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Capítulo 2

Lo primero que generó la aversión general contra los eternos fue la envidia, por el deseo de los mortales comunes de ser como ellos, unos celos disfrazados no obstante de deseo de justicia, como sucede casi siempre. Posteriormente, cuando se apreció de manera generalizada el aburrimiento existencial de los inmortales, no desapareció la hostilidad contra ellos, sino que para alimentarla se había añadido una especie de desprecio por la condición que sufrían, ese desprecio que aparece lamentablemente, en los espíritus menos nobles, hacia aquellos que consideran, por cualquier razón, como distintos. El desprecio se expresaba a veces en forma de sarcasmo burlón, con observaciones como estas: «¡Les está bien empleado a esos prepotentes que querían ser superiores a nosotros y se daban tantas ínfulas!», «¡Fíjate en esos millonarios! Se han gastado una fortuna para alcanzar el aburrimiento, esas cabezas de chorlito», o como esta otra, más dura: «¡Sus caras alegres se han convertido en rostros pálidos como el culo!». En la última fase se generó en muchos mortales, no en todos, ya que seguían existiendo algunos no despiadados, un odio puro por los eternos. La mecha la había encendido un caso, llamado por los medios «La carnicería de París», cuya noticia había dado la vuelta al mundo de inmediato con gran escándalo. El hecho se había producido después de la vuelta a viejo calendario, exactamente en el año 2509, habiéndose ya destruido las instalaciones Vida Eterna, por lo que el número de los inmortales, todos censados por obligación legal, se mantenía entonces en 1003 personas, también porque la eternidad originada por el procedimiento Vida Eterna no era transmisible, ya que el proceso hacía estériles a quienes se habían sometido a él. Algunos inmortales sí tenían hijos y nietos, pero todos fruto de concepciones precedentes. Para llegar al apogeo del odio entre la conciencia colectiva se llegó al convencimiento, que ya estaba en lo más profundo de las mentes antes de la carnicería de París, de que de no le habría sido posible de ninguna manera a un mortal reaccionar con éxito a un ataque violento de un mortal que hubiera decidido herirle o matarle, debido a la tristemente famosa facultad de los eternos de regenerarse poco después de haber sido ellos mismos heridos o aparentemente muertos. Por tanto, en caso de agresión, la única posibilidad de defensa, que solo habría podido ejercerse si enfrente del inmortal violento se encontraran muchas personas, habría sido sujetarlo con cuerdas o cadenas, impidiendo así sus movimientos. Seguramente ya se habían producido agresiones por parte de un eterno contra un mortal antes de la carnicería de París y además, en cuatro siglos, debían haber sido muchas, pero solo después de esta matanza se había extendido por todas partes una airada obsesión colectiva contra los eternos. Lo que había pasado era que uno de los inmortales, un hombre fornido que aparentaba tener unos treinta años o con más de cuatrocientos años de edad real, Louis Villon, célebre por haber sido uno de los dos magnates que habían financiado la investigación del Instituto Privado Bertrand Russell que desembocó en el procedimiento Vida Eterna y que al principio no habían dado fruto, una tarde en el campo en los alrededores de París, al entrar andando en su propia villa después de un paseo para hacer la digestión, fue atacado por tres perros doberman instigados contra él por cuatro jóvenes mortales pertenecientes, como luego pudo averiguar Villon, a una banda de una decena de vándalos racistas que tenía como primer objetivo enfrentarse a los odiados eternos. Louis Villon había sido literalmente despedazado por los perros y luego sus amos se habían alejado psicológicamente saciados de sangre junto con sus animales. Villon renació entre grandes sufrimientos, lleno de rabia contra esos miserables y realizó indagaciones al día siguiente mediante investigaciones privadas para descubrir su identidad. Una vez supo lo que necesitaba sobre esos malhechores, en lugar de denunciarlos, el multimillonario había querido llevar a cabo una venganza personal y, por la noche, cuando su club estaba vacío de gente, lo había incendiado. La banda ocupaba una chabola de madera en el campo en los alrededores de París, no lejos de la villa del eterno. Sin embargo uno de los bandidos, que vivía en un caserío cercano al club, apenas a unos ochenta metros, había visto huir al incendiario y la noche siguiente se lo había contado a los demás miembros. No mucho después, tras echar abajo la puerta de entrada a la villa de Villon, los diez juntos habían invadido la morada con sus tres perros, empuñando antorchas, con la más que verosímil intención de responder dando fuego a la construcción. El propietario y sus dos sirvientes, mortales comunes de mediana edad, marido y mujer, habían acudido ante el estruendo del derribo de la puerta, se habían reunido en la entrada, habían visto a los invasores, habían tratado de enfrentarse valientemente a ellos y habían sido agredidos por los perros, incitados por sus amos. Los tres habían sido despedazados horriblemente, pero mientras que los sirvientes estaban irremediablemente muertos, Villon se reconstituyó poco a poco hasta reaparecer incólume. Entretanto los delincuentes, con sus animales, habían empezado a explorar las demás habitaciones de la casa, con la probable intención de robar en ella. El propietario, armado con dos escopetas y dos pistolas que guardaba en un armario junto a la entrada, preso de una ira como no había sentido en toda su larguísima existencia, mató en primer lugar a los tres dobermann que, habiendo advertido su olor, habían dejado a sus amos y corrían gruñendo hacia él para atacarle. Luego, ya ciego de rabia, llegando hasta los agresores, Villon había asesinado a cuatro, uno tras otro. Los otros seis decidieron huir después de esto. Al reconocer el juez instructor la legítima defensa, Villon no había sido condenado, mientras que los delincuentes sobrevivientes habían sido arrestados, juzgados y condenados. Sin embargo la impresión general ya era muy hostil a los inmortales. Así que los medios, recogiendo y exprimiendo esa profunda aversión, habían presentado el episodio arrojando sospechas sobre Villon. Bajo una fuerte presión popular, apoyada por los propios medios, los líderes estatales habían decidido por fin la promulgación de una ley que autorizaba la concentración de todos los eternos en un lugar aislado. Esta norma, promulgada con un decreto del gobierno aprobado casi inmediatamente por el Parlamento, se había aplicado de inmediato. Los eternos, al ser todos conocidos por la autoridad gracias al censo anterior, habían sido capturados uno a uno por fuerzas de la policía de paisano, que se les habían acercado individualmente con diversos pretextos o estratagemas: los policías les habían esposado firmemente y llevado a la cárcel, donde habían permanecido recluidos encadenados. Cuando fueron capturados los 1003 inmortales, sin que faltara ninguno, fueron transportados todos juntos, en realidad con todo el respeto posible y aprovechando las comodidades de abordo, sobre un gran hidroplano transoceánico y habían sido desembarcados y recluidos para siempre sobre el atolón coralino de Rapa Nui, más conocido como la Isla de Pascua, situado en el centro del Pacífico, muy lejos de cualquier otra tierra, a más de 3.600 kilómetros al oeste de la costa de Chile y a 2.075 al este de las cuatro islas volcánicas del archipiélago Pitcairn, situado en el Pacífico meridional. Sin embargo se había concedido a los exiliados constituir sobre la isla su propio estado independiente. La comunidad sería completamente autosuficiente gracias a los nuevos recursos de esa isla, antes poco hospitalaria, que había sido preparados por adelantado por el Estado mundial con los métodos fertilizantes más modernos y además debido a los aparatos y cyborgs para el cultivo y la producción industrial que la misma autoridad había proporcionado a los exiliados. La supervivencia de los eternos también estaba garantizada por su número limitado y por el hecho de que eran estériles. En cuando a los poquísimos exponentes de la población nativa de Rapa Nui, no se les había consentido permanecer allí y se les había obligado a mudarse a la mayor de las islas Pitcairn, deshabitada desde hacía tiempo, también con altas indemnizaciones, pagadas en especie, que les había asignado el Estado. Inmediatamente después del desembarco de los exiliados se había colocado en torno y por encima de toda la isla un campo de fuerza, impenetrable materialmente, que impedía tanto a los eternos abandonar la isla como a los mortales acceder a ella. En particular, los ya difundidos aparatos del sistema Radiotransporte Instantáneo de Seres Vivientes, inventado una decena de años antes por los ingenieros Green y Berusci, capaz de radiotransportar seres humanos, animales y cosas, no se podía utilizar ni para entrar ni para salir, sin contar que, evidentemente, no se le había proporcionado a los deportados, igual que no se les había proporcionado embarcaciones ni medios aéreos.

Con el paso del tiempo, el mundo se había olvidado de la existencia de los inmortales.

Habían sido las mismas autoridades las que habían ordenado ese olvido, eliminando de las memorias electrónicas cualquier noticia sobre ellos. Para la historia oficial, no habían existido nunca. Pero si durante un largo periodo ninguno había oído hablar nunca de esos 1003 eternos, el futuro sin embargo tenía guardado para ellos una reaparición clamorosa, la fama y… algo más. Pero hasta el nuevo advenimiento esencial, tendría que producirse un acontecimiento cuya causa desencadenante estaría en la Tierra, pero sus consecuencias tendrían origen muy lejos de nuestro planeta.

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