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III. SOBRE ACOMPAÑAMIENTOS

La inclusión y sus paradojas

Càndid Palacín, Ferran Cortés y Belén Parra

Universitat de Barcelona

A partir del continuum biológico de la especie humana, la aparición de las razas, la distinción entre razas, la jerarquía de las razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como inferiores, será un modo de fragmentar el campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo, será una manera de producir un desequilibrio entre los grupos que constituyen la población.

Michel Foucault (1975-1976)

Este capítulo reflexiona sobre la construcción de un modelo de intervención del trabajo social, que permita acompañar los procesos de transición y de inclusión de los y las adolescentes y jóvenes que migran solos. En un primer momento partimos de lo general, la relación de la disciplina con las formas de comprensión de la realidad social y con los conocimientos y teorías necesarios para ello. Después sobrevolamos, desde una mirada psicosocial, cuestiones de mayor concreción, adentrándonos en un debate actual sobre los modelos de trabajo social, los cuales giran en torno a dos visiones de la intervención, una primera asentada bajo el epígrafe de eclécticas, y una segunda que trataría de hallar un modelo estable y duradero que, tal vez, permita la agrupación y diálogo de diversas perspectivas. Tal diálogo pudiera ser imposible, debido a la inconmensurabilidad de las propuestas, o factible, al hallar puntos de convergencia.

A continuación, el capítulo presenta un esbozo de aproximación globalizadora a la situación de estos y estas adolescentes y jóvenes en busca, desde una perspectiva crítica, de parámetros que nos acerquen a una intervención integral desde el trabajo social. Repasamos, así, los términos en que se encuadra la comprensión de la situación individual, acercándonos a conceptos como vínculo o empatía y deslizándonos, asimismo, hacia el acompañamiento en un contexto grupal y comunitario, dado que el devenir socializador del colectivo se desplegará en grupos de pares, entornos educativos, marcos residenciales o espacios asociativos o institucionales, entre otros. Finalmente, el capítulo concluye con algunos interrogantes e ideas que consideramos claves, así como orientaciones que nos permitan seguir investigando y trabajando en el reto de definir una filosofía de intervención y construir una propuesta metodológica más concreta.

1. Paisajes en la niebla: construir un modelo de acompañamiento

Americanization should all be made on the side of the immigrant, who is to learn our language, study our institutions, accept our ways, without any modifications in our own plans and purposes. But the case worker’s attitude toward this problem is one which recognizes the need of adjustments on both sides. Even so, the social adjuster cannot succeed without sympathetic understanding of the Old World backgrounds from which his clients came.

Mary Richmond (1922)

1.1. Trabajo social y conocimiento. Retales para pensar una relación

Permanentemente, la disciplina de trabajo social discute sobre la conexión entre la teoría y la práctica, las teorías que son más adecuadas para la comprensión de los fenómenos sociales que causan sufrimiento psicosocial a las personas y, por ende, sobre cuáles son los métodos de intervención apropiados para que los cambios necesarios se puedan llevar a cabo. Cuando una profesión se interroga sobre estas cuestiones, como la visión que se tiene de la sociedad o sobre cuál es el origen de los problemas y conflictos sociales, se está refiriendo a un tipo específico de marco cognitivo desde el cual una disciplina o un/a profesional ve el trabajo que realiza y su lugar en él (Mulaly, 1983). Este marco cognitivo o enfoque teórico se respalda en una determinada posición epistemológica que representa una definición sobre la naturaleza del mundo social. Por lo tanto, la toma de decisiones que se realiza en la práctica «son juicios mediados por los conceptos teóricos y por la dimensión filosófica acerca de qué es el mundo social y su problematización» (Parra, Iannitelli y López, 2012: 294). En el mismo sentido, Barbero (2003) añade que la intervención debe explicitar lo que podríamos llamar la filosofía de la intervención, un marco conceptual-interpretativo que atraviese el conjunto del proyecto de intervención, incluyendo las propias formas de conocer.

Los planteamientos de Ayre y Barrett (2003) consideran que las teorías deben proporcionar un sustrato sólido y un conjunto de bases sobre las cuales constituir la intervención práctica. Las teorías son procesos de simplificación de la realidad, y en el caso de la realidad que acoge e interviene en trabajo social, esta es extremadamente compleja, multidimensional y en constante transformación. Las teorías que perduran son las que ayudan a entender aquello que se requiere entender para lograr su transformación o cambio. Entonces, tal como plantean Ayre y Barrett (2003) la relación secuencial entre la teoría y la práctica no es tan simple y unidimensional como se suele precisar, la teoría sustenta la práctica, pero la relación que se establece entre ellas es dialéctica y de retroalimentación.

Tradicionalmente, el trabajo social ha sido considerado por determinados/as autores/as como una profesión ecléctica, en la que se han utilizado teorías de diferentes disciplinas. Los modelos conceptuales que aplica el trabajo social definen los modos de intervención, sin embargo, deberían de estar en consonancia con las finalidades de la práctica y tendrían que ser concordantes con las metas que se explicitan en su definición. En tal sentido los/las autores/as proponen diferentes condiciones, o si se quiere, criterios, que faciliten esclarecer qué es y qué no es un modelo en trabajo social. Viscarret (2007) aboga por el influjo metodológico de un modelo y su congruencia, Payne (2012) por su aporte práctico, la coherencia de sus objetivos y la estabilidad y Du Ranquet (1996) por el acervo patrimonial de valores y conocimiento.

La vinculación teoría-práctica, en lo que se refiere a los modelos de trabajo social, queda ensombrecida por los aportes de la investigación; así, llaman la atención los resultados de la investigación en Cataluña (Fernández et al., 2016), donde se pone de relevancia una gran variedad de opciones teóricas que la práctica no parece sustentar ya que, tan sólo el modelo sistémico (Campanini, 2012), de manera destacada, y el psicosocial o psicodinámico (Hamilton, 1942), son porcentualmente significativos dentro del universo de los profesionales participantes.

En cuanto a la dupla eclectismo/concreción metodológica se nos dibujan dos juicios divergentes. Por una parte, y ante los contextos cambiantes en que se desarrolla el trabajo social, se postulan fórmulas eclécticas como estrategia óptima. Así, Coady enfatiza la necesidad de que el trabajo social tienda hacia un modelo generalista ecléctico (Coady y Lehmann, 2016). Otros/as autores/as proponen el uso de una multiplicidad teórica (Deslauriers, 2010; Payne, 2012) o incluso una aplicación del modelo, adaptada al escenario de la demanda (Fernández y Ponce de León, 2011). Siguiendo este hilo, queremos profundizar en la búsqueda de fórmulas integrativas, entendiendo que se requiere un todo más que la agregación de las partes, o la confección de un modelo flexible e integral que articu­le diferentes métodos y modelos (Palacín, 2017a).

1.2. El trabajo social ante una realidad compleja y globalizada.

La mirada del trabajo social es eminentemente psicosocial y relacional. Es una actividad organizada para abordar las carencias humanas y el desarrollo de las potencialidades de las personas y la mejora del entorno, con la finalidad de dar también una respuesta a la génesis estructural de los problemas sociales. Las finalidades del trabajo social se desarrollan, pues, en diferentes niveles, el primero es aquel en el que se sitúa la persona como ser humano completo, en relación con su entorno y a las relaciones que en él establece. Nivel en el que procura por los cambios sociales, la promoción de la justicia social y de los derechos humanos. Y el segundo, en el que se ocupa de modificar las fuerzas y las estructuras sociales que sustentan la opresión, como el racismo y el patriarcado, entre otras, que generan situaciones de poder estructurales de privilegio y desventaja.

Sobre la mirada psicosocial y la naturaleza relacional del trabajo social, Furlong (2003) expresa que poner en el centro del trabajo so­cial la dimensión relacional de los seres humanos posibilitará que las y los trabajadores sociales dirijan la comprensión y la intervención desde un enfoque multidimensional, «en el que no cabe la fragmentación y que exhorta a interrelacionar todas y cada una de las dimensiones que constituyen las situaciones de las personas» (Parra, 2017: 298).

La comprensión binaria y lineal del mundo social es antagónica a su representación, la realidad es cada vez más compleja, fluida y llena de incertidumbres; por ello, se requieren formas de entenderla que capturen la diversidad y todos sus matices, incluyendo el punto de vista de las personas usuarias y los conocimientos no occidentales. En consecuencia, el eje individuo-grupo-comunidad se transforma en una trampa si no se puede trazar un continuo recursivo a través del cual intervenir. La fundamental dimensión relacional del trabajo social, aquella que promueve la calidad de la interdependencia y la conexión de las personas se debe llevar a cabo independientemente de cuál sea la representación de la situación, el método profesional y el contexto de la práctica profesional (Furlong, 2003). Es por ello que la comprensión holística y la perspectiva de la complejidad, ya iniciada cuando se acuñó el concepto psicosocial, que implica la integración de la identidad personal, las relaciones interpersonales y las influencias y consecuencias estructurales, es la forma de conocimiento del otro y de atención social que debe imperar en el trabajo social. Por lo tanto, las instancias individual, familiar, grupal, comunitaria y social no pueden entenderse de manera aislada sino interconectadas de manera profunda[1]. Como ya decía Spinoza, cada persona no es el átomo indivisible y aislado del liberalismo, sino un conjunto coherente de relaciones, tanto físicas como intelectuales, con la naturaleza, con los objetos, con las otras personas. Relaciones que continuamente la transforman. Por consiguiente, es posible establecer los límites entre individuo-familia-grupo-institución-comunidad-sociedad y, por lo tanto, se impone una intervención que enlace a la persona en los diferentes espacios donde teje sus relaciones sociales y se desarrolla como sujeto.

1.3. El trabajo social como propuesta de intervención integral

El trabajo social como actividad científica se identifica con una serie de orientaciones epistemológicas, pero también con un método de intervención genérico, o sea, una estructura común del procedimiento y de sus operaciones, que permite establecer una intervención disciplinada, así como con la investigación. Esta estructura de procedimiento acostumbra a describirse como un orden o secuencia racional de operaciones que debe permitir un ejercicio profesional reflexivo: a) el estudio de la situación social personal o colectiva; b) la elaboración de un diagnóstico de la situación social; c) el establecimiento de un plan o proyecto de intervención; d) la ejecución práctica de aquel proyecto, y e) la evaluación de nuevos datos de la situación, de la ejecución realizada y de sus resultados (Barbero, 2003).

De este modo, la práctica profesional con MMNA precisa, pues, en primer lugar, de una aproximación cuidadosa a las situaciones particulares y establecer un análisis de la situación del/la menor (Giménez-Bertomeu, Mesquida, Parra, y Boixados, 2019). Para construir esta evaluación de las necesidades, De Robertis (2012) propone un conjunto de elementos útiles para tal análisis, que parten de lo general, para progresivamente particularizarse, así como también los métodos entre la intervención social de ayuda a la persona, que denomina ISAP, o los de interés colectivo, que denomina ISIC (De Robertis, 2012). Por ejemplo, desde un enfoque profesional es relevante establecer cómo se ha producido la transición migratoria, cuáles son los vínculos del/a menor con el origen, o si se trata tal vez de una huida o de la búsqueda de crecimiento, o un ritual de paso (Quiroga, Chagas y Palacín, 2018).

Pero también es fundamental entender que las relaciones establecidas entre los sujetos destinatarios y el/la profesional durante el proceso de intervención, forman parte de la situación que el/la profesional interpreta en el diagnóstico (Barbero, 2003). Es preciso destacar que estos parámetros descritos permitirán, tal vez, una aproximación a la situación trabajada y quizá un mejor acompañamiento en el trayecto de los niños y niñas hacía un nuevo marco cultural, un nuevo espacio social y, la plasmación y ajuste de las expectativas gestadas en origen y en tránsito, o una resignificación de las mismas si cabe.

Una vez se ha establecido el diagnóstico, el o la trabajadora social deberá diseñar el proyecto de intervención, en el que se definan los objetivos y los modos y medios más adecuados para lograr dichos objetivos. A un nivel general, podemos estar de acuerdo en que el reto profesional es promover procesos personales o colectivos de inserción social, a través del establecimiento de un conjunto de oportunidades que propicien experiencias significativas en los sujetos participantes en el proceso (con efectividad en sus relaciones sociales, en su comprensión de la situación, en sus actitudes y comportamientos, etc.) (Barbero, 2002). Para avanzar hacia estos objetivos, se requiere de la utilización de metodologías que se centren primordialmente en los procesos, en las relaciones y en la función colectiva (Parra, 2017), entendiendo que la dimensión colectiva y relacional se halla, y va más allá de la división metodológica meramente pragmática de caso, grupo y comunidad, situándose dentro de cada una de las acciones profesionales, se ubiquen estas en uno u otro método.

El trabajo individual se debe preocupar de poner en relación a los y las adolescentes jóvenes con su familia, con sus grupos de iguales (procurando ir más allá de los que se encuentran en la misma situación), con las instituciones educativas, favoreciendo una educación inclusiva, las entidades culturales y de ocio, el mundo del trabajo, etc. No puede obviarse que a menudo los MMNA presentan un conocimiento precario de la lengua de los países de destino (Consola, 2016) y afrontan una senda al mercado de trabajo no exenta de dificultades y poco efectiva, dado que está ligada a un equipamiento formativo restringido e inadecuado, lo que no facilita la tarea de acompañamiento de los profesionales.

Si bien el trabajo grupal es una herramienta metodológica y un contexto que posibilita el intercambio de pensamientos, sentimientos y experiencias que ayudan al aumento de las fortalezas de sus miembros y a la identificación y la solución conjunta de conflictos y de experiencias traumáticas, la metodología de intervención grupal también, mediante el uso intencionado de las relaciones y de la experiencia de la pertenencia, sirve para que los y las jóvenes migrantes descubran la comunidad y a la vez sean reconocidos en ella, encontrando el lugar social que les corresponde de pleno derecho.

El contexto del grupo ofrece una vivencia de vinculación, de construcción de relaciones y apoyo que promueve el cambio personal y sirve de puente para la acción colectiva; la responsabilidad colectiva lograda mediante el reconocimiento y la definición común de las situaciones hace posible que los problemas personales se expresen en colectividad (Parra, 2017: 297).

Mediante la experiencia de vinculación y conexión proporcionada por el grupo, las personas se vuelven más conscientes de las relaciones sociales de las que forman parte.

El trabajo comunitario favorece, pues, que los/las jóvenes se construyan como sujetos sociales y permite ver a este colectivo desde la noción de ciudadanía. Para ello, es necesario atender la singularidad de cada una de las personas, para ayudarlas, de este modo, a desarrollar sus capacidades y encontrar su propio lugar en el proceso. Teniendo en cuenta que la articulación colectiva también se debe desarrollar a un nivel más amplio, promoviendo la consolidación de una red o un conjunto de acción que incorpore a las instituciones, los servicios públicos, las entidades del tercer sector y los mismos jóvenes en torno al reto de construir una sociedad más justa e inclusiva. Además, es preciso destacar que una parte importante del trabajo social no se puede encuadrar unívocamente en uno de estos abordajes porque constituye un repertorio común del trabajo social en su conjunto como, por ejemplo, el establecimiento de un vínculo con las personas a las que se acompaña, la tarea de conectar a las personas con las redes presentes en la comunidad de ayuda y apoyo mutuo, la planificación y la dirección de proyectos, la relación con los grupos naturales ya existentes, con las organizaciones y asociaciones de la comunidad, o las acciones para favorecer el cambio en la propia organización.

2. De vínculos, ajustes y entornos. Acotaciones para una intervención integral

Ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos.

Hannah Arendt (1958)

2.1. Una perspectiva crítica y emancipadora

Es pertinente empezar dando cuenta de nuestra posición epistemológica crítica para entender la situación que viven estos/as jóvenes, como consecuencia de la sociedad desigual, colonial y patriarcal que configura y condiciona el desarrollo de la vida social. Nos identificamos con un trabajo social que reconoce, la marca dejada por las posiciones de género, clase social, raza y cultura, el espacio temporal en el que se desempeña, la dimensión de territorio y del momento histórico-político, y que considera a los/as MMNA como sujetos de derecho y como población vulnerada. Igualmente, la mirada constructivista es inspiradora para el trabajo social, porqué nos ayuda a entender que esta sociedad desigual también se sustenta en las representaciones sociales que nos hacemos los sujetos sociales y cómo estos significados se crean entre personas situadas histórica y culturalmente en una sociedad dada. Esta comprensión es muy útil para descubrir, el sentido de la acción social en el contexto de la vida cotidiana y desde la perspectiva de los/las actores (los/las políticos/as, los/las responsables organizativos, los/las profesionales, los/las representantes asociativos, los ciudadanos y las ciudadanas, y especialmente, los y las jóvenes migrantes) para poner en relación sus representaciones sociales y construir conjuntamente una sociedad más inclusiva y acogedora. Para una mayor profundización, remitimos al capítulo 2 y al capítulo 4.

Además, también mantenemos una posición crítica respecto al marco administrativo y jurídico que se asienta en una fricción relevante entre el derecho superior del menor y las políticas migratorias, cuyo énfasis a menudo recae sobre el control de flujos, tal como explica Elena Arce en el capítulo 5. La legislación en materia de extranjería (Ley 4/2000) establece separaciones, en concreto, el binomio regular/irregular (Palacín, 2017b) puede conducir las trayectorias hacia zonas de desafiliación (Castel, 2010). Concretando lo anterior, no puede obviarse la exclusión del sistema sanitario para los extranjeros que trajo implícita la promulgación del Real Decreto 16/2012 por criterios de corte económico (Delgado, 2014).

En el caso de los/las menores, con el control fronterizo como bandera, se ha constituido una estructura jurídica y administrativa que interpreta de manera incierta el interés superior del menor dejándolo, a menudo, al amparo de la arbitrariedad confeccionando los módulos para MMNA como instrumentos de control administrativo antes que dispositivos de protección. Esta fricción puede generar conflictos y situar al/la profesional en cuestiones, problemas o dilemas éticos entre los valores de las profesiones que trabajan con el colectivo, entre ellas trabajo social, y los requerimientos de la política social, no siempre respetuosos de tales valores. Situación que remite a lo que Banks (1997) refiere como desigualdades y opresiones estructurales, o lo estipulado por Reamer (1991), en caso de conflicto, el derecho de los individuos al bienestar puede ser prioritario sobre leyes y reglas, aspecto que comporta considerar el interés superior del menor como fundamental, sea cual sea la intervención o decisión (Gimeno, 2018).

El trabajo social desde una perspectiva emancipadora implica un análisis crítico de los problemas sociales, un compromiso con la justicia y el cambio social y la práctica de la dimensión colectiva (Dominelli, 2004), entendida dicha dimensión en los términos anteriormente descritos que enfatizan los procesos, las relaciones y la dignificación del lugar social de las poblaciones y colectivos que son silenciados, ignorados o como es también el caso del colectivo MMNA, criminalizados. Si bien es verdad que estas perspectivas emancipadoras rechazan los enfoques individualistas, esto no implica, a nuestro entender, que este posicionamiento ético-político niegue la necesidad de abordar la dimensión individual de los problemas sociales.

2.2. La comprensión de la situación individual para construir el vínculo entre el profesional y el/la menor

Estamos ante un actor específico por sus características: la edad, la procedencia, la distancia y, por ende, la vinculación/desvinculación con la familia de origen, las condiciones de entrada que, por supuesto, no son simétricas en todos los casos y las diferencias con los desplazamientos migratorios en su versión tradicional. Estos, en cierto sentido y siempre teniendo en cuenta que los límites de las categorías distan de ser estáticos, presentan una cierta secuencia o patrón, que pasa por el desplazamiento de un representante de la familia, quien, transcurrido un tiempo y si las circunstancias lo permiten, procede a la reagrupación familiar. En el caso de menores, se han establecido patrones migratorios; estos, sin embargo, presentan fronteras difusas y cambiantes (Quiroga, Chagas y Palacín, 2018).

Se ha postulado el dispositivo asistencial como espacio que puede facilitar la emergencia del vínculo entre profesional y la persona atendida (Howe, 1997)[2]. Esta ligazón se configura como elemento altamente relevante para favorecer la transición entre el origen y el país de acogida, al ofrecer una base segura (Bowlby, 1989) generadora de confianza y favorecedora, quizá, del sentimiento de identidad que Grinberg y Grinberg (1996) apuntalan a través de tres vínculos, el espacial, centrado en la integridad del individuo, el temporal que daría cuenta de la continuidad del individuo a lo largo del tiempo y, finalmente, el vínculo social que, por su propio nombre, se referirá al espectro relacional del individuo. Si, siguiendo a los autores citados, tales vínculos pueden estar afectados en la migración, y muy especialmente cuando se trata de menores, el espacio asistencial puede ser entendido como espacio de integraciones mutuas entre el/la profesional y la persona atendida (Mata, 2009), favorecedor asimismo de la emergencia de los tres vínculos. De igual forma, esta situación vincular del espacio asistencial está asociada a diversos conceptos tales como la exploración y la empatía.

La construcción teórica del concepto de vínculo se asoció, por una parte, a la mencionada base segura y, por otra, a la conducta exploratoria (Bowlby, 1989), de tal manera que una figura de apego accesible, incluso en condiciones de adversidad, que pueda ser concebida como una base segura, resultará un facilitador para que el sujeto explore los entornos que habita. Si el vínculo tiende a la ambivalencia o inseguridad (Howe, 1997), posiblemente la actividad exploratoria verá mermada sus posibilidades. Este término es asimismo indisociable de la noción diagnóstica. No todos los sujetos tienen la misma capacidad vincular, y la comprensión temprana de esto podrá dar como resultado un mayor trabajo relacional desde lo profesional, que pueda tomar en consideración el malestar emocional que los MMNA presentan, a menudo acompañado de desconfianza hacia el entorno profesional que les asiste (Bravo y Santos González, 2017).

Cabría asimismo interrogarse sobre la relación entre el circuito de acogida y la posibilidad o no de establecer vínculos entre profesional y menor. La acogida se da en un contexto de emergencia y está sometida a la incertidumbre derivada de las propias condiciones del dispositivo y de un marco administrativo jurídico laberíntico, debemos pues ser conscientes de que el diagnóstico no solo debe incluir al menor y sus circunstancias, sino también al dispositivo y sus contrariedades. En tal sentido, se ha propuesto la figura del tutor profesional (Bruun y Kanics, 2010) como herramienta que otorgue especial protección y garantice el interés superior del menor. Tal figura sería, sin duda, un facilitador en la génesis y mantenimiento del vínculo a lo largo del proceso.

Otro concepto clave para la comprensión de las situaciones particulares de los/las menores es la empatía, término conceptualizado como aquella capacidad, hoy sostenida también desde lo neuronal (Iacoboni, 2009), que permite comprender el mundo del otro. Ciertamente, no es un espacio carente de dificultad, ya que lo empático establece una lectura del otro desde el mundo propio y, en tal sentido, son quizá las creencias de este mundo propio las que rigen las intervenciones y no las ligadas al devenir del otro o, asimismo, como indica Campanini (2012), generarse una empatía sin límites que borre la distancia entre los copartícipes. Esta ligazón empática, cuyo origen podría estar en la motivación del profesional puede adquirir importancia en situaciones específicas como la atención MMNA, donde la experiencia previa de los coparticipes en el vínculo es, como mínimo, distante en atención a los distintos márgenes culturales de procedencia. Así, el acompañamiento a través del afecto y escucha es la herramienta promotora del vínculo entre MMNA y cuidadoras/es y un estímulo a la resiliencia (Martín, Alonso y Tresserras, 2016).

El vínculo empático es condición necesaria de un espacio asistencial fructífero, pero tal vez no suficiente, puesto que requiere, por una parte, de la disposición profesional a entender la interinidad de su propio mundo, para permitir el acceso a los parámetros del otro. De tal hecho era ya consciente, hace un siglo, Mary Richmond (1922), quien subrayaba, en un contexto tan diferente como el proceso migratorio en Estados Unidos a principios del siglo pasado, que, si entre migrante y profesional no se producía una adaptación mutua, si no se era capaz de comprender la idiosincrasia del otro, la tarea podía estar condenada al fracaso. En tal sentido, resulta interesante la propuesta de entender el espacio asistencial como espacio de inclusiones mutuas o como marco empático intercultural (Mata, 2009).

El espacio vincular puede ser un facilitador para cooperar en el sostén de la trayectoria entre los vericuetos e incertidumbres del espacio social (Castel, 2010) o del curso vital (Blanco, 2011). En tal sentido se ha categorizado la trayectoria del colectivo MMNA en tres estadios: premigración, transmigración y posmigración, considerando que la transmigración, por su peligrosidad, configura una experiencia difícil con efectos sobre el desarrollo de el/la menor (Meda, 2017). Otros/as autores/as indican que el nivel de situaciones o hechos traumáticos previos a la migración y las dificultades de aculturación en la posmigración conforman las diferentes trayectorias de los individuos implicados (Keles et al., 2016). Asimismo, ya se trate de un transición forzada o voluntaria, suele implicar un corte de las relaciones familiares y comunitarias de origen (Rania et al., 2014) o punto de inflexión en la trayectoria (Blanco, 2011). Las expectativas de los/las MMNA quizá tengan, entre otros, un cariz económico, pero estas expectativas no están acordes con los designios de las sociedades de destino que, en ocasiones los invisibiliza o propone su expulsión quedando sumidos en situaciones de protección interina. El papel por tanto del espacio vincular, ubicado en la posmigración, configura el espacio asistencial como un lugar donde establecer los contornos de la pérdida y un marco en el que trabajar las ilusiones gestadas en origen y generar nuevas expectativas a veces contraviniendo los propósitos políticos, aspecto que favorezca el éxito de las trayectorias de los menores.

2.3. El ajuste del colectivo MMNA en el entorno

Una de las situaciones que afronta la atención al colectivo es el estrés, o síndrome general de adaptación, asociado al propio desplazamiento. Concepto de amplia difusión y no inequívoco desde una perspectiva teórica (Lazarus y Folkman, 1986). Estaría asociado a los cambios psicológicos y físicos de un organismo sometido a las presiones del entorno y, cabe poca duda, la migración es un acontecimiento estresante ya que rompe, con mayor o menor voluntariedad, la vinculación de un sujeto a su origen para resituarlo en otro donde no prima la idea de acogida. Si, además, tomamos en consideración que el tema tratado en este texto se refiere a menores, obtendríamos un sujeto no solo expuesto a la ruptura citada, sino a quedar despojados de su entorno próximo significativo (Suárez-Orozco y Suárez-Orozco, 2003). Las vicisitudes del tránsito migratorio a que se ve expuesto el menor, asociadas a un entorno de acogida poco protector y la ausencia de la familia de origen puede generar efectos perjudiciales (O’Toole, Corcoran y Todd, 2017).

Sobran las situaciones estresantes: las contradicciones del circuito generadoras de malestar sobre el futuro, experiencias de desdén ligadas a visiones estereotipadas del fenómeno, la comprensión de la lógica de los dispositivos de atención, el rechazo administrativo que, a su vez, puede configurar un rechazo identitario y derivar en sentimiento de persecución y la pérdida derivada del tránsito. La lista de estresores en la transición migratoria y posmigratoria no se agota, pero el dispositivo asistencial dirigido al colectivo, pese a sus dificultades[3], se aparenta como espacio capaz de trabajar las situaciones estresantes que se mueven alrededor de las trayectorias de este colectivo, generando un espacio de inclusiones mutuas (Mata, 2009), que pueda sintonizar con unas biografías trazadas de sufrimientos, dificultades y perdidas (Rania et al., 2014).

El reto es encontrar un equilibrio entre el respeto de su identidad y el conocimiento y respeto de los valores de la comunidad de acogida, favoreciendo que los/las jóvenes construyan una identidad personal con cierta autonomía de su grupo de iguales. Para ello es imprescindible evitar una intervención segmentada y solo centrada en ellos de manera especializada porqué favorece su exclusión, etiquetaje y la interiorización de una identidad como miembro de un colectivo estigmatizado (González, 2010). En este proceso se trata de favorecer una potenciación individual que posibilite que la persona crea en sus posibilidades, aprenda a relacionarse y aprenda con los otros, así como que adquiera una comprensión crítica de su entorno sociopolítico y desarrolle su voluntad de hacer cosas con los otros para cambiar esta situación. En este mismo sentido, es necesario destacar que la potenciación se produce en tres niveles diferentes: en el nivel personal, mediante la experiencia de tener un mayor control sobre la vida cotidiana y en la participación comunitaria; en el nivel de grupo que conlleva la experiencia de la pertenencia y el desarrollo de capacidades, y en un tercer nivel, el comunitario que se desarrolla en torno a la potenciación de las estrategias para mejorar el dominio como ciudadano o ciudadana.

2.4. El acompañamiento social en un contexto grupal y comunitario

Ya hemos destacado la importancia del reto de conectar con la vivencia de estos/as adolescentes y jóvenes para construir un vínculo que permita acompañarlos en su proceso de inclusión social, favoreciendo su participación en las diferentes fases del proceso de intervención. Este acompañamiento personalizado del/la menor es fundamental, pero también debemos tener en cuenta que parte del trabajo a realizar se desarrolla en contextos grupales y en contactos más o menos intensos con la comunidad; para lograr que la experiencia sea significativa, de compromiso con su situación, los suyos y la sociedad.

Es preciso distinguir entre la capacidad del grupo, «para dentro», para hacer crecer a sus miembros, para promover y desarrollar sus fortalezas, y su capacidad «hacia fuera» para incidir en el medio, puesto que las personas descubren sus capacidades siempre en relación a los otros. La experiencia grupal proporciona el escenario para que las personas puedan examinar y comprender sus situaciones y preocupaciones comunes, y en el acto de compartir e identificar una definición común de la situación, cada una de ellas experimenta la experiencia de poder dentro del grupo, lo que las empuja a probar dicho poder en otras relaciones y otros entornos. El grupo ofrece la oportunidad de validar el conocimiento y la experiencia de cada uno de los participantes, en su proceso se legitima su voz y sus opiniones, incrementándose la capacidad de actuar autónomamente, capacidad necesaria para influir en el medio social.

Lord y Hutchison (1993) lo explican de la siguiente manera: «A medida que la persona adquiere confianza en sí misma, se amplían las posibilidades de participación en la comunidad, participación que, a su vez, mejora la autoconfianza y el sentido de control personal» (p. 21). Está suficientemente documentada la capacidad que tiene la metodología grupal para capitalizar las fortalezas personales de cada uno de sus miembros, las alianzas creadas entre personas que se necesitan entre ellas para trabajar sobre una cuestión que les atañe a todas, genera un sistema de ayuda recíproca que se considera unos de los mayores recursos intrínsecos en la metodología de trabajo grupal. El/la profesional proporciona, para ello, un sentido de comunalidad e integración y enfatiza los beneficios de las interacciones entre las personas del grupo que están experimentando experiencias similares (Parra, 2017). La particularidad de las relaciones profesionales que se establecen es, sin duda, otro de los elementos más importantes de los contextos grupales, las personas participantes devienen sujetos y actores de la intervención. La utilización consciente del conocimiento experto de las personas es el punto de partida para el examen y la comprensión de los problemas comunes.

A la vez, nos parece primordial entender que el reto de dinamizar grupos es también el núcleo central del trabajo comunitario. Por ello nos gusta definirlo como un proceso de constitución y mantenimiento de un grupo o intergrupos en torno a un proyecto de desarrollo social. Aunque esta definición abre las orientaciones del trabajo comunitario hacia otro tipo de consideraciones que abordaremos posteriormente, nos interesa destacar, en primer lugar, el reto de contribuir a que el/la joven migrante tome consciencia de su situación social, y de que se trata de una situación compartida, y se organice con otros en un grupo de acción social en torno a un proceso de movilización para dar respuesta a sus necesidades, inquietudes y en defensa de sus derechos. Necesariamente, este trabajo de potenciación de la implicación del/la joven en la mejora de su entorno social debe empezar en la propia dinámica de vida comunitaria que se produce en el centro donde vive (en el caso de un recurso residencial) o donde ocupa parte de su tiempo (en el caso de un centro de día o de un espacio formativo). Sin duda, se aprende a participar participando, y esta cultura y forma de hacer se debe entrenar en la vida cotidiana si queremos potenciar su desarrollo en espacios más amplios de manera exitosa. Este trabajo social y educativo previo facilitará la promoción de la participación del/la joven en la vida comunitaria y, en momentos posteriores, incluso promover actividades que permitan, por ejemplo, dar a conocer su cultura de origen.

En esta línea de empowerment del colectivo, y focalizando los objetivos en un espacio social aún más amplio, son especialmente interesantes los recientes nacimientos en Cataluña en el año 2018 de dos iniciativas colectivas que pretenden dar voz a este colectivo y evitar, como expresan ellos mismos, «que se hable de nosotros sin nosotros». Se trata de la Unión de Jóvenes Extutelados de Cataluña (UJEC) y de la Asociación de Jóvenes Ex-Menas. Nos parece que una tarea fundamental del trabajo social es favorecer la emergencia de este tipo de iniciativas, acompañarlas para que se puedan desarrollar de forma autónoma y reconocer su voz en los diferentes foros de diagnóstico y planificación. Para emprender acciones integradoras de lo individual y lo social que permitan unir dos enfoques a menudo separados, el del empowerment y la acción política. El trabajo social debe ir más allá de la potenciación de los/las jóvenes migrantes y debe incluir acciones para incidir en un cambio en un contexto social fuertemente influido por condicionantes políticos, legales y burocráticos, teniendo en cuenta que la mayor parte de los/las profesionales forman parte de entidades del Tercer Sector comprometidas en hacer lo que pueden para aliviar la situación de estos/as jóvenes, pero sin las herramientas para sostener itinerarios que hagan posible la inclusión social de todos y todas. En esta línea, desde el trabajo comunitario se aportan orientaciones metodológicas sobre cómo impulsar estos procesos de planificación social de manera participativa.

En primer lugar, para desarrollar un proyecto con la comunidad es necesario hacer una inmersión en ella para conocer y reconocer los actores del territorio (políticos/as, responsables organizativos, profesionales, representantes asociativos, ciudadanos y ciudadanas), para identificar las necesidades, los potenciales, los intereses e inquietudes de la comunidad. También para dar a conocer la entidad y el papel profesional. Esta es una línea de acción que se ha manifestado muy relevante en la implementación de nuevos centros residenciales o de día que acojan adolescentes y jóvenes. Por ejemplo, entidades del sector ampliamente reconocidas en Cataluña como la Fundación Idea[4], tienen claramente definido en su proyecto de entidad la necesidad de hacerse visibles en el barrio antes de empezar a actuar en un territorio (presentándose, organizando jornadas, difusión en las redes, estableciendo contactos y relación). A partir de este conocimiento y conexión con el territorio estarán en disposición de diseñar un proyecto social y educativo que incorpore su participación en las dinámicas comunitarias con la complicidad de los/las jóvenes. Para ellos, participar, por ejemplo, en la organización de la Cabalgata de los reyes magos o en la fiesta de Sant Jordi puede ser una magnífica oportunidad para conocer las costumbres locales y establecer relaciones y complicidades con otras personas del barrio.

En segundo lugar, este proyecto social y educativo con perspectiva comunitaria va a permitir esclarecer y abrir espacios de participación de diferente naturaleza que pueden ser útiles para favorecer el proceso educativo del/la menor, así como sensibilizar y concienciar al conjunto de la ciudadanía en torno a los derechos, las necesidades y las potencialidades de los y las adolescentes y jóvenes migrantes. Como ya hemos visto, estas estrategias pueden estar centradas en favorecer la implicación colectiva incrementando su inclusión individual y comunitaria, y, por tanto, también su empowerment, pero también pueden desarrollarse en un marco de participación más institucional en el que el/la profesional y/o el/la responsable organizativo de la entidad trabaje con los diferentes servicios y entidades del territorio para coordinar su actividad y pensar nuevas propuestas para mejorar la vida de la comunidad.

En tercer lugar, el trabajo comunitario es especialmente conocido y reconocido por sus propuestas sobre cómo impulsar procesos de transformación social de manera participativa incorporando a los actores sociales implicados en la situación que se quiere abordar, en nuestro caso, la mejora de los procesos de acogida de los y las jóvenes migrantes para que favorezcan su inclusión social. Estos procesos de planificación participativa deben basarse en un diagnóstico de la situación que debe conciliar el reto del rigor científico y la oportunidad de articular el punto de vista de los diferentes actores. En este sentido, las orientaciones de la metodología de investigación participativa (IAP) son una buena guía para orientar la estrategia para construir este proyecto común.

3. Conclusiones: trazos sobre un lienzo inconcluso

En este capítulo se ha ofrecido, en primer lugar, una reflexión en relación al interés y la pertinencia de avanzar en la construcción de un modelo de trabajo social flexible e integral que articule diferentes métodos y modelos (Palacín, 2017a). En segundo lugar, se ha propuesto el esbozo de un marco conceptual que nos ayude a hacer una aproximación globalizadora a la situación de los y las MMNA, y a orientar una intervención desde el trabajo social, que no solo debe atender las dificultades de los menores, sino tomar en consideración las sinuosidades de un sistema de protección cuyo funcionamiento descansa sobre una atención parcializada y, a menudo, con una desconexión entre organismos participantes (Kanics y Senovilla, 2010). Probablemente, en este punto categorizar la propuesta como modelo resulta pretencioso, por lo que es mejor referirnos a una «filosofía de intervención» que atraviesa las formas de conocer y de definir el proyecto de intervención.

La reflexión conducida hasta aquí sobre la relación del trabajo social con el conocimiento deja abiertas incógnitas importantes: dado que es un colectivo con características específicas, ¿requiere por ello un modelo específico? ¿O tal vez existe, entre la miríada considerable de teorías que abrazan o son abrazadas por el trabajo social, una que permita el abordaje solvente del colectivo? ¿O bien las fórmulas de intervención diseñadas son suficientemente dúctiles para acompañar trayectorias disimiles? No pretendemos, en ningún caso, cerrar el debate, pero sí apuntar algunas líneas en la conformación de una propuesta de intervención que nos permita plasmar cierta concreción.

La construcción de tal modelo debe proceder de la investigación y de la relación estrecha entre la teoría y la práctica, relación que, como se ha señalado, no es sencilla ni unidimensional sino asentada en la retroalimentación. En la configuración de los modelos teóricos tal retroalimentación suscita dudas dado que su dimensión práctica parece eludida. A lo largo de los años se han podido observar multiplicidad de construcciones teóricas, a saber, psicodinámicas, de crisis, centradas en la tarea, sistémicas, ecológicas, conductuales y/o cognitivo-conductuales, marxistas, feministas, funcionalistas, de concienciación, humanistas, constelaciones familiares y modelo ecléctico de ciclos cerrados (Du Ranquet, 1996; Payne, 2012; Viscarret, 2007; Fernández y Ponce de Leon 2011), la lista no se agota; de hecho, Davies (2013) recoge veinticuatro desarrollos teóricos y Zamanillo (2012) habla de treinta y dos modelos. La investigación, como se ha dicho, no los refrenda y resulta oportuno el develamiento de la investigación antes referida (Fernández et al., 2016), en la cual aparece un corte relevante entre la amplia productividad teórica y la dimensión práctica, centrada básicamente en el modelo sistémico y el psicodinámico o psicosocial.

Quizá una pregunta óptima sea: ¿qué hacen los trabajadores sociales en su quehacer profesional cotidiano? Quizá este quehacer nos permitirá diseñar una opción óptima de intervención. Una segunda pregunta, que ha sido apuntada anteriormente, comporta buscar un acuerdo relativo a lo que puede o no puede considerarse modelo. Si los métodos parecen asentados en el acontecer de la profesión (menos clara es la relación entre ellos), los modelos requieren un esfuerzo teórico que nos permita delimitarlos y evitar cierta confusión epistemológica (Zamanillo, 2012), y por ello, entendemos que la incidencia de una teoría en la práctica de la profesión, su permanencia, estabilidad y coherencia serían las herramientas óptimas para una delimitación cuidadosa.

En cualquier caso, parece relevante un debate entre opciones teóricas que de alguna manera nos permita gestar una filosofía de intervención óptima en general, y adecuada para el colectivo que nos ocupa y este debate debe ser generoso y amplio. ¿En torno a qué? Quizá las nociones de persona y entorno sean una base sólida (Congress, 2012). El debate está ya inscrito en la obra de Richmond para quien la noción de entorno está estrechamente ligada al individuo (1922), así como en la persona-situación avalada por Hamilton (1942). Un encuadre que pueda acoger el vínculo empático y que, a su vez, pueda enlazar al sujeto atendido con la dimensión grupal y comunitaria en la que habita, atravesada a su vez por una dimensión psicosocial.

En tal discusión tal vez podamos convocar al modelo sistémico (Campanini, 2012), desarrollo teórico que tomó en consideración la idea de sistema abierto en interacción con el medio y las reglas o axiomas de la comunicación entre los elementos del sistema, así como a la configuración ecológica del trabajo social, cuya disección de los espacios sociales desde el microsistema al macrosistema nos permite un acercamiento a las transiciones o contínuum entre individuo y entorno.

El caso de las/los MMNA nos sitúa, por una parte, en cierto requerimiento vincular (Howe, 1997) que genere un ambiente facilitador en el cual el sujeto pueda desarrollar su proyecto de vida, respecto a su propio devenir como joven en transición, así como en su desplazamiento geográfico. A su vez, establecer los enlaces con los sistemas que le circundan como la familia –más presente en sus vidas de lo que a menudo pensamos–, el centro educativo residencial, la escuela, los grupos de iguales, o, en el mejor de los casos, las asociaciones del barrio donde vive. Estos espacios en los que habita el/la adolescente son fundamentales para el desarrollo de su proceso de resocialización secundaria, así como para el refuerzo de sus capacidades y habilidades de relación y su construcción como ciudadano/a. La apertura de las relaciones de los MMNA también es fundamental para romper los prejuicios y estereotipos que dificultan su inclusión social.

Esta mirada ecológica que pone en valor la importancia del ambiente en el que la persona desarrolla su vida debe impulsar necesariamente al/la profesional a cultivar dinámicas y espacios acogedores y ricos en experiencias relacionales, a dinamizar espacios de participación y ciudadanía que permitan el aprendizaje conjunto, compartiendo las preocupaciones, las ilusiones y los retos, como se ejemplifica en las experiencias expuestas. Pero ya sabemos que una parte importante de la resolución de los problemas del colectivo MMNA no depende de él y de su entorno inmediato, puesto que estos son de carácter estructural y requieren, por tanto,e soluciones sociopolíticas. Un dispositivo jurídico laberíntico y, a menudo, arbitrario, sitúa al menor ante las opresiones de la estructura (Banks, 1997) y, por ende, en el centro de la injusticia.

Una propuesta de intervención no sólo no puede desatender la denuncia sobre los efectos de las desigualdades y la promoción de la justicia social y los derechos humanos, sino que debe mantener en el núcleo de su sentido y finalidad dichas cuestiones ya que estas son las que sustentan la práctica del trabajo social. Los métodos y modelos son configuraciones teóricas concretas, mientras que la dimensión ética abarca el conjunto de la profesión, pero es obvio que el caso de las y los menores MMNA interpela continuamente tal dimensión debido al rechazo en que se ven inmersos. Este rechazo toma múltiples formas, desde las dudas sobre la edad para apartar a determinados sujetos del circuito, hasta una legislación (4/2000) que avala lo desigualitario. Por tanto, cualquier intervención debe realizarse con los principios de autodeterminación o autonomía, bienestar o beneficencia y justicia (Banks, 1897), supeditando lo legislativo a tales principios (Reamer, 1991) y no a la inversa.

Este compromiso profesional debería ser motor de procesos de organización colectiva que puedan actuar como espacios constructores de ciudadanía desde un nivel simbólico, pero también a un nivel operativo y funcional, generando conjuntos de acción que coordinen la actividad de los actores preocupados, ocupados y afectados por la situación de los MMNA. Todo ello como estrategia para crear las condiciones políticas y sociales que favorezcan su acomodación en la sociedad, facilitando formas de construcción de subjetividades y de identidades promotoras de iniciativas que refuercen los vínculos, densifiquen las redes sociales y promuevan el diálogo intercultural.

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[1] De manera metafórica, nos ayuda mucho verlo como esas muñecas rusas que tanto nos fascinan.

[2] En el caso de los MMNA, esta asistencia se afronta desde los recursos de acogida (Curbelo y Rosado, 2014), a los cuales en la mayoría de casos se accede por canales de urgencia, ya sea por la actuación de dispositivos de seguridad o de atención social y deriva, si se dan determinadas circunstancias (devolución o no al país de origen) en una situación de desamparo la cual, a su vez, puede traer aparejada la obtención de documentación y acceso a una institución residencial.

[3] El fenómeno en Cataluña se ha visto enmarcado en un crecimiento desigual que disminuye durante la crisis económica, pero aumenta nuevamente cuando esta última remite. Los recursos son insuficientes (Síndic, el Defensor de les persones, 2018) y, en algún momento, la mayoría de estos son de primera acogida. Ello permite disipar o disimular la problemática social que la presencia del colectivo dispara, pero genera una estructura de embudo dado que los dispositivos residenciales o de inserción son insuficientes y están saturados. Resulta lógico deducir que tal saturación afectará a la calidad de la atención a los menores.

[4] La Fundación Idea es una entidad comprometida en la promoción de la integración social como ciudadanos de pleno derecho de los niños y niñas y jóvenes en riesgo de exclusión social [https://www.fundacioidea.net/es/].

Empuje y audacia

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