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II. JÓVENES EN LA FRONTERA

Transitar los no-lugares para resignificar el viaje

Paula Durán Monfort y Araceli Muñoz García

Universitat de Barcelona

Si tú supieras lo difícil que es caminar por este sendero […]

Si tú supieras lo difícil que es sentirse sólo mientras duermes en las vías […]

Tengo derecho de luchar por mi vida donde quiera porque al igual que tú

soy un ser humano […]

Si tú supieras de mí…

Si pudiera, cambiaría las fronteras y seríamos libres para cruzar.

Junior, 2013

1. Apuntes para una introducción

El capítulo aquí presentado se centra, desde una perspectiva epistemológica, en la construcción social que la sociedad de recepción elabora sobre los menores o jóvenes que realizan el viaje migratorio de manera autónoma. Esta realidad social, que comenzó a emerger en los años noventa (Quiroga, Alonso, Sòria, 2010), se ha consolidado y convierte a estas nuevas generaciones en un actor migratorio, poniendo en contradicción el propio sistema normativo e institucional (Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011).

Proponemos compartir, desde un enfoque crítico, un proceso de deconstrucción del relato hegemónico que existe en nuestra sociedad sobre las migraciones y sobre los jóvenes migrantes, como epifenómeno de esta realidad más global (Jiménez Álvarez, 2019). La problematización de la movilidad humana, como abordaremos, contribuye a la elaboración de un imaginario negativo sobre el desplazamiento poblacional que se produce desde el Sur al Norte Global, cuando este ha sido una constante a lo largo de la historia (Kolgan Valderrama, 2019).

Identificar el mecanismo que opera en la naturalización y efectividad de esta representación resulta importante. Si tenemos en cuenta cómo este proceso de construcción encuentra su eco y legitima los discursos políticos, las normativas, las prácticas institucionales y las acciones cotidianas que se dirigen hacia los jóvenes, los atraviesan, y perpetúa las dinámicas de desigualdad en la que se encuentran insertos.

En este contexto, resulta importante abordar el rol que el conocimiento denominado experto ha desempeñado en la legitimación de dichos modelos representacionales. El texto que proponemos pretende abrir, más que cerrar de manera conclusiva, interrogantes sobre el efecto de estos marcos cognitivos y proponer elementos reflexivos que nos permitan repensar la utilidad social de la investigación y la aplicabilidad del conocimiento que producimos en los espacios académicos, para que pueda tener una perspectiva transformadora (López Fernández, 2017), ya que en definitiva el Trabajo social se ocupa o incide en promover estos procesos.

Planteamos, por tanto, no sólo identificar los mecanismos epistemológicos que se articulan en nuestro contexto para representar la realidad migratoria de los jóvenes desde una perspectiva problematizadora que incide en el abordaje político, institucional y cotidiano de esta realidad, sino también reivindicar el reconocimiento de estos jóvenes como actores con estrategias, valentía y fuerza para vivir esta experiencia.

2. Movilidad humana, diferencia(s) y fronteras

La frontera tiende a expandirse: explosiona en subcontratas a terceros países e implosiona en fronteras interiores, en dispositivos de control, en detenciones y desapariciones...; es decir, tiende a ocupar la totalidad del sistema y a devenir centro. […] Un tercer olvido consiste en aplicar a las personas la etiqueta «inmigrante», construir su correspondiente imaginario, y encerrarlas en él... sin re(cor)dar que en realidad todos y todas migramos entre territorios, espacios, tiempo y conocimiento.

Abu Ali, 2016

La construcción del «menor extranjero no acompañado», como ha desarrollado Mercedes Jiménez Álvarez en el capítulo anterior, constituye una categoría para denominar a los niños y jóvenes que realizan el viaje migratorio de manera autónoma, lo que comienza a estar presente en la normativa europea, en el discurso institucional y en el imaginario colectivo a partir de los años noventa. Articula un proceso de definición y representación que se encuentra fuertemente influenciado por la perspectiva jurídica. Si bien esta aproximación la desarrolla con profundidad Elena Arce en el capítulo 5, haremos referencia a algunas cuestiones que nos permitan analizar la relación entre los marcos normativos y la elaboración del imaginario sobre los jóvenes.

El Consejo de la Unión Europea de 1997 los define como «niños y adolescentes menores de dieciocho años, nacionales de terceros países, que se encuentran en el país receptor sin la protección de un familiar o adulto responsable que habitualmente se hace cargo de su cuidado, ya sea legalmente o con arreglo a los usos y costumbres» (Durán Ruiz, 2011: 9). Su consideración en un país de destino como España[1] se establece en base a una doble condición: como menores se plantea su protección en un contexto legislativo dirigido a la infancia, independientemente de su origen, que contempla con especial atención las situaciones de desamparo y vulnerabilidad, tal como recoge la Convención de los Derechos de los Niños (Suárez-Navaz, 2006). Sin embargo, como migrantes se encuentran afectados por una legislación en materia de extranjería, que regula su movilidad y niega el reconocimiento de sus derechos (Ruiz Mosquera, Palma García y Vives González, 2019: 33; Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011: 11).

Esta ambivalencia, que coexiste al mismo tiempo en los jóvenes al ser considerados «sujetos de protección y objetos de control» (Hadjab Boudiaf, 2016: 32), problematiza su permanencia en los países de destino, ya que refleja las contradicciones del sistema legal que impera (Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011), lo que supone la inserción de los jóvenes en un proceso de triple vulnerabilidad, como señalan Bicocchi y LeVoy (2008). En primer lugar, como niños que se encuentran separados (espacialmente) de sus familias[2] y no tienen un referente adulto en el contexto de recepción; en segundo lugar, como personas migrantes y, finalmente, por la situación de irregularidad administrativa que viven, que limita su acceso a los derechos sociales básicos, dificulta su participación social y favorece los itinerarios de precarización.

Prima, por tanto, «la lógica de la seguridad sobre la lógica de la protección» (Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011: 13), basada, como señalan estas mismas autoras, en una construcción política e ideológica de los jóvenes como migrantes que potencia el proceso de exclusión de este colectivo.

Abordar, por tanto, los mecanismos que producen la generación de estas dinámicas de desigualdad constituye el objetivo de este texto. Nos parece importante identificar cómo opera este dispositivo, cómo se concreta en normativas y prácticas institucionales, cómo se naturaliza y hace efectivo, y cómo adquiere legitimidad. Porque visibilizar los dispositivos de control que se ejercen sobre los sujetos movilizados permite no sólo cuestionar su conversión en regímenes de verdad, sino también plantear su deconstrucción para resignificar el viaje a partir de los saberes y experiencias de los jóvenes, al mismo tiempo que permite reivindicar el necesario reconocimiento de sus derechos.

Esta propuesta debe contemplar el análisis, desde una perspectiva crítica, de la dimensión ontológica que identifica la representación hegemónica que existe sobre los jóvenes migrantes en los contextos de recepción. Contemplar esta aproximación resulta importante porque estas formas de categorización son la base de los discursos y las prácticas existentes en una sociedad y configuran, por tanto, la forma en que se establecen las interacciones y las relaciones en este contexto social (Harrits y Møller, 2011; Vasilachis de Gialdino, 2011). Esto implica que las construcciones que se elaboran constituyen un hecho social y terminan por transformar la propia realidad que están representando (Jenkins, 2000).

La construcción negativa que existe sobre la migración de la población adulta ha sido abordada por diferentes autores (Santamaría, 2011; Sebastiani, 2015; De Lucas, 2012, entre otros) y se concreta igualmente en la figura de los jóvenes (Hadjab Boudiaf, 2016) al asociar esta movilidad con la migración irregular y no comunitaria, que recuerda los fantasmas del pasado colonial[3]. Esta consideración se construye en base al discurso que plantea como la presencia de la población migrante y de los jóvenes es cada vez mayor, tiene carácter de permanencia y se instala en el contexto de recepción (Sebastiani, 2015). Lo que alimenta de manera global el imaginario de invasión (De Lucas, 1996) y favorece la perspectiva de que las migraciones constituyen una amenaza para la cohesión social y los valores nacionales. Se construye, así, a la población migrante y a los jóvenes, como un «peligro interior» (Santamaría, 2002: 120-121) para las sociedades de destino, que puede generar desorden social ante la diferencia cultural que representan las personas que provienen de países de África, Asia y América Latina.

Estas metáforas militarizadas (Santamaría, 2002) que «previenen» de la peligrosidad y el conflicto que puede producir la diferencia cultural, se alimentan de la imagen que transmiten los medios de comunicación, al mismo tiempo que reflejan y perpetúan el imaginario construido sobre las migraciones. Un artículo publicado en el diario El País hacía referencia a la importancia que en la representación de los jóvenes migrantes tenían las noticias falsas que se distribuían y circulaban por las redes sociales, y que favorecía su vinculación y asociación con actos delictivos, cuando, por el contrario, no hay datos estadísticos oficiales que establezcan una relación directa (Martín, 2019; García España, 2017). Sin embargo, constituye un tema recurrente en los medios de comunicación, que también se relaciona con las personas migrantes adultas y que, como plantea Van Dijk (2008) alimenta la consideración social de que la movilidad humana, y específicamente la que se produce desde el Sur al Norte global, constituye un problema, obviando el enriquecimiento que supone para las sociedades de recepción.

Estos discursos afectan de forma directa al proceso de inclusión de estos jóvenes, y orientan la mirada e influyen en la atención que plantean las instituciones (Epelde Juaristi, 2017), que ponen un mayor énfasis en el control y la regulación de la migración, que en la protección de sus derechos como menores (Moreno Márquez, 2012).

La persona que migra se convierte, en este contexto, en el paradigma de la alteridad radical (Santamaría, 2011; Sebastiani, 2015), que establece una frontera simbólica entre la población migrante y la población autóctona : «el “problema” no somos “nosotros”, sino “ellos”. “Nosotros” simbolizamos la buena vida que “ellos” amenazan con socavar, y esto se debe a que “ellos” son extranjeros y culturalmente “diferentes”» (Stolcke, 1995: 2).

La población migrante es representada, así, como un espejo invertido de la sociedad de recepción (Esteva, 2000). La diferencia, ya sea cultural, religiosa o económica que encarnan esas otras-sociedades con respecto al modelo original (Lutz et al., 1996: 5, cit. en Braidotti, 2015: 210); se convierte en un elemento central en la construcción de la otredad (Nash, 2005). Este abordaje dicotómico –«nosotros vs. los otros», «autóctonos vs. inmigrantes», «ciudadano vs. extranjero»– simplifica la realidad a partir de categorías binarias, autoexcluyentes, que sitúan de manera opuesta a ambas poblaciones.

Esta perspectiva dual, definitoria del positivismo, se construye de manera relacional para legitimar únicamente la entidad de quien ocupa una posición de superioridad, en torno a categorías que representan la pertenencia a la propia sociedad: «nosotros», «autóctonos» o «ciudadanos». Un poder que favorece entonces la clasificación diferencial de los jóvenes migrantes a partir de un mecanismo, de naturaleza estructural, que justifica entonces su «natural» lugar de inferioridad, atribuida al construir taxonomías poblacionales que clasifican a los diferentes grupos humanos de manera jerárquica con respecto a quien ejerce la dominación (Maroto Blanco y López Fernández, 2019).

Se produce entonces la institucionalización de determinadas representaciones, siguiendo la perspectiva teórica de Berger y Luckmann (1988), que articulan unos modelos explicativos sobre los jóvenes migrantes, que responden así a los intereses del grupo dominante (Moscoso, 2018a). Este proceso que se modula de manera subversiva y silenciosa, garantiza su efectividad al favorecer su incorporación en el imaginario colectivo. Su interiorización y asunción como un modelo válido limita de manera importante su cuestionamiento.

Esta forma de representar a los jóvenes como los «otros» constituye, a su vez, un proceso homogeneizador de etiquetaje que los define en base a un único elemento posible: el viaje migratorio, que totaliza esa identidad reconstruida, invisibilizando la pluralidad de elementos que los define, y alentando la mirada estereotipada sobre ellos, cuando forma parte de un colectivo heterogéneo que presenta una diversidad de situaciones y particularidades (Quiroga y Sòria, 2010).

Este ejercicio ontológico no sólo establece la atribución de una serie de rasgos comunes, características o comportamientos que se presuponen identificables de todo el grupo o comunidad, lo que constituye, en palabras de Vasilachis de Gialdino (2004), una abstracción conceptual; sino que además constituye una metáfora que legitima la existencia de los jóvenes migrantes en base a la sociedad de recepción.

Por un lado, implica la negación de la capacidad de autorrepresentación que tienen los jóvenes para pensar su propia realidad, para construir su relato, para que este sea válido y coexista con la pluralidad de formas de ver y vivir esa realidad. Y, por otro, convierte un modelo de representación, que se elabora de manera particular en el país de destino, como el único posible. Esta violencia simbólica (Bourdieu, 2000) permite, y ahí radica su efectividad, en que el dominado se piense a sí mismo a partir de los parámetros cognitivos que establece el dominante (Venceslao y Delgado, 2017), lo que puede producir un proceso de autoestigmatización que influye en la construcción de la propia identidad de los jóvenes (Jenkins, 2000) y favorece la adaptabilidad a un sistema que les responsabiliza de su propia situación, obviando que las relaciones de desigualdad que les atraviesan son de carácter estructural.

Este imaginario construido permite así enmarcar a los jóvenes migrantes en un contexto normativo que regula su movilidad. El viejo continente responde ante los desplazamientos globales con la construcción de la Europa fortaleza (Jiménez, 2012), a partir de acuerdos políticos que establecen una normativa a nivel internacional y nacional que limita la libre circulación de las personas que vienen del Sur global, reforzando las fronteras del Norte –a través del Tratado Schengen–; y fomentando la contratación y acción de agencias como Frontex, que velan por los acuerdos a partir de la financiación económica que destinan los Estados europeos.

La expansión de las fronteras (Abu Ali, 2016) esboza, así, la representación cartográfica del mundo y delinea los trazos que establecen los límites entre los países, reproduciendo nuevas formas de dominación. Unas barreras físicas y políticas, cada vez más reforzadas que, sin embargo, se abren en los desplazamientos sin restricciones que se permiten a las personas que pertenecen al Norte global, tanto en este contexto como hacia y en el marco de los países de América Latina, Asia y África.

Estas múltiples líneas abismales (Santos, 2018) confluyen, se yuxtaponen y atraviesan a los jóvenes migrantes. Desprendidos de su subjetividad, desnudados de historia y reconocimiento al atravesar la frontera, son reducidos a cuerpos migrantes (Domenech de la Lastra, 2017). Cuerpos, donde reside la misma frontera, al arriesgar su vida en el viaje y en la diversidad de trayectos que realizan (Moscoso, 2018b). La llegada al país de destino no abre brechas (McAll, 2017) en los múltiples muros que los aíslan. Su presencia en la sociedad de recepción refuerza, por el contrario, las fronteras internas (Suárez-Navaz, 2011) y delimita los lugares inclusivos, los «adentros» de la sociedad, lo común o cotidiano, para reafirmar y reposicionar su lugar en los «afueras», en un espacio ajeno o extraño a la sociedad (Mezzadra y Neilson, 2018; Mora y Montenegro, 2009).

Fuera de lugar, los jóvenes migrantes ocupan un espacio de liminalidad, un espacio difuso, en los bordes, no definido (Lázaro Castellanos, 2014) que concreta la metáfora espacial en una construcción jurídica que legitima, así, el no reconocimiento de su ciudadanía y la negación de su pertenencia como miembros de la sociedad (De Lucas, 2012), al silenciar sus derechos en un marco global.

3. Vidas e historias silenciadas: los jóvenes migrantes

Sólo una voz, la del ocupante, tiene valor, merece ser escuchada. Las otras voces son negadas, acalladas, opacadas. No constituyen sino meros sonidos incapaces de alcanzar un sentido que transforme las razones que esgrimen quienes, se supone, pueden hablar y ser escuchados. Los que creen tener un poder que ninguna voluntad logra quebrar oyen, pero se niegan a escuchar.

Vasilachis de Gialdino, 2011: 134

El abordaje empirista presente en el contexto académico e institucional, que contempla la situación de los jóvenes migrantes (Suárez-Navaz, 2011) desde una perspectiva cuantitativa basada en indicadores como el género, la edad, la nacionalidad, la situación administrativa…, contribuye a la construcción de esta realidad de manera homogénea y generalizadora. La influencia del positivismo ha sido determinante en la utilización de esta perspectiva y en el desarrollo de métodos experimentales que permitieran objetivar el conocimiento de la realidad, ya que, desde este paradigma, el único conocimiento considerado válido es aquel que puede medirse (Santos, 2006). Esto pone en debate la difícil cuestión de medir la diferencia (Blum, 2002).

Y es este tipo de conocimiento, fundamentado científicamente, el que legitima el imaginario hegemónico existente sobre los jóvenes migrantes, como hemos desarrollado en el apartado anterior, y lo convierte en un régimen de verdad, difícilmente cuestionable (Maroto Blanco y López Fernández, 2019). De esta manera, las categorías creadas, que enmarcan a los jóvenes y los clasifican, son presentadas como una realidad objetiva, y se acaban instaurando como mecanismos de poder que perpetúan las relaciones sociales de dominación (Garrow y Hasenfeld, 2017), lo que fundamentan a su vez la necesaria articulación de prácticas institucionales de control.

Es una mirada que a su vez contribuye a la homogeneización de colectivos, como los jóvenes migrantes, con el objetivo de comparar la cantidad y la dimensión del fenómeno (Green, 2006). De esta manera, se deja de lado el tema de la agencia, las relaciones y procesos sociales –nacionales e internacionales– que participan, así como los factores sociohistóricos que contextualizan el hecho migratorio y puedan explicar las posibles causas y consecuencias de este (Garrow y Hasenfeld 2017), lo que favorece la responsabilidad atribuida a los jóvenes de su propia situación, «debiendo asumir en el marco de las relaciones de poder asimétrico cada una de las decisiones tomadas en su nombre» (Del-Sol-Flórez, 2013: 141-142), obviando que para contemplar este hecho social resulta importante realizar el análisis de las desigualdades desde una perspectiva macroestructural.

Este ejercicio epistemológico favorece la deshumanización de los procesos humanos, ya que no permite contemplar la naturaleza de las personas con toda su amplitud, ni posibilita el reconocimiento del punto de vista de los actores sociales, su experiencia y el contexto sociocultural en el que se enmarcan, que resulta indispensable para entender todo fenómeno social. Reduce, así, la compleja situación que viven los jóvenes, que es representada de manera simplificadora a través de una fotografía estática e inamovible, cuando constituye un fenómeno en constante movimiento (Blum, 2002).

Este proceso maximiza, así, la cosificación de las personas, «mediante la aplicación ciega del sentido común sobre los datos producidos» (García Borrego, 2008: 29), desdibuja las biografías y las historias vividas y narradas de los jóvenes migrantes. Santamaría (2011) plantea desde una perspectiva crítica cómo las Ciencias Sociales no han dado importancia a la singularidad cuando abordan el hecho migratorio, en aras de un conocimiento que pretende erigirse como universal.

De igual modo, el conocimiento reconocido para abordar la realidad de los jóvenes migrantes se produce principalmente desde los contextos de recepción. En este sentido, Sayad (1982) plantea cómo existe una abundante literatura sobre la «in-migración». Sin embargo, apenas se ha desarrollado una producción teórica sobre la «e-migración», que contemple a su vez el itinerario desde el lugar de pertenencia, que implicaría entonces reconocer que esta historia, que no sólo es colectiva sino también individual, comienza en las sociedades de origen y tiene múltiples significados para las personas que emprenden el viaje. La ciencia de la «e-migración» carece, por tanto, de autonomía, supeditada a la ciencia de la «in-migración», que reproduce de nuevo esa doble ausencia de la que habla el autor (Sayad, 2010).

De nuevo opera el abordaje dicotómico en el marco de las migraciones y que en este caso articula la variable espacio/tiempo de manera binaria: el «allí» y el «aquí», el «pasado» y el «presente», se autoexcluyen, como señala Sayad (2010), pese a que también son interdependientes. Esta aproximación permite reconstruir el viaje como una trayectoria unilineal que reconoce dos espacios claramente diferenciados. Una concepción que configura siempre un origen, representado por el contexto de pertenencia, y anticipa un itinerario de camino único que culmina en la sociedad de recepción, como lugar de destino. La variable tiempo se representa de manera fragmentada en las distintas etapas del viaje. Atravesar las fronteras físicas y políticas supone para los jóvenes diluir el pasado que atraviesa sus vivencias en el país de origen y en el entorno de pertenencia, con la importante carga emotiva e identitaria que tiene para ellos: «al igual que los niños que migran, realizan un periplo durante el cual se ha de separar de todo lo que ha conocido y cuyo fin último es dejar un lugar, emprender un recorrido y llegar» (Moscoso, 2013: 151).

Esta perspectiva fractura, así, el contínuum histórico para delimitar el pasado vinculado al origen y situarlo en un lado de la línea abismal de Santos[4] (2014), aquel que se construye como no existente o se considera irrelevante. El presente y el futuro vinculado al país de destino adquieren entidad al otro lado de línea. Una distancia creada y recreada del espacio/tiempo de la migración que reproduce y articula la legitimación de este silenciamiento al que se ven abocados los jóvenes: «Somos cuerpos sin historia» (Moscoso, 2018b: 358).

«Mi nombre es Nadie» constituye la metáfora que platea Javier de Lucas (2002) para hacer referencia a la Odisea, que pone de manifiesto, desde una perspectiva crítica, la invisibilización que produce la construcción social de las personas migrantes, que se elabora desde los contextos de recepción y en el marco de las políticas migratorias. Desde esta perspectiva, las voces y experiencias de los jóvenes se invisibilizan, lo que implica la negación de su capacidad cognitiva para significar la propia realidad, que se encuentra encorsetada por las categorizaciones objetivadas que se elaboran desde los marcos institucionales (Vasilachis de Gialdino, 2004) y que comienzan a operativizarse cuando el menor llega a territorio español, se le realiza la prueba de la edad y es tutelado por el organismo autonómico competente.

Estos espacios de las ausencias (Sayad, 2010) se articulan, así, en marcos normativos que contextualizan prácticas institucionales generadoras de control social. Estos jóvenes, conceptualizados como problemáticos, son, así, sometidos a un exhaustivo control, distanciamiento y vigilancia por parte de las instituciones, dificultando su independencia y la autonomía (Del-Sol-Flórez, 2013). Por tanto, las representaciones y categorizaciones existentes sobre un colectivo en la sociedad guardan una estrecha vinculación con las respuestas, actuaciones e intervenciones que las instituciones pueden dar sobre este (Harrits y Møller, 2011).

4. Resignificando el viaje desde otro lugar

El caminante no separa el punto de partida del punto de llegada del viaje porque los viajes son como hilos en los que se establecen conexiones temporales y espaciales que se superponen, se enredan, se cortan, se deshilan o se convierten en hilachas o hilitos, se rompen, se desanudan y a veces se vuelven a anudar. Como los ríos que abren el pecho, se vuelven riachuelos, dialogan con las piedras y las arañas, forman remolinos, avanzan, retornan, vuelven, revuelven.

Moscoso, 2018b: 347

Son diversas las voces que reclaman trascender la imagen peyorativa que se ha construido sobre los jóvenes migrantes en contexto de recepción. Diluir, por tanto, las categorías preestablecidas que los enmarcan y clasifican para construir una narrativa alternativa de esa realidad que permita visibilizar la migración como una oportunidad, donde los jóvenes tienen mucho que enseñarnos y aportar (Del-Sol-Flórez, 2013).

De igual manera, resulta importante visibilizar el hecho de que los jóvenes desarrollan estrategias y elaboran alternativas para moverse en el espacio transnacional (Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011). Una perspectiva desterritorializada que permite desarrollar una nueva mirada sobre la realidad migratoria, como plantea Jiménez Alvárez (en el capítulo 1), para reconocer la autonomía y el protagonismo de estos jóvenes.

Implicaría, por tanto, trascender la problematización y estigmatización hegemónica que los envuelve para visibilizar su capacidad de agencia (Hadjab Boudiaf, 2016), lo que supone reconocer que tienen intereses y objetivos propios que están presentes a lo largo del viaje (Suárez-Navaz, 2006: 37). Poner en valor su resiliencia ante las situaciones de dificultad que se presentan, permite a su vez reivindicar el protagonismo de estos actores en la definición de sus propios itinerarios de viaje y de vida (Suárez-Navaz, 2006).

Repensar el viaje migratorio implica, por tanto, crear y ocupar otros lugares desde donde construir significados alternativos en torno a la experiencia del viaje, que puedan dialogar con la pluralidad de representaciones, discursos y saberes que coexistan en esta realidad. Abrir las brechas en los muros que separan (McAll, 2017) implica entonces redefinir la frontera que atraviesa los cuerpos para traspasar la frontera de nuevo como sujetos.

Es desde la reapropiación de este no-lugar, que silencia, niega derechos y articula procesos de no-existencia donde se construyen nuevas formas de ser y estar que emergen en la lucha cotidiana de los jóvenes por resistir. No solamente desde actos colectivos, sino desde las estrategias individuales que se desarrollan en la vida cotidiana. La migración se convierte en sí misma en una forma de cuestionamiento de la invisibilidad y el silenciamiento impuesto, que no sólo se proyecta en los contextos de recepción, sino que también se dirige hacia los lugares de origen (Suárez-Navaz y Jiménez Álvarez, 2011: 11).

Resistir para existir desde los márgenes (Mezzadra y Neilson, 2018) implica, por tanto, una ruptura con la linealidad que impera en el proceso migratorio. Supone contemplar el viaje como un proceso circular, que produce un borrado de los «orígenes» y los «destinos» para reconstruir el espacio-tiempo en una misma dimensión y en función de múltiples contextos. Esto supone reconocer que la construcción ontológica y epistemológica se produce desde una pluralidad de lugares y, por tanto, también desde los Sures globales, que no son sólo geográficos sino también metafóricos (Santos, 2011).

La historia que ha sido negada se reescribe con más fuerza desde los saberes, voces y experiencias de jóvenes valientes que han arriesgado su vida por un sueño: «¡Basta de hablar de nosotros sin nosotros!» (Asociación de Ex-Menas, 2019).

5. Conclusiones

En este texto se ha planteado la necesidad de una reflexión epistemológica alrededor de los procesos de producción de conocimiento sobre los menores o jóvenes migrantes que realizan el viaje migratorio de manera autónoma, que permita identificar los mecanismos que se articulan en los contextos de recepción para representar la realidad migratoria de estos jóvenes. Explorar la forma en que estos son percibidos y construidos socialmente supone examinar las categorías existentes alrededor de los jóvenes migrantes, las implicaciones que estas clasificaciones comportan, y responder a cuestiones sobre cómo esas categorías son construidas.

También se ha tratado de reflexionar sobre el conocimiento que se produce en los espacios académicos, sobre el rol del conocimiento experto en la legitimación de estos marcos representacionales, sobre la reificación de las categorías sociales asignadas a los jóvenes migrantes, de los supuestos morales e ideológicos que subyacen en estas, y sobre cómo llegan a institucionalizarse y conformarse como mecanismos de representación de jerarquías sociales.

Asimismo, proponemos la reivindicación y reconocimiento del papel activo de los propios jóvenes como constructores de su propia realidad y como actores en la conformación de sus propias estrategias y experiencias. Se apunta, así, a la importancia de construir modelos positivos de representación desde estos jóvenes migrantes, como actores que construyen representaciones sobre su propia realidad elaboradas a partir del saber experiencial.

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[1] En España, esta definición se incluye en el artículo 189 del nuevo reglamento de la Ley de Extranjería, aprobado en abril de 2011 (RD 557/2011) (Durán Ruiz, 2011: 9).

[2] Lo que no implica que no mantengan contacto con sus familias en el país de origen.

[3] Este ejercicio ontológico que legitima los mecanismos de opresión de unas sociedades sobre otras, ha sido una constante histórica que ha estado ya presente en contexto colonial, donde las metrópolis elaboraron un imaginario diferencial de las sociedades «no europeas», que legitimó las relaciones de dominación. Un proceso que no terminó con la independencia de las antiguas colonias, sino que continúo después con múltiples rostros, como el desarrollo, y continúa en la actualidad en nuestras sociedades en el marco de las migraciones.

[4] El pensamiento abismal de Santos fractura la realidad social en dos universos: «el universo de “este lado de la línea” y el universo del “otro lado de la línea”, que desaparece como realidad, se convierte en no existente y, de hecho, es producido como no existente» (Santos, 2014: 21).

Empuje y audacia

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