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Capítulo I
DEL 1200 A.C. A LA ÉPOCA DEL SEGUNDO TEMPLO
Las deportaciones a Babilonia
ОглавлениеEl reino de Judá cae bajo el influjo de Babilonia y, a consecuencia del rechazo en el año 598 a.C. del rey Joaquim, hijo de Josías, de permanecer bajo esta influencia, al año siguiente la capital Jerusalén es asediada por el rey Nabucodonosor: Después de unos pocos meses, muerto Joaquim, tal vez asesinado por algunos de los suyos con la vana esperanza de que el soberano invasor levantara el asedio, su hijo Joaquín (o Jeconías) se rinde (2 Re 24,12) y, como refiere el libro del poeta Ezequiel (Ez 17) es deportado a Babilonia en el año 597 (o 596) a.C. con la familia, los principales miembros de la aristocracia, los guerreros, los eunucos de la corte, además de los herreros y los demás artesanos cualificados. El segundo libro de los Reyes (2 Re 24, 14-16) precisa que los exiliados se ubican en diversas localidades, sobre todo en Tel Arsa, Tel Abib, Addam, Kerub, Kasifya e Immer, a lo largo de las orillas del río Kebar, en las cercanías de la antigua ciudad, entonces semirruinosa, de Nippur.
Nippur fue erigida por los sumerios en el sur de Mesopotamia y había tenido su máxima expansión en el III milenio antes de Cristo, debido a la importancia del templo en honor del dios Enlil. Quedó semiabandonada hacia el año 1000 a.C. y solo volvió a tener de nuevo importancia siglos después del exilio hebreo, en el siglo III a.C., bajo los partos.
Se trata de aquellos lugares de la Mesopotamia meridional en los que surgía la ciudad de Ur de los caldeos, desde la cual, según tradición y como se indicaría por escrito en el siglo V a.C. en el libro del Génesis, había empezado a actuar Abraham, el padre de la estirpe de los hebreos, debido a la llamada de Dios (Gen 17, 1-14).
Ezequiel (circa 628 – 570 a.C.), hijo de sacerdote y destinado en convertirse en uno, fue deportado en el curso de esta oleada, junto al rey Joaquín. Como el cargo sacerdotal solo se puede ejercitar a partir de los treinta años y él cumplirá esta edad estando ya en el exilio, al contrario que su padre, nunca llegará a ser sacerdote, pero se convierte en profeta. Trata de infundir en sus compañeros la fe en la redención de Israel, que se producirá históricamente unos sesenta años después, por decisión del rey Ciro II de Persia. El largo libro de Ezequiel tiene tres partes. En la primera se denuncian los pecados de Israel que llevan al castigo de Dios con la caída de Jerusalén (capítulos 1-24). La segunda comprende el anuncio de la desgracia en la que incurren las naciones idólatras (25-32). Por fin, en la última parte (33-48), Dios encarga a Ezequiel exhortar a los hebreos a la confesión de sus pecados y anunciar una nueva Jerusalén. Entretanto, se deja al reino de Judá formalmente con vida bajo el rey fantoche Matanías, tío de Joaquín, al que Nabucodonosor cambia de nombre a Sedecías, como señal de sumisión (2 Re 24, 17). El soberano babilonio mantiene parte de su ejército vigilando a Judá. El débil rey, influido por una corte antibabilonia y teniendo dificultades para pagar el duro tributo a Babilonia, se rebela aprovechando el hecho de que el faraón egipcio Hofra ha enviado una expedición contra Nabucodonosor para conquistar tierras fronterizas y este, debido a esta urgencia, ha alejado sus tropas. Egipto es derrotado, Nabucodonosor actúa contra Jerusalén y la ciudad es vencida, saqueada y entregada a las llamas: las murallas y el templo son destruidos (2 Re 24-25; Je 39; 2 Cr 36). Una parte notable de la población, como refiere la Biblia en 2 Re y en Jeremías (2 Re 25, 8-21 y Je 52), es llevada a la fuerza a Babilonia en una deportación posterior que afecta a la nueva clase aristocrática y a cualquiera que se haya declarado a favor del rey Sedecías. Este es cegado, deportado a su vez y encarcelado, después de haber visto como se ejecutaba a sus hijos, asesinados para que no tuviera más descendencia.
En Judea y en lo que queda de su capital permanecen los hebreos pobres, a cuyo frente se pone al rey fantoche Godolías, antes primer ministro y traidor amigo de los babilonios. No mucho después, este soberano es asesinado y el reino de Judá, en ese momento, deja de ser tal: el territorio se convierte, también formalmente, en súbdito de Babilonia. Según el profeta Jeremías, se produce, asimismo, en los años 582-581 a.C., otra deportación que afecta a ciertos palestinos que habían intentado resistir desesperadamente en connivencia con moabitas y amonitas (Je 52,30).
En resumen, una gran parte del pueblo hebreo vivía entonces en el exilio, a causa de las sucesivas deportaciones, en lo que se llama habitualmente la servidumbre babilonia.
El exilio resulta un punto de inflexión en la historia político-religiosa de Israel.
Los que quedan en Judea continúan el culto donde se erigía el templo, manteniendo una relación directa con el pasado, y no se excluyen del todo las composiciones bíblicas: fue tal vez entre los que quedaron en la patria y no entre los exiliados donde nace el libro de las Lamentaciones, obra de autor desconocido, atribuida en el pasado erróneamente a Jeremías, cinco composiciones poéticas escritas siguiendo el estilo y el ritmo de los antiguos cánticos fúnebres judíos, en las que se refleja el tormento por la pérdida de los seres queridos exiliados o muertos, por la pérdida de la nación y la devastación de la capital y el templo, por la disminución del sacerdocio y de los sacrificios rituales.
Se trata de un ritmo fúnebre peculiar, llamado kinah, en el que falta un elemento: se trata de un artificio estilístico para evidenciar la falta de la persona perdida, en este caso la ciudad de Jerusalén personificada.
En cuanto a los deportados, al principio sus pensamientos y el sufrimiento personal del exilio les supusieron una grave crisis. Sin embargo, la fuerza de la tradición judaica, tanto oral como expresada por escrito en los textos de los profetas antiguos y en una primera redacción de la obra deuteronómica, fuente bíblica de la que hablaré en el próximo capítulo, textos transportados por sacerdotes y escribas, hacen al lugar y la época, en las reflexiones teológicas de los deportados expresadas en primer lugar por Ezequiel y, hacia el final del exilio, por el Deutero Isaías, autor de los capítulos del 40 al 55 del libro de Isaías, extremadamente favorables a una maduración de la fe de Israel. La servidumbre babilonia se concibe en cierto modo por la gente más culta como una furia del Señor constructiva, dirigida, no tanto a castigar las culpas, lo que equivale a decir la indiferencia por el dios de Israel por parte de los hebreos y también la idolatría de otros, como a causar el arrepentimiento positivo y la vuelta a pleno culto de Yahvé.
Los exiliados eran normalmente seguidores de la fuente bíblica deuteronomista, influida por los profetas anteriores al exilio, igualitaristas y populistas, pero entre ellos no se encuentra el profeta Ezequiel, que no solo tiene un vocabulario y estilo diferentes, sin también ideas legales distintas, las cuales pasan a un grupo de seguidores, cuyos estudios confluirán, después del retorno a Israel, en la escuela teológica sacerdotal, compuesta por archiveros y estudiosos de tradiciones en función del futuro, a los cuales debemos escritos como el libro del Levítico y la historia de la Creación en el primer capítulo del Génesis. La idea de Yahvé como creador tiene mucha importancia también en el Deutero Isaías, que concibe además la escena de Yahvé sentado sobre el trono en los círculos celestes, que declara solemnemente ser el primero y el último y que aparte de él no hay otro dios, porque los dioses de otros pueblos son solo ídolos de piedra o de madera que no pueden dañar ni ayudar a nadie: un claro paso del henoteísmo al monoteísmo.
Al formarse un monoteísmo riguroso, se va creando la tradición espiritual del pueblo elegido por Yahvé, que se refleja por escrito en los nuevos profetas y en el Pentateuco, en los seis libros históricos posteriores y en los salmos.
Por tanto, Babilonia se convierte en el lugar de la salvación: entra en la conciencia colectiva la idea de que Dios ha castigado a Israel por sus pecados de idolatría e indiferencia hacia Él solo para que meditara. En otras palabras, nace una concepción más refinada de Dios, se considera que no se ha tratado de una verdadera furia divina, sino de afecto por su pueblo elegido, del que Yahvé ha querido que aprendiera en el dolor solo para que volviera a Él. En estos años se adquiere una nueva conciencia de Dios, descubriendo que la historia del pueblo hebreo es enteramente una historia salvífica guiada por este. Surge la convicción de que Yahvé ha querido a los hebreos en la misma tierra que, según la tradición oral, había sido la de Abraham, para que, después de la expiación, Israel siguiera las huellas del patriarca: los profetas Ezequiel y Deutero Isaías razonan sobre el pasado y entienden, no solo que la servidumbre babilonia, como todos los males precedentes, tiene una causa precisa, que es el pecado de idolatría de Israel, sino también un fin providencial: su purificación para el retorno de Dios, para una nueva creación, un nuevo éxodo hacia Canaán, una nueva alianza después de la del Sinaí y un nuevo reino de Jerusalén. El dolor sirve para redimir, como se expresa en Deutero Isaías en los cantos del Siervo de Yahvé, un concepto que tendrá su culminación en Jesucristo. Después de haber comprendido que el amor divino por Israel no ha disminuido, los profetas en el exilio empiezan además a entender que hay que ser testimonio de Dios, sobre todo y también con un comportamiento ejemplar con el fin de convertir a otros pueblos a la fe en Él: Yahvé no solo quiere reconocimiento y vida para Israel, sino que desea lo mismo para todo el mundo, algo que se cumplirá siglos después con Jesús y su Iglesia evangelizadora.
Cristo, remitiéndose a los cantos de Deutero Isaías, será representado en el Evangelio como el siervo inocente de Dios que sufre por la salvación de todo el género humano: así como el pueblo hebreo, análogamente al servicio de Yahvé, ha penado con la esclavitud babilonia en función de la liberación y la vuelta a Jerusalén, así sufrirá el Siervo de Yahvé-Jesús para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y dirigirlos a la Nueva Jerusalén, el Reino de Dios: «Jesús (el resucitado) les dijo (a los discípulos que, habiendo dejado de creer, estaban huyendo a Emaús después de su crucifixión y muerte): “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”» (Lc 24, 25-26).
La liberación del exilio babilonio se asimila religiosamente como la señal divina del perdón. (Ez, capítulos 41-48. Ver también Esdras, 1, 1-9). Se atribuye teológicamente a la intervención de Yahvé en el corazón de Ciro el liberador, a quien Deutero Isaías llama amigo de Dios, su elegido y su pastor: el reino de Nabucodonosor no fue muy largo, hacia el año 539 a.C., Ciro II de Persia había conquistado Babilonia y, por tanto, Palestina se convirtió en tributaria de su gran imperio. El soberano, persona con una mente bastante abierta, a diferencia del rey babilonio que había tratado de eliminar la identidad hebrea, siendo consciente de que la tolerancia puede favorecer el orden, respeta las culturas de los pueblos sometidos (2 Cr 36, 23): «En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, para se cumpliera la palabra del Señor pronunciada por Jeremías, el Señor despertó el espíritu de Ciro, el rey de Persia, y este mandó proclamar de vida voz y por escrito en todo su reino: “Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, de Judá. Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y se vaya!”». Como se ve, el autor imagina a un Ciro simple instrumento de Dios.
También en otras partes de la Biblia se presentan soberanos paganos como enviados de Yahvé, pero estos son instrumentos de castigo de pueblos adversarios de Israel, que los derrotan. Por ejemplo, en Ezequiel ese encargo, contra los egipcios, lo da Dios a Nabucodonosor.
Ya en el 538 a.C., el ilustrado Ciro concede a los israelitas deportados que lo deseen volver a su tierra, en todo caso sometida a él. No todos deciden volver: tras haber pasado tantos años y tratándose de la segunda o tercera generación, ya radicada en Babilonia, parte de los deportados escogen quedarse como súbditos libres de Ciro. El retorno de quienes deciden la repatriación es por etapas, afecta a varios grupos y se desarrolla en un periodo de más de un siglo. Entretanto, el rey, para granjearse el favor de la mayoría del pueblo hebreo y asegurar mejor el orden social, ordena también la reconstrucción del templo de Jerusalén y la reanudación del culto, devolviendo los objetos sagrados robados en su momento por Nabucodonosor. El emperador da autoridad al judío Sesbasar, descendiente de la casa de David, y le encarga reconstruir el templo. Este acepta con entusiasmo, pero el trabajo resulta ser bastante difícil y no avanza. Además, aparecen otros obstáculos debidos a los otros habitantes del lugar: Jerusalén se encuentra comprendida en la prefectura de Samaría, gobernada en nombre de los persas por ciertos hebreos considerados impuros por los repatriados, porque los consideraban descendientes de mujeres no judías, así que eran, en sentido étnico-religioso, bastardos, personas que no solo se resistían a colaborar, sino que se mostraban como enemigas por reacción. Después de veinte años, en el lugar del nuevo templo hay todavía un montón de escombros: evidentemente, el entusiasmo por la libertad recuperada, aunque fuera dentro de ciertos límites, no había durado mucho entre el pueblo. Durante algún tiempo, desaparecido Sesbasar de la escena, Persia nombra rey vasallo a Zorobabel, también descendiente de David, que vuelve a Jerusalén al frente de un segundo grupo de repatriados. Los profetas Zacarías y Ageo confían en él (Zc 6, 9 y ss.; Ag 2, 20 y ss.) y esperan que reconstruya por fin el templo, pero en vano. Después de Zorobabel, también el poder político pasa de hecho a los sacerdotes, el primero de los cuales tiene el nombre de Josué, como el antiguo lugarteniente de Moisés, pero no llamado así necesariamente por los padres en su memoria, ya que Joshua (o Jeshua), en español Josué o Jesús, eran nombres bastante comunes entre los hebreos.
Zigurat