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II

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EN SICCA

Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.

Se les dio a cada uno una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca; se les había halagado, además, con toda clase de lisonjas.

—Sois los salvadores de Cartago; pero permaneciendo en ella la reduciríais al hambre y la ruina. La República os pagará más tarde esta condescendencia. Inmediatamente vamos a levantar impuestos; se completará vuestra soldada y se equiparán galeras que os lleven a vuestros países.

No había nada que contestar a tales promesas. Aquellos hombres acostumbrados a la guerra, se aburrían en la paz de una ciudad; no costó trabajo convencerlos, y el pueblo subió a las murallas para verlos partir.

Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, todos mezclados en montón: arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban a paso largo, haciendo sonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y ennegrecidas sus manos por el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de las espesas barbas; sus aceradas cotas, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y por los agujeros del cobre, se veían los miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Los montantes, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban a la vez, con un mismo movimiento. Llenaban la calle hasta el punto de parecer que iban a estallar las murallas; esta interminable masa de soldados armados se deslizaba entre altas casas de seis pisos, cubiertas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, tapadas con un velo, veían pasar en silencio a los bárbaros.

Las azoteas, las fortificaciones, las murallas, desaparecían bajo la multitud de cartagineses, vestidos de negro, que las llenaban. Las túnicas de los marineros parecían manchas de sangre entre aquella sombría muchedumbre; los niños, casi desnudos, de piel brillante, con brazaletes de cobre, gesticulaban en el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Algunos ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y de trecho en trecho, un personaje de luenga barba, en actitud soñadora, parecía de lejos, en el fondo del cielo, un fantasma, tan inmóvil como las piedras.

Todos se sentían oprimidos por la misma inquietud: se temía que los bárbaros, considerándose fuertes, tuvieran el capricho de permanecer en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se les abrumaba con juramentos y apretones de mano. Había quien les incitaba a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audacia de hipocresía. Se les echaba perfumes, flores y monedas de plata. Se les daba amuletos contra las enfermedades; pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos, para atraer la muerte, o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart, y, en voz baja, su maldición.

Vino luego la impedimenta de bagajes, de acémilas y de rezagados. Los enfermos gemían sobre dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres; los voraces, con cuartos de carne, pasteles, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Los había con quitasoles en la mano y loros en los hombros. Hacíanse seguir de dogos, gacelas o panteras. Las mujeres de raza libia, montadas en asnos, increpaban a las negras que abandonaban por los soldados los lupanares de Malqua; muchas daban de mamar a criaturas colgadas del pecho con una correa de cuero. Las mulas, aguijoneadas con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de las tiendas; y había innumerables criados y portadores de agua, macilentos, amarillos por las fiebres y llenos de sabandijas, escoria de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.

Así que todos salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo dejara las murallas. El ejército se derramó en seguida por la anchura del istmo.

La soldadesca se dividió en masas desiguales. Las lanzas, al alejarse, parecían altos tallos de hierba, y al fin, todo se desvaneció en una densa polvareda. Aquellos de los soldados que se volvían para mirar a Cartago, no vieron más que sus largas murallas, recortando en el horizonte sus almenas vacías.

Entonces los bárbaros oyeron un gran grito. Creyeron que algunos de sus compañeros, quedados en la ciudad, se entretenían en saquear cualquier templo. Rieron mucho de esta idea y continuaron su camino.

Se sentían alegres de encontrarse, como antes, marchando juntos en campo abierto; los griegos cantaban la vieja canción de los mamertinos:

—Con mi lanza y mi espada, trabajo y siego; yo soy el amo de la casa. El hombre desarmado cae a mis rodillas y me llama Señor y Gran Rey.

Gritaban, saltaban, y los más alegres narraban cuentos; se había acabado el tiempo de las miserias. Al llegar a Túnez, algunos observaron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda, y no se preocuparon más de ellos.

Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas, y la gente de la población vino a hablar con los soldados.

Durante toda la noche viéronse fogatas que iluminaban el horizonte, del lado de Cartago; lumbreras como antorchas gigantes, que se agrandaban en el lago inmóvil. Ninguno, en el ejército, podía decir qué fiesta se celebraba con aquellas luminarias.

Al otro día, los bárbaros atravesaron una campiña cultivada. Las granjas de los patricios se sucedían unas a otras en los bordes del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos formaban largas líneas verdes; rosados vapores flotaban en las gargantas de las colinas; montañas azules se erguían por atrás. Soplaba un viento caliente. Los camaleones rastreaban por las anchas hojas de las pitas.

Los bárbaros marchaban cada vez con más lentitud. Se disgregaron en destacamentos sueltos o seguían unos tras otros, con largos intervalos. Comían uvas al borde de las viñas, se acostaban en la hierba, miraban estupefactos los grandes cuernos de los bueyes, artificialmente torcidos, las ovejas revestidas de pieles para proteger su vellón, los barbechos que se entrecruzaban formando losanges, las rejas de los arados, como anclas de naves, y los granados que rociaban con silfio. Les deslumbraba esta opulencia de la tierra y esos inventos de la sabiduría.

Por la noche se echaron sobre las tiendas, sin desplegarlas, y dormitando de cara a las estrellas, soñaron con el festín de Amílcar.

Al mediodía siguiente se hizo alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Aquí se apresuraron a dejar lanzas, escudos y cinturones. Se lavaban a gritos, llenaban sus cascos de agua y otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.

Espendio, sentado en un dromedario robado al parque de Amílcar, vio de lejos a Matho, que con el brazo junto al pecho, desnuda la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mula viendo correr el agua. El esclavo se abrió paso a través de la turba, llamándole:

—¡Amo! ¡Amo!

Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Espendio siguió andando detrás de él, y de vez en cuando volvía los ojos inquietos hacia donde estaba Cartago.

Era hijo de un retórico griego y de una prostituta campania. Al principio se había enriquecido vendiendo mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores del Samnio. Le cogieron prisionero y se escapó; le volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, conoció muchos amos y todo género de miserias. Un día, al fin, desesperado, se lanzó al mar desde lo alto de la trirreme en que bogaba. Marineros de Amílcar recogiéronle moribundo y le encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, aprovechó el desorden del festín para huir con los soldados.

Durante toda la marcha estuvo cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse y de noche le extendía su tapiz bajo la tienda. Matho acabó por conmoverse con estas atenciones, y poco a poco fue haciéndose comunicativo: contó al esclavo su historia.

Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre le llevó en peregrinación al templo de Ammón. Cazó después elefantes en los bosques de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Le nombraron tetrarca en la toma de Drepanum. La República le debía cuatro caballos, veintitrés medimnas de trigo y la soldada de un invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.

Espendio le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, y de muchas cosas que él sabía, como fabricar sandalias, venablos y sedas, domesticar animales feroces y cocer venenos.

A veces, interrumpiéndose, brotaba del fondo de su garganta un grito ronco; la mula de Matho apretaba la marcha; las demás se apresuraban a seguirla; luego, Espendio volvía a empezar, agitado siempre por su angustia. Esta se calmó en la noche del cuarto día.

Iban juntos, a la derecha del ejército, por el flanco de una colina. Abajo se prolongaba la llanada, perdida en los vapores de la noche. Las líneas de soldados que desfilaban por abajo producían ondulaciones en la sombra. A veces pasaban por las eminencias de terreno alumbradas por la luna; entonces temblaba una estrella en la punta de las picas, espejeaban por un instante los cascos; desaparecía todo y otros seguían haciendo lo mismo. En lontananza, balaban los rebaños despertados, y algo, de una infinita dulcedumbre, parecía cernerse sobre la tierra.

Espendio, doblada la cabeza y con los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; separaba los brazos y movía los dedos para sentir mejor esta caricia que le corría por el cuerpo. Se ilusionaba con nuevas esperanzas de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus suspiros y, como abstraído, soltaba el cabestro de su dromedario, que andaba a paso acompasado. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al restregarse en sus coturnos, producían un chirrido continuado.

Sin embargo, el camino se alargaba sin acabarse nunca. Al extremo de una llanada, se llegaba siempre a una planicie redonda; luego se bajaba a un valle y las montañas que fingían cerrar el horizonte parecían deslizarse conforme iban acercándose a ellas. A trechos surgía un río entre tamariscos, para perderse al volver una colina. A veces se erguía una enorme roca, a manera de proa de una nave o de pedestal de un coloso derribado.

Encontrábanse, a intervalos regulares, pequeños templos cuadrangulares, que servían de estaciones a los peregrinos que iban a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Los libios, para que los abrieran, golpeaban con fuerza la puerta, pero nadie contestaba desde dentro.

Iban escaseando los labrantíos, porque se entraba en un terreno arenoso erizado de matas espinosas. Rebaños de carneros ramoneaban entre las piedras, guardados por una mujer, de talle ceñido por un vellón azul, y que huía dando gritos, al ver entre las rocas las picas de los soldados.

Seguía el camino por una especie de corredor bordeado por dos cadenas de rojizos montículos. De repente un olor nauseabundo hirió el olfato de los soldados, que creyeron advertir algo extraordinario en lo alto de un algarrobo: por encima de las hojas se erguía una cabeza de león.

Corrieron a verlo. Era un león sujeto a una cruz por los cuatro miembros, como un criminal. El enorme hocico le caía sobre el pecho, y sus dos patas anteriores, que medio desaparecían tapadas por las melenas, estaban tan separadas como alas abiertas de un pájaro. Apuntábanse sus costillas, una a una, por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una encima de otra, aparecían encorvadas; la negra sangre, que manaba entre los pelos, formaba estalactitas bajo la cola que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados rieron el encuentro: llamaron al león cónsul y ciudadano de Roma y le tiraron guijarros a los ojos para quitarle los mosquitos.

Cien pasos más adelante vieron otros dos y en seguida una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban muertos tanto tiempo, que solo quedaban en los maderos los restos de los esqueletos; otros, medio roídos, torcían las fauces con una horrible mueca; los había enormes, que se balanceaban en vilo, en el árbol de la cruz, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban bandas de cuervos, sin pararse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando apresaban una fiera, creyendo atemorizar a las demás con este ejemplo. Los soldados, dejando de reír, quedaron asombrados. «Qué pueblo es este», pensaban, «que se entretiene crucificando leones.»

Por lo demás, estaban los hombres, los del Norte, sobre todo, vagamente inquietos, enfermos ya; se laceraban las manos con las puntas de los áloes; nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería empezaba a hacer estragos. Se aburrían de no llegar a Sicca. Temían perderse y entrar en el desierto, la región de las arenas y de los espantos. No querían seguir adelante y muchos tornaron al camino de Cartago.

Al fin, en el séptimo día, después de haber seguido largo rato la base de una montaña, esta torció bruscamente a la derecha y apareció una línea de murallas sobre blancas rocas, confundiéndose con ellas. No tardó en verse toda la ciudad; unos rasos blancos, azules y amarillos se agitaban sobre las murallas en la rojiza tarde: eran las sacerdotisas de Tanit que acudían a recibir a los hombres. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, tocando tamboriles, pulsando liras, agitando crótalos; y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas que recorrían los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música y estallaba un grito estridente, precipitado, furioso, continuado; especie de ladrido que las mujeres hacían azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras se quedaban acodadas, con la barbilla en la mano, más inmóviles que esfinges, asaetando con sus negros ojos al ejército que iba subiendo.

Por más que Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener tanta multitud; solo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad. Los bárbaros se establecieron en la llanada; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.

Los griegos plantaron en líneas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracas de tablas; los libios cabañas con piedras; los negros cavaron en la arena, con las uñas, fosos para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, ambulaban entre los bagajes, y llegada la noche se acostaban en tierra envueltos en sus mantos.

La llanura se extendía alrededor de ellos, bordeada de montañas. Aquí y allá, una palmera se cimbreaba sobre una colina de arena; abetos y encinas manchaban los flancos de los precipicios; la lluvia caía, como una larga banda que la tempestad colgaba, del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el cielo seguía azul y sereno; después, un viento tibio lanzaba torbellinos de polvo y un arroyo bajaba en cascadas de las alturas de Sicca, en las que se levantaba, con su tejado de oro sobre columnas de cobre, el templo de Venus cartaginesa, dominadora de la comarca, a la que parecía infundir su alma. Por estas convulsiones de la tierra, por estas alternativas de la temperatura y por esos juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de la fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían unas la forma de una luna creciente; otras parecían pechos de mujer mostrando sus senos hinchados. Los bárbaros sentían pasar sobre sus fatigas un abatimiento lleno de delicias.

Espendio, con el dinero de su dromedario se había comprado un esclavo. La mayor parte del día lo pasaba durmiendo tendido ante la tienda de Matho. A menudo se despertaba creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio que habían lacerado los grilletes y luego se dormía.

Matho aceptaba su compañía. Siempre que salía, Espendio le escoltaba como un lictor, armado con un espadón; o bien Matho se apoyaba en su espalda, porque Espendio era de baja estatura.

Una tarde que atravesaban juntos las calles del campamento, vieron unos hombres cubiertos con mantos blancos, y entre ellos a Narr-Habas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

—¡Dame tu espada! —exclamó—; ¡Quiero matarle!

—Todavía no —contestó Espendio, conteniéndole, porque ya Narr-Habas venía a su encuentro.

Besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, acallando la cólera que tuvo en la embriaguez del festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero sin decir lo que le había traído entre los bárbaros.

¿Era para traicionarlos, o en bien de la República?, se preguntaba Espendio; y como esperaba aprovecharse de todos los desórdenes, suponía también a Narr-Habas capaz de todas las perfidias.

El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Enviaba a este cabras gordas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, desconcertado con estos halagos, no sabía si corresponder a ellas o exasperarse. Espendio le apaciguaba y Matho se dejaba gobernar por el esclavo, pues era un irresoluto, lleno de invencible sopor, como aquel que ha bebido un brebaje que le ha de ocasionar la muerte.

Una mañana que salieron los tres a caza de un león, Narr-Habas ocultó un puñal en su manto. Espendio iba siempre detrás de él y volvieron sin que el númida sacara el arma.

Otra vez Narr-Habas los llevó muy lejos, hasta los confines de su reino. Llegaron a un desfiladero, y allí, sonriendo, declaró que había perdido el rumbo; Espendio lo halló.

Lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, no bien aparecía el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía inmóvil hasta la noche.

Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército; a los que observan la marcha de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en la ceniza de los muertos. Tragó gálbano, seselí y veneno de víbora que hiela el corazón; mujeres negras cantando, a la luz de la luna, bárbaras canciones, le picaron la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y de amuletos; invocaba, ora a Baal-Kamón, ora a Moloch o a los siete Kabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó un nombre en una placa de cobre y la hundió en la arena, en el dintel de su tienda. Espendio le oía gemir y hablar solo.

Una noche entró.

Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

—¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo.

Y le tocaba en la espalda, llamándole muchas veces:

—¡Amo! ¡Amo!

Al fin, Matho le miró con ojos turbados.

—¡Escucha! —dijo en voz baja, con un dedo en los labios—. ¡Es una maldición de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! Tengo miedo, Espendio —y se apretaba contra su pecho como niño asustado por un fantasma—. Háblame. ¡Quiero curarme! Lo he probado todo. ¿Sabes tú de algún dios más fuerte o de alguna otra invocación irresistible?

—¿Para qué? —preguntó Espendio.

Respondió Matho, golpeándose la cabeza con ambos puños:

—¡Para librarme del hechizo!

Luego decía, hablándose a sí mismo y a largos intervalos:

—Soy, sin duda, la víctima de algún holocausto que ella habrá prometido a los dioses... ¡Me tiene atado a una cadena invisible! Si ando, ella delante; si me detengo, ella también. Sus ojos me queman; oigo su voz. Ella me rodea, me penetra; creo que ha llegado a ser mi alma.

»Y, sin embargo, hay entre nosotros dos como las olas invisibles de un océano sin límites. Ella está lejana y es inaccesible. El esplendor de su hermosura forma a su alrededor un nimbo de luz; a veces creo que no la he visto jamás, que no existe... y que todo es un sueño...

Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Espendio, mirando a Matho, se acordaba de los jóvenes que con vasos de oro en las manos, le suplicaban antiguamente, cuando paseaba por las ciudades su tropa de cortesanas. Le tuvo compasión y le dijo:

—¡Sé fuerte, amo! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los dioses, porque estos no se preocupan de los gritos de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla que una mujer te haga sufrir tanto?

—¿Acaso soy un niño? —contestó Matho—. ¿Crees que me enternezco por la cara y por las canciones de las mujeres? Las he tenido en Drepanum, y para barrer mis cuadras; las he poseído en medio de los asaltos y cuando vibraba la catapulta... Pero esta, Espendio, esta...

El esclavo le interrumpió:

—Si no fuera la hija de Amílcar...

—No —repuso Matho—. Ella no se parece a las otras hijas de los hombres. ¿Has visto tú sus grandes ojos bajo sus grandes cejas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate; cuando apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar, resplandecía su pecho desnudo; se sentía tras ella como el olor de un templo, y algo se escapaba de todo su ser que era más suave que el vino y más terrible que la muerte.

Quedó embebecido, baja la cabeza y con las pupilas fijas.

—¡Pero yo la quiero, la necesito! Me muero. Pensando que la estrecho en mis brazos, me arrebata una alegría furiosa y, sin embargo, la odio. Espendio, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué hacer? Tengo deseos de venderme para ser su esclavo. ¡Tú lo fuiste! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella! Todas las noches sube a la azotea de su palacio, ¿verdad? ¡Ah, las piedras deben estremecerse bajo sus sandalias, y las estrellas asomarse para verla!

Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.

Luego, Matho cantó: «Él persiguió en el bosque el monstruo hembra, de cola que ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata.» Y arrastrando la voz, imitaba el estilo de Salambó, y sus manos hacían como que pulsaban las cuerdas de una lira.

A todos los consuelos de Espendio contestaba con los mismos discursos: pasaba las noches entre gemidos y exhortaciones.

Quiso aturdirse con el vino, pero la embriaguez aumentaba su tristeza. Probó distraerse jugando a la taba, y perdió una a una las placas de oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la Diosa; pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.

Espendio, por el contrario, se volvía más atrevido y alegre. Veíasele en las cantinas de las enramadas, en medio de los soldados. Componía las corazas viejas, jugaba con puñales e iba a coger hierbas del campo para los enfermos. Era chistoso, sutil, lleno de inventiva y de verbo; los bárbaros se iban acostumbrando a sus servicios, y él se hacía querer de todos.

Se esperaba a un embajador de Cartago que había de traerles en mulas canastillos llenos de oro, y haciendo cálculos, todos dibujaban con los dedos números en la arena. Cada uno se trazaba por adelantado un nuevo plan de vida: unos querían concubinas, esclavos, tierras; otros, esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Con esto, los caracteres se agriaban; había continuas disputas entre jinetes e infantes, bárbaros y griegos, y aturdía el oído la voz áspera de las mujeres.

Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos, con hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras y que se declaraban en fuga. Afluían libios, campesinos arruinados por los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venían mercaderes, vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba y vociferando contra la República. Espendio les hacía coro. Muy pronto disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de llamar a los romanos.

Una noche, a la hora de cenar, se oyeron sonidos lentos y sordos que se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y desaparecía en las ondulaciones del terreno.

Era una gran litera de púrpura, con penachos de plumas de avestruz en las cuatro esquinas. Encima de su toldo cerrado oscilaban sartas de cristal con guirnaldas de perlas. Seguían en pos camellos que hacían sonar unos cencerros colgados del pecho, y en torno suyo, jinetes con armadura de escamas de oro que les cubrían desde los hombros hasta los talones.

Detuviéronse a trescientos pasos del campamento, para sacar de la valija que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y su casco a la beocia. Unos quedaron con los camellos; otros siguieron adelante. Pronto se advirtieron las enseñas de la República: unos bastones de madera azul, terminados en cabezas de caballo o piñas de pino. Todos los bárbaros se levantaron y aplaudieron. Las mujeres se precipitaron a los guardias de la Legión, besándoles los pies.

Avanzaba la litera a hombros de doce negros, que andaban acompasados, a paso corto, pero rápido. Iban de derecha a izquierda, al acaso, embarazados con las cuerdas de las tiendas, por los animales sueltos y por las trébedes donde se cocían los condumios. De vez en cuando, una mano cargada de anillos entreabría la litera, y una voz ronca soltaba palabras injuriosas; entonces, los porteadores se paraban, y luego tomaban otro camino a través del campo.

Al fin se levantaron las cortinas de la litera y apareció sobre un ancho almohadón una cabeza humana, impasible y abotargada. Las cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas; lentejuelas de oro brillaban en los crespos cabellos, y la cara era tan descolorida, que parecía untada con raspadura de mármol. El resto del cuerpo desaparecía bajo los vellones que llevaban la litera.

Los soldados reconocieron en este hombre así acostado, al Sufeta Hannón, el mismo que había contribuido, con su lentitud, a hacer perder la batalla de las islas Egates. En cuanto a su victoria de Hecatompila sobre los libios, si se condujo con clemencia, fue por codicia —pensaban los bárbaros—, porque vendió por su cuenta todos los cautivos, declarando a la República que habían muerto.

Luego que encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo una señal; se paró la litera, y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose.

Llevaba botas de fieltro negro, sembradas de lunas de plata. Envolvían sus piernas unas vendas, como de momia, viéndose la carne entre los lienzos cruzados. Desbordaba su vientre en el sayo escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le llegaban al pecho, como papada de buey; su túnica, pintada de flores, parecía estallar bajo los sobacos; llevaba banda, cinturón y amplio manto negro con dobles mangas enlazadas. La profusión de vestidos, el gran collar de piedras azules, los broches de oro y los pesados pendientes servían solo para hacer más horrible su deformidad. Se le hubiera tomado por un ídolo ventrudo tallado en un bloque de piedra; porque una lepra pálida, extendida por todo su cuerpo, le daba la apariencia de una cosa inerte. Con todo, su nariz, ganchuda como pico de buitre, se dilataba con violencia, respirando el aire; y sus ojuelos, de cejas pegadas, brillaban con brillo duro y metálico. Tenía en la mano una espátula de áloe, para rascarse los pies.

Dos heraldos sonaron sus cuernos de plata, se apaciguó el tumulto y Hannón empezó a hablar.

Empezó haciendo el elogio de los dioses y de la República; los bárbaros debían felicitarse de haberla servido. Pero había que mostrarse más razonables; los tiempos eran duros «y si un amo no tiene más que tres olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?»

De este modo, el viejo Sufeta entreveraba su discurso con apólogos y proverbios, haciendo signos con la cabeza para solicitar aprobación.

Hablaba en púnico, y los que le rodeaban —los más alertas a tomar las armas— eran los campanios, los griegos y los galos, y ninguno de ellos entendía nada. Comprendiéndolo así Hannón, dejó de hablar, y balanceándose pesadamente, sobre una y otra pierna, reflexionó.

Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes. Los heraldos gritaron esta orden en griego, lengua que desde Xantippo servía para el mando en los ejércitos cartagineses.

Los guardias apartaron a latigazos la turba de soldados, y pronto llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes de las cohortes, con las insignias de su grado y la armadura de su nación. Se había hecho de noche y un gran rumor llenaba el campo; brillaban hogueras aquí y acullá; se iba de un lado a otro, y todos se preguntaban:

—¿Qué pasa? ¿Por qué el Sufeta no reparte el dinero?

Hannón exponía a los capitanes las infinitas cargas de la República. Su tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la abrumaba:

—¡No sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!...

A ratos se frotaba los miembros con la espátula de áloe, o bien se interrumpía para beber en una copa de plata que le alargaba un esclavo, una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en vinagre; luego se enjugaba los labios con una servilleta de escarlata, y continuaba diciendo:

—Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres sekels de oro, y los cultivos, abandonados durante la guerra, no producen nada. Nuestras pesquerías de púrpura están casi perdidas; las perlas mismas resultan exorbitantes; apenas si tenemos ungüentos bastantes para el servicio de los dioses. En cuanto a cosas de comer, no quiero hablar: es una calamidad. Faltos de galeras, carecemos de especias, y cuesta proveerse de silfio, a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. La Sicilia, de la que se sacaban tantos esclavos, nos está cerrada ahora. Todavía ayer, por un bañero y cuatro pinches de cocina, he dado más dinero que antes por dos elefantes.

Desarrolló un largo pedazo de papiro y leyó, sin pasarse un número, todos los gastos hechos por la República para reparaciones de templos, enlosado de calles, construcción de naves, para las pesquerías de coral, para el engrandecimiento de los Sisitas y para los ingenios de las minas en el país de los cántabros.

Pero los capitanes, así como los soldados, no entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludaban en este idioma. Se acostumbraba poner en los ejércitos de los bárbaros algunos oficiales cartagineses que sirvieran de intérpretes; después de la guerra, estos se habían ocultado por miedo a las venganzas, y Hannón no pensó llevarlos consigo. Su voz, además, era demasiado sorda y se la llevaba el viento.

Los griegos, apretados con su cinturón de hierro, aguzaban el oído, esforzándose en adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses, cubiertos de pieles como osos, le miraban con desconfianza o bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos, distraídos, sacudían bromeando su alta cabellera, y los hombres del desierto escuchaban inmóviles, encapuchados en sus vestimentas de lana gris. Llegaban otros por detrás: los guardias, empujados por la turba, vacilaban en sus monturas; los negros tenían en las manos teas de abeto ardiendo, y el gordo cartaginés continuaba su arenga, subido en un cerrillo de césped.

Ya los bárbaros se impacientaban; se oían murmullos y apóstrofes. Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio gritaban más que los demás y aumentaban la confusión.

De pronto, un hombre de pobre apariencia saltó a los pies del Sufeta, arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella, y Espendio —pues era él— anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración, rápidamente hecha en cinco lenguas distintas, griega, latina, gala, libia y balear, los capitanes, entre sorprendidos y regocijados, contestaron:

—¡Habla, habla!

Dudó Espendio; tembló; al fin, dirigiéndose a los libios, que eran los más, les dijo:

—¿Habéis oído las horribles amenazas de este hombre?

Hannón no rectificó, porque no entendía el libio, y continuando Espendio, repitió la misma frase en los otros idiomas de los bárbaros.

Estos se miraron asombrados; todos, en seguida, como por tácito acuerdo, creyendo quizás haber entendido, bajaron la cabeza en señal de asentimiento.

Entonces Espendio dijo con voz robusta:

—Ha empezado diciendo que los dioses de los otros pueblos no eran sino quimeras al lado de los dioses de Cartago; os ha llamado cobardes, ladrones, mentirosos, perros e hijos de perras. Sin vosotros, la República no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos; por vuestros excesos la habéis privado de perfumes, de aromas, de esclavos y de silfio, porque vosotros os entendéis con los nómadas de la frontera de Cirene. Pero los culpables serán castigados. Ha leído la enumeración de sus suplicios: se les hará trabajar en el empedrado de las calles, en el armamento de los bajeles, en el ornato de los Sisitas; y a otros se les enviará a arañar la tierra en las minas del país de los cántabros.

Lo mismo dijo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los baleares. Oyendo los mercenarios los mismos nombres que habían herido sus oídos, se convencieron de que esto era lo que había dicho el Sufeta. Algunos le gritaron: «¡Mientes!» Sus voces se perdieron en el tumulto de los demás. Espendio añadió:

—¿No habéis visto que ha dejado fuera del campamento una reserva de sus jinetes? A una señal acudirán a degollaros a todos.

Volviéronse los bárbaros hacia ese lado, y como entonces se separó la turba, apareció en medio de ellos, avanzando con lentitud de fantasma, un ser humano encorvado, flaco, enteramente desnudo y tapado hasta las caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de espinas. Llevaba alrededor de los riñones y de las rodillas manojos de paja, harapos de tela; su piel, blanda y terrosa, colgaba de sus miembros descarnados como andrajos de las ramas secas; sus manos temblaban con un estremecimiento continuo, y andaba apoyado en un bastón de olivo.

Al llegar junto a los negros que llevaban las antorchas, una especie de risa idiota descubrió sus pálidas encías, mientras con ojos asustados contemplaba la multitud de bárbaros alrededor de él.

Pero lanzando un grito de horror, se echó detrás de ellos, escudándose en sus cuerpos y balbuceando; «¡Aquí están! ¡Aquí están!» Señalando a los guardias del Sufeta, inmóviles bajo sus lúcidas armaduras. Piafaban los caballos, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que chispeaban en las tinieblas; el espectro humano se debatía ululando:

—¡Los han matado!

A estas palabras, dichas en balear, los baleares se acercaron y le reconocieron. Él repitió:

—¡Sí, muertos todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, los honderos, mis compañeros, los vuestros!

Se le hizo beber vino y él lloró. Luego se desahogó hablando.

Espendio no podía reprimir su alegría mientras explicaba a griegos y libios las cosas horribles que contaba Zarxas, y que venían tan a propósito. Palidecían los baleares oyendo cómo habían perecido sus compatriotas.

Era una tropa de trescientos honderos, desembarcados en la víspera, y que habiéndose dormido, cuando llegaron a la plaza de Kamón, como los bárbaros habían partido ya, se encontraron indefensos por haber puesto en los camellos sus balas de arcilla, con el resto de los bagajes. Se les dejó entrar en la calle de Sateb, hasta la puerta de encina forrada con placas de cobre, y el pueblo, impetuoso, se volvió contra ellos.

Los soldados recordaron ahora haber oído un gran grito, grito que Espendio no oyó porque iba en la vanguardia.

Los cadáveres fueron puestos en los brazos de los dioses Pateque, que rodeaban el templo de Kamón. Se les reprochó todos los crímenes de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus desdenes y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Mutilaron horriblemente sus cuerpos; los sacerdotes quemaron sus cabellos, a fin de atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías; a algunos les arrancaron los dientes y, para concluir, de noche se encendieron hogueras en las esquinas.

Estas eran las llamas que brillaban de lejos sobre el lago. Habiéndose incendiado algunas casas, se tiró por encima de las murallas el resto de los cadáveres y agonizantes. Zarxas se había quedado oculto en los cañaverales del lago; salió luego al campo, siguiendo el rastro del ejército por las huellas del polvo. Por las mañanas se ocultaba en las cavernas; de noche se ponía en marcha, con sus llagas sangrientas, hambriento, enfermo, alimentándose de uvas o de lo que encontraba; hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió instintivamente, porque ya tenía turbado el juicio con tantos terrores y miserias.

La indignación de los soldados, contenida mientras él habló, estalló ahora como una tempestad; querían matar a los guardias y al Sufeta. Algunos se interpusieron, diciendo que había que oírles y saber si serían pagados. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!» Hannón les contestó que lo traía consigo.

Corrieron a las avanzadas y, empujados por los bárbaros, llegaron los bagajes del Sufeta en medio de las tiendas. Sin esperar a los esclavos, desataron los cestos y encontraron ropas de jacinto, esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pintar los ojos; todo esto de propiedad de los guardias, hombres ricos acostumbrados a estas delicadezas. En seguida se descubrió en un camello una gran cuba de bronce, perteneciente al Sufeta, para bañarse en el camino, porque había tomado toda suerte de precauciones, incluso la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatompila, a las que se quemaba vivas para hacer la tisana. Como su enfermedad le aumentaba el apetito, traía además gran cantidad de comestibles y de víveres, de salmuera, de carnes y pescados con miel, en tiestecitos de Comagen y grasa de oca fundida, cubierta de nieve y de paja picada. La provisión era considerable. A medida que se iban destapando las cestas, aparecían más víveres, y las risas aumentaban como olas que se entrechocan.

El sueldo de los mercenarios llenaba unos dos serones de esparto. En uno de ellos se veían esos rodetes de cuero de que la República se servía para ahorrar numerario; y como los bárbaros se extrañaran, Hannón les declaró que las cuentas estaban tan enrevesadas que los Ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Entretanto, se les enviaba esto.

Entonces lo volcaron todo; mulas, criados, litera, provisiones y bagajes. Los soldados cogieron las monedas de los sacos para apedrear a Hannón. A duras penas pudo este montar en un asno; huyó cogiéndose de las crines, llorando, gimoteando y llamando sobre el ejército la maldición de los dioses. Su largo collar de pedrería le saltaba hasta las orejas. Sostenía con los dientes el manto demasiado largo que llevaba, y de lejos, gritábanle los bárbaros: «¡Vete, cobarde, cerdo, cloaca de Moloch; suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!» La escolta, en desorden, galopaba a sus lados.

Pero el furor de los bárbaros no se aplacó con esto. Se acordaron de que muchos de ellos que fueron a Cartago, no habían vuelto; sin duda, se les había asesinado. Tanta injusticia, les exasperó; arrancaron las estacas de las tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron los caballos: cada cual tomó su casco y su espada, y en un instante estuvo todo dispuesto. Los que no tenían armas, corrieron al bosque a cortar ramas.

Iba haciéndose de día, los moradores de Sicca se lanzaban a las calles. «Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.

Surgían hombres de cada camino, de cada barranco. Hasta los pastores bajaban corriendo de las montañas.

Cuando se marcharon los bárbaros, Espendio dio la vuelta a la llanada, montado en un semental púnico y seguido de un esclavo que llevaba un tercer caballo.

Quedaba en pie una sola tienda, Espendio entró en ella.

—¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos vamos!

—¿Dónde? —preguntó Matho.

—A Cartago.

Matho saltó en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.

Salambó

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