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Capítulo 4

—La Espiral de Oro, señor Juez, era sin duda la meta académica más ardua de la Tierra, tan difícil de alcanzar que, antes de mí, en cincuenta años desde su institución, apenas un centenar de personas habían llegado a la meta. Era un objetivo espléndido: el superlicenciado tenía derecho a una enorme renta a lo largo de toda su vida natural, con la que podía proseguir sus investigaciones tranquilamente, sin necesidad de trabajos lucrativos. Desde niño había soñado con ella, desde que era un joven de dieciséis años que trabajaba en la tienda de mis padres en Módena: armas laser artesanales. No es que me desagradara ese trabajo, es que no me limitaba a seguir los diseños: muchas veces aportaba mejoras de mi invención a muchos modelos de fusiles y pistolas. Sin embargo mi sueño era dedicarme a la investigación pura, a tiempo completo. Por eso dedicaba al estudio horas nocturnas robadas al sueño. Pagaba, dedicando casi todo mi salario, las matrículas de las primeras universidades del mundo, en América y Asia. Podía asistir al menos en parte a las lecciones a lo largo de la noche, aprovechando los diversos husos horarios de los continentes y gracias al aparato que me había regalado mi padre, el Teletransporte Instantáneo de Seres Vivientes Green-Berusci. Así, con el paso del tiempo, examen a examen, una vez aprobada la selectividad general en Bolonia, obtuve primero la licenciatura en matemáticas y física en Princeton y luego el doctorado superior en filosofía universal en Tokio. Tenía entonces treinta años. En todo ese tiempo no me había concedido ninguna distracción. Había estado tan dedicado al estudio que ni siquiera había me había relacionado con mujeres y permanecía soltero. Se podría decir que era un monje del saber. Entretanto, al haber muerto ya mi padre y mi madre y haber heredado su tienda, para mantenerme había seguido con la profesión, obteniendo bastante dinero y manteniendo la libertad de mi tiempo ante horarios inflexibles: sin duda no habría tenido tal libertad si hubiera escogido una profesión dependiente, como habría sido la investigador en alguna institución. Por oro lado, esta habría sido una actividad de mayor prestigio que la de armero. Pero esto no me importaba. Durante otros veinte interminables años estudié y estudié para prepararme para las pruebas casi insuperables de la Espiral de Oro: estudiaba y fabricaba armas, fabricaba armas y estudiaba. Cuando por fin estuve listo, al inicio del año pasado realicé y aprobé los tres niveles previstos de examen en Moscú, Roma y París y expuse la tesis general en Oslo. ¡Conseguí por fin mi superdiploma! Ya había cumplido cincuenta años. En cuanto empezó a llegarme la magnífica renta de la Espiral, vendí la tienda y con lo obtenido compre material científico, alquilé un laboratorio eficiente y amplio en Cambridge y finalmente me dediqué a la investigación pura, apuntando esta vez al Premio Unificado Nobel-Green-Berusci, pero el sueño no duró. Apenas dos meses después, señor juez, a causa del desgraciado lanzamiento al espacio de informaciones sobre la Tierra por parte del señor Bauer, usando las ondas ultrafotónicas, estalló la guerra y fuimos invadidos. Y una de las primeras disposiciones del gobernador militar fue, como por otro lado consiente la nueva ley, desviar para su persona todos los rendimientos de la Espiral de Oro. Para vivir busqué entonces, en vano, un empleo apropiado para mi preparación: tanto en los institutos de investigación y las universidades como en las empresas, ¡había muchos jóvenes ansiosos en las colas en ese periodo de crisis económica! Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habría sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquísimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavía no conocía el oficio correctamente, reanudando así, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomía la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro días, esta se desató. Sabía que el día siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, así que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca Cívica en la que me había escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo quería que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habría sido un castigo mínimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenían razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión política no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.

Después de muchas horas, el magistrado había vuelto a la sala con la sentencia.

—¡Que se levante el acusado! —había ordenado el secretario de la sala.

Como prescribía la ley, el juez leyó con voz cortante:

—Imputado Roberto Ferrari, le declaramos… ¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.

El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.

El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le había mirado largo rato. Luego con voz suave le había querido decir, a título personal:

—Tengo una hija que, como usted, ama la sabiduría y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún día… —aquí se había contenido, pero le habría gustado añadir: «… tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos políticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquía. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».

El condenado había levantado finalmente la cabeza y había mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le había parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.

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