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Capítulo 1

Es el menú, estúpido1

Durante miles de años, la inmensa mayoría de los seres humanos tuvo frente a sí un menú acotado de oportunidades para escoger qué comer, dónde vivir, en qué trabajar y en qué creer. Solo unos pocos privilegiados tenían el poder de elegir. Hoy, como nunca, contamos con un menú abierto, lleno de opciones de vida.

La humanidad nunca había tenido tantos regímenes democráticos como hoy, nunca habíamos tenido tanta abundancia y tantas facultades para cambiar el destino de nuestras vidas. Y, sin embargo, nunca nos hemos sentido tan solos, tan huérfanos, tan perdidos y, sobre todo, tan malhumorados. Vivimos tiempos de resentimiento. De disgusto. De inconformidad con el Otro, con el sistema, con las instituciones. Nada parece ser suficiente para calmar nuestra hambre. ¿Qué es lo que en verdad queremos? ¿Qué es lo que se esconde detrás del malestar que atraviesa al planeta? ¿Cuál es el origen de ese síntoma, de esa voracidad por conseguir algo que no logramos definir?

Pensemos por un minuto en lo que se ha vivido en Chile desde octubre de 2019. Pareciera que algunos chilenos quieren cambiar «algo» y son capaces de identificarlo: el mercado, la Constitución, el sistema político, la carga tributaria, la educación, el transporte, la salud, el sistema de pensiones. Otros quieren cambiarlo «todo»: «¡Que se vayan todos!». Transformarlo todo, refundar la vida propia, pararse sobre la historia y gritar: «¡Aquí estamos nosotros!», «¡Es nuestra hora, nuestro turno!».

Un tánatos refundacional, borrar para siempre la injusticia, el oprobio, el abuso. «Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo». Pulsión de muerte en estado puro, diría el viejo Freud. Querer cambiarlo todo, pero no saber en verdad «con qué» o «por qué cosa».

Lo que vivimos fue un estallido social, detonado por consumidores de estrato medio bajo, medio alto e incluso alto, frustrados con el sistema económico que Chile construyó en los últimos cuarenta años. Utilizo este concepto —consumidores frustrados— porque considero que, en buena parte, ahí está la génesis de esta representación del malestar global que estamos viviendo. En el modelo de consumo que como sociedad hemos construido se ha puesto el énfasis en lo material como fuente de felicidad; asumimos que si los ciudadanos podían acceder a bienes y servicios (a los que históricamente no habían podido acceder) estarían satisfechos. Pero nos equivocamos. Contar con la «posibilidad» de tener una casa propia, un auto, poder comprar ropa de marca, enviar a sus hijos a la universidad (muchos de ellos siendo la primera generación con esa oportunidad), tener alcantarillado y agua potable, lavadora, secadora, celular y televisión 4K, etc., no es lo mismo que en verdad poder «comprar» todo ello. Nuestro modelo desplegó un menú infinito de posibilidades, imágenes tentadoras, colores y sabores atractivos, pero a precios caros y con medios de acceso a dichos bienes y servicios muy costosos. Los «restaurantes» crearon diversas opciones para pagar lo que el menú ofrecía (cuotas y facilidades varias); simultáneamente, mientras generábamos deseo, deseo y más deseo, olvidamos que la insatisfacción de este siempre genera a la larga frustración y rabia. Pero no fue solo eso; más profundamente comenzó a aparecer algo potencialmente más destructivo: la envidia. «Sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee».

La respuesta más sencilla, por lo tanto, sería decir que el hecho de tener un menú amplio no es suficiente para hacernos más felices (y que incluso la frustración del no tener puede ser peligrosa), pero ¿cuándo lo fuimos? Y, sobre todo, ¿qué es la felicidad? Resulta necesario hacer aquí una distinción importante. La felicidad es un estado de ánimo, siempre transitorio, en el que tenemos la percepción fisiológica y psíquica de que la vida es buena, amable y justa con nosotros. Pero como todo estado de ánimo, este es efímero. Todos tocamos la felicidad de vez en cuando, pero rara vez permanecemos en ella.

Por otra parte, existe el concepto llamado «bienestar subjetivo percibido», el que tiene dos componentes básicos. Por un lado, el «equilibrio afectivo», y por otro, la «satisfacción vital». El equilibrio afectivo tiene relación con las emociones, sentimientos y estados de ánimo, positivos y negativos, que cada uno de nosotros experimenta cotidianamente. Junto con ello, está la satisfacción de vida, que comprende juicios, ideas y creencias sobre las diversas dimensiones en las cuales se desenvuelve nuestra cotidianidad, como, por ejemplo, nuestra vida laboral, comunitaria, familiar, etc.

El bienestar subjetivo percibido también puede ser entendido como nuestra «calidad de vida» desde el punto de vista emocional, la que se diferencia de nuestro «nivel de vida», que comprende una dimensión esencialmente material. Podemos tener todas las comodidades que el dinero da (un alto nivel de vida) y, al mismo tiempo, una relación de pareja que se cae a pedazos, un hijo con una enfermedad crónica incurable o un trabajo con un altísimo nivel de estrés negativo (una calidad de vida pobre).

Las definiciones anteriores sirvieron como parámetros lógicos a lo largo del siglo XX. Hoy ya no bastan.

Uno de los problemas más importantes y complejos a los que nos enfrentamos es el de la difuminación de los bordes. Hasta hace no muchos años, los seres humanos teníamos ciertos límites establecidos desde el punto de vista biográfico, social y cultural para definir nuestro bienestar subjetivo. Contábamos con estructuras que, nos gustaran o no, permitían a las sociedades ordenar, vale decir, controlar el comportamiento de sus miembros y, por ende, predecir su desarrollo individual y social. Dichas estructuras hacían que cada uno de nosotros supiera que había ciertos vectores cuya dirección nos garantizaba un determinado resultado. Esto ya no es así.

Pertenecemos a sociedades con márgenes cada vez más borrosos, y esto se ha convertido en uno de los mayores desafíos que los países estamos enfrentando.

La idea del borde tiene que ver con la frontera, incluso con el límite de nuestra vida. En 1900, la expectativa de vida en países como China e India era de veinticinco años, en tanto que la media europea era de cuarenta años. En la actualidad, la esperanza de vida a nivel mundial promedia los setenta y seis años y en los países desarrollados alcanza los ochenta y dos. A comienzos del siglo XX, cuando nos casábamos «para siempre», estábamos hablando de matrimonios que se esperaba duraran veinte años en promedio. Si aplicamos la misma lógica, hoy los novios deberían saber al momento de dar el sí que les espera una convivencia muchísimo más larga que la que tuvieron sus padres y abuelos.

Lo mismo pasa con la educación. En España, por ejemplo, a inicios del siglo XX solo el 44 por ciento de la población sabía leer y escribir. Los números en América Latina eran aún peores. ¿Cuántos de los jóvenes de Iberoamérica podían entonces elegir qué estudiar o en qué trabajar?

A partir de estos números podemos inferir las enormes restricciones que en todos los ámbitos había para la mayor parte de la población: vivienda, salud, educación, bienes materiales.

Cuando hasta hace unos pocos años se le preguntaba a un individuo qué era lo que más quería, la respuesta solía ser «quiero un trabajo estable, una buena calidad de vida para mi familia, salud, vivir en un país en paz, que mis hijos puedan estudiar y ser más que yo. Eso es lo que realmente me haría feliz». Probablemente ese deseo no ha cambiado demasiado. Sin embargo, los caminos y la velocidad con la que se espera lograr esos objetivos vuelven esas expectativas extraordinariamente complejas. Si uno lo piensa en términos financieros, por ejemplo, ¿qué entendemos por bienestar económico? Nuestros bisabuelos, nuestro abuelos y, en algunos casos, nuestros padres lo entendían como tener trabajo estable y, ojalá, permanecer toda la vida en la misma institución, logrando de esta manera una existencia predecible, pero «segura».

Hoy en día, para la mayor parte de la población mundial el concepto de bienestar económico va mucho más allá de lo que pensaban nuestros ancestros. Hoy se asume que la educación, la salud, la vivienda y el trabajo son derechos fundamentales que las sociedades y los estados deben asegurar a sus habitantes. Y que, además, la calidad y las condiciones de estos deben ser igualitarias. Se piensa que la educación que recibimos nos debe garantizar prosperidad futura, que nos permita alcanzar todos los bienes de consumo que se encuentran disponibles en las vitrinas físicas y virtuales a las cuales tenemos acceso.

Sin entrar a discutir la legitimidad de lo anterior, resulta evidente que, por ahora, todos estos anhelos difícilmente podrán ser alcanzados. No se trata solo de los esfuerzos políticos y económicos que una tarea de esta envergadura supone para el sector público y privado de nuestros países; hay algo mucho más complejo a enfrentar: la insaciabilidad de la naturaleza humana y la profunda necesidad de diferenciarnos del Otro.

Debemos entender que una cosa son las necesidades y otra los deseos. Las necesidades son manifestaciones de algo imprescindible para nuestro bienestar fisiológico, psicológico, social o, incluso, espiritual. Ya en 1943, Abraham Maslow estableció con su célebre «pirámide» su teoría de la jerarquización de las necesidades humanas. De acuerdo con esta, a medida que los individuos satisfacemos nuestras necesidades más básicas, vamos accediendo a otras más complejas.

Por otra parte, los deseos son manifestaciones específicas de ciertas necesidades. Un ejemplo básico es el agua. Si los seres humanos no tomamos líquido, morimos. Podemos pasar un par de meses sin comer, en ayuno voluntario o forzado, pero si una persona no consume líquido, fallece en pocos días. Una cosa es decir «yo tengo sed», esto es, expreso mi necesidad, y otra muy distinta es sentir deseo de tomar agua, Coca-Cola, whisky, cerveza o limonada. Esa es una distinción significativa. El consumo, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, siempre estuvo dirigido ante todo a satisfacer necesidades, pero no tenía mucho que ver con los deseos, no porque estos no existieran, sino porque era extraordinariamente difícil para la mayor parte de la población acceder a satisfacerlos.

Hasta mediados del siglo XX, el deseo y la necesidad iban muy aparejados. Para vestirnos, nos conformábamos con un par de camisas, un par de zapatos, dos suéteres, un vestido, una cartera, y nos dábamos vuelta con eso durante años. Los reparábamos y los cuidábamos. Eran muy pocas las personas que tenían la oportunidad de darse el lujo de variar la forma en que esa necesidad se satisfacía. Hoy en día hay una enorme cantidad de personas que tienen acceso a cumplir sus necesidades, pero esto también ha abierto la fuente del deseo, la que, como se sabe, es insaciable. La naturaleza humana siempre quiere más. Hace tiempo ya que la humanidad no solo trata de satisfacer una necesidad: con el siglo XXI entramos a la era del deseo. Un ejemplo: «Ya no solo quiero tener un buen trabajo que me asegure el sustento familiar y la posibilidad de realizarme profesional y personalmente, además quiero trabajar pocas horas».

Los bordes en este ámbito son cada vez más complejos, más difusos. ¿Hasta cuánto compro?, ¿cuántas camisas tengo?, ¿tiene el Estado o una supraentidad derecho a decidir cuánta ropa puedo tener? Y lo mismo ocurre en otras áreas.

Como hemos dicho, hasta hace no muchos años un título técnico superior o universitario era garantía de trabajo, casa propia, buena educación para los hijos, satisfacer las necesidades fundamentales y más. A medida que el sistema educacional se fue expandiendo y la situación económica mundial ha ido mejorando, más y más individuos han tenido acceso a la educación superior. El problema con el borde, en este caso, es el límite. La cantidad de periodistas, arquitectos, ingenieros, abogados o psicólogos, por ejemplo, que un país necesita es siempre finito. La creencia de que un título universitario y el prestigio que lleva asociado garantizan una vida holgada en lo económico y reconocida socialmente ha hecho que en las últimas décadas haya habido una epidemia de cesantes ilustrados. Las carreras universitarias, en desmedro de los estudios técnicos, han acarreado frustraciones y malestares impensados hace algunos años.

Los prejuicios, los que, desde luego, no necesariamente son negativos, muchas veces caminan de la mano con las expectativas. Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos cuál es la mejor universidad del mundo, probablemente la respuesta mayoritaria que obtendríamos sería Harvard. Y si a continuación preguntáramos cuál es la razón de ello, se nos contestaría que debido a la tradición que posee, los profesores que ahí ejercen y los recursos con los que cuenta para investigación y desarrollo científico. Sin duda todo lo anterior es cierto, pero la principal razón por la cual Harvard es una de las mejores universidades del mundo es porque postula a ella la élite de los estudiantes secundarios a nivel mundial. En otras palabras, no son las universidades ni los institutos técnicos ni los recursos por sí mismos los que aseguran la calidad profesional; es el individuo el que define en buena medida el propio éxito. El estudiante que postula a Harvard ha estado expuesto, en la mayor parte de los casos, desde su nacimiento, a una educación y una estimulación cognitiva por sobre la media.

Entonces, volviendo a la reflexión anterior, ¿debieran los estados definir o transmitir con claridad cuántos profesionales y técnicos va a necesitar cada país en los próximos cinco, diez o veinte años? A primeras luces pudiera parecer que sí, pero el problema es que decir eso devendría en poner un límite, establecer una frontera y ni a las universidades públicas ni a las privadas, a nivel mundial, les conviene eso. Pero, por sobre todo, está la pregunta de si la gente quiere saberlo, porque al delimitarlo, inevitablemente se le corta la esperanza y el sueño a alguien.

La era del deseo lleva aparejada siempre la posibilidad de la frustración. Que la vida no es justa siempre se ha sabido. Pero hoy, cuando al parecer tenemos más derechos y alternativas que nunca, esto se nos hace más evidente.

Con todo, el que los bordes se hayan difuminado ha hecho que la flexibilidad se consagre como un atributo cada vez más necesario para enfrentar el malestar. Los seres humanos, pareciera, debemos ser cada vez más flexibles si queremos encajar en la sociedad.

Hoy por hoy, la tolerancia es un valor que, en lo teórico al menos, no lo discute nadie; como la igualdad de oportunidades, los derechos de la mujer y el de las minorías sexuales, todos son temas puestos muy recientemente en la agenda social y política; como se sabe, en tiempo histórico cincuenta o cien años son nada. Hasta hace un pestañeo de nuestra historia, ninguno de estos modelos de pensamiento existía; estas ideas de justicia, de igualdad de roles, de posibilidades no eran una alternativa. Ya nadie puede estar en desacuerdo con que la democracia posee un valor universal, que la flexibilidad y la tolerancia son principios fundamentales. Sin embargo, en la construcción de este modelo también aparecen gérmenes de intolerancia enormes. Si alguien quiere practicar o pertenecer o definirse como miembro de una comunidad con estructuras, con límites bien definidos, puede ser visto como una persona antidemocrática. Paradójicamente, la tolerancia y lo políticamente correcto se está volviendo, en cierto sentido, cada vez más intolerante. La amenaza integrista religiosa, ecológica, animalista y de género, puede ser el origen del renacimiento de las peores barbaries del siglo XX: los totalitarismos de izquierda y de derecha.

La incertidumbre que nos ha dado la libertad es, paradójicamente, la génesis de buena parte de este malestar que nos invade. Tenemos tanta conciencia de las facultades que la vida nos debería ofrecer, tenemos tanta información sobre los bienes a los cuales podríamos acceder, tenemos tanta noción de cómo nuestros ídolos culturales viven; a través de las redes sociales podemos conocer por dentro las casas de nuestros jefes, los lugares donde toman sus vacaciones nuestros compañeros de trabajo, tenemos tantas expectativas sobre lo que podríamos alcanzar si la vida fuera «justa» con cada uno de nosotros, que hemos terminado llenándonos de ansiedad y angustia por no obtener de manera expedita y rectilínea posible nuestros deseos y anhelos. Hemos olvidado que el logro de cualquier sueño requiere necesariamente esfuerzo y rigor. La justicia y la igualdad de oportunidades no nos eximen de los requisitos y deberes que todo proceso de desarrollo personal, académico o laboral conlleva. Para muchos el choque entre sus sueños y el camino para alcanzarlos son fuente de frustración permanente.

Al analizar la pregunta recurrente y quizá inevitable de por qué para otros la vida es tan fácil, descubrimos que esta posición contiene otra característica de nuestro tiempo: la envidia. Pero como nos avergüenza hacer consciente este sentimiento, lo maquillamos como malestar. Envidiamos la belleza, la inteligencia, la «cuna», las habilidades y la popularidad de los otros con la misma lógica que un niño que espera que todos sus deseos sean cumplidos. «La vida me debe dar por el solo hecho de que yo lo demando». Esta idea es tan pueril como la del usuario de WhatsApp que cree que su mensaje debe ser contestado con la rapidez y la diligencia que él espera.

El malestar social que existe hoy es el resultado del progreso económico y es la comprobación empírica de que este no es suficiente para darle sentido a nuestras vidas. Ya no basta con tener un menú lleno de posibilidades teóricas, no es suficiente la promesa. «Lo quiero todo y lo quiero ahora», cantaba Freddie Mercury en los ochenta. A partir de entonces, con la caída de los socialismos reales, la explosión e invasión que ha hecho la tecnología en nuestras vidas se ha instalado el deseo con sus fauces abiertas. Nos hemos transformado en consumidores que desean no desear, pero no pueden dejar de hacerlo; el bienestar económico nos ha hecho adictos.

Eros nos supera.

1 Frase que alude a «Es la economía, estúpido», creada por James Carville, asesor político de la campaña presidencial de Bill Clinton, como recordatorio interno para el equipo, llegó a convertirse en el eslogan con que Clinton derrotó a George H. W. Bush en 1992.

La revolución del malestar

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