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Tres ideas sobre la práctica docente universitaria desde la investigación acción educativa

Juan Manuel Carreño Cardozo{1}

El presente capítulo describe tres ideas actuales de transformación de la práctica docente a partir de reflexiones relacionadas con la investigación acción educativa. A su vez, se tiene en cuenta el descentramiento y la investigación con mirada crítica como elementos fundamentales de posibles transformaciones en las prácticas. Las tres ideas son: 1) fuera del aula, 2) del poder del docente y 3) los propósitos y lugares de la evaluación.

La docencia suele ser comprendida como una de las funciones connaturales de la Universidad, junto con la investigación y la extensión. Así mismo, se entiende que los docentes que laboran en las universidades atienden aspectos en los tres ámbitos y es común que la asignación en tiempos y recursos se organice a partir de estos. Estas funciones no se proponen en ningún caso de forma independiente y desarticulada, por el contrario, siempre se espera coherencia entre lo que un docente hace en cuanto a la cátedra asignada, la investigación con el conocimiento que produce, y la extensión como acción generadora de posibilidades de relación con comunidades distintas a la académica universitaria (Vargas et ál., 2008).

La docencia, desde este punto de vista, siempre debe estar permeada por la investigación, en cuanto solo este proceso le permite acceder a un conocimiento actualizado, reflexivo y productivo, sea desde perspectivas disciplinares o interdisciplinares. A su vez, la extensión representa el vínculo del docente con la sociedad, privilegiando diálogos con contextos o situaciones problemáticas específicas de comunidades. Investigación y extensión son, para la docencia, posibilidades concretas que le dan sentido a la práctica docente, a partir de su relación con el conocimiento y el contexto, los cuales son fundamentales para la formación profesional en la actualidad.

De esta forma, la docencia se articula con la investigación y con la extensión de manera que las tres funciones propias de la Universidad tienen un reflejo en las actividades de los docentes. Por supuesto, es necesario que para los docentes esta articulación se apoye en la apropiación del proyecto educativo institucional, de modo tal que se generen en cada espacio y acción, dentro y fuera del aula, las condiciones que direccionen hacia los propósitos planteados por la institución. Para Vargas et ál. (2008) todas estas condiciones conforman ambientes de aprendizaje, siendo estos todo lo que rodea un proyecto cultural de una universidad y que se crea cuando los sujetos logran identidad institucional, es decir, “cuando los sujetos […] son partícipes del proyecto cultural al cual se tiende. Sin esta primera nota característica: los sujetos tendrán un vínculo funcional, pero no harán parte de un horizonte compartido” (Vargas et ál., 2008, p. 127).

Entendido lo funcional como lo eminentemente contractual, se evidencia que el papel de lo administrativo-logístico, si bien cumple un papel relevante para generar ciertas condiciones favorables en el proceso, no es lo que estructuralmente orienta que los actores de la Universidad comprendan y se apropien del horizonte común de la institución. Así, las acciones del docente, sean de docencia, investigación o extensión, han de ser asimiladas más allá de los lineamientos procedimentales a los cuales debe ceñirse, para enmarcarse en procesos de formación hacia la construcción de cultura institucional. De esta manera, la práctica docente es un proceso que incluye de varias formas la investigación y la extensión, más allá de las delimitaciones administrativas, siempre y cuando los docentes traspasen la línea de lo contractual para participar en las posibilidades que lleven a metas de la institución.

Interpretando a Vargas et ál. (2008), es posible afirmar que la apropiación del proyecto institucional es un paso relevante para configurar todo el ambiente de la institución como ambiente de aprendizaje. Esto mismo orienta la comprensión de la función docente, en las clases y fuera de ellas, en el marco de construcción de cultura institucional, hecho que permite comprender la práctica docente más allá del encuentro tradicional del docente con sus estudiantes en el aula, y que involucra al docente en dinámicas continuas de diálogo con sus pares académicos y, en general, con todos los actores y ámbitos de la Universidad.

En este mismo sentido, que atiende a la formación para llegar a destinos comunes, es necesario afirmar que desde hace algún tiempo se discute y se propone la necesidad de formación pedagógica del docente universitario, haciendo visible una orientación reflexionada sobre las maneras como se accede a la formación profesional. A partir ahí se ha postulado como deber, por ejemplo, que “la formación en docencia universitaria, tanto inicial como permanente, forme parte intrínseca de la profesión docente universitaria” (Imbernón, 2001, p. 43). De este modo, la docencia parece tener como característica la misma formación para ejercerse, asunto que transforma el imaginario que aún persiste, de acuerdo con el cual es suficiente que un docente sepa de la disciplina para que pueda enseñarla.

La formación para la docencia universitaria es, en varios sentidos, la dinámica reflexiva de una institución o de un programa sobre el quehacer del docente en su práctica, e implica mediaciones para dar cuenta de los procesos y también para orientar, en las prácticas docentes, aquello que la institución desea de estas. Como ya se apuntó, la investigación actualiza y acerca el conocimiento disciplinar e interdisciplinar propio de los saberes implicados en la formación profesional; sin embargo, la investigación también es un camino para reconocer, transformar o enriquecer aquello que ocurre en la práctica docente. Es decir, la investigación actúa también para construir conocimientos relativos a la formación, y no solo en la dirección de los conocimientos particulares de las disciplinas.

Por esta razón, en este capítulo las reflexiones que se desarrollan son propuestas relacionadas con la investigación acción educativa, metodología de indagación e intervención originada y propia del ámbito educativo, en la cual se pone en juego la acción misma del docente en su práctica para mejorarla o transformarla. Por supuesto, es necesario afirmar que esta no es la única posibilidad de investigación en el aula.

La investigación acción educativa retoma aspectos de la investigación acción, metodología que en sus inicios “se orientó más hacia la transformación de prácticas sociales que al descubrimiento de conocimiento nuevo” (Restrepo, 2004, p. 50), de forma que, al contrario de otras metodologías, el conocimiento se dispone en función de la transformación necesaria. Para la educación, Schön (1983) muestra que estas transformaciones están vinculadas con el currículo, de forma que si este debe construirse en forma dinámica, que se ajuste a las necesidades de aprendizaje, el mismo desarrollo del currículo debe ser investigación educativa. Esta investigación ocurre en las acciones educativas, de forma que el proceso de investigación educativa se asume como una reflexión en la acción (Stenhouse, 1998).

Las fases de la investigación acción educativa o pedagógica retoman, en general, las etapas de la investigación acción definidas por Lewin (1973, citado por Bauselas, 2004), las cuales son diagnóstico de la problemática, reflexión acerca de la idea central y planeación y aplicación de acciones. Interpretadas por Restrepo (2004) para la investigación acción pedagógica, se comprenden como:

1 1. Crítica o reflexión sobre la propia práctica, deconstruyendo nociones y reconociendo tensiones. Esta etapa termina con un conocimiento profundo de la propia práctica (saber pedagógico).

2 2. Propuesta de una práctica alternativa más efectiva, adaptación de teorías y discusiones. Finaliza con una implementación de ensayo.

3 3. Validación de la práctica alternativa o reconstruida.

Estas fases, si bien pueden ser asumidas alrededor de aspectos únicamente del aprendizaje de los estudiantes, tienen su mayor riqueza en la posibilidad de incluir múltiples miradas desde los actores involucrados y con esto vencer la rigidez convencional de los límites entre maestro y estudiante, aprendizaje y enseñanza, y sapiencia e ignorancia. A partir de este punto de vista se entiende también que “las problemáticas educativas, vistas a través de la actitud investigativa, no se consideran como elementos externos asociados al aprendizaje, sino que ubican la educación (no al aprendizaje exclusivamente) como elemento constituyente y constitutivo del devenir problemático de una sociedad” (Carreño et ál., 2007, p. 25).

Hoy en día la propuesta de la investigación acción educativa se aleja de los marcos cientificistas positivos, en razón, por un lado, del privilegio de la comprensión de la realidad sobre las posibilidades explicativas, y, por otro, dada la valoración directa de la intervención requerida para la transformación de la realidad, dando lugar dinámico y concreto a los conocimientos allegados y construidos. Es posible afirmar que la investigación acción educativa se enmarca en la lógica de la investigación social asumida en perspectiva crítica, según la cual no existe una sola lógica de la investigación, sino que esta es necesariamente construida social y culturalmente (Carreño y Castro, 2008). Mucho más si se apuesta, como en la investigación acción educativa, por un vínculo directo con las posibilidades de transformación de comunidades.

De este modo, la investigación acción educativa asume principios y orientaciones que serán interpretados para situar las ideas que se van a desarrollar en este capítulo sobre aula, poder y evaluación, las cuales se proponen como perspectivas de reflexión acción para las prácticas docentes en el ámbito universitario. Como principios de la investigación acción se comprenden dos fundamentales: la participación y la acción (Latorre, 1984). El primero suele referirse a la posibilidad y responsabilidad que se otorga a todos los actores involucrados, como forma de abordar la complejidad de las situaciones educativas, a la vez que permite a los estudiantes decidir sobre aspectos de su proceso educativo. El segundo, la acción, es la responsabilidad de que ocurra algo para mejorar el proceso educativo. Por supuesto, este mejorar se entiende cada vez más como asunto de medianos y largos plazos que trasciende la asimilación de conceptos o la resolución de eventualidades propias del aula.

Para la educación superior, tanto participación como acción han de comprenderse en marcos más complejos que no solo contemplen la posible instrumentalización de la investigación en el aula, sino que le faciliten discutir con fundamentos epistemológicos y pedagógicos que, inevitablemente, se ponen en juego en procesos de formación profesional.

De esta forma, se comprende que la participación tiene que ver no solo con la asociación de personas en un espacio común o la determinación de un líder para otorgar la palabra a otros. La participación es fundamentalmente actitud para descentrarse de sí mismo para permitir un lugar al otro. Esto implica conciencia del lugar propio desde el cual se hace una afirmación y, con ello, la habilidad en el lenguaje de escuchar y dar cabida a la afirmación del otro como verdadera posibilidad. Se comparte con Vargas que “el descentramiento consiste en dejar de tener por ‘centro’ lo individual o egológico, lo inmediato de la vivencia tenida y comprendida, subjetivamente, desde un voluntarismo carente de sentido, para sostener fines válidos para la vida comunitaria” (Vargas, 2003, p. 46).

En cuanto a la acción, la trascendencia para las prácticas docentes en la Universidad tiene que ver con la misma responsabilidad social de la Universidad. En este sentido, la acción es más que la transformación de hechos ocurridos en el aula y tiende a la relación directa con las posibilidades de acción social en el contexto real. De diversas maneras, la crítica a las universidades es que muchas parecen más una extensión de la educación escolar que un espacio de investigación orientador y formador científico de las sociedades, y los estudiantes también asumen una estabilización de lo existente, sin posibilidades sentidas y reales de transformación social, privilegiando el statu quo, el cual depende de posibilidades laborales individuales y no de situaciones contextuales relevantes. Tal vez por esta razón, la práctica docente debería encauzar a la Universidad como provocadora de posturas subversivas, alternativas y arriesgadas.

Honoré (2008) sobre este asunto refiere la manera como la educación universitaria parece servir al mantenimiento del sistema y no a la crítica que permita su transformación: “Muchos universitarios parecen más interesados en sacar brillo a su currículo que en blandir pancartas. Los profesores describen una nueva generación de abejas obreras expertas en obedecer el sistema pero desprovistas de chispa personal” (p. 24).

La acción trascendente en la Universidad es necesariamente acción en contexto social. Así, la práctica docente es un nexo disciplinar o interdisciplinar entre conocimiento y realidad. El contexto, en este sentido, se asume no como la realidad dada, sino como la apropiación que puede hacer un estudiante de situaciones problemáticas que le permiten construir su contexto como orientador de su formación profesional.

Descentración y contexto son, de esta forma, comprensiones clave de la práctica docente universitaria, a partir de las cuales a continuación se nombrarán ideas que, en perspectiva de la investigación acción educativa, pueden ser puntos de partida de ejercicios, diseños, reflexiones o críticas acerca de la práctica docente en la Universidad.

Fuera del aula

Como ya se advirtió, el contexto es una forma de comprensión de situaciones sociales. En este sentido, la Universidad está necesariamente inmersa en esas situaciones problemáticas que deben ser develadas por el estudiante. Si se entiende a la Universidad de esta forma, que dista de la posición que la abstrae de la realidad y la ubica como observatorio distante y neutral ante una realidad que ocurre lejos de ella, será posible reflexionar acerca de la función de las asignaturas en esta relación Universidad-sociedad.

Se suele entender a la asignatura como una delimitación rígida en la que se provee a un docente de un aula para concentrar a un grupo de estudiantes que recibirán saberes de él, que actúa como experto en un tema específico. El aula funciona entonces como un dispositivo concentrador de la atención del estudiante, facilitador de la distribución de saberes expertos y controlador de rendimientos del aprendizaje del estudiante. Evidentemente, el aula aún cumple —y debe cumplir— con aspectos relacionados con estas funciones; es decir, es importante contar con espacios facilitadores de diálogos que propicie el docente y también puede ser importante controlar aprendizajes de los estudiantes desde una perspectiva académico-administrativa que vigile procesos para formar profesionales.

Sin embargo, es visible también que el aula vista así puede convertirse en limitadora de los propósitos formativos que tiendan a la relación del estudiante en la construcción de su contexto. El aula desde esa mirada parece ajena o lejana a las problemáticas, e inevitablemente los conocimientos tienden a considerarse más abstractos y separados de realidades que puedan ser tangibles para el estudiante. Por esta razón, se postula como idea actualizada de las prácticas pedagógicas en el ámbito universitario, la necesidad de salir del aula como forma de vincular más verazmente a la Universidad con su contexto. Esta es una forma de hacer explícito y directo el compromiso de transformación social de la Universidad, en una época en la que algunas frases que aparecen usualmente como lemas o ideales abstractos deben aterrizarse para ubicar procesos concretos de los actores de las universidades. Así, el aula también puede interactuar directamente con el contexto, construyéndose como una forma distinta de ver desde su función académica, una forma de ver el mundo de manera que sea visible el compromiso de transformación social (Vargas et ál., 2008).

Salir del aula implica conectar los diseños académicos de la asignatura con realidades específicas que puedan ser observables, mediante las cuales se construyan puntos clave de conexión entre la particularidad de saberes propuestos en la asignatura y la realidad cercana. De esta forma se comprende que lo específico de la Universidad no es suficiente y que “la universidad necesita que otras instancias culturales y sociales se impliquen y le ayuden en el proceso de formar al ciudadano” (Imbernón, 2001, p. 38); esto es, que si la formación en la Universidad ahora comparte componentes de integralidad, las asignaturas necesitan poner en escena de ciudad, comunidad, cotidiano y cultura aquellos elementos que solían enmarcarse en el aula solo como referencias, recuerdos o imágenes, sin llegar directamente a estas.

La dirección de los conocimientos también se pone en juego, en la medida en que salir del aula es acercarse a maneras en que el saber puede construirse —y se construye— en lógicas que no necesariamente son de corte académico científico y que este tipo de saber no es, como se suele entender, el conocimiento privilegiado o más avanzado de una sociedad. Salir del aula es, en consecuencia, comprender el lugar del tipo de saber de una disciplina o ciencia en la dinámica de desarrollo social que conjuga, inevitablemente, reconocimiento cultural. Así mismo, este contacto permite acercarse a las posibilidades de la interdisciplinariedad, en cuanto “la disciplina, como visión unilateral de la realidad, no agota la comprensión de ella y mucho menos en sus dimensiones complejas” (Malagón, 2006, p. 88). De esta forma, el contacto de una asignatura con realidades directas facilita la problematización que dirija actuales o futuras miradas de posibilidades interdisciplinares.

Con esto se reconoce que en las universidades se presenta una tendencia constructivista de la educación. A partir de esto, salir del aula es una posibilidad didáctica que tensiona lo nocional con lo concreto, orientado a la situación de la teoría como posibilidad de comprensión del mundo que no dista de lo inmediato y lo cotidiano. Lo evidente para el imaginario del estudiante puede ser renovado y sorprendente a través del lente de la disciplina o del ejercicio interdisciplinar.

Además, lo que ocurre fuera del aula, que pueda ser vinculado a la asignatura, facilita la identificación profesional actualizada que tiene que ver con desarrollo de competencias de tipo laboral. Tal y como lo afirman Tobón et ál. (2006), las competencias surgen, entre otras fuentes, de necesidades de identificar competencias en los futuros profesionales relacionadas con desarrollos disciplinares, desempeños actuales y tendencias laborales y un vínculo importante con requerimientos del entorno. Estos aspectos suelen estar mediados por la interpretación que el docente hace a partir de autores o de su propia experiencia y que es narrada a los estudiantes por su perspectiva. Es distinto cuando el estudiante puede enfrentarse de una u otra forma a realidades que le permiten tener su propia versión y asumir su perspectiva de relación con los aspectos teóricos de un tema o problema específico.

En síntesis, si bien el aula es un espacio cultural relevante del proceso de formación y cumple funciones específicas, sobre todo de organización académica, es importante reconocer que la asignatura puede desligarse de esta como espacio privilegiado y permitir el contacto directo con el contexto que vincule de formas dinámicas los conocimientos propios de la disciplina y la asignatura. Esto, en general, promueve tipos diferentes de relación entre actores, entre estos y las situaciones o problemáticas propias de la realidad y, más importante, entre los actores y su relación con el conocimiento. El contexto, en cuanto construcción cultural, puede incluirse directamente en la formación universitaria, de forma que cada asignatura sea representación del lazo responsable de la Universidad con su entorno social y cultural.

Del poder del docente

La tendencia constructivista está desplazando cada vez más la forma en que el poder es distribuido en las asignaturas. La figura de protagonismo central del docente como dominador absoluto de situaciones del aula y controlador de comportamientos y aprendizajes de sus estudiantes, ha sido cada vez más revaluada por docentes cuya autoridad se basa en la sapiencia para el diálogo que permita al estudiante llegar por sí mismo a los conocimientos que una disciplina plantea en la formación profesional.

Este desplazamiento del poder no quiere decir, en absoluto, que un docente en la Universidad ya no deba saber de lo que enseña. Por el contrario, en las nuevas formas de relación con los estudiantes es fundamental “que los profesores investigadores primordialmente dominen la materia que van a enseñar. Cualquier intento de pensar en la didáctica pasa por ese primer momento fundamental” (Vargas y Prieto, 2001, p. 20); es decir, para llegar a una reflexión seria sobre maneras más pertinentes de formar a estudiantes en una disciplina, es condición indispensable que el docente tenga la claridad teórica y metodológica del tema particular que enseña.

Esto implica una postura distinta del docente ante las formas en que un estudiante accede a un saber específico, ya que, en principio, el docente ya no se muestra como el único poseedor de la verdad y quien dispone de la información que le demuestra. La posibilidad en esta didáctica se establece por dinámicas de orientación constructivista cuyo principio comparte con Ranciere (1987) que “explicar alguna cosa a alguien es primero demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo” (p. 15). En este sentido, se parte de problemas, preguntas o situaciones más que de verdades demostradas, y es así como la comprensión también puede ocurrir de formas diversas a la versión del docente. El poder sobre el conocimiento es de esta manera desplazado y difuminado entre todos los actores, y el control del docente opera en el ámbito de la pregunta más que en el de la verdad o la información.

En la dinámica de las relaciones “se trata de que el docente universitario pase del ‘heroísmo del relato’ a la distribución del poder simbólico de la palabra, de la comunicación, de la distribución de sentido” (Vargas y Prieto, 2001, p. 22). A partir de esta afirmación, se comprende que el poder del docente es dirigido a las posibilidades de que pueda disponer para distribuir entre los estudiantes acciones que les otorguen poder para elegir y aproximarse a los saberes o habilidades propuestos en una asignatura. Esta disposición puede ser entendida como la honesta duda que un docente tiene acerca de los conocimientos que enseña, partiendo de que el docente que sabe de un tema, reconoce de este sus problemas, diversidad de perspectivas para entenderse o estudiarse, su proyección, etc. La relación con los estudiantes pasa entonces del marco sabio-ignorante, donde el estudiante podía ser considerado receptor pasivo de información del sabio, a ser experto-aprendiz, en la cual el primero ha tenido mayor experiencia en torno al tema y muestra la forma como ha llegado a este más que la verdad como producto finalizado. Con esto el estudiante accede a esta u otras formas de este conocimiento, genera alternativas y le da sentido al conocimiento por su propia experiencia.

El docente, capaz de plantear problemas ante el conocimiento que enseña, es visto como par que comparte las dudas. Así es como para Ranciere “se puede enseñar lo que se ignora si se emancipa al alumno, es decir, si se le obliga a usar su propia inteligencia” (Ranciere, 1987, p. 25). Esto requiere que la autoridad del docente se oriente a la motivación hacia el conocimiento, el problema o pregunta que despierte el interés y genere sentido en el estudiante para ser estudiado. Si bien esta condición puede ser de gran complejidad, es la desacomodación intelectual la que puede proporcionar las tensiones cognitivas necesarias para avanzar en propósitos de análisis y comprensión de nuevos conocimientos. Varias formas de este tipo de ejercicios se han desarrollado con bastante fuerza desde el trabajo colaborativo y el cooperativo; sin embargo, son varias las estrategias, además de estas, que se decantan por una distribución o desplazamiento del poder del docente hacia los demás participantes. Entre estas se encuentran el aprendizaje basado en problemas (ABP) y la enseñanza para la comprensión (EPC).

Los propósitos y lugares de la evaluación

La tercera idea presentada como posibilidad de reflexión de las prácticas docentes, es el asunto de la evaluación de aprendizajes, aspecto clave en el que se concentran varios tipos de fundamentos, imaginarios y sensibilidades que influyen en las prácticas igualmente diversas y que en ocasiones se alejan de los grandes propósitos de formación planteados para la formación profesional en un programa.

En la actualidad se comparte que la evaluación no debe privilegiarse como herramienta de medición para verificar capacidades, asunto muy relacionado con la crítica a la evaluación como instrumento de exclusión. Así mismo, se reconoce que mecanismos que tradicionalmente eran sobrestimados, como el examen, son limitados para demostrar las supuestas competencias de una persona, más allá de la capacidad para presentar el mismo examen. De esta forma, la evaluación de aprendizajes de los estudiantes “no es una medición de estados finales o productos conseguidos por el estudiante, sino que tiene un carácter formativo pues proporciona información acerca de la evolución de los procesos de aprendizaje” (Magendzo, 2003, p. 92). Esto implica que la evaluación tenga una perspectiva formativa y que deba tener rigurosidad en la interpretación para que favorezca los procesos de aprendizaje de los estudiantes.

La complejidad con que se asume teóricamente la evaluación evidencia la orientación formativa que en la actualidad implica la práctica evaluativa. Por ejemplo, desde la perspectiva de las competencias, Tobón et ál. (2006) mencionan cuatro ejes que componen la evaluación: evaluación diagnóstica, formativa, de promoción y de certificación. Estos aspectos, que funcionan como momentos o componentes, reflejan un cambio importante en la manera como la evaluación dirigida a la calificación-descalificación con orientación exclusiva de verificación ya no se utiliza.

Sin embargo, en la práctica docente cotidiana estas formas de ver la evaluación no son fáciles de plasmar y suelen mezclarse mecanismos de todo tipo. Sobre todo, los procesos formativos parecen ser invisibilizados por la importancia dada a la calificación, ya que esta es el componente administrativo académico privilegiado que manifiesta aprobación o reprobación de una asignatura, asunto sensible en la Universidad para estudiantes y para docentes. Entonces, el aspecto de aprobación o reprobación parece forzar a mecanismos de calificación tradicionales o rígidos que se apartan de la complejidad de la evaluación como parte de un proceso formativo.

Así, la evaluación de aprendizajes de los estudiantes en el ámbito universitario parece recurrir más fácilmente a las estructuras tradicionales de calificación-aprobación o reprobación, que a posibilidades innovadoras y reflexionadas como proceso pedagógico de formación. Más aún, para muchos el imaginario sobre evaluación de aprendizajes en la Universidad se basa en la rigidez y drasticidad que, según esa posición, no se da en la educación básica o media y debe ser imperativo en la formación profesional.

Sin embargo, es claro que la evaluación, en general, sí se comprende en un marco amplio de mejoramiento continuo, sobre todo cuando se hace referencia a la Universidad como empresa y también al desarrollar ciertos aspectos propios de los procedimientos de registro o acreditación formal. En este sentido global, se facilita entender la evaluación en la Universidad como un medio de replantear ejes del proceso educativo, un espacio de reflexión crítica sobre las decisiones de los actores (Barrera, 2001). Por ende, la evaluación en el ámbito de las asignaturas debería también ser lugar de reflexión-acción que propendiera por estrategias variadas tendientes a la formación cada vez más pertinente de los estudiantes, adecuándose a los cambios de la época, la mejor comprensión de la enseñanza en la edad de los estudiantes, y la adaptación misma de las disciplinas al contexto, entre otros aspectos. Posiblemente, la evaluación de aprendizajes entendida desde esta perspectiva, podría conducir a ajustes importantes en la estructura convencional de disposición de la enseñanza en la Universidad, alterando, por ejemplo, como se expuso en la primera idea, la centralidad del aula como espacio-tiempo privilegiado de aprendizajes en una universidad.

En esta dirección es evidente que los discursos sobre evaluación han trascendido notablemente los antiguos conceptos muy vinculados con la enseñanza como instrucción. No obstante, entre los discursos y prácticas permanece una brecha importante y en estas últimas es recurrente la persistencia de la calificación aprobatoria-reprobatoria, como propósito privilegiado de los procesos de evaluación. Por supuesto, ello se da como parte de un espectro complejo de elementos educativos relacionados con situaciones profundas que tienen que ver con la manera de ver la formación profesional en la Universidad. Estos elementos se encuentran vinculados al sistema económico, a la cultura y a las características sociales (en especial las de violencia e inequidad en Latinoamérica), que parecen hacer fuertes a los mecanismos de exclusión, supervivencia del más fuerte, competencia injusta y extrema individualización, y que legitiman la evaluación-calificación como filtro social que justifica quiénes merecen ciertos trabajos e ingresos y quiénes no.

Así, la evaluación de las asignaturas, como muchos aspectos de la educación en general, inevitablemente refleja y asume de manera transversal problemáticas de la macroestructura social de la sociedad. De igual manera, los cambios en la evaluación pueden pensarse reconociendo la responsabilidad que implica la formación profesional en nuevas miradas de la evaluación como posibilidad real de mejoramiento social. Esto implica que ante la evaluación de aprendizajes, el docente debe “revisar los propios prejuicios y preconcepciones” (Magendzo, 2003, p. 93); es decir, el análisis juicioso de los procesos y procedimientos de la evaluación de aprendizajes inicia con la revisión honesta del docente hacia sus comprensiones. ¿Qué es?, ¿para qué sirve?, ¿qué se evalúa?, son preguntas generales que aun cuando necesariamente son parte de los diseños curriculares de los programas, es importante enfrentar la brecha entre discurso y práctica que facilite reajustar de manera rigurosa los diseños, metodologías, lenguajes y mecanismos de la evaluación que el docente utiliza en el cotidiano.

Esta reflexión sobre las prácticas de la evaluación orientará la formación en la Universidad hacia el logro de sus propósitos que, en general, tienden a concebir profesionales con pensamiento versátil, capaces de dialogar y construir inter y transdisciplinarmente para enfrentar situaciones sociales complejas. De esta forma, si la evaluación convencional se orientaba por la rigidez de la obediencia y el seguimiento de habilidades establecidas, la situación actual obliga a ver la evaluación de aprendizajes para adecuar cada vez más rápido la ciencia y las profesiones al mundo. Como afirma Honoré:

En el futuro, las mayores recompensas se las llevarán no las personas serviles capaces de ofrecer una respuesta precocinada, sino los creativos, los innovadores de mente ágil que puedan combinar varias disciplinas, ahondar en un problema porque les interesa y gozar con el reto de aprender a lo largo de toda la vida. (2008, p. 134)


La evaluación como punto de reflexión es posibilidad de revisar y mejorar continuamente las prácticas de una asignatura. Sea desde la perspectiva de formación de competencias, desde la neuropedagogía o desde las pedagogías críticas, es fundamental darse cuenta de lo que ocurre con la evaluación en lo cotidiano. Esto exige, como se expuso al comienzo del capítulo, una mirada investigativa de lo realizado y lo que se proyecta.

A manera de síntesis

Las prácticas docentes están vinculadas directamente con las funciones intrínsecas de la Universidad: docencia, investigación y extensión. La docencia, expresada en las acciones de cada docente en las asignaturas, tiene profunda relación con la extensión y la investigación. La primera, privilegiando la relación Universidad-contexto, y la segunda, como proceso de construcción y actualización de los conocimientos disciplinares que el docente enseña. Además, la investigación puede emplearse para facilitar la reflexión pedagógica de los procesos de la asignatura, haciendo cada vez más pertinente la formación profesional según los propósitos de cada programa académico.

Desde esta perspectiva, la investigación acción educativa traza principios y metodologías propias de la pedagogía para mejorar las prácticas cotidianas. Básicamente, es un proceso de reflexión-acción orientado a lo que ocurre en las clases. Teniendo en cuenta este método, se destacaron tres ideas o aspectos claves de las prácticas docentes, a partir de las cuales puede propiciarse la reflexión-acción por parte de los docentes y los programas: aula, poder y evaluación. Teniendo en cuenta que no se trata de recomendaciones de rápida aplicación, sino puntos de partida o sugerencias de desarrollo reflexivo de las prácticas, es importante considerar que los procesos educativos evidencian su desarrollo en medianos y largos plazos, por lo cual también se hace necesario pensar las prácticas con el otro y con los otros. El otro como colegas y estudiantes, participantes cercanos del cotidiano, y los otros como el trascurso institucionalizante que gestione las estructuras y largos plazos de los ajustes y reajustes necesarios que los docentes acuerdan continuamente.

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