Читать книгу El golpe de Estado más largo - Gonzalo Varela Petito - Страница 4
Оглавление[…] les acusaban de querer derribar la democracia […] [y] como suele suceder en tales circunstancias, no hubo nada que no se produjera y aún más […] el enfrentamiento junto con la falta de confianza aumentó las disensiones, pues no había nada que llevara a la reconciliación […] [no vacilaron] en abolir previamente las leyes comunes […] de las que depende la esperanza de salvarse cuando van mal las cosas […] por si un día, en una situación de peligro, se pudiera tener necesidad de alguna de ellas.
Tucídides (la Stasis)
[...] el comienzo, el fin de una época están generalmente marcados por alguna revolución más o menos brusca que tiende a modificar el estado de cosas establecido [...] el término de época [...] hace pensar [...] en las circunstancias que la rodean y condicionan [...].
F. de Saussure
Introducción
El título de este libro se inspira en el término con que el diario francés Le Monde calificó, en primera plana, los sucesos políticos de 1973 en Uruguay, que concluyeron en la disolución de facto de las cámaras legislativas por el Poder Ejecutivo el 27 de junio.1 Si el último acto de un derrumbe institucional dura tanto (alrededor de medio año) es lógico pensar que arrastra un proceso que viene de más atrás. Por tanto, para quien pretende hacer un estudio detallado se plantea el problema del corte temporal. Comenzamos por el mes de enero de 1973, sin ignorar que el desenlace producido en seis meses no podría ser entendido sin tener por lo menos algo de información acerca de lo ocurrido en 1972 (inauguración del gobierno de Juan María Bordaberry); o en 1967-1972 (presidencia de Jorge Pacheco Areco); o con la reforma constitucional de 1967, que restituyó la presidencia unipersonal derogando el Ejecutivo colegiado que la mayoría de la clase política2 juzgaba desastroso por sus resultados;3 o a partir de 1955-1957, fecha aproximada del inicio de la crisis económica que batió récord en estándares internacionales; o incluso —para irredentistas que culpan al batllismo de todo, o para quienes gustan de afirmar el papel de los accidentes en la historia— desde 1903, cuando un grupo de legisladores colorados y blancos calepinos decidió la primera elección de José Batlle y Ordóñez para presidente.4
El aporte buscado consiste en una observación de cerca, que analizando pocos meses ocupa muchas páginas y al variar el punto de vista y la precisión de la mirada, pueden cambiar también las conclusiones, apareciendo novedades o respuestas siquiera hipotéticas a preguntas pendientes que antes no llamaban la atención. Tal vez personas y acontecimientos aparezcan bajo una luz distinta, lo que abarca a quienes en la cúpula o en la base se vieron enfrentados a dilemas que en el Uruguay de poco tiempo atrás hubieran sido impensables y frente a los cuales, en la medida de sus valores y responsabilidades, supieron o no cumplir. En los tiempos de crisis se puede dar lo mejor o lo peor de sí, pero para el ser común y corriente —la mayoría— lo probable puede ser una combinación; o quizás nada: la pasividad expectante.
Decidimos empezar por los sucesos de enero de 1973 en adelante esperando que el lector tenga un conocimiento por lo menos sucinto de lo acontecido desde diciembre de 1967, con la sorpresiva muerte del presidente colorado hacía un año electo, el general retirado Oscar D. Gestido y la asunción de su sucesor el vicepresidente Jorge Pacheco Areco, un político con escasos antecedentes que no tardó en mostrar su inclinación, enfrentando los graves problemas que heredó con violencia cuando lo creyó necesario y autoritarismo en su relación con actores sociales y sectores partidarios —estos últimos encarnados en el Parlamento—. El uso constante que hizo desde junio de 1968 del recurso de emergencia que la constitución restrictivamente designa medidas prontas de seguridad, lo llevó a adoptar repetidamente y con criterios personalistas, decisiones que no solo respondían a situaciones comprendidas en esta norma, sino también otras guiadas por razones de mera ejecutividad, abarcando un sinfín de ítems de mayor o menor importancia.5 Pacheco exhibió un estilo de gobierno con aires de supremo poco practicado, contrastante con la cultura de pares entre políticos profesionales que en Uruguay llega hasta la primera magistratura y el gabinete. Aparte de ello, algunos del grupo de políticos colorados que lo rodeó, fundando la Unión Nacional Reeleccionista (unr) formaron según acusaciones por hechos de corrupción, una especie de patio de los milagros de la política oriental.6
Lo que en el tono más neutro se podría sostener es que, encarando a su modo la suma de problemas acumulados y la impotencia en que habían caído los partidos gobernantes, el entonces presidente rebasó sistemáticamente sus atributos, instaurando un aleatorio gobierno por decreto no previsto en la carta.7 No obstante, Pacheco y su uso de las medidas prontas de seguridad han sido objeto de justificación o tolerancia en posdictadura, no solo por parte de quienes lo secundaron dentro de su Partido Colorado, sino aún por opositores destacados que antes lo denunciaran por constante violación de la constitución.
Como dijera su antiguo ministro Julio María Sanguinetti, Pacheco es un enigma, antes de la presidencia porque era un político y un ser humano sin realización y después porque trabajó el perfil borroso, quizás como modo de desenvolverse ante acontecimientos que en dictadura no lo favorecían y en democracia lo dejaron en segundo plano, a lo que no se había acostumbrado cuando visiblemente gozaba de los bienes simbólicos y materiales del poder. La faceta de buen muchacho que antes de la presidencia le reconocían camaradas de la vida bohemia y que Chagas y Trullen han tratado de avivar en un libro revisionista, resurgió en posdictadura, cuando evitando ser factor de polarización se dedicó con su grupo a apuntalar la gobernabilidad dentro de una perspectiva conservadora.
En una mirada menos condescendiente, Pacheco —y para eso vale remontarse a las discusiones de época— aparte de infractor de la constitución era un aliado y realizador de elevados intereses espurios, así como un castigador de trabajadores y estudiantes en rebeldía, en cuyo gobierno se practicó la tortura policial contra detenidos políticos. Para otros podía ser un decidido impulsor de amargas reformas que el país requería, pero que más de un político tradicional prefería no asociar a su nombre, celebrando que Pacheco fuera quien se ensuciara las manos, sin calcular que pudiera jugar con cartas marcadas, como cuando lanzó en 1971 su candidatura a la reelección desafiando una vez más el texto constitucional. Fracasó, pero con un nivel de alta votación popular que le auguraba un futuro político. El gobierno de Juan María Bordaberry entrante en 1972, debió forcejear con la oposición nacionalista para que se le permitiera salir del territorio en calidad de embajador, antes de que se cerrara el plazo de residencia. Paralelamente se le vinculó por testigos, sin que la justicia lo ratificara, al sucio asunto administrativo llamado ute-sercobe, por el que fueron investigados conocidos, algún pariente y cercanos excolaboradores.
El discurrir de Pacheco durante su gobierno fue derivando a un duelo con la guerrilla urbana guevarista constituida por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (mln-t o mln a secas) en un principio por necesidad y luego por conveniencia política, al descubrir en las consignas de “orden versus subversión” y “defensa de nuestro estilo de vida”, un mecanismo redituable para ganar consensos, constreñir a la oposición dentro de los partidos tradicionales y contrapesar el crecimiento de la izquierda legal sobre todo a partir de la fundación del Frente Amplio (FA) en 1971. Los tupamaros, que eran un grupo con ciertas expectativas pero poco desarrollo hasta 1968, crecieron bajo el gobierno de Pacheco a costa de un descontento extendido y un movimiento juvenil muy aguerrido. Algunos políticos tradicionales culparon al presidente por haber desenvuelto una torpe política represiva. Pero Pacheco acabó viendo en el asunto una oportunidad de crecer electoralmente. En los debate de posdictadura, más de un vocero de la política tradicional ha reclamado airadamente por una distorsión de la historia, según la cual la izquierda culturalmente hegemónica relata que los tupamaros se levantaron contra una dictadura o algo parecido, cuando en 1963 regía un constitucional (aunque ineficiente) Consejo Nacional de Gobierno.8 En la misma medida podría decirse que tampoco Pacheco luchaba al principio con sus medidas de seguridad contra los tupamaros, que es otra desinformación que a veces ronda por el foro a cuenta de seguidores de los partidos tradicionales. No les daba tanta importancia porque en 1967-1968 eran un asunto sobre todo de la policía, que era bastante capaz de detectarlos y capturarlos, pero a menudo se le escapaban por la puerta del fondo, o eran liberados a corto plazo por un poder judicial garantista, según se reclamaría en un duro cuestionamiento encabezado al final de su mandato por el mismo Pacheco y que, cambiadas las circunstancias y el gobierno, conduciría a partir de 1972 a terminar con la independencia judicial aún en lo civil.
El Ejecutivo pachequista implantó lo que serían sempiternas medidas prontas de seguridad en 1968, usándolas para cambiar usos y costumbres de la política y la convivencia vernáculas,9 señalando como principales rivales no a los todavía escasos tupamaros que la policía rastreaba en sus “cantones”, sino a dos movimientos sociales: el sindicalismo y el estudiantado. En particular para tener las manos libres a efectos de implantar un programa dirigido a contener la inflación, intervenir entes públicos, frenar el aumento de salarios, reprimir masivamente la protesta laboral y centralizar la negociación colectiva. Recién a mediados de 1969 y más decididamente en 1970, empezó a invocar —no sin cierta razón— el crecimiento del mln como una amenaza para lo que llamaba “mi gobierno” (estrictamente no era suyo sino del consejo de ministros). Lo capitalizó, mientras combinaba acuerdos y enfrentamientos con un Parlamento limitado en el uso de sus facultades, donde algunos políticos nacionalistas, disidentes colorados y otros de izquierda, reclamaban por el avance desmedido del presidencialismo, que al principio parecía ubicarse sobre los partidos para luego, en 1971, mutar en un subgrupo electoral colorado a favor de un candidato a la presidencia que corría con la ventaja de estar ya en el puesto. Cosa que la constitución había querido impedir prohibiendo la reelección presidencial inmediata.
No pudiendo reelegirse Pacheco apoyó para sucederlo a Juan María Bordaberry, un hacendado y oscuro no-político perteneciente al movimiento ruralista de Benito Nardone (1906-1964)10 en quien confió más que por su honradez administrativa, por quizás atraerle votos del interior y cubrirle una suerte de interinato, mientras volvía por la Presidencia que esperaba ganar en las elecciones de 1976. Apuesta arriesgada que en el pasado solo le había funcionado a José Batlle y Ordóñez con su sucesor Claudio Williman (1907-1911);11 no le resultó a Julio Herrera y Obes, que en 1894 no pudo evitar la elección de Juan Idiarte Borda con resultados nefastos incluso para el agraciado; ni a Luis Batlle Berres, que recibió de Andrés Martínez Trueba el presente griego de la constitución colegialista de 1952.
Meses antes de partir Pacheco había tomado la que quizás sería la decisión más trascendental de su carrera: encargar a las Fuerzas Armadas (ff. aa.) el control de la subversión, quebrando una tradición septuagenaria de no inmiscuir a militares activos en asuntos internos.
En un año de diez meses (porque los presidentes asumen el primero de marzo) el país se despeñó con Bordaberry en el correr de 1972: altísima inflación, caída como nunca del salario real, escasez hasta de bienes básicos de producción nacional como harina de trigo y carne vacuna, e intervención militar en un grado que el país no había padecido ni siquiera bajo el llamado Militarismo del siglo xix. Esto último en respuesta a una serie de atentados tupamaros el 14 de abril de 1972, que produjeron a pedido del gobierno y consentimiento del Parlamento un par de mecanismos extraconstitucionales: el estado de guerra interna y su virtual formalización posterior en la Ley de Seguridad del Estado (lse). Frankenstein jurídico que pronto amenazaría a quienes lo habían votado, pues las Fuerzas Armadas lo tomaron como fundamento de autonomía política y acción sin trabas. En poco tiempo no tardaron en manifestarse las insubordinaciones, al principio ante denuncias en el Legislativo por abusos contra derechos humanos, de intensidad desconocida en Uruguay aun para patrones de los años precedentes, y luego porque los militares movilizados empezaron a sentirse engañados o usados por los partidos tradicionales, y algunos entablaron negociaciones y colaboración más o menos forzada con detenidos tupamaros en su poder, con visos de conspiración política.12 Entre tanto la victoria pírrica del reeleccionismo fruto de la maniobra pachequista, había dejado en funciones un gobierno muy débil, que fuera del combate a los tupamaros no lograba entablar ningún consenso con la oposición nacionalista ni lo buscaba con el Frente Amplio de izquierda. En octubre de 1972 estos y otros movimientos subterráneos sacudieron la superficie, cuando el Ejército a raíz de otro asunto de derechos humanos se rebeló abiertamente contra el Poder Ejecutivo, y pocos después las ff. aa. detuvieron y sometieron a corte marcial a Jorge Batlle, heredero del ilustre apellido, sospechoso de maniobra financiera ilícita y líder de uno de los sectores más importantes del Partido Colorado, cuyos miembros integraban el gabinete que luchaba a la par de los militares contra la subversión. Misma que según la tesis castrense inaugurada podía abarcar a un número indefinido de delitos reales o imaginados, justificando la intervención sin límites precisos del instituto armado de acuerdo con una fantasiosa doctrina de Seguridad Nacional, apelando a la justicia militar habilitada para civiles por la Ley de Seguridad del Estado. La aleatoriedad estrenada por Pacheco escaló a un nivel de mayor incertidumbre, jugando en el tapete al conjunto del sistema institucional. Con lo que se trastocó más que antes el escenario político, pues el ataque a los partidos tradicionales parecía concederle un respiro a la izquierda coaligada en el Frente Amplio, amenazada por la crispación de la política y las acusaciones de connivencia con los tupamaros. Los principales partidos integrantes del Frente empezaron a albergar esperanzas y simpatías en función de un supuesto progresismo castrense (bautizado peruanismo en alusión al gobierno militar reformista existente en Perú) que según filtraciones de oficiales amigos, más un recurrente lobby de la inteligencia militar a cargo del legendario y tal vez sobrevalorado coronel Ramón Trabal, podría abrirse camino en el seno de las ff. aa.
No faltaban personalidades ni ideas en el espectro político, mas asimilaba un mosaico antes que un sistema, debido a los desacuerdos y enfrentamientos agravados por la crisis económica y el decaimiento institucional. Zubillaga y Pérez han hablado de una “democracia atacada”, pero sucede que la mayoría de los contendientes pensaba estar luchando por su versión de la democracia.13 Eran muy pocos a soñar con una revolución fascista de opereta y muchos aunque en minoría, los que buscaban una vía corta al socialismo.14 Frecuente era en cambio la acusación de que lo que postulaba el otro como democracia era una dictadura. Sería por eso quizás adecuado usar el antiguo término griego de stasis: separación, escisión, con efectos de conflicto, violencia, desconfianza recíproca y suspensión o abolición de las leyes “de las que depende la esperanza de salvarse cuando van mal las cosas”.15
Tal era el panorama entre fines de 1972 y comienzos de 1973, fecha en que comienza nuestro trabajo. Sin dejar de preocuparse por la situación, ni los políticos tradicionales ni los de izquierda, menos la ciudadanía, tenían claro lo que seguiría, y continuaba cada quien con sus reclamos y aspiraciones encontradas.
Lo que seguiría, a partir del alzamiento militar de febrero de 1973, sería el inicio de un nuevo “Gobierno del motín”, hubiera dicho de estar vivo Eduardo Acevedo.16
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El tiempo transcurre y sucesos, instituciones y personas que estuvieron vigentes pueden ser olvidados en mayor o menor grado. Por tal motivo, para una mejor comprensión de las páginas que siguen, listaremos muy sucintamente como en un elenco dramático, algunos de los sectores partidarios relevantes y nombres de sus principales dirigentes de entonces, sin quitar importancia a los muchos que no son aquí mencionados y aparecerán en sucesivos capítulos.
I. Dentro del Partido Colorado:
—La Unión Nacional Reeleccionista (unr) dirigida por el expresidente Jorge Pacheco Areco embajador en España a partir de 1972 y por tanto ausente en 1973. Un núcleo de avezados, pero a menudo moralmente cuestionados políticos colorados lo secundaban. El sector provenía de una recomposición de los grupos que condujeran a la presidencia en 1967 al general retirado Oscar D. Gestido (muerto ese mismo año) a los que se agregaban políticos salidos de otros sectores colorados. Fue el más votado dentro del partido y —polémicamente— en todo el país en 1971, granjeándole a Bordaberry la presidencia gracias al triple voto simultáneo por lista, sublema y lema,17 al no juntarse la cantidad de votos necesaria para la reelección de Pacheco. De la prensa diaria el matutino La Mañana y el vespertino El Diario le respondían.
—Unidad y Reforma (UyR) con la lista electoral 15 (por lo cual a menudo identificaremos a este sector también como lista 15 o quincismo)18 era encabezada por dos todavía jóvenes pero fogueados dirigentes: Jorge Batlle y Julio María Sanguinetti. El primero, ganador en competencia abierta del liderazgo de este grupo que había sido de su padre, Luis Batlle Berres, sería foco de discusiones, acusaciones y rupturas: un ave de tempestades no siempre elegidas. Su prédica consistía en que Uruguay vivía de espaldas al mundo, debía abandonar su apego al pasado y modernizarse, obedeciendo a una realidad que ya no era la del batllismo benefactor de la primera mitad del siglo. Se vinculaba por tanto a la abolición del colegiado y a los programas de ajuste económico y liberalización comercial. Era propietario y director del vespertino Acción.19 Los quincistas sumados a los reeleccionistas, integraban el Acuerdo Nacional interpartidario que se formó en 1972 con legisladores colorados y de la minoría blanca, en apoyo a las políticas del gobierno. Sus miembros se autodenominaban sin que ello fuera denigrante “acuerdistas”, como también les llamaba la oposición con ánimo crítico.
—Por la Unión del Partido, con la lista 315, más que un sublema una persona: el senador Amílcar Vasconcellos, el último auténtico batllista según Wilson Ferreira Aldunate. En el tramo de 1968 a 1973, político con votos menguantes y ciudadano en su mejor hora. Opuesto a Pacheco, a Bordaberry y a los militares golpistas, en tanto colegialista ortodoxo era enemigo de la reforma constitucional de 1967, en lo que coincidía con el matutino El Día de alta circulación, propiedad de los descendientes de José Batlle y Ordóñez. (Pero tanto José como Luis Batlle hubieran preferido el gobierno colegiado de un solo partido, antes que las fórmulas de cogobierno bipartidista pactadas en 1918 y 1952.)
II. Dentro del Partido Nacional o Partido Blanco:
—Por la Patria (plp, sublema que tomó la consigna que fuera del caudillo blanco Aparicio Saravia y antes del héroe nacional José Artigas). Lista 4, pero más evocadora que el número es la personalidad brillante de Wilson Ferreira Aldunate, que a partir de 1970 lograría una reagrupación partidaria si no completa muy abarcadora, difícil en décadas anteriores. Como si hubiera aprendido en carisma y pasión de Luis Alberto de Herrera a quien no conoció personalmente, pero su ideario democrático y desarrollista era distinto y no polarizaba ni generaba rechazos tan fuertes en la minoría del lema, a la que también benefició por la acumulación de votos en 1971. Adoptó desde su campaña del mismo año, la modalidad brasileña de que el líder fuera llamado preferentemente por su nombre de pila antes que por su apellido (simplemente Wilson).
—Movimiento Nacional de Rocha, mnr (o solo Movimiento de Rocha) fundado por el extinto Javier Barrios Amorín, con fuerte impronta en la moralidad personal y política. Su principal dirigente era el maestro Carlos Julio Pereyra, compañero de fórmula electoral (en tanto candidato a la vicepresidencia) de Ferreira Aldunate en 1971. En las páginas que siguen distinguiremos a menudo las opiniones de uno y otro, pero dadas las fuertes coincidencias, hablaremos también de ferreirismo abrazando posturas de sus dos agrupaciones en conjunto. No tenían ambas un diario que les respondiera, sino una publicación periódica crítica, Opinión Nacionalista. La convicción del ferreirismo expresada por el Honorable Directorio del Partido Nacional en que predominaba, era que el reeleccionismo le había arrebatado mediante fraude el triunfo electoral de 1971, pero reivindicando que su intransigencia con Bordaberry no era solo por esto, sino porque el presidente era incapaz de dialogar en función de un programa que convocara a todos los partidos del país.
—Unión Nacional Blanca (unb) lista 400 de los hermanos Wáshington y Enrique Beltrán —senador y diputado respectivamente— descendiente a grandes rasgos de los blancos independientes separados del partido en 1931 (y vueltos a él por iniciativa de los Beltrán entre 1954 y 1958). Grupo especialmente representativo de votantes de clase media y alta urbanas, con énfasis en la honradez y la legalidad, estaba siendo largamente rebasado por el liderazgo de Ferreira que antes perteneciera a sus filas. Sin embargo tendría una participación significativa en las definiciones del Parlamento en contra del golpismo de Bordaberry, no obstante ser integrante del Acuerdo Nacional en apoyo a las políticas oficiales. Presidente rotativo por un año del último Consejo Nacional de Gobierno en 1965-1966, Wáshington Beltrán describiría en un libro de memorias como una política de buena voluntad basada en la colaboración entre los dos partidos tradicionales resultaba imposible en Uruguay. Era solo codirector del matutino nacionalista El País de elevada circulación, por lo que el diario no respondía estrictamente o siempre a sus opiniones. Manteniendo sus diferencias, la unb había concurrido en 1971 como sublema tras la candidatura presidencial de Ferreira Aldunate.
—Alianza Nacionalista, grupo herrerista liderado por el anciano Martín R. Echegoyen, de reconocida cultura jurídica y citas en latín que le hicieran objeto de broma por los menos letrados. En el pasado brazo derecho de Herrera y en el presente oscilante cuando no claudicante, en función de una óptica conservadora, pero sobre todo por lo que entendía como política de coparticipación en el gobierno a toda costa, que le llevaría a integrar con su sector el Acuerdo Nacional de 1972 y en 1973 a ser presidente del Consejo de Estado de la dictadura. Y por ello intransigente opositor a la abolición del Ejecutivo colegiado y del tres y dos en la dirección de los entes públicos,20 no dejando de señalar el error fatal que en su opinión significara la reforma constitucional de 1967.
—Aliado al anterior pero con personalidad propia, el Movimiento Herrera-Heber de los hermanos Alberto (Titito, en los ambientes familiar y político) y Mario Heber Usher, el primero perdido en un rumbo incoherente, el segundo empeñado más seriamente junto con su joven colaborador Luis Alberto Lacalle (nieto de Herrera) en la recuperación del declinante herrerismo. A diferencia de la Alianza, este sector había llevado una fuerte política de cuestionamiento del gobierno de Pacheco. A sus filas habían pertenecido otros políticos como Walter Santoro y Héctor Gutiérrez Ruiz, que luego pasarían a Por la Patria al lado de Ferreira. Integrante del Acuerdo Nacional, el Movimiento no tenía un medio periodístico propio tras el cierre de El Debate que fundara Herrera, pero al igual que otros grupos nacionalistas podía recurrir eventualmente a El País, donde mantenía una sección fija controlada por Alberto Heber. El candidato presidencial de ambos sectores herreristas en 1971 había sido el general conservador retirado Oscar Mario Aguerrondo, que había obtenido una minoritaria pero significativa votación.
III. La izquierda estaba casi totalmente concentrada desde 1971 en el Frente Amplio (fa). Con poca autocrítica políticos tradicionales calificarían a la coalición de “colcha de retazos”, dada la variedad de fuerzas conjugadas; como si el Partido Nacional no se hubiera fracturado durante décadas porque los blancos no se soportaban dentro de un mismo lema y el Partido Colorado no hubiera perdido las decisivas elecciones de 1958, entre otras causas por la guerrilla civil de los grupos batllistas enemistados. Como si Batlle y Ordóñez no hubiera sufrido la más fuerte oposición de excolaboradores y correligionarios que contribuyeron a su derrota en 1916, y Herrera no hubiera tenido un permanente adversario en Juan Andrés Ramírez y otros blancos independientes.
En cambio el Frente Amplio trató de subsanar las críticas que dirigía la izquierda a los tradicionales, no solo por razones ideológicas y programáticas, sino también organizativas. La unidad que aquellos mantenían gracias a la ley de lemas que los obligaba a juntarse para acumular votos, la buscó el Frente adoptando el compromiso de tomar decisiones unificadas por medio de autoridades comunes y un programa compartido. Cosa que blancos y colorados difícilmente habían logrado en forma sostenida a lo largo de su historia, sustentando el juicio, incluso en propias filas, de que no eran verdaderos partidos sino laxas alianzas. El fa mantuvo la acumulación de votos por sublemas, pero presentando candidatos únicos a la presidencia, vicepresidencia e intendencias departamentales.21 Su heterogeneidad se compensaba en la medida en que partía de la izquierda histórica, que tenía diferencias y polémicas cristalizadas en ideas y organizaciones, pero también confluencia de orientaciones; a la que se sumaban el Partido Demócrata Cristiano y grupos disidentes de los partidos tradicionales igualmente izquierdizados, y que se izquierdizarían más al calor del acuerdo. Mucho influía para la unión de 1971 algo decisivo en política que los críticos no contemplaban: el agrupamiento por encima de diferencias frente a lo que se percibía como un peligro mayor y un enemigo común perfilado en años anteriores.
Entre diversos y entusiastas sectores reunidos por el Frente Amplio, destacarían por su poder de convocatoria el Partido Comunista del Uruguay (pc o pcu) encabezado por su primer secretario Rodney Arismendi, muy completo en tanto dirigente partidario, parlamentario de larga data y teórico marxista-leninista, acompañado por cuadros políticos y sindicales no menos experimentados;22 el Partido Demócrata Cristiano (pdc) con su principal dirigente Juan Pablo Terra y una juventud radicalizada; así como el disminuido, pero todavía influyente Partido Socialista (ps) más el singular exherrerista y ultraizquierdista Enrique Erro, que regresaría de la nada o algo similar para constituir la tercera fuerza en votos de la coalición. Y como invitado de piedra el mln-Tupamaros, a la vez en la clandestinidad y la legalidad, con su Movimiento de Independientes 26 de Marzo (M-26) que congregaría una pujante y numerosa fuerza militante particularmente juvenil, que el Frente pese a declararse por la constitución no rechazaría, en aras de la unidad sin exclusiones y con la esperanza de lograr la pacificación una vez ganado el gobierno (perspectiva que no compartía el mln, pese a su disposición igualmente unitaria).
Dentro de un nutrido contingente de líderes partidarios el Frente Amplio tenía cinco senadores: Enrique Rodríguez del Partido Comunista (sublema fidel, lista 1001), Francisco Rodríguez Camusso —otro exherrerista— también de la subcoalición fidel-1001,23 Juan Pablo Terra del pdc, Enrique Erro del sublema Patria Grande24 y por último Zelmar Michelini, batllista de izquierda y un hito en la historia parlamentaria de Uruguay. El fa contaba a su favor con un semanario independiente de gran circulación —Marcha— y tres cotidianos: el democristiano Ahora, el comunista El Popular —ambos matutinos— y el vespertino Última Hora, que reunía en su Consejo Director a personalidades de distintas denominaciones de izquierda.
El presidente del fa, general retirado Líber Seregni, sería en vida un político heroico y un militar ejemplar, pero ello no le libraría de padecer y ser punto de concentración de las graves tensiones, dilemas y contradicciones a que se vería sometido el Frente Amplio en 1973.
De los antes nombrados algunos llegarían a ser presidentes en posdictadura: Julio María Sanguinetti (en dos ocasiones) Luis Alberto Lacalle y Jorge Batlle. También José Mujica, que en 1973 era un tupamaro de segunda importancia en prisión.
IV. Además de los partidos habrá que considerar por último (aunque no como lo menor) a la Convención Nacional de Trabajadores (cnt) formada entre 1964 y 1966, que agrupaba a la gran mayoría de las fuerzas sindicales del país, unificando a trabajadores de los sectores público y privado, obreros y empleados, en una fuerza política de gran magnitud, no limitada al gremialismo económico. Se identificaba con la izquierda, si bien por estatutos no tenía afiliación partidaria y su extensa base abarcaba a agremiados de muy variada orientación política. Reivindicaba comprender a unos 400 000 o 500 000 trabajadores (en un país de menos de tres millones de habitantes) aunque es difícil verificar esta cifra. No era incompatible la doble militancia, partidaria y gremial. El presidente de la cnt José D’Elía no pertenecía a ningún partido, pero la mayoría de la dirección colectiva era de orientación comunista.
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Para la elaboración de este trabajo recurrimos a una ingente suma de fuentes que se detalla al final, pero prestando particular atención a la prensa de la época, que a menudo se menciona por sus diferentes nombres en el texto principal y no solo en las notas, tomando en cuenta que aun teniendo sus medios una afiliación partidaria (así era en Uruguay) la prensa significa en el proceso político un actor aparte. El enfoque elegido es reconstructivo y por tanto narrativo. Aquí y allá el autor no oculta sus opiniones, mas ha tratado de formularlas de modo que quien no las comparta pueda de todos modos servirse de la información.
Agradecemos a Silvia Dutrénit habernos convencido de dar fin a esta obra (cuando otras veces había sucedido lo contrario) y a Gerardo Caetano el apoyo para su publicación. Igualmente a los funcionarios de la Biblioteca Nacional y de la Biblioteca del Palacio Legislativo de Uruguay, así como de la sala de lectura de periódicos de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y de los Archivos Nacionales de Francia (Sede Pierrefitte-sur-Seine); a Sandra Pintos en el Archivo del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (ceiu) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, y a Sonia Zenteno, Flavia Bonasso y Raquel Sánchez por su contribución a la edición.