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I

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EL FESTÍN

La escena es en Megara, arrabal de Cartago, y en los jardines de Amílcar.

Los soldados que este había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran banquete el aniversario de la batalla de Eryx. Ausente el jefe, los numerosos soldados comían y bebían a sus anchas.

Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían situado en el camino del centro, bajo un velo de púrpura con franjas de oro que se extendía desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se desparramaba bajo los árboles, desde los que se veían una porción de edificios de techo plano, lagares, graneros, almacenes, panaderías y arsenales; un patio para los elefantes, fosos para las bestias feroces y una prisión para los esclavos.

Las cocinas hallábanse rodeadas de higueras; un bosque de sicomoros se extendía hasta unos manchones verdes, en los que las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Viñas cargadas de racimos trepaban hasta el ramaje de los pinos; un campo de rosas florecía bajo los plátanos; en el césped, de trecho en trecho, se balanceaban las azucenas; una arena negra, mezclada con polvo de coral, cubría los senderos, y en medio, la avenida de los cipreses formaba de un extremo a otro como una doble columnata de obeliscos verdes.

El palacio, hecho de mármol númida, con vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre anchos basamentos, sus cuatro pisos con azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, adornada en los ángulos de cada peldaño con la proa de una galera vencida; con sus rojas puertas cuarteladas por una cruz negra; sus verjas de bronce, que a ras de tierra le defendían de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas, que cerraban las aberturas en lo alto, se ofrecía a los soldados, con su feroz opulencia, tan solemne e impenetrable como el rostro de Amílcar.

El Consejo había señalado la casa de Amílcar para este festín; los convalecientes que moraban en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora, ayudándose con sus muletas. A cada instante llegaban otros comensales, afluyendo de todos los caminos, como torrentes que se precipitan en un lago. Veíase correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, azorados y medio desnudos; las gacelas, balando, huían de los prados; el sol declinaba, y el perfume de los limoneros hacía más pesadas aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.

Hallábanse representadas allí todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico, resonaban las sílabas celtas, sonantes como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, parecidas a gritos de chacales. Se reconocía al griego por su talla menuda, al egipcio por sus altos hombros, al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los carios balanceaban orgullosos las plumas de su casco; los arqueros de Capadocia se habían pintado en el cuerpo, con el zumo de hierbas, anchas flores, y algunos lidios, vestidos con traje femenino, comían con zapatillas y luciendo en las orejas grandes pendientes. Otros, que para más gala se habían pintado de bermellón, parecían estatuas de coral.

Extendíanse a lo largo de los corredores; comían agrupados junto a las mesas o bien echados sobre el vientre, cogían los pedazos de carne, y se hartaban, apoyados en los codos, con la magnífica postura de los leones cuando desgarran su presa. Los últimos en llegar, de pie junto a los árboles, veían las mesas bajas que casi desaparecían bajo los tapices de escarlata, y aguardaban su turno.

No bastando las cocinas de Amílcar, el Consejo había enviado esclavos, vajilla y lechos; en medio del jardín lucían, como en un campo de batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en que se asaban bueyes. Los panes, polvoreados de anís, alternaban con grandes quesos, más pesados que discos; las cráteras de vino y los cántaros de agua hallábanse colocados en canastillas filigranadas de oro y llenas de flores. La alegría de comer y de beber sin tasa dilataba todos los ojos, y aquí y acullá empezaban las canciones.

Se les sirvió primero aves con salsa verde, en platos de roja arcilla, decorados con dibujos negros; luego, todas las especies de moluscos que crían las costas púnicas; sopas de harina, de habas y de cebada y caracoles con comino, en platos de ámbar amarillo.

En seguida se cubrieron las mesas con carnes: antílopes con sus cuernos, pavos reales con sus plumas, carneros enteros cocidos con vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos en salsa de azafrán, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera de Tamrapani flotaban, entre azafrán, grandes pedazos de grasa. Todo cargado de salmuera, trufas y asafétida. Pirámides de frutas se desmoronaban sobre pasteles de miel, sin que los cocineros hubieran olvidado servir algunos de los perritos ventrudos y de lana rosada, que se engordaban con caldo de aceitunas, manjares cartagineses de que abominaban otros pueblos. La sorpresa de los nuevos manjares excitaba la avidez de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos encima de la cabeza, se disputaban las sandías y los limones, que comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langosta de mar, se laceraban el rostro con sus rojas antenas. Griegos afeitados, más blancos que el mármol, tiraban detrás de sí las sobras de su plato, en tanto que pastores de Brucio, vestidos con piel de lobo devoraban silenciosamente su ración, sin apartar de ella los ojos.

Iba anocheciendo. Fue quitado el velario que sombreaba la avenida de los cipreses y encendidas las antorchas.

Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de pórfido, asustaron a los monos encaramados en los cedros y consagrados a la luna. Sus gritos alegraban a los soldados.

Llamas oblongas temblaban al reflejarse en las corazas de bronce y arrancaban un haz de chispas en los platos, incrustados de piedras preciosas.

Las cráteras, de bordes de espejos convexos, multiplicaban la imagen agrandada de las cosas: los soldados se apretujaban en torno, mirándose embobados y haciéndose muecas para reírse. Por encima de las mesas se arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Trasegaban los vinos griegos contenidos en odres, los de Campania encerrados en ánforas, los de los cántabros, que se transportan en toneles, y los vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. A causa del líquido vertido el piso estaba resbaladizo. El humo de las viandas subía hasta el follaje, mezclado al vapor de los alientos. Oíase a un mismo tiempo el crujido de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones, de las copas, el estrépito de los vasos campanios rotos en mil pedazos o bien el limpio sonido de las fuentes de plata.

A medida que aumentaba su embriaguez, los soldados se acordaban mejor de la injusticia de Cartago. La República, agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios. Giscón, su general, había tenido la prudencia de irlos licenciando poco a poco para facilitar el pago de los sueldos; el Consejo confiaba en que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la imposibilidad de pagarles.

Esta deuda se enlazaba en la opinión pública con los tres mil doscientos talentos exigidos por Lutacio, y como Roma, los mercenarios eran un enemigo para Cartago. Así lo entendían ellos, y por esto estallaba su indignación en amenazas y revueltas. Acabaron por solicitar permiso para reunirse a fin de celebrar una de sus victorias, y el partido de la paz cedió, vengándose así de Amílcar, el propulsor de la guerra. Esta había terminado, contra todos sus esfuerzos, si bien temiendo por Cartago había entregado a Giscón el mando de los mercenarios. Designar su palacio para recibirlos era atraer sobre él algo del odio que los bárbaros despertaban. Además, el gasto era exorbitante, y Amílcar lo sufragaría casi todo.

Orgullosos de haberse impuesto a la República, creían los mercenarios que al fin iban a volver a sus hogares con el precio de su sangre en la capucha de su manto; pero sus fatigas, vistas a través de su embriaguez, les parecían prodigiosas y míseramente recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas; se contaban sus combates, sus viajes y las cazas de su país. Imitaban los gritos y hasta los saltos de las fieras. Recordaron después a los inmundos reclutadores, y hundían la cabeza en las ánforas, dándose a beber sin tregua, como dromedarios sedientos. Un lusitano, de talla gigante, que llevaba un hombre colgado de cada brazo, recorría las mesas, echando fuego por las narices. Los lacedemonios, que no se habían quitado las corazas, saltaban pesadamente. Algunos avanzaban como mujeres, haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban por completo para pelear al modo de los gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso en el que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de cobre que golpeaba un negro con un hueso de buey.

Súbitamente, oyeron un canto quejumbroso, un canto sonoro y apacible, que subía y bajaba en los aires, como aleteo de un pájaro herido.

Era la voz de los esclavos en las ergástulas. Los soldados se levantaron de un salto, para libertarlos, y desaparecieron, para volver trayendo en medio de gritos una veintena de hombres de cara pálida. Cubría su cabeza afeitada un bonetillo cónico, de fieltro negro; calzaban todos sandalias de madera y hacían un ruido de hierro viejo, como las carretas en marcha.

Llegaron a la avenida de los cipreses, donde se perdieron entre la multitud que les interrogaba. Uno de ellos se había quedado de pie, apartado de los demás. A través de los desgarrones de su túnica, se veían sus espaldas surcadas por largas heridas. En actitud pensativa miraba en torno suyo con desconfianza, y bajaba algo los párpados, deslumbrado por las antorchas; pero advirtiendo que ninguno de los soldados le molestaba, dio un profundo suspiro; balbuceó, se sorbió las lágrimas que bañaban su rostro; luego, tomando por las asas un cántaro lleno, lo levantó en el aire con sus brazos cargados de cadenas, y mirando al cielo, sosteniendo siempre la vasija, exclamó:

—¡Salud, ante todo, a ti, Baal-Eschmún, libertador, llamado Esculapio por la gente de mi nación! ¡Y a vosotros, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y a vosotros, dioses ocultos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a vosotros, hombres fuertes, de relucientes armaduras, que me habéis libertado!

Y dejando caer la vasija contó su historia. Le llamaban Espendio. Los cartagineses le habían hecho prisionero en la batalla de los Egineses. Como hablaba griego, ligur y púnico, pudo una vez más dar las gracias a todos los mercenarios; les besaba las manos, y acabó felicitándoles por el banquete, aunque muy asombrado de no ver en él las copas de la Legión sagrada. Estas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían exclusivamente a una milicia formada de jóvenes patricios, escogidos entre los de más estatura. Constituían las copas un privilegio, casi un honor sacerdotal, y por eso mismo, los mercenarios las codiciaban entre todos los tesoros de la República. Detestaban a la Legión por las copas, y se había dado el caso de arriesgar la vida por el inconcebible placer de beber en ellas.

Así, pues, mandaron traer esas copas, que estaban depositadas en poder de los Sisitas, compañías de comerciantes que comían reunidos. Volvieron los esclavos sin ellas, porque a tal hora dormían todos los Sisitas.

—¡Que los despierten! —gritaron los mercenarios.

Después del segundo recado, supieron que los Sisitas se hallaban encerrados en su templo.

—¡Que lo abran! —replicaron.

Y cuando los esclavos, temblando, confesaron que las copas estaban en poder del general Giscón, gritaron:

—¡Que las entregue!

Pronto apareció Giscón en el fondo del jardín, con una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a la cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas, y que colgaba cubriendo el caballo hasta los cascos, se confundía de lejos con las sombras de la noche. No se veía más que su barba blanca, el brillo de su tocado y su triple collar de anchas placas azules que le golpeaban el pecho.

Al verle los soldados, saludáronle con una gran aclamación, gritando todos:

—¡Las copas! ¡Las copas!

Giscón empezó por declarar que las merecían, atendiendo a su valor. Con esto la turba aulló de alegría y aplaudió.

Nadie mejor que él podía decirlo, porque los había capitaneado y había venido con la última cohorte en la última galera.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! —respondían todos.

—Sin embargo —siguió diciendo Giscón—, la República ha respetado vuestras divisiones por pueblos, vuestras costumbres, vuestros cultos; sois libres en Cartago. En cuanto a los vasos de la Legión sagrada, son de propiedad particular.

De pronto, al lado de Espendio, un galo se lanzó, por encima de las mesas y fue derecho a Giscón, al que amenazó esgrimiendo dos espadas.

El general, sin dejar de hablar, le dio en la cabeza con su bastón de marfil, y el bárbaro cayó. Los galos aullaban y transmitían su furor a los demás legionarios. Giscón se encogió de hombros; mas palideció. Pensó que su valor personal sería inútil contra aquellos salvajes exasperados. Valdría más dejar su venganza para más tarde, valiéndose de algún ardid; hizo, pues, una señal a sus soldados y fuese lentamente. Al llegar a la puerta se volvió a los mercenarios, gritándoles que se arrepentirían.

Siguió el festín. Pero Giscón podía volver, y cercando el arrabal, que lindaba con las últimas fortificaciones, aplastarlos contra las paredes. Entonces se sintieron solos, a pesar de ser muchedumbre; la gran ciudad que dormía a sus pies, en la sombra, les dio miedo, de pronto, con sus graderías, sus altas casas negras y sus dioses, más feroces aún que su pueblo. A lo lejos brillaban algunos fanales en el puerto y las luces del templo de Kamón. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué les abandonaba, hecha la paz? Sus disensiones con el Consejo serían sin duda un pretexto para perderlos. Su odio cayó entero sobre él y le maldecían, exasperándose unos a otros con su cólera. En este momento se formó un grupo bajo los plátanos. Era para ver a un negro que se retorcía golpeando el suelo con sus miembros, inmóviles las pupilas, torcido el cuello y espumeantes los labios. Alguien gritó que estaba envenenado, y todos creyeron estarlo también. Cayeron sobre los esclavos. Se levantó un clamoreo espantoso, y un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al acaso, destrozaban, mataban; algunos tiraban las antorchas en la enramada; otros, inclinándose en la balaustrada de los leones los mataban; a flechazos; los más atrevidos corrieron a los elefantes, queriendo abatirles la trompa y comer el marfil.

Sin embargo, los honderos baleares, que para saquear más cómodamente, habían doblado el ángulo del palacio, se vieron detenidos por una alta barrera hecha con cañas de las Indias. Cortaron con sus puñales las correas del cerrojo y se encontraron debajo de la fachada que miraba a Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados. Continuadas líneas de blancas flores describían en la tierra azulada largas parábolas, como regueros de estrellas. Los obscuros matorrales exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles bañados de cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce pedestales de cobre sostenían grandes bolas de vidrio; rojizas luces fulguraban en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes. Los soldados se alumbraron con antorchas, tambaleándose en los declives del terreno, profundamente labrado.

Divisaron de pronto un pequeño lago, dividido en muchos estanques por paredes de piedras azules. El agua era tan limpia, tan clara, que las llamas de las antorchas penetraban hasta el fondo, formado por guijas blancas y polvos de oro. Empezó a hervir el agua, y grandes peces de brillantes escamas subieron a la superficie.

Riéndose mucho, los soldados los cogieron por las agallas y los llevaron a las mesas.

Eran los peces de la familia Barca. Todos descendían de esos rapes primordiales que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba la Diosa. La idea de cometer un sacrilegio avivó la glotonería de los mercenarios; pusieron vasos de cobre sobre el fuego y se divirtieron en ver cómo los hermosos peces se debatían en el agua hirviente.

Los soldados habían perdido ya el miedo y volvían a beber. Los perfumes que les caían de la frente mojaban a grandes gotas sus túnicas hechas jirones, y de codos en las mesas, que les parecía oscilaban como navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho, para devorar con la vista lo que no estaba al alcance de su mano. Había quien, andando entre los platos sobre los manteles de púrpura, rompían a puntapiés los escabeles de marfil y las ampollas tirias de cristal. Mezclábanse las canciones al estertor de los esclavos agonizantes entre las copas rotas. Pedían más vino, comida, oro. Gritaban queriendo mujeres. Se deliraba en cien lenguas distintas. Algunos se creían en los baños, a causa del vapor que flotaba en torno de ellos, o bien, mirando al follaje, imaginaban estar de caza y corrían a sus camaradas como a bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de verdura, de los que se escapaban largas espirales blancas, parecían volcanes que empezaran a humear. Redoblaba el clamoreo; los leones heridos rugían en la obscuridad.

De repente se iluminó la azotea más alta del palacio; abriose la puerta del centro y apareció en el umbral una mujer vestida de negro: la hija de Amílcar. Bajó la primera escalera que bordeaba oblicuamente el primer piso, luego el segundo y el tercero, y detúvose en la última terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, contempló a los soldados.

Detrás de ella y a cada lado estaban dos largas filas de hombres pálidos, vestidos de blancas túnicas con franjas rojas que caían rectas sobre sus pies. No tenían barba, ni cabello, ni cejas. En sus manos, deslumbrantes de anillos, llevaban enormes liras, y todos cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit, a los que Salambó llamaba con frecuencia a su casa.

Al fin, la joven bajó la escalera de las galeras, siguiéndola los sacerdotes. Avanzó por la avenida de los cipreses y anduvo lentamente por entre las mesas de los capitanes, que se apartaban al verla pasar.

Su cabellera, empolvada de arena violeta y apilada en forma de torre, a la usanza de las vírgenes cananeas, le hacía parecer más alta de lo que era. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban basta las comisuras de la boca, rosada como una granada entreabierta. Llevaba sobre el pecho un collar de piedras luminosas que imitaban, por sus variados colores, las escamas de una lamprea. Sus brazos, adornados con diamantes, salían desnudos de una túnica sin mangas, constelada de rojas flores, sobre un fondo negro. Anudada a los tobillos llevaba una cadeneta de oro para regular el paso, y su gran manto de púrpura sombría, cortado de un paño desconocido, arrastraba colgante, describiendo a cada paso como una amplia onda que la seguía.

A ratos, los sacerdotes pulsaban las liras de acordes casi ahogados, y en los intervalos se oía el pequeño ruido de la cadeneta de oro con el chasquido acompasado de las sandalias de papiro.

Nadie la conocía. Únicamente se sabía que vivía retirada en prácticas piadosas. Los soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada ante las estrellas, entre torbellinos de pebeteros encendidos. Era la luna la que la había vuelto tan pálida, y algo de los dioses la envolvía como un vapor sutil. Las pupilas parecían mirar a lo lejos, más allá de los espacios terrestres. Andaba con la cabeza inclinada, y en la derecha mano llevaba una pequeña lira de ébano.

La oyeron murmurar:

—«¡Muertos, muertos todos! Ya no vendréis más, obedientes a mi voz, como cuando sentada al borde del lago, os echaba en la boca pepitas de sandía. El misterio de Tanit rodaba en el fondo de vuestros ojos, más límpidos que manantiales. Y llamaba a los peces por sus nombres, que eran los de los meses —Siv, Siyan, Tamuz, Elul, Tischri, Schebar—. ¡Ah! ¡Piedad para mí, Diosa!»

Los soldados, sin comprender lo que ella decía, se apiñaban a su alrededor. Se asombraban de su tocado; pero ella paseaba sobre todos una larga mirada asustada, y luego, hundiendo la cabeza entre los hombros, separando los brazos, les preguntaba muchas veces:

—¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¿No teníais, para hartaros, pan, carnes, aceite, toda la flor de los graneros? ¡Yo había hecho traer bueyes de Hecatompila y enviado cazadores al desierto!

Subía el tono de su voz, sus mejillas se coloreaban, y añadió:

—¿Dónde estáis? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo? ¡Y qué amo! ¡El sufeta Amílcar, padre mío, servidor de los Baales! Vuestras armas, rojas con la sangre de sus esclavos, son las que él ha apresado a Lutacio. ¿Sabéis de alguien en vuestras tierras que sepa dirigir mejor las batallas? Mirad. ¡Los peldaños de nuestro palacio están obstruidos por nuestros trofeos! ¡Seguid incendiándolo todo! Me llevaré conmigo el Genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme allá arriba, sobre hojas de loto. Silbaré y ella me seguirá; y, si embarco en mi galera, correrá sobre la estela de la nave, entre la espuma de las olas.

Palpitaban sus finas narices; aplastaba las uñas contra la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecían, y añadió:

—¡Ah, pobre Cartago! ¡Lamentable ciudad! No tienes para defenderte los hombres fuertes de antes, que iban más allá de los mares a levantar templos en las playas. Todos los países trabajaban en torno tuyo, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

La joven empezó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los Sidonios y padre de su familia.

Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tarteso y la guerra contra Masisabal para vengar a la reina de las serpientes.

—Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata; él llegó a una pradera en que las mujeres de grupa de dragón estaban alrededor de una gran hoguera, enhiestas en la punta de su cola. La luna de color de sangre resplandecía en un halo pálido, y sus lenguas de escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde de la llama.

Sin interrupción, Salambó fue contando cómo Melkart, después de haber vencido a Masisabal, puso en la proa de su nave la cabeza cortada de este:

—A cada oleada, la cabeza se hundía en las espumas; pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; los ojos no cesaban de llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.

Cantaba Salambó todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no entendían los bárbaros, los cuales se preguntaban qué es lo que ella diría con los gestos espantosos que subrayaban sus palabras. Subidos alrededor de ella, sobre las mesas, sobre los escabeles y en las ramas de los sicomoros, con la boca abierta y alargando el pescuezo, trataban de retener estas vagas historias que oscilaban ante su imaginación, a través de la obscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

Únicamente los sacerdotes sin barba comprendían a Salambó. Temblaban sus manos rugosas, en tanto que pulsaban las liras, a las que de vez en cuando arrancaban un lúgubre acorde; más débiles que viejas mujeres, temblaban a un tiempo, de emoción mística y del miedo que les causaban los hombres. Los bárbaros no se cuidaban de ellos: solo atendían a la virgen cantora.

Pero nadie la miraba como un joven capitán númida, que estaba en la mesa de los jefes, entre los soldados de su nación. Su cintura estaba tan erizada de dardos que ahuecaban su amplio manto, anudado a las sienes por un lazo de cuero, y que flotante sobre sus hombros ensombrecía su rostro, del que no se veían más que las llamas de sus dos ojos fijos. Se encontraba por casualidad en el festín. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes, que enviaban sus hijos a las grandes familias, a fin de preparar futuras alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Habas vivía allí, y aún no conocía a Salambó. Sentado sobre los talones y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba, inflamadas las ventanas de la nariz, como leopardo agazapado en los bambúes.

Al otro lado de las mesas hallábase un libio de colosal estatura y de cabellos cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyos adornos metálicos rasgaban la púrpura del escabel. Entre el vello de su pecho brillaba un collar con una luna de plata. Manchaban su rostro salpicaduras de sangre; apoyado en el codo izquierdo y con la bocaza abierta, sonreía a la cantora.

Dejando Salambó el ritmo sagrado, empleó simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, a fin de enternecerlos con aquella delicadeza de mujer. Hablaba en griego a los griegos; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulcedumbre de sus patrias. Impulsada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma; y ellos aplaudían. Se entusiasmaba al resplandor de las desnudas espadas; gritaba con los brazos abiertos. Calló su lira y enmudeció, y apretándose el corazón con las dos manos, quedó por algunos momentos con las pupilas cerradas, saboreando la agitación de todos aquellos hombres.

El libio Matho estaba junto a ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el conocimiento de su orgullo, le echó en una copa de oro un gran chorro de vino, para reconciliarse con el ejército.

—¡Bebe! —dijo Salambó.

Tomó él la copa, y ya la acercaba a los labios cuando un galo, el mismo que Giscón hirió, le golpeó la espalda, se acercó a él con aire jovial, bromeando en la lengua de su país. Espendio, que allí estaba, se ofreció a traducir las palabras.

—Habla —le dijo Matho.

—¡Los dioses te protegen! Llegarás a rico. ¿Cuándo es la boda?

—¿Qué bodas?

—Las tuyas; porque entre nosotros —explicó el galo—, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le brinda con el tálamo.

No había acabado de decir esto, cuando Narr-Habas dio un salto, y sacando un dardo de la cintura y apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

Silbó el dardo entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.

Matho se la arrancó aprisa; pero no tenía armas: estaba desnudo. Al fin, levantando con ambos brazos la cargada mesa, se la tiró a Narr-Habas en medio de la turba que se precipitaba a separarlos. Hasta tal punto se apretaban númidas y soldados, que no podían desenvainar las espadas. Matho avanzaba abriéndose paso con la cabeza. Cuando se irguió, Narr-Habas había desaparecido. Le buscó con los ojos, y entonces vio que Salambó también se había ido.

Volvió entonces su mirada al palacio; vio en lo alto que la puerta roja de la cruz negra se cerraba, y se precipitó hacia ella.

Viéronle todos correr entre las proas de las galeras; aparecer luego a lo largo de las tres escaleras, hasta la puerta roja, que empujó de un empellón. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.

Un hombre le había seguido, y en medio de la obscuridad, porque las luces del festín, que daban vueltas, estaban tapadas por el ángulo del palacio. Matho reconoció a Espendio.

—¡Vete! —le dijo.

El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; arrodillándose luego ante Matho, le tomó el brazo delicadamente, palpándoselo para dar con la herida.

A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Espendio vio en medio del brazo una enorme herida. La cubrió con un ancho vendaje; pero el otro, irritado, decía:

—¡Déjame! ¡Déjame!

—¡Oh, no! —dijo el esclavo—. ¡Tú me has librado de la ergástula: te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Manda!

Matho, rozando las paredes, dio la vuelta a la terraza, aguzando el oído a cada paso, y hundiendo la mirada por entre las cañas doradas, registraba las silenciosas habitaciones. Por fin, se detuvo, desesperado.

—Óyeme —le dijo el esclavo—, no me desprecies por mi debilidad; he vivido en este palacio y puedo, como una víbora, introducirme por las paredes. Ven; hay en la Cámara de los Antepasados un lingote de oro debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

—¡Bah! ¿Qué me importa? —repuso Matho.

Espendio se calló.

Estaban en la azotea. Una sombra enorme se extendía ante ellos; los manchones de la sombra parecían enormes olas de un negro mar petrificado.

En este instante se advirtió una franja luminosa por el lado del Oriente. A la izquierda y muy en lo hondo, los canales de Megara empezaban a rayar con sus blancas sinuosidades la verdura de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas, los baluartes, íbanse perfilando en la claridad del alba; y en torno de la península cartaginesa oscilaba un cinturón de blanca espuma, en tanto que el mar, color de esmeralda, parecía como cuajado con el frescor de la mañana. A medida que el rosado cielo iba ensanchándose, se agigantaban las altas casas inclinadas en las vertientes del terreno, y se apiñaban como rebaño de cabras negras que bajaran de la montaña. Las calles desiertas parecían alargarse; las palmeras, que se destacaban saliendo aquí y acullá sobre las paredes, estaban quietas; las cisternas, repletas de agua, simulaban escudos de plata perdidos en los patios; empezaba a palidecer el faro del promontorio Hermeo. En lo alto de la Acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al surgir la luz, ponían los cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban del lado del sol.

Surgió el astro, y Espendio, alzando los brazos, dio un grito.

Todo se agitaba en un espacio rojizo, porque como si el Dios se desgarrara, lanzaba a rayos sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Brillaban los espolones de las galeras, el techo de Kamón parecía irradiado de llamas, y se veían luces en el fondo de los templos, cuyas puertas empezaban a abrirse. Grandes carretas llegadas de la campiña rechinaban en las losas de las calles; los dromedarios, cargados de bagajes, bajaban las rampas. Los cambistas ponían en las encrucijadas las muestras de sus tiendas. Volaban las cigüeñas y palpitaban las blancas velas. Oíase en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mapales empezaban a humear los hornos en que se cocían los ataúdes de arcilla.

Espendio se asomó a la terraza; rechinábanle los dientes, y repitió:

—¡Ah, sí..., sí, amo! Comprendo por qué desdeñas ahora el saqueo de la casa.

Pareció que Matho volvía en sí al eco de estas palabras; pero no que las entendiera. Espendio continuó:

—¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las guardan ni hierro tienen para defenderlas!

Y señalándole con la diestra algunos plebeyos que bordeaban el muelle por la arena, para buscar lentejuelas de oro:

—Mira —añadió—, la República es como esos miserables: encorvada al borde de los mares, hunde en todas las playas sus ávidos brazos, y el ruido de las olas llena de tal modo su oído que no percibe tras ella la pisada de un amo.

Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín, en el que resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles:

—Aquí hay hombres fuertes, exasperados por el odio. ¡Nada les liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!

Matho seguía apoyado en la pared; acercándose Espendio, siguió diciéndole en voz baja:

—¿Me entiendes, soldado? Los dos nos pasearemos cubiertos de púrpura, como sátrapas. Nos lavarán con perfumes; yo tendré esclavos, a mi vez. ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber vinagre de los campos y oír siempre la trompeta? Que ya descansarás, ¿no es verdad? Será cuando te arranquen la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres; o quizás cuando, apoyándote en un bastón, ciego, cojo y débil, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a las vendedoras de salmuera. Acuérdate de las injusticias de tus jefes, de los campamentos en la nieve, de las carreras al sol, de las tiranías de la disciplina y de la eterna amenaza de la cruz. Después de tantas miserias, te han dado un collar de honor, así como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Ah, si tú quisieras! ¡Ah, qué feliz serías en las grandes salas frescas, al son de las liras, acostado sobre flores, con bufones y con mujeres! ¡No me digas que la empresa es imposible! ¿Acaso los mercenarios no han poseído Regio y otras plazas fuertes de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los ricos; Giscón no puede hacer nada con los cobardes que le rodean. ¡En cambio, tú eres valiente; todos te obedecerán! ¡Mándalos! ¡Cartago es nuestro!: ¡lancémonos!

—No —dijo Matho—; la maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y acabo de ver en un templo un carnero negro que reculaba.

Y añadió, mirando en torno suyo:

—¿Dónde está ella?

Comprendió Espendio la inmensa inquietud que le obsesionaba, y no se atrevió a hablarle más.

Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ennegrecidas ramas caían de tiempo en tiempo esqueletos de monos medio quemados, en medio de los platos. Ebrios los soldados, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían, bajaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de un parque las sangrientas trompas. En los graneros abiertos se veían sacos de harina esparcidos, y bajo la puerta, una línea espesa de carretas amontonadas por los bárbaros. Los pavos reales subidos en los cedros hacían la rueda y empezaban a gritar.

Sin embargo, la inmovilidad de Matho extrañaba a Espendio. Estaba más pálido que antes; fijas las pupilas, parecía seguir algo en el horizonte, apoyando los codos en el pretil de la azotea. Se asomó Espendio, y acabó por descubrir lo que él contemplaba. Un punto de oro brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era el cubo de un carro de dos mulas. Un esclavo, a la cabeza del timón, las llevaba de las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo una red de perlas azules.

Las conoció Espendio y contuvo un grito.

Por detrás del carro flotaba al viento un gran toldo.

Salambó

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