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La fascinante jubilación del círculo

No es fácil ser optimista cuando sentimos que todo aquello que considerábamos sólido e inmutable, comienza a desvanecerse y a colapsar ante nuestros ojos. Una sensación compartida por tantos ante las crisis sanitaria, ambiental, cultural y política que nos golpea. En este breve ensayo, Gonzalo Rojas-May propone una carta de navegación que ilumine nuestro tránsito al siglo XXI. Porque, para el autor, el nuevo siglo aún no se instala. Y esta crisis es, precisamente, la barrera que nos separa de los tiempos venideros y que forjarán el carácter de lo que los futuros historiadores entenderán por el siglo XXI. Rojas-May propone «optimismo». Un optimismo prudente, pensante, observador, persistente y rebosante en coraje, que acuña como «optimismo realista». Porque de algún modo, la palabra crisis tiene connotaciones injustamente pesimistas. Subraya más los síntomas que el proceso, que sería el tránsito de la vieja normalidad a la del futuro. Por supuesto, el viaje no puede ser sino tormentoso, ya que la crisis se sustenta en una atemorizante ausencia de relato, de teoría. Ese relato no está a la mano de nadie, no es una una deformación del antiguo. Es algo totalmente nuevo. Una revelación producto de la creatividad y el esfuerzo intelectual de nuestra especie en su máxima expresión. Afortunadamente, la historia muestra cómo la búsqueda de estos relatos siempre llega a puerto, no importa lo agitado de las aguas por las que surquemos. Rojas-May analiza concienzudamente las diversas aristas de esta compleja travesía. Desde la psicología, el psicoanálisis, la ciencia y el arte, va develando y desmenuzando las facetas de la crisis, a la vez que analiza el comportamiento de las distintas personalidades humanas ante ella.

En estas páginas se ilustra además, cómo la historia de la ciencia muestra procesos muy similares, en donde etapas de relativa estabilidad, se enfrentan a crisis que terminan en otra etapa de estabilidad (eso que Thomas Kuhn llamó «cambio de paradigma»). La ciencia, por tratarse de un contexto mucho más restringido, nos permite señalar y comprender muy nítidamente los elementos que definen la crisis. A modo de preludio a este excepcional ensayo, quisiera relatar uno de los ejemplos más significativos y pertinentes ocurrido previo a nuestro tiempo.

Las primeras décadas del siglo XVII fueron el caldo de cultivo para uno de los conflictos bélicos más sangrientos en la historia de Europa. Disputas intelectuales y territoriales entre católicos, protestantes y calvinistas erosionaban su pacífica convivencia, la cual termina por desplomarse provocando, en 1618, la guerra de los treinta años, en la que murieron más de cinco millones de personas. Johannes Kepler vivía, en el epicentro de estos eventos, en el Sacro Imperio Romano Germánico. La emigración, la excomunión, la muerte y la pobreza fueron parte de su vida cotidiana. Pero para Kepler, una crisis mucho más profunda era la que acontecía en el plano de las ideas, sobre la concepción que el hombre tenía del universo. El problema parecía menor, pero, como veremos, fue el detonante de la llamada «revolución científica», que cambió el destino de la civilización occidental. Aquello que acaparaba la atención de Kepler era la órbita de Marte. La creciente precisión con la que entonces se conseguía medir la posición de los planetas en la bóveda celeste, le permitió notar pequeñas inconsistencias entre las teorías dominantes. Ni la teoría Ptolemaica (geocéntrica) ni la Copernicana (heliocéntrica) eran capaces de dar cuenta de la trayectoria del planeta rojo. Y, a pesar de su publicidad, la idea de que la Tierra fuera el centro del sistema solar no era el problema más importante. Por una parte, la teoría heliocéntrica ya había sido adoptada por filósofos desde la antigua Grecia hasta Copérnico. Y Kepler era uno de ellos. Incluso la Iglesia aceptaba esta idea, en la medida que se la tratara como una descripción teórica útil y no como una verdad objetiva. La trayectoria de Marte, sin embargo, inmutable ante esta terrenal polémica, eludía cualquiera de las teorías. Sucede que había un prejuicio mucho más profundo al de la ubicación de la Tierra en el sistema solar. Uno que estaba tan incorporado en el inconsciente colectivo de la época que no era objeto de discusión alguna. Uno del que solo se podían liberar con una cuota superlativa de imaginación, trabajo y audacia: de optimismo realista. El prejuicio era más bien una obsesión: la obsesión por el círculo. Para todos, laicos y religiosos, eruditos e ignorantes, el círculo era la figura perfecta, la forma obvia en que los objetos celestes, en su magnánima perfección, debían moverse. El mundo etéreo e inalcanzable que habita las entrañas del firmamento solo podía contener formas muy simétricas como círculos y esferas. Tanto fue así que, si la teoría (de Ptolomeo o de Copérnico) no daba cuenta de los fenómenos observados se utilizaban «epiciclos», esto es, se montaban círculos sobre otros círculos para mejorar las predicciones. Pero Marte se resistía a vivir sobre círculos, y Kepler, un observador cuidadoso y persistente, no le sacaba los ojos de encima. En 1609 en su libro Astronomia Nova publica su conclusión —una de las más audaces en la historia de la ciencia—, Marte se mueve a lo largo de una elipse alrededor del Sol. Más tarde extendería esto a los demás planetas conocidos en lo que hoy llamamos Primera Ley de Kepler.

No se puede subestimar el profundo impacto que esta revolucionaria idea tuvo en todos los aspectos de nuestra cultura. Por una parte, terminó con el reinado del círculo en el inconsciente colectivo, y con ello, con la distinción entre los fenómenos terrenales y celestes. Ahora la trayectoria de una piedra que arrojamos desde el suelo no es muy distinta a la que recorre la Luna alrededor de la Tierra. De hecho, la de la piedra es también una elipse; una muy elongada, que no puede recorrer toda su extensión ya que se encuentra con la superficie de la tierra, terminando así su viaje. Este es el guante que recoge posteriormente Newton, unificando de modo magistral todos los fenómenos gravitacionales. Pero el coraje de Kepler al jubilar el círculo y proclamar la fructífera belleza de la elipse es el acto fundacional de la revolución científica. Fue el término de una de las grandes crisis científicas, y, de algún modo, el comienzo del siglo XVII. Mientras allá afuera la locura religiosa producía muerte, destrucción y angustia, en la mente de Kepler las cosas ocurrían de un modo muy distinto. En 1629, poco antes de morir, escribió: «Cuando la tormenta se enfurece y el Estado es amenazado a naufragar, no podemos hacer nada más noble que echar el ancla de nuestros pacíficos estudios en el fondo de la eternidad».

Solo uno de los mayores exponentes del optimismo realista puede escribir algo así. Y viniendo de él, sabemos que no es pura teoría. En las páginas que siguen Rojas-May aborda la naturaleza de personajes como este, en un marco mucho más complejo, donde la hiperconectividad del mundo contemporáneo amplifica los síntomas de la crisis y dificulta echar las anclas Keplerianas. De algún modo u otro, el siglo XXI nos espera y Rojas-May nos brinda una magnífica carta de navegación para salir a su encuentro.

Andrés Gomberoff Valdivia, noviembre de 2021.

En defensa del Optimismo

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