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IV

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BAJO LAS MURALLAS DECARTAGO

Huyendo del ejército iban llegando a la ciudad los aldeanos montados en asnos o corriendo a pie despavoridos y sin aliento. La soldadesca había hecho en tres días la jornada de Sicca a Cartago, con propósito de exterminarlo todo.

Se cerraron las puertas casi al tiempo que llegaban los bárbaros, quienes hicieron alto en medio del istmo, a orillas del lago.

Por de pronto, no se manifestaron hostiles. Muchos se acercaban con palmas en la mano; pero fueron rechazados a flechazos: ¡tal era el terror que inspiraban!

Por la mañana y a la caída de la tarde, los merodeadores vagaban algunas veces a lo largo de los muros. Sobresalía entre ellos un hombre pequeño, envuelto cuidadosamente en su manto y con la cara tapada por una visera muy baja. Pasaba horas enteras mirando el acueducto, con tal persistencia, que sin duda quería engañar a los cartagineses acerca de sus verdaderos designios. Le acompañaba otro hombre, especie de gigante, con la cabeza destocada.

Cartago estaba defendida en toda la longitud del istmo; en primer lugar, por un foso, luego por un glacis de césped, y en último término por una muralla, de treinta codos de alto, con piedras de sillería y doble piso. Tenía cuadras para trescientos elefantes, con almacenes para sus caparazones, maniotas y alimentos; más otras cuadras para cuatro mil caballos con las provisiones de cebada y los arneses; y cuarteles para veinte mil soldados con las armaduras y todo el material de guerra. Las torres se levantaban en el segundo piso, provistas de almenas, y a la parte de afuera había escudos de bronce, colgados de garitos.

Esta primera línea de murallas defendía en primer lugar a Malqua, barrio de la gente de la marina y de los tintoreros. Veíanse los mástiles en que se secaban las velas de púrpura; y sobre las últimas azoteas los hornos de arcilla para cocer la salmuera.

Hacia atrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de forma cúbica. Eran de piedra, o de tablas, de guijarros, de cañas, de conchas y de barro apisonado. Los bosques de los templos formaban como lagos de verdura en esta montaña de bloques diversamente coloreados. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándolas en sentido longitudinal. Se veían los recintos de tres viejos barrios, ahora confundidos, destacándose como grandes escollos, en los que se alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos, anchamente rayados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles por sus amplias aberturas, como ríos bajo puentes.

La colina de la Acrópolis, en el centro de Byrsa, desaparecía bajo un desorden de monumentos: templos de columnas en espiral, con capiteles de bronce y cadenas de metal, conos de piedra con franjas de azur, cúpulas de cobre, arquitrabes de mármol, contrafuertes babilónicos y obeliscos en punta, como antorchas invertidas. Los peristilos llegaban a los frontispicios; las volutas se desplegaban entre las columnatas; las murallas de granito soportaban tejados de ladrillo; todo esto, encima una cosa de otra, ocultándose a medias, de un modo maravilloso e incomprensible. Se sentía la sucesión de las edades y como el recuerdo de patrias olvidadas.

Detrás de la Acrópolis, en tierras rojizas, el camino de los Mapales, cercado de tumbas, se alargaba en línea recta, desde la ribera a las catacumbas; seguían luego anchas quintas entre jardines; y este tercer barrio, Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta los cantiles de la costa, en la que se erguía un faro gigante que resplandecía todas las noches.

Así se desplegaba Cartago ante los soldados acampados en la llanura.

De lejos divisaban los mercados, las esquinas de las calles, y discutían sobre el emplazamiento de los templos. El de Kamón, enfrente de los Sisitas, con tejas de oro; Melkart, a la izquierda de Eschmún, tenía en su techumbre ramas de coral; más allá, Tanit redondeaba entre palmeras su cúpula de cobre; el negro Moloch estaba debajo de las cisternas del lado del faro. En el ángulo de los frontispicios, encima de las murallas, en los rincones de las plazas, en todas partes, se veían divinidades de cabeza horrible, colosales o ventrudas, con vientres enormes o desmesuradamente aplanados, con las fauces abiertas, separados los brazos y en las manos horcas, cadenas o jabalinas. El azul del mar, destacándose en el fondo de las calles, parecía hacer a estas, por un efecto de perspectiva, más escarpadas.

Un pueblo tumultuoso las llenaba de día y noche; los mancebos, agitando campanillas, gritaban a la puerta de los baños; humeaban las tiendas de bebidas calientes; el aire resonaba con la batahola de los yunques; los gallos blancos, consagrados al sol, cantaban en los terrados; mugían en los templos los bueyes destinados al sacrificio; corrían los esclavos con canastillos en la cabeza; y en el atrio de los pórticos aparecía alguno que otro sacerdote vestido con sombrío manto, desnudos los pies, con el gorro puntiagudo.

Este espectáculo de Cartago irritaba a los bárbaros. La admiraban y la execraban; querían a un tiempo destruirla y vivir en ella. Pero ¿qué había en el puerto militar, defendido por una triple muralla? Detrás de la ciudad, en el fondo de Megara, a mayor altura que la Acrópolis, aparecía el palacio de Amílcar.

A cada instante, los ojos de Matho miraban a él. Se subía a los olivos y se doblaba con la mano extendida sobre las cejas. Los jardines se hallaban dentro y la puerta roja, de cruz negra, estaba siempre cerrada.

Más de veinte veces dio la vuelta a las fortificaciones, buscando alguna brecha para entrar. Una noche se echó al golfo y durante tres horas nadó sin descansar. Llegó al final de los Mapales y quiso trepar por el acantilado. Se ensangrentó las rodillas, se rompió las uñas y luego cayó en el agua y se volvió.

Le exasperaba su impotencia. Tenía celos de esa Cartago que guardada a Salambó, como de alguien que la hubiera poseído. A su enervamiento sucedió una acción loca y continuada. Con las mejillas encendidas, los ojos irritados y ronca la voz, se paseaba con paso rápido, a campo traviesa; o bien, sentado en la ribera, frotaba con arena su espadón. Tiraba flechas a los buitres. Su corazón se desbordaba en palabras furiosas.

—Deja correr tu cólera como un carro que rueda —le decía Espendio—. Grita, blasfema, destruye y mata. El dolor se aplaca con sangre, y, ya que no puedes saciar tu amor, alimenta tu odio; este te sostendrá.

Matho volvió a tomar el mando de sus soldados. Les hacía maniobrar implacablemente. Se le respetaba por su valor y, sobre todo, por su fuerza. Además, inspiraba como un temor místico; se creía que de noche hablaba con fantasmas. Los demás capitanes se animaron con su ejemplo, y pronto el ejército se disciplinó. Los cartagineses oían desde sus casas la música de las bocinas que dirigían las maniobras. Por fin, los bárbaros se acercaron.

Para aplastarlos en el istmo se habrían necesitado dos ejércitos que pudieran atacarlos a la vez por atrás y por delante, uno desembarcando en el golfo de Útica y el segundo bajando por la montaña de las Aguas Calientes. ¿Pero qué hacer con solo la Legión sagrada, fuerte, a lo más, de seis mil hombres? Del lado de Oriente, los sitiadores podían juntarse con los númidas e interceptar el camino de Cirene y el comercio del desierto; si se replegaban al Occidente, se levantaría la Numidia. Finalmente, la falta de víveres les haría devastar, tarde o temprano, como la langosta, las campiñas vecinas. Los ricos temblaban por sus hermosas granjas, por sus viñedos y sus cultivos.

Hannón propuso medidas atroces e impracticables, tal como prometer una fuerte suma por cada cabeza de bárbaro, o que con barcos y con máquinas se incendiara su campamento. Por el contrario, su colega Giscón quería que se les pagara; pero a causa de su popularidad, los Ancianos le detestaban, porque temían que el azar les diera un amo, y por temor a la monarquía se esforzaban en atenuar lo que subsistía de ella o la podía restablecer.

Fuera de las fortificaciones había gente de otra raza y de origen desconocido: cazadores de puercoespines, comedores de moluscos y de serpientes. Iban a las cavernas a coger hienas vivas, con las que se divertían haciéndolas correr por la tarde por las arenas de Megara, por entre las ringleras de sepulcros. Sus cabañas de barro y algas estaban junto a los cantiles de la costa, como nidos de golondrinas. Allí vivían sin Gobiernos y sin dioses, todos mezclados, completamente desnudos; a un tiempo débiles y feroces, y desde muchos siglos execrados por el pueblo a causa de sus inmundos alimentos. Una mañana advirtieron los centinelas que todos se habían ido.

Por fin, los miembros del Gran Consejo tomaron una resolución. Fueron al campamento sin collares ni cinturones y en sandalias, como particulares. Andaban con paso tranquilo, saludando a los capitanes o bien parándose a hablar con los soldados, asegurando que todo estaba arreglado y que harían justicia a sus reclamaciones.

Muchos de estos consejeros visitaban por primera vez un campo de mercenarios. En vez de la confusión que se imaginaban, admiraron en todas partes un orden y un silencio espantosos. Un fortín de tierra encerraba al ejército en una alta muralla, inquebrantable al choque de las catapultas. El suelo de las calles estaba rociado con agua fresca; por los agujeros de las tiendas se advertían pupilas salvajes que brillaban en la sombra. Los haces de picas y las panoplias suspendidas los deslumbraban como espejos. Se hablaba en voz baja; temían volcar algo con sus largas togas.

Los soldados pidieron víveres, comprometiéndose a pagarlos con el dinero que se les debía.

Se les envió bueyes, carneros, gallinas, frutas secas y altramuces, más cohombros ahumados; esos excelentes cohombros que Cartago exportaba al extranjero; pero giraban desdeñosamente alrededor de los magníficos animales, y denigrando lo que deseaban, ofrecían por un carnero el valor de un pichón, por tres cabras el precio de una granada. Los comedores de cosas inmundas, haciendo de árbitros, les decían que los engañaban. Entonces echaban mano a la espada y amenazaban con matar.

Los comisarios del Gran Consejo escribieron el número de años que se debía a cada soldado; pero era imposible saber ahora cuántos mercenarios se habían contratado, y los Ancianos se asustaron de la suma exorbitante que habría que pagar. Sería menester vender la reserva de silfio; los mercenarios se impacientarían. Túnez estaba ya con ellos; y los ricos, aturdidos por los furores de Hannón y los reproches de su colega, encargaron a los conciudadanos que si alguien conocía a algún bárbaro fuera a verlo inmediatamente para ganárselo y entretenerlo con buenas palabras. Esta confianza les calmaría.

Mercaderes, escribas, obreros del arsenal, familias enteras se trasladaron al campamento bárbaro.

Los soldados dejaban entrar a los cartagineses, pero por un solo paso, tan estrecho, que no cabían por él más que cuatro hombres en fila. Espendio, de pie, junto a la barrera, les hacía registrar cuidadosamente. Frente a él, Matho examinaba a la multitud, pensando encontrar alguien que hubiese visto en casa de Salambó.

El campamento parecía una ciudad: tal era el gentío y la animación. Las dos muchedumbres distintas se mezclaban sin confundirse; la una vestida de tela o de lana, con gorros de fieltro parecidos a piñas; la otra vestida de hierro y con cascos. Entre criados y vendedores ambulantes, circulaban mujeres de todas las naciones; morenas como dátiles maduros, verdosas como aceitunas, amarillas como naranjas, vendidas por marineros, escogidas en los tabucos, robadas a las caravanas, tomadas en el saqueo de las ciudades; hembras que cuando jóvenes se las abrumaba de amor y cuando llegaban a viejas se las tundía a golpes, y que morían en los viajes, al borde de los caminos, entre los bagajes, con las acémilas abandonadas. Las mujeres númidas se balanceaban sobre sus talones, vestidas de túnicas de pelo de dromedario, cuadradas y de color rabioso; las músicas de la Cirenaica, envueltas en gasas violetas y con las cejas pintadas, cantaban agachadas en las esteras; negras viejas, de pechos colgantes, juntaban, para hacer fuego, estiércol de animal que se secaba al sol; las siracusanas llevaban placas de oro en la cabellera; las lusitanas, collares de conchas; las galas, pieles de lobo; niños robustos, cubiertos de sabandijas, desnudos, incircuncisos, daban a los transeúntes golpes en el vientre con su cabeza, o llegando por detrás, como pequeños tigres, les mordían las manos.

Los cartagineses se paseaban por el campamento, sorprendidos de la multitud de cosas que allí veían. Los más pobres estaban tristes, y los otros disimulaban su inquietud.

Los soldados les golpeaban en el hombro, excitándolos a la alegría. No bien veían un personaje, le invitaban a sus diversiones. Cuando jugaban al disco, se alineaban para aplastarle los pies, y en el pugilato, al primer envite, le rompían una mandíbula. Los honderos asustaban a los cartagineses con sus hondas; los psilos, con sus víboras; los jinetes, con sus caballos. Esta gente, de ocupaciones pacíficas, se esforzaba en sonreír y bajar la cabeza a todos estos ultrajes. Algunos, mostrándose valientes, hacían signos de que querían ser soldados. Se les daba hachas para rajar madera y se les hacía almohazar los animales; se les encerraba en una armadura y los hacían rodar como toneles por las calles del campamento. Y cuando se disponían a marcharse, los mercenarios se tiraban de los pelos con contorsiones grotescas.

Muchos de estos, por necedad o prejuicio, creían a todos los cartagineses muy ricos, y los seguían suplicando que les dieran alguna cosa. Pedían, sobre todo, lo que les parecía bonito: un anillo, un cinturón, sandalias, la franja de una túnica, y cuando el cartaginés, despojado, exclamaba «No tengo nada más. ¿Qué quieres?», ellos contestaban: «Tu mujer.» Otros decían: «Tu vida.»

Fueron remitidas a los capitanes las cuentas militares, leídas a los soldados y aprobadas definitivamente. Entonces reclamaron tiendas, y se las dieron. Después los polemarcas de los griegos pidieron algunas de las hermosas armaduras que se fabricaban en Cartago, y el Gran Consejo votó un presupuesto para esta adquisición. Pero los jinetes entendían que era justo que la República les indemnizara de sus caballos: uno afirmaba haber perdido tres en tal sitio, otro cinco en tal marcha, otro catorce en los precipicios. Se les ofreció garañones de Hecatompila; pero ellos prefirieron dinero.

A continuación pidieron que se les pagara en plata, no en moneda de cuero, todo el trigo que se les debía y al precio más alto que se hubiera vendido durante la guerra, si bien exigían por una medida de harina cuatrocientas veces más de lo que dieron por un saco. Tal injusticia exasperó, pero hubo que pasar por ella.

Entonces los delegados de los soldados y los del Gran Consejo se reconciliaron, jurando por el Genio de Cartago y por los dioses de los bárbaros. Con demostraciones y verbosidad orientales, se dieron excusas y se hicieron caricias. Luego, los soldados reclamaron, como una prueba de amistad, el castigo de los traidores que les habían indispuesto con la República.

Hízose como que no se les comprendía, y se explicaron más claramente, pidiendo la cabeza de Amílcar.

Muchas veces al día salían de su campamento para pasearse al pie de las murallas. Gritaban que se les diera la cabeza del Sufeta y extendían los sayos para recibirla.

Hubiera cedido, sin duda, el Gran Consejo, a no ser por una última exigencia, más injuriosa que las anteriores: pidieron en matrimonio para sus jefes, vírgenes escogidas en las principales familias. Fue una idea de Espendio, y muchos la encontraron sencilla y fácil de ejecutar. Pero esta pretensión de querer mezclarse con la sangre púnica irritó al pueblo: se les significó rotundamente que no les darían ninguna. Entonces gritaron que se les había engañado y que si antes de tres días no llegaba su paga, irían ellos mismos a tomarla en Cartago.

La mala fe de los mercenarios no era tan completa como pensaban sus enemigos. Amílcar les había hecho promesas exorbitantes, vagas, es verdad, pero solemnes y reiteradas. Pudieron creer al desembarcar en Cartago que se les entregaría la ciudad y que se les repartirían sus tesoros; y cuando vieron que apenas se les pagaba su soldada, la desilusión hirió su orgullo tanto como su codicia.

Dionisio, Pirro, Agatocles y los generales de Alejandro, ¿no habían dado el ejemplo de maravillosas fortunas? El ideal de Hércules, que los cananeos confundían con el Sol, resplandecía en el horizonte de los ejércitos. Se sabía que simples soldados habían llevado diademas, y el ruido de los imperios que se desmoronaban hacía soñar a los galos en su bosque de encinas, y al etíope, en sus arenales. Había siempre un pueblo dispuesto a utilizar los valientes; y el ladrón arrojado de su tribu, el parricida errante en los caminos, el sacrílego perseguido por los dioses, todos los hambrientos, todos los desesperados procuraban llegar al puerto donde el agente de Cartago reclutaba soldados. En general, esta cumplía sus promesas; pero esta vez, el exceso de su avaricia la había llevado a una infamia peligrosa. Los númidas, los libios, el África entera iban a caer sobre Cartago. Solo el mar estaba libre; pero aquí se hallaban los romanos; como un hombre asaltado por asesinos, la República sentía la muerte rondar en torno de ella.

Convenía, pues, recurrir a Giscón; los bárbaros aceptaron su intervención; una mañana vieron bajarse las cadenas del puerto y entrar en el lago tres barcos planos, pasando por el canal de la Tania.

A proa del primero se veía a Giscón. Detrás de este, y a más altura que un catafalco, se levantaba una caja enorme, con anillos parecidos a coronas. Aparecía en seguida la legión de intérpretes, peinados como esfinges y con un lorito tatuado en el pecho. Seguían amigos y esclavos, todos sin armas, y tan numerosos que se tocaban los hombros. Las tres barcazas, llenas hasta flor de agua, avanzaban entre las aclamaciones de los soldados, que las estaban mirando.

Así que Giscón desembarcó, los soldados corrieron a su encuentro. Con sacos hizo arreglar una especie de tribuna, y declaró que no se iría sin haberles pagado íntegramente.

Estallaron aplausos, y por largo rato no pudo hablar.

Luego censuró las faltas de la República y las de los bárbaros, que con sus violentos motines tenían asustada a Cartago. La mejor prueba de las buenas intenciones de la ciudad era que le enviaban a él, el constante adversario del Sufeta Hannón. No debían los mercenarios suponer en el pueblo la tontería de querer irritar a los valientes, ni la ingratitud de desconocer sus servicios. Giscón empezó a pagar por los libios. Como estos habían declarado equivocadas las listas, no se sirvió de ellas.

Iban desfilando todos por naciones y abriendo los dedos para significar el número de años; se les marcaba sucesivamente en el brazo izquierdo con pintura verde; unos escribientes introducían la mano en el cofre abierto, y otros, con un estilete, agujereaban una lámina de plomo.

Pasó un hombre que andaba pesadamente, con la pesadez de un buey.

—Sube a mi lado —le dijo el Sufeta, sospechando algún fraude—. ¿Cuántos años has servido?

—Doce —respondió el libio.

Giscón le pasó los dedos por debajo de la mandíbula, porque el barboquejo del casco producía a la larga callosidades. «Tener callos» era tanto como acreditarse de veterano.

—¡Ladrón! —exclamó el Sufeta—, lo que te falta en la cara debes tenerlo eh las espaldas.

Y rasgándole la túnica descubrió un dorso cubierto de llagas sangrientas. Era un labrador de Hippo-Zarita. Le silbaron y fue decapitado.

En cuanto se hizo de noche, Espendio fue a despertar a los libios, y les dijo:

—Cuando los ligures, los griegos, los baleares y los hombres de Italia sean pagados, se despedirán; pero vosotros quedaréis en África, esparcidos en vuestras tribus y sin ninguna defensa. Entonces se vengará la República. ¡Desconfiad del viaje! ¿Creéis en palabras? Los dos Sufetas están de acuerdo. Acordaos de la Isla de los Huesos y de Xantippo, al que enviaron a Esparta en una galera podrida...

—¿Qué haremos? —le preguntaban.

—¡Reflexionad! —contestaba Espendio.

Los dos días siguientes se invirtieron en pagar a la gente de Magdala, de Leptís, de Hecatompila. Espendio visitó a los galos.

—Se paga a los libios; se pagará a los griegos, a los baleares, a los asiáticos, a todos; pero a vosotros, como sois pocos, no se os dará nada. No volveréis a ver vuestra patria. No tendréis barcos. Os matarán para ahorrar la comida.

Los galos fueron a ver al Sufeta, y Autharita, aquel a quien Giscón golpeara en el palacio de Amílcar, le interpeló. Fue rechazado por los esclavos y desapareció, jurando vengarse.

Las reclamaciones, las quejas se multiplicaban. Los más obstinados entraban en la tienda del Sufeta. Para enternecerle le tomaban las manos, le hacían palpar sus bocas sin dientes, sus brazos flacos y las cicatrices de sus heridas. Aquellos que no estaban pagados, y aun los que lo habían sido, pedían otra paga por sus caballos; los vagabundos, los desterrados, tomando las armas de los soldados, decían que se les olvidaba. A cada minuto llegaban torbellinos de hombres; las tiendas crujían, se plegaban; oprimida la multitud entre los fortines del campamento oscilaba, con grandes gritos, desde las puertas hasta el centro. Cuando el tumulto era muy fuerte, Giscón apoyaba un codo en su cetro de marfil y, mirando al mar, permanecía inmóvil, con los dedos hundidos en la barba.

Con frecuencia, Matho se apartaba para conversar con Espendio; luego se ponía frente al Sufeta, y Giscón sentía perpetuamente sus pupilas como dos dardos inflamados asestados hacia él. Desde la multitud se le lanzaban muchas veces injurias; pero no las comprendía. El reparto continuaba y el Sufeta vencía todos los obstáculos.

Los griegos quisieron armar camorra por la diferencia de las monedas; Giscón les dio tales explicaciones que se retiraron conformes. Los negros reclamaron esas conchas blancas usadas para el comercio en el interior de África; les ofreció enviar por ellas a Cartago, y como los demás, aceptaron moneda.

A los baleares se les había prometido algo mejor: mujeres. El Sufeta les dijo que esperaba para todos ellos una caravana de vírgenes; el camino era largo y aún faltaban seis lunas (o meses). Así que estas doncellas estuvieran gordas, limpias y frotadas con benjuí, se las enviaría embarcadas a los puertos de las Baleares.

De repente, Zarxas, hermoso y vigoroso ahora, saltó como un batelero sobre las espaldas de sus amigos, y gritó:

—¿Has reservado algo para los muertos? —y señalaba la puerta de Kamón, en Cartago, que a los rayos del sol poniente resplandecía con sus placas de cobre, de arriba abajo.

A los bárbaros les pareció ver en ella un rastro sangriento. Cada vez que Giscón quería hablar, ellos gritaban. Por fin bajó lentamente y se encerró en su tienda.

Cuando al amanecer volvió a salir, no se movieron sus intérpretes, que dormían al exterior, y a los que se veía de espaldas, fijos los ojos, azulado el rostro y con la lengua fuera de la boca. Salían de sus narices blancas mucosidades y tenían rígidos los miembros, como si les hubiese helado el frío de la noche. Todos llevaban alrededor del cuello una lazada de juncos.

Con esto, la rebelión tomó incremento. Esta matanza de baleares, contada por Zarxas, confirmó las desconfianzas vertidas por Espendio. Se persuadieron de que la República trataba de engañarlos. ¡Era forzoso concluir! Dejarían los intérpretes a un lado. Zarxas, con una honda ceñida en torno a la cabeza, cantaba himnos guerreros; Autharita blandía su recia espada; Espendio hablaba a unos y entregaba a otros puñales. Los más fuertes procuraban pagarse ellos mismos; los menos iracundos pedían que continuara la distribución. Nadie abandonaba las armas, y todas las iras se concentraban en Giscón, con odio tumultuoso.

Algunos se pusieron a su lado. Mientras vociferaban injurias, se les escuchaba con paciencia; pero a la menor palabra en favor suyo, eran apedreados, o por la espalda, de un sablazo, se les cortaba la cabeza. El montón de sacos estaba más rojo que un altar.

Después de la comida, cuando habían bebido vino, se volvían terribles. Era una alegría prohibida bajo pena de muerte en los ejércitos púnicos, y por esto levantaban las copas mirando a Cartago, como burlándose de su disciplina. Luego se volvían contra los esclavos que traían el dinero, y seguía la matanza. La palabra ¡mata!, aunque distinta en cada idioma, era comprendida de todos.

Giscón sabía muy bien que la patria le abandonaba; pero, a pesar de su ingratitud, no quería deshonrarla. Cuando le recordaron que se les había prometido barcos, juró por Moloch proporcionárselos él mismo, a sus expensas, y quitándose su collar de perlas azules, lo arrojó a la multitud en señal de juramento.

Entonces los africanos reclamaron el trigo prometido por el Gran Consejo. Giscón extendió las cuentas de los Sisitas, hechas con pintura violeta sobre pieles de cordero, y leyó todo el que había entrado en Cartago, mes por mes y día por día.

A menudo hacía una pausa, y abría los ojos, como si entre los números leyera su sentencia de muerte.

En efecto, los Ancianos las habían fraudulentamente reducido, y el trigo vendido en la época más calamitosa de la guerra estaba a una tasa tan baja que, a menos de estar ciego, ninguno podía creerlo.

—¡Habla! —le dijeron—. ¡Más alto! ¡Ah! ¡Es que trata de engañarnos! ¡Desconfiemos del cobarde!

Giscón vaciló unos instantes, pero al fin continuó su tarea. Los soldados, aun convencidos de que se les engañaba, dieron por buenas las cuentas de los Sisitas; pero la abundancia que habían encontrado en Cartago les inspiró unos celos furiosos. Rompieron la caja de sicomoro y vieron que estaba vacía en sus tres cuartas partes. Habían visto salir de ella tales sumas que la creían inagotable; Giscón, sin duda, las había escondido en su tienda. Escalaron los sacos, guiados por Matho, y como gritaran «¡El dinero, el dinero!», Giscón respondió al fin: «Que os lo dé vuestro general.»

Los miraba sin pestañear, sin hablar, con sus grandes ojos amarillos y su larga cara, más pálida que su barba. Una flecha, detenida por las plumas, vibraba en el ancho anillo de oro que pendía de su oreja, y un hilo de sangre corría de la tiara por su hombro.

A una señal de Matho adelantaron todos. Espendio, con un nudo corredizo, ató por los puños a Giscón; otro le derribó, y el Sufeta desapareció entre el desorden de la turba que se echaba sobre los sacos.

Saquearon su tienda y en ella encontraron las cosas más indispensables para la vida; y buscando mejor, tres imágenes de Tanit, y en una piel de mono, una piedra negra caída de la luna.

Muchos cartagineses habían querido acompañarle; eran personajes partidarios de la guerra.

Los sacaron de sus tiendas y fueron precipitados en el foso de las inmundicias. Con cadenas de hierro fueron atados por el vientre a sólidas estacas, y dábanles el alimento en la punta de una azagaya.

Autharita, que les vigilaba, los abrumaba con invectivas; como ellos no las entendían, nada contestaban. El galo se entretenía en tirarles guijarros a la cara para hacerles gritar.

Una especie de inquietud se apoderó del ejército al siguiente día. Ahora que la cólera estaba satisfecha, empezaban las inquietudes. Matho sufría una vaga tristeza, pareciéndole que indirectamente había ultrajado a Salambó, porque estos ricos eran como una prolongación de su persona. Matho se sentaba de noche al borde de la fosa, y en los gemidos de los prisioneros encontraba él algo de la voz de la que su corazón estaba lleno.

Los libios eran los únicos pagados, y todos se lo echaban en cara. Al mismo tiempo que se avivaban las antipatías nacionales con los odios particulares, sentíase el peligro de desunirse, porque después de tal atentado, las represalias habían de ser formidables. Había que precaverse de la venganza de Cartago. Eran interminables los conciliábulos, las arengas; hablaban todos y nadie era escuchado; Espendio, locuaz de ordinario, se encogía de hombros ante todas las proposiciones.

Una tarde preguntó a Matho si había fuentes en el interior de la ciudad.

—Ninguna —contestó Matho.

Al otro día, Espendio le llevó al ribazo del lago.

—¡Amo! —dijo el antiguo esclavo—, si tu corazón es intrépido, yo te guiaré a Cartago.

—¿Cómo?

—Jura ejecutar todas mis órdenes y seguirme como una sombra.

Matho, levantando el brazo hacia el planeta de Chabar, dijo;

—¡Lo juro, por Tanit!

—Mañana —repuso Espendio—, al ponerse el sol, me esperarás al pie del acueducto, entre el noveno y el décimo arco. Provéete de un pico de hierro, de un casco sin cimera y de sandalias de cuero.

El acueducto a que aludía atravesaba oblicuamente todo el istmo y era una obra enorme, agrandada más tarde por los romanos. No obstante su desdén a otros pueblos, Cartago les había tomado ese nuevo invento, lo mismo que hizo con la galera púnica; cinco hileras de arcos superpuestos, de abultada arquitectura, con contrafuertes en la base y cabezas de león en las cimas, extendiéndose por la parte occidental de la Acrópolis, iban a hundirse debajo de la ciudad, para derramar casi un río en las cisternas de Megara.

A la hora convenida, Espendio encontró a Matho. Ató una especie de arpón al extremo de una cuerda, la remolineó como una honda, y fijado que fue el hierro treparon uno tras otro por la pared.

Así que llegaron al primer piso, como se caía el arpón cada vez que lo echaban, tuvieron que andar por el borde de la cornisa para descubrir alguna hendidura. La cornisa se iba estrechando a cada hilera de arcos. La cuerda se iba gastando, y en ocasiones amenazaba romperse.

Llegaron finalmente a la plataforma superior. Espendio, de tiempo en tiempo, se doblaba para tantear las piedras con la mano.

—¡Allí es! —dijo—. Empecemos.

Y forcejeando con la palanca que trajo Matho, consiguieron apartar una de las losas.

Vieron a lo lejos un grupo de jinetes que galopaban en caballos sin bridas. Los brazaletes de oro saltaban entre las mangas de sus vestidos. Al frente de ellos iba un hombre coronado con plumas de avestruz y galopando con una lanza en cada mano.

—¡Narr-Habas! —exclamó Matho.

—¿Qué importa? —repuso Espendio.

Y saltó al agujero que había dejado la losa separada.

A una orden suya, Matho probó empujar uno de los bloques; pero por falta de espacio, no podía mover los codos.

—Volveremos —dijo Espendio—; ponte delante —y los dos se aventuraron en el conducto de las aguas.

Andaban mojados hasta la cintura, y pronto hubieron de nadar, tropezando a cada instante con las paredes del canal, que era muy estrecho. El agua corría casi tocando las losas de arriba; se laceraban el rostro. Luego, la corriente los arrastró. Un aire más pesado que el de un sepulcro les oprimía el pecho, y con los brazos altos para resguardar la cabeza y pegadas las piernas, que alargaban lo más que podían, pasaron como flechas en la obscuridad, jadeantes, casi muertos. De pronto, todo se hizo negro delante de ellos y se redobló la velocidad de las aguas. Cayeron.

Así que volvieron a la superficie se mantuvieron durante algunos minutos tendidos de espalda, para respirar deliciosamente el aire. Las arcadas, una tras otra, se abrían en medio de anchas murallas que separaban los depósitos. Todos estaban llenos y el agua caía en una especie de cascada a lo largo de las cisternas. Las cúpulas del techo dejaban pasar por un tragaluz una pálida claridad que se reflejaba en el agua como discos de luz, y las tinieblas del contorno se espesaban sobre las paredes indefinidamente. El más insignificante ruido producía un gran eco.

Espendio y Matho volvieron a nadar, y pasando por la abertura de los arcos, atravesaron muchos compartimentos seguidos. Otras series de depósitos más pequeños se extendían paralelamente a cada lado. Los dos hombres se perdían y volvían a encontrarse. Algo resistió bajo sus talones: era el pavimento de la galería que bordeaba las cisternas.

Entonces, avanzando con grandes precauciones, palparon la muralla en busca de una salida. Pero sus pies resbalaban y caían para volver a levantarse, presa de espantosa fatiga, como si sus miembros se disolvieran en el agua. Sus ojos se cerraron: agonizaban.

Espendio dio con la mano contra los barrotes de una reja. La sacudieron y cedió, dando paso a una escalera cerrada arriba por una puerta de bronce. Con la punta de un puñal apartaron la barra que la abría por fuera; y respiraron el aire libre.

La noche estaba silenciosa y el cielo parecía de una altura desmesurada. Veíanse hileras de árboles a lo largo de las murallas. La ciudad dormía, mientras los fuegos de los centinelas de las avanzadas brillaban como estrellas perdidas.

Espendio, que había pasado tres años en la ergástula, no conocía bien los barrios de la ciudad. Matho conjeturó que para ir al palacio de Amílcar debían tomar a la izquierda, atravesando los Mapales.

—No —dijo Espendio—; llévame al templo de Tanit.

Matho quiso objetar.

—Acuérdate —dijo el esclavo; y alzando el brazo, señaló al planeta de Chabar, que resplandecía.

Entonces Matho se volvió silenciosamente hacia la Acrópolis.

Se arrastraban a lo largo de las líneas de nopales que bordeaban los caminos. Corría el agua de sus cuerpos sobre el polvo de la tierra. Sus sandalias, mojadas, no hacían el menor ruido. Espendio, con los ojos más brillantes que antorchas, registraba a cada paso los matorrales; detrás de él andaba Matho, con las dos manos armadas de puñales, sujetos los brazos cerca de los sobacos por una banda de cuero.

Salambó

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