Читать книгу Las Inmortalidades - Guido Pagliarino - Страница 8
ОглавлениеâLa Espiral de Oro, señor Juez, era sin duda la meta académica más ardua de la Tierra, tan difÃcil de alcanzar que, antes de mÃ, en cincuenta años desde su institución, apenas un centenar de personas habÃan llegado a la meta. Era un objetivo espléndido: el superlicenciado tenÃa derecho a una enorme renta a lo largo de toda su vida natural, con la que podÃa proseguir sus investigaciones tranquilamente, sin necesidad de trabajos lucrativos. Desde niño habÃa soñado con ella, desde que era un joven de dieciséis años que trabajaba en la tienda de mis padres en Módena: armas laser artesanales. No es que me desagradara ese trabajo, es que no me limitaba a seguir los diseños: muchas veces aportaba mejoras de mi invención a muchos modelos de fusiles y pistolas. Sin embargo mi sueño era dedicarme a la investigación pura, a tiempo completo. Por eso dedicaba al estudio horas nocturnas robadas al sueño. Pagaba, dedicando casi todo mi salario, las matrÃculas de las primeras universidades del mundo, en América y Asia. PodÃa asistir al menos en parte a las lecciones a lo largo de la noche, aprovechando los diversos husos horarios de los continentes y gracias al aparato que me habÃa regalado mi padre, el Teletransporte Instantáneo de Seres Vivientes Green-Berusci. AsÃ, con el paso del tiempo, examen a examen, una vez aprobada la selectividad general en Bolonia, obtuve primero la licenciatura en matemáticas y fÃsica en Princeton y luego el doctorado superior en filosofÃa universal en Tokio. TenÃa entonces treinta años. En todo ese tiempo no me habÃa concedido ninguna distracción. HabÃa estado tan dedicado al estudio que ni siquiera habÃa me habÃa relacionado con mujeres y permanecÃa soltero. Se podrÃa decir que era un monje del saber. Entretanto, al haber muerto ya mi padre y mi madre y haber heredado su tienda, para mantenerme habÃa seguido con la profesión, obteniendo bastante dinero y manteniendo la libertad de mi tiempo ante horarios inflexibles: sin duda no habrÃa tenido tal libertad si hubiera escogido una profesión dependiente, como habrÃa sido la investigador en alguna institución. Por oro lado, esta habrÃa sido una actividad de mayor prestigio que la de armero. Pero esto no me importaba. Durante otros veinte interminables años estudié y estudié para prepararme para las pruebas casi insuperables de la Espiral de Oro: estudiaba y fabricaba armas, fabricaba armas y estudiaba. Cuando por fin estuve listo, al inicio del año pasado realicé y aprobé los tres niveles previstos de examen en Moscú, Roma y ParÃs y expuse la tesis general en Oslo. ¡Conseguà por fin mi superdiploma! Ya habÃa cumplido cincuenta años. En cuanto empezó a llegarme la magnÃfica renta de la Espiral, vendà la tienda y con lo obtenido compre material cientÃfico, alquilé un laboratorio eficiente y amplio en Cambridge y finalmente me dediqué a la investigación pura, apuntando esta vez al Premio Unificado Nobel-Green-Berusci, pero el sueño no duró. Apenas dos meses después, señor juez, a causa del desgraciado lanzamiento al espacio de informaciones sobre la Tierra por parte del señor Bauer, usando las ondas ultrafotónicas, estalló la guerra y fuimos invadidos. Y una de las primeras disposiciones del gobernador militar fue, como por otro lado consiente la nueva ley, desviar para su persona todos los rendimientos de la Espiral de Oro. Para vivir busqué entonces, en vano, un empleo apropiado para mi preparación: tanto en los institutos de investigación y las universidades como en las empresas, ¡habÃa muchos jóvenes ansiosos en las colas en ese periodo de crisis económica! Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habrÃa sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquÃsimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavÃa no conocÃa el oficio correctamente, reanudando asÃ, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomÃa la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro dÃas, esta se desató. SabÃa que el dÃa siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, asà que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca CÃvica en la que me habÃa escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo querÃa que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habrÃa sido un castigo mÃnimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenÃan razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión polÃtica no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.
Después de muchas horas, el magistrado habÃa vuelto a la sala con la sentencia.
â¡Que se levante el acusado! âhabÃa ordenado el secretario de la sala.
Como prescribÃa la ley, el juez leyó con voz cortante:
âImputado Roberto Ferrari, le declaramos⦠¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.
El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.
El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le habÃa mirado largo rato. Luego con voz suave le habÃa querido decir, a tÃtulo personal:
âTengo una hija que, como usted, ama la sabidurÃa y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún dÃa⦠âaquà se habÃa contenido, pero le habrÃa gustado añadir: «⦠tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos polÃticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquÃa. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».
El condenado habÃa levantado finalmente la cabeza y habÃa mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le habÃa parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.