórmula para salir de la pobreza es el desarrollo económico. Menos «venceremos» y más «venderemos»; ese ha sido su lema.

Y la derecha también estafó a la sociedad. El capitalismo nos prometió que si trabajábamos duro obtendríamos siempre una justa compensación por nuestro esfuerzo. Pero esa declaración voluntarista se difuminó con la aparición de la tecnología digital, precarizando el trabajo y llenándonos de temor frente a su avance inevitable. Me preocupo, me frustro, me angustio, me enojo, el malestar me invade, me empieza a atraer el populismo, sea este de izquierda o de derecha. Cada vez gana más la inmediatez, el «presentismo», la solución concreta a mis dolores, como cuando tengo una hernia cervical y tomo paracetamol, pero no quiero ir al kinesiólogo, no quiero hacer el tratamiento de rehabilitación que mi condición requiere.

Tener un título universitario ya tampoco es suficiente. Tomemos como ejemplo el caso de Chile: en 1965 solo el 2,2 por ciento de los chilenos en edad de realizar estudios superiores iba a la universidad; en 1990, esta cifra aumentó al 14,4 por ciento de la población y, en 2012, el porcentaje alcanzaba a un 54,9 por ciento. Vale decir, en ese lapso de veintidós años el porcentaje aumentó en casi un 400 por ciento.

Durante siglos, la noción de universidad fue la de un espacio para adquirir conocimiento y generar pensamiento. Hoy por hoy, las universidades se han convertido en entidades —empresas públicas o privadas— donde se adquieren títulos y un conocimiento funcional respecto a un determinado saber con algo de investigación, pero muy poco pensamiento y reflexión. El 2011, en Chile, se produjo una gran revolución estudiantil que cuestionó el modelo de educación pública y privada a nivel universitario. Se gastaron horas de análisis televisivos, columnas de opinión e infinitos intercambios de municiones opinantes en redes sociales. ¿Cuántos libros se escribieron? ¿Cuánta investigación hicieron las mismas universidades posteriormente? Muy poca. En definitiva, el malestar de entonces quedó reducido a consignas. Parte de las consecuencias de ello las hemos visto en octubre de 2019.

Chile es un país donde no se piensa, solo se administra. Muy probablemente lo mismo se puede decir respecto a los demás países iberoamericanos. El problema radica en que elegimos a políticos sin mandato. No se trata de que los líderes políticos produzcan pensamiento, su rol es otro. Hacer pensamiento teórico es mucho más complejo de lo que se cree. En Latinoamérica intentamos generar conocimiento tecnológico, producimos manuales que reparan problemas, pero que no se adelantan al futuro. Iberoamérica no está pensando en el futuro, ese es uno de los grandes dramas que tenemos. Por ejemplo, si nos comparamos en materia de estudios científicos con los gigantes asiáticos tal vez podríamos llegar a estar a la par en algunos campos; pero claramente carecemos de una política universitaria y de investigación como la que ellos tienen, que junto a la capacidad de reflexión que han adquirido desde la educación primaria les permite pensarse a sí mismos y planificar a mediano y largo plazo.

Los europeos, por otra parte, no lo están haciendo mucho mejor con la irresponsabilidad con la que su clase política está manejando los nacionalismos rampantes, el renacimiento del antisemitismo, un Brexit vergonzoso y un populismo de derecha floreciendo en buena parte de los países de la Comunidad Económica. ¿Estarán realmente tomándole el peso a lo que les está ocurriendo y con ello pensando en profundidad su futuro?

En Latinoamérica, en general, lo que queremos hacer siempre es partir de cero cada cuatro, cinco o máximo diez años. El fin de la historia se ha aplicado siempre. América Latina vive en ese juego permanentemente. Aquí no hay una idea de continuidad. En Estados Unidos, a pesar de su situación política actual, el país funciona y probablemente va a salir fortalecido después de la presidencia de Trump. Y no será porque él lo haya hecho bien, o porque la clase política antagónica haya sido capaz de construir una propuesta distinta que cautive al electorado. La razón por la cual Estados Unidos sobrevive siempre a sí mismo es porque tiene en su ADN la idea de continuidad. Hay algo que sostiene y estructura al pueblo norteamericano, a su clase política y a su cultura, y eso tiene un nombre: se llama Constitución. La Constitución estadounidense es una obra maestra no solo por lo bien escrita y pensada que está, sino porque el pueblo estadounidense ha tenido la sabiduría de ir adaptándola en el tiempo y no reescribiéndola o refundándola. Psicológicamente, aunque cueste dimensionarlo, la figura de la Constitución le da al ciudadano estadounidense una percepción de estabilidad, pertenencia y continuidad.

Entretanto, más allá del espíritu refundacional de algunos y el instinto de conservación de otros, Chile es hoy en día uno de los países más desiguales del mundo en términos de distribución de la riqueza. Detrás de esto se esconde también otro de los virus que han venido socavando la promesa capitalista: la especulación financiera en desmedro de la inversión productiva. El fin de las pequeñas y medianas empresas ahogadas por las grandes cadenas, el triunfo del mall por sobre la tienda de barrio. Hasta el retail tiene también sus días contados; Amazon y sus «replicantes» le respiran en el oído.

El discurso del chileno medio no es muy distinto al de cualquiera de sus pares iberoamericanos: «Caí en la trampa del marketing y la publicidad, pasé del ‘yo consumidor’ al ‘yo deudor’. Trabajo para pagar cuotas y, al mismo tiempo, no quiero ni puedo dejar de consumir. La presión social me impulsa a buscar siempre el último modelo de celular, el mejor televisor, a endeudarme para acompañar a mi equipo de fútbol favorito cuando juega fuera de mi país, a intentar cambiar mi auto con la mayor frecuencia posible, a darles a mis hijos todo lo que me piden, todo lo que yo no tuve. Y de pronto, debido a las deudas anteriores, empiezo a pagar el supermercado con la tarjeta de crédito, en cuotas. Acumular bienes no me hace más feliz, todo lo contrario; soy un deudor, estoy atrapado, tengo miedo».

Con todo, aunque somos mucho menos pobres que en el pasado y tenemos acceso a un menú enorme de posibilidades, ello no significa tener acceso verdadero a todas las oportunidades. El capitalismo y la democracia liberal han sido los grandes ganadores y ahora deben pagar el precio por ser insuficientes, por no cumplir los sueños que prometieron.

Para entender esto con mayor perspectiva hay que, necesariamente, oponerse a la inmediatez, concepto que se ha instalado en nuestra psique, trastocando completamente el modo en que desde siempre hemos procesado los hechos para interpretar nuestra realidad. Con la inmediatez de las comunicaciones, con el reinado de internet y nuestra sobreexposición a los estímulos de las redes sociales, se ha instaurado el dominio del «presentismo».

El «presentismo» es una suerte de adicción adquirida en las últimas décadas, el querer vivir solo en el aquí y en el ahora. Soy cada vez más consciente de mi demanda, de mi deseo y quiero satisfacerla de la manera más rectilínea posible. De algún modo, no queremos mirar hacia atrás, pero tampoco hacia delante. Hay miedo en las dos posiciones. Temor para enfrentar, en verdad, el de dónde venimos, lo que hemos hecho y lo que hemos dejado de hacer. Y, sobre todo, no querer reconocer las profundas deslealtades con las utopías a las que en algún momento adherimos durante el siglo XX.

Se trata de una posición de comodidad psíquica, a través de la cual evitamos enfrentarnos al espejo de nuestra memoria. No es que no queramos saber de nuestro pasado; lo que no queremos es hacernos responsables de él. Del mismo modo, intentamos no comprometernos mayormente con el futuro, ya que hacerlo implica, una vez más, asumir la responsabilidad de fallarnos.

Tal vez una de las razones por las cuales nos hemos ido anclando en el «presentismo» sea la dificultad que tenemos para diferenciar entre historia y memoria. La diferencia esencial es que la historia es una ciencia social, en tanto que la memoria es una experiencia personal o grupal (cultural), ya que los grupos humanos también tienen memoria colectiva. Por una parte, la memoria está en permanente evolución, abierta a la dialéctica del recuerdo y del olvido, vulnerable a la manipulación y a la apropiación. Es un fenómeno perpetuamente actual, por la carga emotiva que lleva asociada. Por ejemplo, los atentados ocurridos el 13 de noviembre del 2015 en la capital francesa establecieron una visión sesgada del mundo islámico, asociándola inequívocamente con la noción de terrorismo fundamentalista. Lo que demuestra que la memoria es ciega a todo, menos al grupo que le atañe, y también quiere decir que hay tantas memorias como grupos, que la memoria es por naturaleza múltiple, pero a la vez específica y colectiva; plural, pero también individual.

La memoria es absoluta, declara por la experiencia del sujeto que recuerda que una experiencia es verdad. «Yo lo viví así, no me vengan con cuentos; el gobierno de Allende nos quería llevar a una dictadura comunista: las colas, el desabastecimiento, las tomas. Un tío mío murió de un ataque al corazón cuando le expropiaron su campo». «Pinochet fue un genocida, mi familia y yo fuimos víctimas de ese horror. Tengo familiares y conocidos asesinados, exiliados, torturados, desaparecidos». Las experiencias personales no admiten espacio a la duda. La memoria relata y, por lo tanto, revive experiencias, haciéndolas permanentemente actuales.

Por otra parte, la historia es la reconstrucción, siempre problemática e incompleta, de lo que ya no es; una representación del pasado.

La historia pertenece a todos y a nadie; de ahí que reclame autoridad universal. Es analítica y crítica, se une estrictamente a continuidades temporales, a las progresiones y relaciones entre las cosas. La historia puede solo concebir lo relativo. En definitiva, en el corazón de la historia hay un discurso crítico que es antitético a lo espontáneo de la memoria. La historia sospecha de la memoria. Su verdadera misión es suprimirla y anularla. La historia escribe.

El «presentismo» se instala como una posición profundamente mercantilista. «Lo necesito ahora, lo quiero ya. No me importa el pasado, me cansé de esperar». «No son treinta pesos, son treinta años», fue una de las consignas del octubre de 2019 chileno. La caída de las utopías, la globalización, los abusos perpetrados por sacerdotes, amparados muchas veces por la jerarquía de la Iglesia Católica, el desprestigio global de las instituciones jerárquicas, la democratización del consumo, el acceso al crédito fácil, la sobreestimulación del deseo, el fin del colectivismo, el reposicionamiento del «yo» por sobre el «nosotros»: pasamos del «venceremos» al «compraremos» en treinta o cuarenta años.

La pérdida del sentido de comunidad asociado a las utopías que nos acompañaron durante el siglo XX nos ha dejado en una posición de orfandad; no tenemos padre ni madre. En Occidente ya no tenemos al socialismo, ni al humanismo cristiano, ni al colectivismo; no tenemos religiones. Y, como ya se dijo, el capitalismo tampoco alcanza a ser una respuesta satisfactoria. La democracia hace rato que dejó de ser un ideal. A nivel mundial existe un recrudecimiento de la intolerancia, el fundamentalismo, el nacionalismo, el matonaje. El «presentismo» hace que muchos hayan comenzado a volver a creer que saltarse los procesos democráticos resulta más efectivo que someterse a largas fases de reflexión. En la era de la inmediatez, el tiempo es una moneda de cambio.

El «presentismo» hace perder la capacidad de análisis. Se pone en el mismo plano una emoción, un hecho relatado por decenas, cientos y hasta miles de ecos en redes sociales; se confunde correlación con causalidad, se pretende transformar una opinión en una tesis. A más información, mayor desinformación. Hoy más que nunca la noción de normalidad psíquica está construida a partir de la dictadura de las mayorías. Los consensos son siempre el producto de negociaciones, donde, aunque evitamos hablar de victorias, siempre terminan imponiéndose las reglas del mercado. No sacamos nada con cantar «venceremos» apelando a un cambio de paradigma social, si inevitablemente lo que queremos, en el fondo, es seguir comprando, con otras reglas tal vez, pero conjugando siempre el mismo verbo.

La revolución del malestar

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