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Оглавление1. El artefacto constitucional
“Toda sociedad en que la garantía de los derechos no está asegurada, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”, decía el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano pronunciada por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia en 1789.
Esa es la fórmula que se reproduce simbólicamente en las dos “partes” de la Constitución argentina y de muchos otros textos constitucionales: por un lado, asegurar un mínimo de derechos en un cuerpo normativo de jerarquía superior; por el otro, establecer una división de poderes con un sistema de frenos y contrapesos para lograr su contralor recíproco.
Como explicaba Cooley, un influyente jurista estadounidense que encontrábamos citado con frecuencia por la Corte Suprema argentina en sus etapas fundacionales, el término “gobierno constitucional”
únicamente se aplica a aquellos cuyas reglas o máximas fundamentales no solo definen la manera como han de ser elegidos o designados aquellos a quienes se ha de confiar el ejercicio de los poderes soberanos, sino que también imponen restricciones eficaces sobre dicho ejercicio, con el propósito de proteger los derechos y privilegios de los individuos poniéndolos al abrigo de cualesquiera tentativas para arrogarse poderes arbitrarios.[13]
Por eso, para una buena visión de la Constitución conviene advertir su doble sentido: es una fuente de derechos y garantías y también es un instrumento de gobierno. Nos encontraremos en la Constitución argentina (en todas las constituciones argentinas, pues esto involucra también a las provinciales) con dos “partes” más o menos diferenciadas, que se dedican a una y otra función: la parte “dogmática” (consistente en un kit de DDG, “Declaraciones, Derechos y Garantías”) y la parte “orgánica” (que hace dos divisiones de poderes: una funcional entre ramas –legislativa, ejecutiva y judicial– y otra vertical entre un Estado federal de Nación y las provincias). Precisamente el reconocido profesor Germán Bidart Campos organizaba así su Tratado elemental de derecho constitucional argentino, titulando al primer tomo El derecho constitucional de la libertad, y al segundo El derecho constitucional del poder.
De manera similar, un referente del constitucionalismo latinoamericano como Roberto Gargarella habla de una dualidad recurrente en constituciones latinoamericanas, que en parte se aplica a la Constitución argentina: constituciones de “doble alma”, en las que vemos artefactos mayormente decimonónicos en lo que respecta a la organización del poder, precedidas de una fachada de constitucionalismo del siglo XXI en materia de declaraciones y catálogo de derechos. Si la parte dogmática, optimista y declarativa, es una suerte de “sala de juegos”, la parte orgánica –nos dice Gargarella– es el verdadero corazón de la Constitución, la “sala de máquinas”, que en general denota un diseño de poder concentrado. Esa “doble personalidad” da lugar a inconsistencias y puntos ciegos, y es una de las tensiones constitucionales que nos obligan a mirar las constituciones con muchísimo cuidado.[14]
¿Cuánto derecho hay en la Constitución?
La respuesta puede ser una paradoja: bajo la Constitución está todo el derecho, pero en la Constitución no está todo el derecho.
Parafraseando a Alberdi, el derecho constitucional fija “bases y puntos de partida”, pero digamos todo: no es un guión completo ni es un protocolo detallado. En el plan constitucional aparecen condicionamientos, mandatos e instrucciones, pero los poderes constituidos tienen amplias zonas de discrecionalidad para elegir caminos e instrumentos. De hecho, se cuenta que alguna vez el primer diputado socialista de América Latina, Alfredo Palacios, dijo que, si era electo un gobierno como el que él propiciaba, podría llevar adelante perfectamente la gestión pública conforme a su ideario sin modificar ni violar ninguna norma de la Constitución argentina.
Es importante entender eso para advertir que algo puede ser “constitucional” (territorio de la justicia) y aun así podemos discutirlo (territorio de la política) porque no nos parece que sea bueno o conveniente. Y que, visto desde el otro lado, que algo nos parezca malo o inconveniente no lo transforma en inconstitucional.
Germán Bidart Campos trazaba caricaturas extremas sobre dos bandos opuestos, igual de peligrosos: “quienes, para hacer algo o dejar de hacerlo, ni se preocupan de la Constitución, ni se cuidan de instruirse o asesorarse acerca de si pueden hacer u omitir lo que se proponen”, y, por el otro lado, “los que ante tal o cual cuestión que se ventila públicamente y sobre la que se anuncian estudios, proyectos o medidas, en seguida adoptan una posición severa, casi áspera, y tratan de buscar argumentos constitucionales para dar su dictamen definitivo: tal cosa es inconstitucional, o es constitucional”.
En resumen, dice el salomónico Bidart,
es tan malo ver a la Constitución en todas partes como no verla en ninguna. Es tan malo desentenderse, cada vez que se va a toma una medida, por cerciorarse si es o no compatible con la Constitución, como creer exageradamente que todas las cuestiones que hacen a la vida y a la realidad de nuestra sociedad y de nuestro Estado cuentan a su favor o en su contra con un artículo constitucional, con un casillero en la Constitución, con un principio rígido que impide elegir entre opciones igualmente habilitadas.[15]
La caja de herramientas de la Constitución
La Constitución no es una tabla numerada de mandamientos. A veces nos dice qué tenemos que hacer, a veces nos da permisos para hacer o no hacer, a veces nos prohíbe cosas, pero también casi siempre (y en eso es “procedural”) nos dice de qué modo y bajo qué condiciones tenemos que hacer aquello que podemos o debemos hacer.
Recurriendo a un interesante inventario del jurista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde, podemos decir que la Constitución contiene:
Reglas, muy precisas y detalladas, que fijan por ejemplo un plazo de mandato, los pasos exigibles de un procedimiento, cuestiones que son obligadas o prohibidas.
Principios, más generales y abstractos, que requieren ser complementados y concretizados para ser ejecutables en el sentido de la aplicación jurídica.
Metas, “que solo fijan –y a veces no claramente– el objetivo pero que dejan abiertos los caminos, los medios y la intensidad de su realización”.
Fórmulas lapidarias, “que a menudo provienen de la tradición constitucional, que están puestas ahí por algo y que en su forma literal no encuentran una manera de expresión aproximada”.
Compromisos formales, “que son justamente expresión de la falta de acuerdo”.[16]
Esta lista es variopinta y no agota todo el abanico de clases de normas que puede tener una constitución. Puede incluir además normas problemáticas y obsoletas, lo que genera dificultades interpretativas y perplejidades valorativas. A veces hay cláusulas puntuales vigentes, que quedaron a contrapelo del orden de valores y del sistema constitucional, lo que puede pasar tanto por cambios y reformas formales como por la nueva mirada que le dedicamos a cláusulas históricas.
Un ejemplo claro es la cláusula que establece una condición de gran riqueza para ser senador de la Nación: el art. 55 exige que estos funcionarios tengan “una renta anual de dos mil pesos fuertes” (desde luego, el texto no se modificó desde 1853; las bondades del patrón oro de entonces nos permiten hacer un cálculo rústico y proyectarlo a valores de hoy: asumiendo un precio de 60 dólares el gramo, la renta requerida para ser senador sería de unos 198.000 anuales, o 16.500 dólares por mes). No solo ha quedado desactualizada la moneda, sino que la propia norma es incongruente con la forma en que concebimos un sistema democrático y republicano, en el que el ejercicio de derechos políticos no puede estar vinculado a un nivel de fortuna.
Además, sucede que las normas deben interpretarse de modo orgánico y sistemático: una norma es un árbol en un bosque en el que hay otras normas, y su percepción requiere esa visión de conjunto, lo cual puede transformar aquel que parecía ser su sentido más evidente si la hubiéramos leído en forma aislada.
El intérprete que quiera leer –o hacer leer– este complejo texto de un modo lineal no le está haciendo justicia a la Constitución como norma, un texto legal en el que algunas normas tienen poco margen interpretativo (el requisito de edad de un diputado) y otras requieren que las interpretemos con mayor profundidad.
La Constitución no es una caja de respuestas…
Parafraseando a Umberto Eco, la Constitución es una máquina perezosa, que exige del intérprete un arduo trabajo cooperativo. El gran jurista Carlos Nino lo patentiza en una rápida enumeración en la que señala las “indeterminaciones constitucionales”:
comenzando por el art. 1, las tres expresiones con que se califica al gobierno de la Nación: “representativo”, “republicano” y “federal”, son considerablemente imprecisas. ¿Es representativo un gobierno en el que no votan las mujeres? ¿O en el que no se adopta el sistema de distritos uninominales? ¿Es republicano un gobierno en el que sigue existiendo el proceso escrito? ¿Es federal un gobierno con la estructura de empresas nacionales que se han generado en nuestro país? Pasando, casi al azar, al art. 6, son considerablemente vagas las expresiones “perturbado”, referida al orden público provincial como justificativo de la intervención o “amenazada”, referida a la “seguridad nacional” (que también –¡si lo sabremos los argentinos!– es una expresión que se presta a las interpretaciones más antojadizas). Es bien conocida la vaguedad de las cláusulas que integran el art. 14: ¿cuáles son los límites exactos del concepto de “industria lícita”? El derecho de “transitar” por el territorio nacional ¿implica el de hacerlo por cualquier vía pública sin pago de peaje? ¿qué es “profesar libremente un culto”? (¿incluye, por ejemplo, el ejercicio del curanderismo?). Por cierto que uno de los casos más complejos de vaguedad de nuestra Constitución está dado por la expresión del art. 14 de que los derechos allí enumerados deben ser ejercidos conforme a las leyes que “reglamenten” su ejercicio, leyes que, según el art. 28, no podrán “alterarlos”. El límite entre la reglamentación y la alteración es extraordinariamente impreciso, y es un continuo rompecabezas para la Corte Suprema el definirlo aceptablemente.[17]
… pero algunas respuestas tiene
Hasta aquí fue suficiente con la deconstrucción. Digamos rápidamente que el derecho no es piedra, pero tampoco es un gas ni es un líquido. Tiene huesos duros y tiene tejidos blandos, y ambas cosas son necesarias. Más concretamente: la Constitución no es un texto que se puede interpretar como se quiera (ad libitum). Existen criterios y convenciones canónicas, consensuadas, construidas en parte por la gente que la pensó, y por la gente que discutió esos criterios y convenciones hasta conseguir su matización o reemplazo. Como dijimos ni bien empezamos, los oráculos de nuestro derecho han demostrado una extraordinaria capacidad de respuesta… y adaptación.
Podemos establecer un modesto kit de recursos. La letra nos importa: el primer criterio de interpretación es el literal. También tenemos claras señales estructurales: podemos conectar los puntos de las normas sueltas hasta encontrar sistemas.
Un debate recurrente es cuánto caso tenemos que hacer a quienes pensaron las normas por primera vez, aquellos que pensaron las cosas en el marco de su coyuntura y de su tiempo. Un truco conservador es el de aferrarse a esa cosmovisión histórica, el pretexto es la fidelidad, el resultado es la visión cristalizada y negadora de los contextos en los que estamos inmersos hoy.
Cuando la Constitución dice que tenemos derecho a publicar las ideas por la prensa, nos está dando un derecho constitucional que hoy ejercemos muy de otro modo: por internet. Cuando la Constitución dice que “la confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal argentino”, no está permitiendo que se la habilite en otras leyes distintas del Código Penal. La literalidad y la miopía cínica no son ni leales ni útiles para una interpretación constitucional que tiene que ser constructiva, porque así fue concebida.
En uno de los “hits” de la jurisprudencia constitucional, el célebre juez estadounidense John Marshall dirá en 1819 lo obvio: es una Constitución lo que estamos interpretando, “una Constitución destinada a resistir épocas futuras, y consiguientemente a ser adaptable a las variadas crisis de los asuntos humanos”. Es un juego de muñecas rusas que atraviesa siglos: ese fallo de 1819, McCulloch c. Maryland, citado en el fallo Home Building c. Blaisdell de 1934, que a su vez aparece citado por nuestra Corte en el fallo Peralta de 1989… y sigue apareciendo hasta hoy, de manera recurrente.
En esa lógica, la intención de cualquier texto constitucional no es dar forma a una constitución imperial y opresiva de nuestro rumbo ni a una constitución menguante y minimalista y permisiva, sino a una constitución razonablemente desplegada. La capacidad de respuesta de las constituciones depende de ese despliegue.
Supremacía y rigidez
En nuestra lectura interna de la Constitución (aquella que reportaba Obama acerca de sus alumnos) hay implícitos un par de datos “técnicos” que son de suma relevancia y que, aunque podamos darlos por sentados, debemos explicitar.
El primero: la supremacía constitucional. Para que esa lista de cosas (poderes y derechos) tenga sentido práctico es necesario que sea vinculante para las autoridades a las que pretende sujetar. Vincular a todas las autoridades significa que la Constitución queda por encima de sus “productos”, como las leyes del Congreso o los reglamentos del Ejecutivo. En buena medida, es una decisión diferida, es Ulises atándose a un poste: un “superconsenso” del pasado que se emplazó como vinculante (y lo tomamos como tal) y que nos manda o nos impide hacer cosas en el presente.
El segundo: la rigidez de la Constitución. Si la Constitución no fuese así, si estuviera “al mismo nivel de las leyes”, entonces cualquier ley podría modificarla. O ni siquiera tendría que hacerlo: se entendería que la norma posterior se impone sobre la norma anterior, y así estarían todas en igual rango. Aquí radica un tema importante: la diferencia entre poder constituyente y poder constituido. Hacemos las constituciones en un momento “constituyente” para trazar el mapa de operaciones en el que se van a mover los poderes “constituidos”. Tendrán autonomía para hacerlo, pero deberán seguir las rutas del mapa sin poder salirse de él.
Cómo se hacen y se rehacen las constituciones
Las constituciones son por regla rígidas, dado que requieren para su reforma procedimientos especiales y agravados, distintos a los de la sanción de leyes ordinarias. Dejamos de lado el caso excepcional de constituciones que no están “codificadas” en un solo texto escrito, sino que se desgajan en un mix de leyes y costumbres institucionales que se asumen como vinculantes, lo cual ocurre notoriamente con el sistema británico (y con casos especiales como Israel, Canadá o Nueva Zelanda).
Algunas constituciones tienen incluso prohibiciones de reforma: elementos específicos que no pueden cambiar nunca, intangibles, irreformables. Se los conoce poéticamente como “cláusulas pétreas”. La Constitución argentina no las tiene (“puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes”, comienza diciendo el art. 30), aunque algunos autores como Germán Bidart Campos han conjeturado que “sociológicamente” hay contenidos constitucionales que no pueden ni podrían cambiar: pensamos en democracia, federalismo y forma de Estado republicana.
No todas las constituciones requieren una convención para reformarse. Esto implica que existan reformas graduales y puntuales… y numerosas. La Constitución de los Estados Unidos de 1787 tiene 27 enmiendas; la de México de 1917 fue reformada en 251 ocasiones y la de Brasil de 1988 tuvo 109 enmiendas (en ambos casos hasta 2021).
Nuestra Constitución es especialmente rígida porque precisa de dos pasos: una declaración de “necesidad de reforma” (que requiere una “supermayoría” en ambas Cámaras) y la conformación de un cuerpo deliberativo específico para eso (la Asamblea Constituyente).
Pero antes de esa Asamblea, hay una etapa “preconstituyente” que debe ser activada. El art. 30 nos dice que “La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros”. No especifica que sea por ley, ni aclara quién debe o puede enviar el proyecto, y tampoco indica si debe promulgarse (¡o si eventualmente un presidente podría vetarla!). Lo que el constituyente no dejó resuelto lo resolvió la inercia y la práctica, aplicando un cómodo paralelismo: esa declaración se asimila a una ley y por tanto se siguen las mismas formas y procedimientos. Una cuestión que nunca quedó zanjada del todo fue si esos dos tercios se medían sobre todos los miembros del Congreso o sobre los presentes (como veremos más adelante, se trató de un problema que llevó al radicalismo a plantear la nulidad de la reforma de 1949). Dejamos de paso nuestro criterio: si en un texto no se aclara que el cómputo es sobre presentes, se sobreentiende que es sobre todos los miembros.
Cuando el constituyente no es tan soberano: cómo se limita el poder reformador
En la declaración de la necesidad de reforma, el Congreso además circunscribe el alcance del Poder Constituyente que ya no es “originario”, sino “derivado”. El constituyente derivado no puede cambiar la Constitución en todos los puntos que le parezcan pertinentes, sino que está limitado por el campo de temas y contenidos (nuevos, a derogar o a cambiar) que le haya demarcado la ley que declaró su reforma. La habilitación puede ser tanto “total” –dando lugar a una “nueva” Constitución, como ocurrió en 1949– como “parcial” –dando lugar a una “Constitución reformada”, como fue el caso en 1994–.
¿Por qué hacemos esto? Una respuesta está en la discusión que se dio en la Corte Suprema sobre la edad considerada para la estabilidad de los jueces. En 1999, el fallo Fayt había anulado la cláusula de 75 años para la estabilidad de los jueces, introducida en la reforma constitucional de 1994. En 2017, con el fallo Schiffrin, la Corte dio marcha atrás y validó la limitación de esa edad. El sentido –decía por ejemplo allí el juez Rosenkrantz votando en disidencia– es evitar que las convenciones constituyentes se conviertan en “cajas de Pandora” e introduzcan temas no sometidos al debate público en forma previa a la elección de convencionales constituyentes.
La mayoría, en cambio, fue algo más flexible. Con una visión deferente y abierta, evaluó que si no se sobrepasan de modo claro los límites de la competencia habilitada, la Convención Constituyente es libre para determinar si lleva a cabo la reforma y, en su caso, para definir el contenido de las disposiciones constitucionales que modificará. Recién comenzamos este viaje y vemos que la jurisprudencia cambia, e incluso duda del alcance y la validez de reformas claramente “contemporáneas”, de manera tal que poca esperanza tendremos de llegar a consensos sobre ideas o concepciones que los constituyentes originarios pudieron haber tenido en 1853.
La Constitución argentina 1852-1994: del borrador a la versión actual
La prehistoria constitucional argentina
La idea de darse una Constitución fue monotemática desde nuestra organización nacional. Muchos hitos legislativos no se concretaron gracias a Congresos regulares, sino por obra de Congresos Constituyentes: la abolición de los instrumentos de tortura y la libertad de vientres fue proclamada por la llamada Asamblea del Año XIII, que también estableció el escudo, la escarapela, y encargó la composición del himno nacional. La misma declaración formal de independencia, la de 1816, fue pronunciada por un Congreso Constituyente, el de Tucumán. Este fue el Congreso que años después nos daría la Constitución de 1819, primer proyecto formal de organización nacional. Tendremos luego otra Constitución frustrada, la rivadaviana de 1826, y a partir de allí la institucionalidad se disgrega en un período unplugged del constitucionalismo, con el telón de fondo de la guerra civil entre federales y unitarios. Al caer ese telón en Caseros, las armas terminan trayendo esos pactos preexistentes que fijan las pautas de armado para la Constitución que sí fue.
De allí surge el famoso primer borrador: el proyecto de Constitución de Juan Bautista Alberdi. Este texto es el que se incluye en el apéndice de la clásica obra Bases y puntos de partida de 1852. Alberdi explicaba minuciosamente sus decisiones de redacción originales y mostraba las piezas constitucionales elegidas para su réplica local, así como otras que descartaba por sus errores. El proyecto resultante hacía un remix de varios textos (Constitución de los Estados Unidos, Constitución de California) y le incorporaba algo de color local, combinado con largas explicaciones en las cuales el tema recurrente era una mezcla entre libertad, gobernabilidad y desarrollo económico y cívico, argumentado con brocha gorda de derecho comparado. Pensar en Alberdi como un padre de la Constitución puede ser cursi pero no es del todo inexacto: la Convención Constituyente de 1853 tomaría la estructura básica, el lenguaje y la gran mayoría de las cláusulas de ese proyecto alberdiano.
La Constitución “original” de 1853
El Tratado de San Nicolás disponía que cada provincia eligiera dos diputados para la Convención de 1853. Como por entonces eran catorce las provincias, la Convención quedaría compuesta por veintiséis diputados, tras la retirada de los diputados porteños, disconformes con la representación paritaria. La Constituyente era también un Congreso nacional provisorio, pues además se ocupó de dictar leyes regulares (algo a lo que la habilitaba el Acuerdo de San Nicolás).
La Convención hizo sus sesiones en Santa Fe y preparó el texto entre noviembre de 1852 y abril de 1853. Aunque hubo formalmente una Comisión Redactora, y cierta influencia predominante de José María Gutiérrez (amigo de Alberdi) y Juan del Campillo, el grueso del proyecto fue escrito por el abogado santiagueño José Benjamín Gorostiaga, gran personaje secundario de nuestra historia, desde el 25 de diciembre de 1852 hasta mediados de febrero del año siguiente.
Gorostiaga –que en ese momento todavía no había cumplido 30 años– se basó en el proyecto redactado por Alberdi y tomó algunos elementos de la Constitución de 1826 (la llamada “Constitución de Rivadavia” que mencionamos más arriba). El actual art. 19, de prosa tan elogiada, no es sino la fusión de los arts. 162 y 163 de aquella Constitución.
Una vez que se definió el proyecto a debatir, la Convención lo discutió en solo once sesiones consecutivas, del 20 al 30 de abril. Había un consenso preliminar genérico en lo que sería la estructura básica: los “pactos preexistentes” ya delimitaban la cancha en buena medida, y los porteños que podían tener visiones más conflictivas se habían retirado de la Convención. Es por ello que no hubo grandes debates sobre todos los temas, sino solo sobre algunos puntuales: estatus jurídico de la Capital, confesionalidad del Estado, cuestiones aduaneras, competencia de tribunales. Con ironía, pero con indiscutible precisión, el historiador José María Rosa calculó que cada artículo fue aprobado, como promedio, en once minutos y treinta segundos de sesión.
Al doceavo día, la Convención descansó. Su obra estaba terminada. La versión final quedó con 107 artículos. Se firmó el 1º de mayo (cuando ese día todavía no era significativo por ser el Día del Trabajador) y se usaron las dos fechas patrias para los actos formales: Urquiza promulgó la Constitución el 25 de mayo y fue jurada el 9 de julio (oferta válida para todo el país, excepto provincia de Buenos Aires, que no formaba parte de la Confederación).
La visión icónica del momento fundacional de la República está colgada hoy en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación. Es un óleo gigantesco de 3,60 x 5,42, del pintor Antonio Alice. El artista hizo una obsesiva reconstrucción de facciones y cuerpos de cada uno de los veinticinco convencionales que retrataría (incluso entrevistándose con parientes que le sirvieran de modelo) y del lugar del Cabildo de Santa Fe donde sesionó la Convención (llegó a hacer una maqueta para reconstruir el espacio, que ya había sido demolido). Todo le llevó a Alice bastante más tiempo del que le llevó a la Convención hacer la Constitución: le dedicó al cuadro doce años de trabajo, entre 1922 y 1934.
La reforma de 1860
El texto de 1853 quería mantener la estabilidad y a tal fin incluyó una cláusula temporal que prohibía toda reforma por diez años, lo cual resultó ser un problema cuando luego del Pacto de San José de Flores de 1859 se convino que Buenos Aires se integrase a la Confederación con la posibilidad de revisar la Constitución vigente.
La solución fue simple: ignorar esa cláusula y convocar a una Constituyente reformadora especial. Este proceso nos dio dos convenciones. Una fue la Convención Examinadora bonaerense, que revisaría la Constitución nacional y propondría las reformas. Entre sus integrantes había nombres notables: Mitre (que la presidía), Sarmiento, Dalmacio Vélez Sarsfield y José Mármol. El Informe de la Comisión era contundente en un “volver a las fuentes”… estadounidenses.
Buenos Aires, al tiempo de incorporarse a la Confederación, puede y debe proponer como fórmula general de una reforma, el restablecimiento del texto de la Constitución Norte-Americana, la única que tiene autoridad en el mundo, y que no puede ser alterada en su esencia, sin que se violen los principios de la asociación, y se falseen las reglas constitutivas de la República federal, que como se ha dicho antes, es el hecho establecido que encuentra Buenos Aires desde 1853.
Implícita en el razonamiento y más allá de esta pleitesía, estaba la idea de que si iba a integrarse a la Confederación, Buenos Aires quería garantías para preservar la mayor libertad posible dentro del sistema federal.
La Convención Constituyente nacional finalmente se reuniría –otra vez en Santa Fe– por solo tres días, entre el 22 y el 25 de septiembre de 1860. Tomaría algunos de los cambios de la Examinadora porteña, y haría algunas precisiones. Por eso a veces se habla de “la Constitución del 53/60” como si fuera un proceso continuo. Estrictamente no lo fue, pero esa doble fecha da una referencia que nos sirve para reconocer por igual los dos mojones constituyentes.
En concreto, y entre otros cambios, se eliminó el requisito de que las constituciones provinciales fueran aprobadas por el Congreso, se redujeron las causales de intervención federal a las provincias y la jurisdicción federal sobre conflictos de poderes locales, y se incluyó la cláusula de los “derechos no enumerados”, del actual art. 33.
Y, muy significativamente, hubo un rebranding nacional: sin renegar de denominaciones precedentes, ya no seríamos “Confederación Argentina”, sino, por fin, “Nación Argentina”.
Art. 35. Las denominaciones adoptadas sucesivamente desde 1810 hasta el presente, a saber: Provincias Unidas del Río de la Plata, República Argentina, Confederación Argentina, serán en adelante nombres oficiales indistintamente para la designación del Gobierno y territorio de las provincias, empleándose las palabras “Nación Argentina” en la formación y sanción de las leyes.
Pequeñas reformas ulteriores
La primera reforma no tardaría en llegar, y la Convención al efecto se reunió –siempre en Santa Fe– del 10 al 12 de septiembre de 1866. Urgía la necesidad de hacerlo porque la posibilidad de cobrar derechos de exportación estaba limitada hasta ese año cuando, como decía el entonces art. 67 inc. 1, cesaría como impuesto nacional y no podría serlo provincial. Con la supresión de ese término en los dos artículos en que aparecía, la imposición de lo que hoy solemos nombrar como “retenciones” quedaría habilitada ya sin tope en el tiempo.
La segunda reforma fue de menor importancia. Sesionó en Buenos Aires en 1898, y se limitó a cambiar la base poblacional de la Cámara de Diputados y a aumentar el número de ministerios del Ejecutivo de cinco a ocho.
La Constitución de 1949
Impulsada por el primer gobierno peronista, la reforma comenzó con una disputa interpretativa. Recordemos que el art. 30 precisa que la necesidad de la reforma debe ser declarada por “el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros”. La Cámara de Diputados estaba entonces compuesta por 158 miembros, y la oposición (contraria a la idea de la reforma) se había ausentado de la sesión en la que se trató el proyecto, finalmente aprobado con el voto de 96 diputados. Mientras que el radicalismo sostenía que esos “dos tercios” se calculaban sobre el total de los miembros, y que por ello no podía considerarse válida la declaración de reforma, el peronismo afirmaba que el cálculo debía hacerse sobre miembros presentes.
El proceso trajo algo más que una reforma, por lo cual es correcto calificarla como una “nueva Constitución”. Se incluyó en el Preámbulo el credo de la doctrina justicialista (“la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”) y a pesar de ser una Constitución más bien breve –tendría 103 artículos– incluía cambios de estructura e innovaciones tanto en la parte dogmática (con derechos especiales: educación y cultura, trabajo, ancianidad, proclamación de la función social de la propiedad y de servicios públicos a cargo del Estado) como en la parte orgánica (reelección indefinida, elección directa del presidente y de los senadores).
Aunque de corta vigencia por la derogación “de facto” dispuesta por el golpe militar de 1955, que restauró el texto antes vigente, la Constitución justicialista tendría gran influencia en el desarrollo constitucional local argentino, y varias de sus cláusulas e ideas fueron reapareciendo en constituciones provinciales.
El “14 bis” de 1957
La instrucción política de Juan Perón –derrocado por el golpe de Estado de 1955– había sido la de no convalidar la elección a constituyentes que había convocado el gobierno militar, y por eso el movimiento justicialista (proscripto por la dictadura) propició el voto en blanco en aquella elección. El voto en blanco fue finalmente el “ganador” con el 24,31% de los votos totales. Los partidos con más constituyentes fueron la Unión Cívica Radical del Pueblo (24,20% de los votos totales y 75 convencionales) y la Unión Cívica Radical Intransigente (con el 21,23% de los votos totales y 77 escaños). Fue la primera de las Convenciones Constituyentes en que hubo voto femenino, y la primera vez que hubo convencionales mujeres: ocuparon 5 de las 205 bancas.[18]
Para las sesiones de esta reforma se volvió a la meca de las Convenciones: Santa Fe. Allí comenzó el accidentado proceso el 30 de agosto de 1957. La UCRI planteó que el proceso estaba viciado de nulidad por no haber sido convocado por el Congreso, sino por decreto del presidente de facto, y sus representantes no se incorporarían a la Asamblea, que quedaría conformada con solo 125 convencionales, de los 205 elegidos. Luego se retirarían también cuatro representantes más (del Partido Laborista y del Partido de los Trabajadores).
Estos representantes realizaron una declaración pública explicando los motivos de su retiro: sostenían que su decisión tenía como objeto evitar que se incluyeran en la Constitución normas referidas a la “reforma agraria”, la “estatización de la economía”, el “debilitamiento del derecho de propiedad” o la “monopolización de los servicios públicos”. Ellos afirmaban que la mayoría de la Convención tenía la intención de reinstalar el art. 40 de la Constitución peronista.
La Convención declaró la vigencia de la Constitución sin la reforma de 1949 y antes de disolverse por falta de quórum alcanzó a aprobar solo una norma referida a algunos derechos sociales y del trabajo denominada más tarde art. 14 bis. Un solo artículo bastó para cambiar una Constitución casi puramente liberal a una que tenía nuevos tonos y acordes propios del constitucionalismo social.
Estatuto fundamental de 1972
Sancionado “de facto” por el gobierno militar de la llamada Revolución Argentina, reformó quince artículos de la Constitución histórica (la del 53/60, con las reformas de 1866, 1898 y 1957). Con ello se unificaban los mandatos de diputados y senadores a cuatro años; en el caso de estos últimos se establecía la elección popular y un número de tres por provincia, la reducción del mandato presidencial a cuatro años con doble vuelta y posible reelección, y un sistema de jurado de enjuiciamiento para la remoción de jueces inferiores a la Corte Suprema. Como vemos, muchos puntos eran similares a reformas que se terminarían adoptando en 1994.
El Estatuto de 1972 –la menos conocida y la menos legal de nuestras mutaciones constitucionales– se había pensado explícitamente con fecha de vencimiento: conforme a sus cláusulas si no había una Convención Constituyente que se pronunciara sobre su persistencia antes del 25 de agosto de 1976, continuaría aplicándose solo hasta el 24 de mayo de 1981. Fue la forma constitucional que en verdad estaba vigente cuando sucedió el golpe de Estado de 1976.
La reforma de 1994
El disparador inmediato de esta última reforma fue la intención del presidente Carlos Menem de postularse para un segundo mandato, lo que le estaba vedado por la Constitución. La coyuntura de reforma se da en un momento de popularidad y mayoría legislativa justicialista en ambas Cámaras, luego de tres triunfos electorales importantes (1989, 1991 y 1993).
Con el buen resultado de la última elección del 3 de octubre de 1993, el presidente Menem convocó por decreto a un plebiscito para el día 21 de noviembre para que la ciudadanía se expidiera sobre la conveniencia o no de modificar la Constitución. Aunque no era vinculante, un escenario (muy probable) de victoria oficialista potenciaba el eje de la discusión en los términos en que se estaba dando: una reforma limitada a la reelección.
Así las cosas, surgió el trueque de la última reforma, anudada en el Pacto de Olivos de 1993. Una solución de compromiso en el que la principal fuerza de la oposición (la UCR conducida por Raúl Alfonsín) convenía en habilitar la reelección en una reforma constitucional consensuada, a cambio de establecer también algunos límites al poder presidencial (temporales y de regulación de poderes, como un sistema restrictivo para los decretos con los que Menem circunvalaba al Congreso) y algunos cambios en la parte orgánica que convenían al radicalismo (elección directa de senadores, con un “tercer senador” por la primera minoría en cada provincia; autonomía de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con elección directa del jefe de Gobierno de la Ciudad –hasta entonces el “intendente” era elegido directamente por el presidente de la Nación, según el modelo de 1853/60–).
Para garantizar el quid pro quo del arreglo, la Ley de Convocatoria estableció un sistema dual de habilitación. Una vez que la Constituyente hubiera definido la redacción de las reformas, ciertos temas (los de la esencia del Pacto –reelección, tercer senador, autonomía de CABA, y varios más– y que conformaban el denominado “núcleo de coincidencias básicas”) se tenían que votar conjuntamente “en paquete”, por sí o por no. Otros temas habilitados para la reforma (como la incorporación a la Constitución de tratados y pactos internacionales) podrían votarse en cambio en forma separada. Todo esto quedó plasmado en los arts. 2 y 3 de la Ley 24.309 que habilitaba la reforma y que fue promulgada el 29 de diciembre de 1993.
El “paquete” venía cerrado con candado: el art. 6 declaraba “nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en los arts. 2 y 3 de la presente ley de declaración”, y el 7 ratificaba una limitación más explícita blindando la “parte dogmática”. “La Convención Constituyente –proclamaba– no podrá introducir modificación alguna a las Declaraciones, Derechos y Garantías contenidos en el Capítulo Único de la Primera Parte de la Constitución nacional”.
El número de convencionales fijado era de 305: cada provincia enviaría a la Convención la misma cantidad de representantes que enviaba al Congreso (es decir, dos senadores cada una, y el número de diputados variable según población). La elección de convencionales se hizo el 10 de abril de 1994.
Ya con vigencia de la Ley de Cupos (al menos un tercio de las listas debía estar ocupado por mujeres), la nómina de los 305 convencionales contaría con 81 mujeres: un 26% del total.
La última Convención Constituyente comenzó a sesionar el 25 de mayo de 1994, y esta vez lo haría en doble sede, en las ciudades de Santa Fe y de Paraná. Por la Ley de Convocatoria se había establecido que “deberá terminar su cometido dentro de los noventa (90) días de su instalación y no podrá prorrogar su mandato”. Así, la nueva Constitución terminó jurándose el 24 de agosto de 1994.[19]
En su desarrollo, el paquete pactado en Olivos se mantuvo cerrado, pero la Constituyente fue bastante más fructífera de lo que se suponía, y dio lugar a todo un capítulo de “Nuevos Derechos y Garantías” y a muchas reformas que en la Ley de Convocatoria solo estaban mencionadas como habilitadas pero no definidas. Quizá la más importante de todas ellas fue la incorporación a la Constitución de varios tratados de derechos humanos, tema al que nos referiremos más adelante.
En cierto sentido, la de 1994 también puede entenderse como una versión con retraso de la reforma que no fue, aquella del Consejo para la Consolidación de la Democracia, un proyecto del gobierno alfonsinista creado en 1985, presidido por Carlos Nino. Muchas de las innovaciones que se debatieron en 1994 calcaban temas identificados en los ochenta y –desde el balotaje hasta la autonomía porteña, pasando por la incorporación de tratados– se resolvieron con alternativas que desde entonces se habían barajado.
La Constitución argentina ahora: qué trae en la caja
Esta larga historia nos deja en la cúpula normativa, al día de hoy, el siguiente contenido neto. Veamos la etiqueta descriptiva de su contenido.
130 artículos
La Constitución histórica de 1860 tenía 110 artículos, mientras que la actual tiene “aparentemente” 129 artículos. Pero una cuenta más minuciosa revelará también la cifra de 130: es porque –como repasamos en nuestro racconto histórico– hay dos arts. 14, si tenemos en cuenta el 14 “bis” (el único fruto de la reforma constitucional de 1957).
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La Constitución también incluye otro material “no articulado”, que va antes y después del articulado. En primer lugar: el preámbulo (el cual analizaremos más adelante en detalle).
En el “después” encontramos “cláusulas transitorias” incorporadas en la última reforma de 1994. Son diecisiete cláusulas, y la mayoría de ellas tiene un sentido solo transicional para ordenar la entrada en vigencia de las nuevas normas (fijando plazos que en algún caso quedaron incumplidos). Otras tienen un sentido más duradero, como la cláusula transitoria primera: “La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional”.
La Constitución offshore
Por último, el “paquete” constitucional también comprende una serie de textos “incorporados” a la Constitución por el art. 75 inc. 22, cuya nómina y pormenores examinaremos en otro apartado. Técnicamente, entonces, esos tratados y declaraciones son también materiales constitucionales, y por esa razón se los incluye en la mayoría de las ediciones “en papel”, en las que la “Constitución propiamente dicha” ocupa solo una porción pequeña.
Estos materiales constitucionales contienen dos declaraciones (que son adoptadas por los organismos, sin ratificación local) y ocho tratados o convenciones (que primero son firmados por el presidente y luego deben ser ratificados por el Congreso).
El art. 75 inc. 22 CN: los tratados que tienen jerarquía constitucional
La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada por la Novena Conferencia Internacional Americana de 1948.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la ONU de 1948.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos, también conocida como Pacto de San José de Costa Rica, pues fue firmada en la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos realizada en esa ciudad en 1969, y que nuestro país ratificó por Ley 23.054 en 1984.
Una dupla de pactos de la ONU: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ambos fueron aprobados por la Asamblea General de la ONU de 1966, y nuestro país los ratificó por Ley 23.313 en 1986.
La Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada en Sesión Plenaria de la ONU en 1948, a la que nuestro país adhirió por Decreto 6286 de 1956.
La Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, suscripta en Nueva York el 13 de julio de 1967, y ratificada por nuestro país por Ley 17.722 de 1968.
La Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1979, y ratificada por nuestro país por Ley 23.179 en 1985.
La Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1984, y ratificada por nuestro país por Ley 23.338 en 1986.
La Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1989, y ratificada por nuestro país por Ley 23.849 en 1990.
Esta lista original de 1994 no es definitiva. El mismo art. 75 inc. 22 abrió la opción de “elevar” otros tratados de derechos humanos a la jerarquía constitucional, mediante la aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara.
Tratados que tienen jerarquía constitucional agregados post-1994
La Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (aprobada por nuestro país por Ley 24.556 en 1995; con jerarquía constitucional por Ley 24.820 de 1997).
La Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (aprobada por Ley 24.584 en 1995; con jerarquía constitucional por Ley 25.778 de 2003).
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (aprobada por Ley 26.378 en 2008; con jerarquía constitucional por Ley 26.744 de 2014).
Aclaremos que hay muchos otros tratados de derechos humanos aprobados por nuestro país, y que no por el solo hecho de ser de “Derechos Humanos” un tratado tendrá rango constitucional (sí será, como todo tratado, un instrumento que prevalecerá ante una ley del Congreso, anterior o posterior a su adopción, pues tiene jerarquía superior).
Por ejemplo, un tratado muy importante e independiente de la Convención Americana sobre Derechos Humanos es el llamado Protocolo de San Salvador, una suerte de capítulo 2.0 de la Convención Americana de Derechos Humanos, pero que se aprueba por separado, dedicado a reconocer y definir un pack más amplio de derechos económicos, sociales y culturales. Nuestro país lo aprobó en 1996 (Ley 24.658) y el protocolo entró en vigor a nivel internacional en 1999 (usualmente estos tratados requieren la aprobación de un mínimo de países para entrar en vigencia). Así la situación es la siguiente: la Convención Americana tiene rango constitucional, pero no la tiene este protocolo adicional.
El art. 75 inc. 22 también nos dice cómo es el camino de salida de esos tratados. En los tratados comunes basta con una ley común para habilitar al presidente a que haga su “denuncia” (acto formal que en el derecho internacional supone la voluntad de desvincularse de un tratado). Pero en los tratados a los que se les ha asignado jerarquía constitucional hay una suerte de “paralelismo de competencias”: si se ha requerido dos tercios para darles ese rango, la misma mayoría es requerida para autorizar esa “denuncia”. Tal es la solución que adopta la Constitución de 1994.
Pero hay más que “solo los tratados”. Al incorporarlos, se lo hace “en las condiciones de su vigencia”, vigencia que implica aplicarlos conforme al modo en que los entienden sus organismos especializados. Muchos pactos tienen “comités” que se expiden con dictámenes en forma de “observaciones” temáticas o dedicadas a un país.
Seguramente el más notorio es el caso de la Corte Interamericana, órgano de la Convención Americana de Derechos Humanos, que supone ya una jurisdicción supranacional, específica (es solo sobre el pacto en cuestión). En un caso de 1995, la Corte argentina asumió esto al decir que conforme al art. 75 inc. 22, las “condiciones de su vigencia” implicaban aplicar la Convención “tal como efectivamente rige en el ámbito internacional y considerando particularmente su efectiva aplicación jurisprudencial por los tribunales internacionales competentes para su interpretación y aplicación”.[20]
Ello hace que en el “paquete” constitucional aparezca también un contenido oculto a primera vista: esas opiniones y esa jurisprudencia, según afirmó la Corte en esa ocasión –criterio que se mantiene–, “debe servir de guía para la interpretación de los preceptos convencionales en la medida en que el Estado argentino reconoció la competencia de la Corte Interamericana para conocer en todos los casos relativos a la interpretación y aplicación de la Convención Americana”. Más adelante (en el capítulo dedicado a la Justicia) vamos a ver algo más sobre este tribunal y sobre el llamado “control de convencionalidad”.
Estructura
La Constitución se divide en dos grandes partes: la llamada “dogmática” (incluye básicamente derechos y garantías) y la llamada “orgánica” (que habla de poderes).
Esta estructura aparece en casi todas las constituciones provinciales, que observan ese mismo orden: primero “los derechos”, luego “los poderes”. Y ha permanecido igual desde la Constitución de 1860, con algunos cambios: en la reforma de 1994 se incorporó un segundo capítulo en la parte dogmática (titulado “Nuevos Derechos y Garantías”) y una sección más en la parte orgánica (dedicada al “Ministerio Público”, o sea, fiscales y defensores).
Si miramos la Constitución a través de las páginas de un “índice”, vamos a ver que en la parte dogmática tenemos dos capítulos:
Declaraciones, Derechos y Garantías, un “capítulo primero” (el contenido y la numeración es el mismo de la Constitución de 1853/60, más el 14 bis de 1957) que llega hasta el art. 3
Nuevos Derechos y Garantías, un “capítulo segundo” que va de los arts. 36 al 43 y que fue incorporado en la reforma de 1994.
Y en la parte orgánica tenemos dos “títulos”:
El primero referente al Gobierno Federal, con cuatro secciones dedicadas:al Poder Legislativo (la sección orgánica más extensa, que va de los arts. 44 al 86);al Poder Ejecutivo (que va de los arts. 87 al 107);al Poder Judicial (que va de los arts. 108 al 119);al Ministerio Público (una sección de un solo artículo, el 120, que fue incorporada en 1994).
Y el segundo dedicado a los Gobiernos de Provincia (que va de los arts. 121 al 129, y que dedica este último a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires).
Una “pirámide” jurídica
Podríamos decir que hay una “pirámide” jurídica que no se percibe a simple vista, pero aparece si se mira la Constitución con atención. Ya hemos señalado que el principio es el de supremacía de la Constitución (art. 31) pero hurgando en el art. 75 inc. 22 descubrimos un sistema de jerarquía de varios estratos que fue introducido en 1994:
La Constitución argentina dice que todos los tratados internacionales (y los concordatos, que son los tratados que se celebran con el Vaticano) tienen jerarquía superior a las leyes, siempre. Esto implica que si hay un tratado internacional que choca con una ley civil o tributaria, prevalece el tratado.
También se establece que ciertos tratados (que menciona el mismo art. 75 inc. 22) cuentan con un “plus”: tienen jerarquía constitucional, “en las condiciones de su vigencia, […] y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”.
La CN además dispone que el presidente “expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias” (art. 99 inc. 2) lo cual plasma la idea de que las leyes son superiores a los reglamentos.
En consecuencia, nos queda una pirámide organizada del siguiente modo:
En la cúpula: un “bloque de constitucionalidad” integrado porla Constitución misma;los tratados internacionales de derechos humanos que tienen jerarquía constitucional, y que deben entenderse como “complementarios” según el art. 75 inc. 22.
Segundo rango: por debajo de la Constitución, y encima de las leyes, cualquier otro tratado internacional (sea o no de DDHH).
Tercer escalón: las leyes del Congreso.
Los otros escalones: la normativa sublegal, que está a cargo del Ejecutivo y ya no del Congreso: decretos, resoluciones y disposiciones (y que tienen su propia jerarquía: el reglamento del presidente fija el marco al que debe ceñirse la resolución ministerial, etc.).
El preámbulo, rezo laico
El preámbulo es un “por qué” y un “para qué” de la Constitución. No es norma, pero es algo tal vez más importante que eso, porque tiene doble fundamentalidad: son los criterios constructivos declarados de la norma fundamental. En ese sentido no se trata tan solo de una cara bonita del texto constitucional: puede brindarnos mucha sentencia (y mucho “jugo” interpretativo), porque allí se exponen las premisas que subyacen en el artefacto. Esto llevó a que la Corte invocara sus cláusulas (como la de “afianzar la justicia”) para fundar sus decisiones en casos en los que no existía una norma directamente aplicable, de modo que el preámbulo no es un mero ejercicio literario privado de sentido jurídico.
Y por eso, el preámbulo puede y debe ser leído con cierto detalle.
Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino: invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia: ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución, para la Nación Argentina.
Los preámbulos eran muy de estilo en las constituciones, y de hecho era muy raro que carecieran de ellos. Alberdi había también esbozado uno en su proyecto de 1852. Era un preámbulo más alberdiano (por desarrollista) y pragmático.
Nos, los representantes de las Provincias de la Confederación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente, invocando el nombre de Dios, Legislador de todo lo creado, y la autoridad de los pueblos que representamos, en orden a formar un Estado federativo, establecer y definir sus poderes nacionales, fijar los derechos naturales de sus habitantes y reglar las garantías públicas de orden interior, de seguridad exterior y de progreso material e inteligente, por el aumento y mejora de su población, por la construcción de grandes vías de trasporte, por la navegación libre de los ríos, por las franquicias dadas a la industria y al comercio y por el fomento de la educación popular, hemos acordado y sancionado la siguiente Constitución de la Confederación Argentina.
Al sustituir el preámbulo propuesto por Alberdi, los constituyentes de 1853 adoptaron un texto que tomaría prestado mucho del preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, incluyendo algunas cláusulas prácticamente iguales.
Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América.
“Nos los representantes del pueblo”
Hay una explícita variación aquí. No dice “Nosotros el pueblo”, como la de los Estados Unidos de América. Tampoco dice, como proponía Alberdi, “los representantes de las Provincias de la Confederación”. Esto implica que los autores del documento se saben solo representantes, y a la vez que hay un pueblo “único”, el “pueblo de la Nación Argentina”, y no de “los pueblos de las provincias” como se deduce del prólogo de Alberdi. Un ente colectivo común, integrado por provincias que “lo componen”.
Esto cambia un poco el eje de lo que sucedía en los “pactos preexistentes” mentados, que eran pactos entre provincias, y el preámbulo sirve para hacer una aclaración y una advertencia sobre lo que es la Constitución: no es un arreglo entre provincias iguales que se federan, sino un pacto constitutivo de una nación única, que (según el texto explícito) todos ya tomaban como propia. Cierto es que, a la fecha en que esto sucedía, la realidad era desmentida por el secesionismo notable de Buenos Aires, que no conformó la Confederación, y que se mantendría afuera hasta 1860. La corrección de ese error no sería constitucional sino bélica: Pavón.
“Con el objeto de”
Vamos a establecer una constitución, pero no cualquier constitución. Aquí aparecen algunos objetivos cardinales:
Constituir la unión nacional. Largamente deseada y disputada en guerras internas y contrariada por ligas provinciales facciosas. El gran pacto de 1853 no es solo dejar de hacerse la guerra, sino unirse. No es un armisticio ni un toma y daca, sino una idea más trascendente que marida con la idea de “un pueblo” en lugar de “varios pueblos” de la que hablamos antes.[21]
Afianzar la justicia. Es fácil correr desbocado hasta encandilarse con el sustantivo “justicia”, pero llamamos la atención sobre el verbo activo que lo condiciona: “afianzar”. Es una visión “minimalista” (porque el constituyente sabe que no va a “lograr” la Justicia y seguramente no era lo que pretendía), pero a la vez “activista” en la medida en que ese “afianzar” permite reconstruir una idea constitucional más poderosa: que no nos importa tanto la justicia declamada como propósito, sino también –y sobre todo– la idea más terrenal de que haya un sistema de garantías (fianzas) que le den anclaje y tutela. Puede ser acaso que esto no haya sido el propósito de los constituyentes, y que por cierto estemos “sobreinterpretando” el preámbulo, pero buena parte de la gimnasia de adjudicación de sentido de la Constitución se basa en diversas formas de la sobreinterpretación. En todo caso, en retrospectiva esta cláusula “se deja leer” de aquel modo y esa lectura posible no es solo academicista o especulativa, sino que está respaldada por el uso que ha hecho la Corte de la jurisprudencia de esta cláusula. Cuando un juez no encuentra algo en el derecho constitucional expresamente normado, podrá decir que a pesar de esa omisión es su deber “afianzar la justicia” y tomar en cuenta ese valor. Estamos ante una Constitución que le hace un guiño de admisión a cierto “iusnaturalismo”: no solo queremos “ley”, sino “justicia”.
Consolidar la paz interior. Da por sentado nuestro narrador omnisciente que había una paz, y que la Constitución debía “consolidarla”. Tomando por bueno esto (ya hemos mencionado varias veces el “problema Buenos Aires” a la fecha de 1853), nos interesa entonces una idea plausiblemente progresista. Así como no se define la salud por la ausencia de enfermedad, la paz no se define por la ausencia de guerras. El constituyente lo sabe y sabe que hay “paces” diferentes: las inestables y las más consolidadas. En esta lógica, el “consolidar la paz interior” no parece un mandato “antibelicista” sin más, sino también un mandato integral tendiente a lograr mejores precondiciones de paz, en un arco que va desde las estrictamente materiales (no desigualdad hostil) hasta las conceptuales (no discursos discriminatorios, de odio, etc.). Así entendida, tal vez esta cláusula también arroja un mandato más permanente entre los “objetos” que el constituyente de 1853 postulaba.
Proveer a la defensa común. Primera “copia” del preámbulo estadounidense. Admite, sin embargo, otras lecturas “actualizadas”: citaremos aquí otra vez a Germán Bidart Campos. Dice Bidart: “No es solo ni prioritariamente aludir a la defensa bélica. La comprende, pero la excede en mucho. El adjetivo “común” indica que debe defenderse todo lo que hace al conjunto social, lo que es “común” a la comunidad; en primer lugar, defender la propia Constitución, y con ella, los derechos personales, los valores de nuestra sociedad, las provincias, la población, el mismo Estado democrático, el federalismo.
Promover el bienestar general. Otra “copia” del preámbulo norteamericano. En algunos fallos la Corte ha traducido esa frase como una visión de búsqueda del “bien común”, y parece ser una idea que atenúa el individualismo efervescente de su matriz liberal, aunque también quiere…
… asegurar los beneficios de la libertad. La expresión supone desde el vamos que la libertad tiene per se beneficios que deben ser “asegurados”. Si hilamos fino, encontramos aquí un valor cardinal específico, más que un mero propósito.
Por otra parte, todos estos objetivos, que son fines, bienes y valores, se hallan en reciprocidad: unos coadyuvan a que se realicen los otros.
“Para quiénes”
Llegamos al destinatario final: “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Hay un doble arco temporal: de presente (nosotros de hoy) y de futuro (la posteridad). En esa idea hay una promesa, pero también una responsabilidad asumida de justicia intergeneracional, lo cual tiene especial relevancia en –por ejemplo– temas ambientales. Por último, algo que señalaba Bidart Campos: hemos de interpretar varias cosas:
1 una pretensión de durar y permanecer hacia y en el futuro;
2 una indicación de que los fines y valores de su proyecto político deben realizarse ya y ahora, en cada presente, para “nosotros”, los que convivimos “hoy”, sin perjuicio de su prolongación para los que nos sucedan en el tiempo; el futuro no relega ni amputa al presente;
3 una apertura humanista y universal de hospitalidad a los extranjeros.
Y la invocación final (¡más laica de lo que parece!)
A Dios, “fuente de toda razón y justicia”. Muchos han asumido la idea de una vocación teologal a partir de esta frase preambular. Y una tentación que puede tener el intérprete agnóstico es la de bajarle el precio: tomar esta idea como una mera fórmula litúrgica y no jurídica, que no tiene “naturaleza” normativa.
Pero tal vez haya una opción mejor: tomársela en serio y leerla completa. Podemos pensar que el constituyente (que ciertamente quería ser amigable con el enfoque clerical) fue astuto en precisar cuáles son las virtudes cardinales detrás de la invocación: lo que viene a cuento es un fin más “analítico” y terrenal, porque lo que nos importa en definitiva son dos cosas, razón y justicia. Quedarse con el “Dios” a secas es romper la continuidad y el sentido de la frase y el verdadero espíritu de su idea: no miremos el dedo que la Luna señala, sino la Luna que señala el dedo.
Razón y justicia es nuestro rezo laico.
El genoma constitucional: representativa, republicana y federal
Una constitución no puede leerse nunca como una sucesión aislada de normas permisivas, mandatorias o prohibitivas. Es también un todo orgánico que va más allá de la suma de sus partes. Por eso es necesario entenderla a través de las claves o etiquetas que adopta como “dogma”.
Ahora nos detendremos en el “triple apellido” de nuestra Constitución, que proclama en el art. 1 que “la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal”. Para el análisis de este triple apellido no seguiremos este orden de enunciación, sino que comenzaremos primero por lo que es nuestro nombre de pila: somos una república.
Vamos a hablar ahora mismo de dos de esos carteles, los que hacen a la “forma de gobierno”, que es representativa y republicana. Más adelante veremos en detalle el que hace a la “forma de Estado”, que es nuestro sistema de división vertical del poder: el federalismo.
“Republicana”
El constitucionalismo argentino se autoproclamó “republicano” y esa definición implica no solo un nombre, sino una clave de interpretación y un metaprincipio jurídico. Para un primer acercamiento a su efecto concreto nos centramos en el catálogo que Bidart Campos asigna a la forma republicana de gobierno, la que se puede definir a través de las siguientes características:
Nadie tiene todo el poder: hay división de poderes; que se traduce en una primaria “tripartición” en Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
Todo poder es temporal: hay periodicidad de mandatos, con posibilidad de renovación periódica, lo que suele combinarse y reasegurarse con una prohibición o limitación de reelección en cargos ejecutivos para evitar que ello suceda incluso aunque exista consenso popular.
El pueblo elige a sus gobernantes: no hay reyes ni príncipes, ni estamentos aristocráticos hereditarios, sino elección popular de los gobernantes, que luego se especifica en la forma “representativa”.
Lo que hace el gobierno es público: este es el sentido de la “publicidad de los actos del gobierno”, en oposición al secretismo propio de los regímenes absolutistas o autoritarios.
Los gobernantes pueden ser responsabilizados: a diferencia del rey, solo responsable ante Dios, los gobernantes pueden ser responsabilizados por sus actos.
No hay coronita: como veremos más adelante, todos los habitantes son iguales (ante la ley).
Subyacente al principio republicano, hay otra idea institucional más estructural: la llamada “división de poderes”. El constitucionalismo tiene su esencia en pactos entre desconfiados. Así surgen garantías del individuo contra el Estado (privacidad, propiedad), pero también otro orden de garantías que apunta a la interrelación mutua de los poderes del Estado. Ahondaremos más en esta “división horizontal” de poderes cuando hablemos de lo que es la Constitución como instrumento de gobierno (capítulo 6).
“Representativa”
La idea de una democracia “representativa” implica una dualidad: confía en el pueblo como elector –en cuanto fuente de legitimidad– pero lo mediatiza a través de un representante –el sujeto activo de la autoridad gubernamental en sus diferentes ramas y manifestaciones–. En este sentido la Constitución argentina sigue la ficción jurídica de “traducir” una muy abstracta “voluntad popular” en concretos cargos gubernamentales. Esa ingeniería del poder será luego desplegada en una detallada “parte orgánica”, que luego analizaremos con detenimiento. Pero aquí nos interesa pasar al complemento maldito del carácter representativo del art. 1, y que está en la propia Constitución, más adelante, en el art. 22 CN.
Se recalca allí que “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por la constitución”. El espíritu o talante de esta declaración es explícitamente restrictivo y su premisa es elitista. Como ha argumentado Roberto Gargarella, se basa en un principio de desconfianza hacia la ciudadanía que asume que la democracia se favorece con bajos niveles de involucramiento ciudadano en los asuntos públicos. Solo la reforma de 1994 va a actualizar este paradigma, volviendo estériles las interpretaciones literales y a rajatabla de esa democracia tan “delegativa”.
En lo que sigue estudiaremos entonces cómo es la versión actual de la representatividad constitucional.
El voto y los partidos políticos
En 1994, el constituyente avanzó un casillero desde la simple representatividad. El art. 37 establece que la Constitución “garantiza el pleno ejercicio de los derechos políticos, con arreglo al principio de la soberanía popular” y declara que el sufragio es “universal, igual, secreto y obligatorio”. Esto que parece obvio para nosotros no figuraba en la letra de la Constitución histórica, y fue objeto de un largo despertar institucional desde las elecciones de bajísima fiabilidad y transparencia de las primeras décadas y los hitos subsiguientes: el sufragio secreto y “universal” (para varones) dado en la Ley Sáenz Peña, a partir de 1912, y luego el voto femenino que es implementado en 1947.
Muchas cuestiones no están resueltas y serán objeto de regulación por ley, ya que la Constitución no dice nada al respecto: es el caso del requisito de edad para votar (hoy es obligatorio entre los 18 y 70 años, y optativo entre 16 y 18 y para personas de más de 70 años); así como del requisito de que el voto sea “presencial” (nótese que la Constitución no impediría un voto por correo en la medida en que se pueda asegurar el secreto); tampoco se especifica la manera en que se instrumenta el voto para residentes en el exterior. Todas las particularidades del voto y la conformación de listas están en el Código Electoral Nacional (Ley 22.864), sancionado “de facto” para las elecciones de 1983, y que tuvo luego muchas reformas.
Un detalle adicional aparece en el art. 38 de la CN al declarar el objetivo de que exista “igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios”, intención que se traduce en la exigencia de “acciones positivas”. Ello implica la habilitación para los “cupos” de género que existieron desde principios de la década del noventa (un tercio de los postulantes a órganos colegiados debía ser de sexo femenino) como precuela de la más general “paridad de género” legislada desde 2017. Esto se ve reflejado en la evolución de la composición de las Cámaras por género.
La reforma constitucional de 1994 también quiso dedicar un apartado a los partidos políticos, a los que el art. 38 declara “instituciones fundamentales del sistema democrático”. Mas allá de eso, la norma les impone ciertas condiciones mínimas: la Constitución garantiza “su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas”. Y también les asegura financiación, al tiempo que ordena que los partidos políticos “deberán dar publicidad del origen y destino de sus fondos y patrimonio”.
Como podemos observar, no existe una predisposición constitucional que exija (ni que prohíba) el sistema de democracia interna partidaria que se estructura a través de las llamadas PASO (Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias) a nivel federal, vigente desde la sanción de la Ley 26.571 en 2009.
Evolución de la proporción de mujeres en las Cámaras del Congreso
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de la Dirección de Información Parlamentaria de la Cámara de Diputados de la Nación, disponible en <www.diputados.gov.ar/secparl/dgral_info_parlamentaria/dip/estadisticas_parlamentarias/estad_parlam.html>.
La “representatividad” y los sistemas electorales
Tenemos dos poderes que tienen una elección popular directa (damos esto por sentado, que no siempre fue así: en la Constitución de 1853/60 se elegía al presidente de un modo indirecto, a través de un Colegio Electoral, como sucede hoy todavía en los Estados Unidos).
La “representatividad” en el Legislativo tiene dos lógicas distintas: los diputados representan “al pueblo”, mientras los senadores representan a las provincias. Tanto en la modélica (la de los Estados Unidos) como en la Constitución original (la de 1853/60) y en la actual (la de 1994) se establece un número fijo de senadores por provincia (actualmente tres, antes dos). Por definición, estas Cámaras paritarias favorecen a las provincias menos populosas ya que dan igual peso a cada una independientemente de su población.
Lo curioso es que esa sobrerrepresentación de provincias menos pobladas también se da en la Cámara de Diputados. Esto es así por una solución transitoria que quedó cristalizada por inercia (in)constitucional. La Constitución desde siempre ha señalado la necesidad de que la cantidad de representantes fuera proporcional a la población, y que cada diez años se hiciera un censo para arreglar esa proporción (lo que de hecho sucede en los Estados Unidos, de donde se tomó el modelo). Desde 1983 los censos se siguieron haciendo, pero no hubo ningún cambio sobre la llamada “Ley Bignone”.
Varios fallos recientes de la Cámara Nacional Electoral habían exhortado al Congreso a revisar la base poblacional que determina el modo de integración de la Cámara de Diputados que, al haberse “congelado” en el censo de 1980, desconoce las variaciones demográficas acaecidas en el país durante casi cuarenta años.[22] Pero en 2021 la Corte dijo que no correspondía al Poder Judicial fijar criterios para sancionar la ley de actualización omitida, ya que implicaría una invasión a la órbita de facultades exclusivas del Congreso, que fue el órgano al que la Constitución le encomendó legislar sobre tal punto.[23]
Parece improbable ese arreglo (las alternativas implican un aumento del número total de bancas sobre las 257 actuales, o bien un escenario en el que varias provincias pierden representantes, o una combinación de ambas para ajustarse a la proporcionalidad), pero en algún momento tendrá que suceder.
La democracia servida por sus propios dueños: la iniciativa popular y la consulta popular
Entramos en una zona algo melancólica de la reforma de 1994. Una zona de retrofuturismo. Algo sobre lo que –si miramos la literatura de la época, técnica y “lega”– teníamos fundadas esperanzas: los mecanismos de “democracia semidirecta”.
Habían sido ya establecidos en muchas constituciones provinciales, que preveían el referéndum, la posibilidad de que el propio pueblo presente proyectos (la iniciativa popular) y hasta la posibilidad de que una elección especial resulte en la cesación de mandato del Ejecutivo (la revocatoria).
Había cierta experiencia en plebiscitos. En 1990 se había hecho uno en la Provincia de Buenos Aires para consultar al electorado sobre la necesidad de la reforma (el resultado fue adverso). Y con mayor perfil, y de mejor memoria, en 1984 se hizo una consulta popular en relación con la aprobación de los términos de un tratado que definía cuestiones limítrofes con la República de Chile, en el canal del Beagle. Un particular discutió la legitimidad del decreto que la convocaba (era “no vinculante”) y la Corte rechazó el planteo (caso Baeza).[24]
Boletas del plebiscito “no vinculante” celebrado el 25 de noviembre de 1984. El “Sí” obtuvo el 81,13% y la participación del electorado fue del 70,17%. Finalmente el Tratado del Beagle fue aprobado el 15 de marzo de 1985.
Siguiendo esa estela, en 1994 la Constitución nacional terminó incorporando la iniciativa popular y la consulta popular.
El art. 39 se dedica a la iniciativa: permite a los ciudadanos presentar “proyectos de ley” ya completos y dice que “el Congreso deberá darles expreso tratamiento dentro del término de doce meses”. Algunos temas son excluidos de este sistema por la Constitución: no hay iniciativa popular sobre proyectos “referidos a reforma constitucional, tratados internacionales, tributos, presupuesto y materia penal”. El umbral de firmas requerido (que no se establece en la Constitución) fue fijado por la Ley 24.747 de 1996, que exige que un proyecto sea avalado por un equivalente al 1,5% del padrón electoral.
El art. 40 habla del más conocido referéndum, que consiste en someter a consulta popular vinculante un proyecto de ley. Se determina allí que la ley en cuestión debe tener iniciativa en la Cámara de Diputados, y se pauta que el presidente no puede vetarla. El efecto de la aprobación es directo: “El voto afirmativo del proyecto por el pueblo de la Nación lo convertirá en ley y su promulgación será automática”. Aquí también la ley reglamentaria (25.432 de 2001) viene a cubrir un vacío constitucional, y requiere que a tal efecto la elección haya tenido una participación mínima del 35% de los electores del padrón.
El mismo artículo contempla la posibilidad de una consulta popular no vinculante. La puede convocar tanto el Congreso como el presidente, y puede ser sobre un tema o cuestión (no necesariamente sobre un “proyecto de ley” ya definido).
A pesar de las expectativas generadas en su momento, y del abanico de posibilidades abierto en los artículos incorporados en 1994, estos institutos de democracia semidirecta quedaron en la letra constitucional y legal, pero no se activaron nunca.
[13] T. M. Cooley, The General Principles of Constitutional Law in the United States of America, en A. C. Mclaughlin (ed.), Boston, Little, Brown & Co., 3ª ed., 1898, cap.2, p. 23.
[14] Véase R. Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución, Buenos Aires, Katz, 2014.
[15] G. J. Bidart Campos, “La Constitución. Permanencia o reforma”, en R. H. Balestra y otros, La Constitución cuestionada, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982, p. 190.
[16] E.-W. Böckenförde, “Die Methoden der Verfassungsinterpretation - Bestandsaufnahme und Kritik” (1975), en Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1991, p. 58.
[17] C. S. Nino, Fundamentos de derecho constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, pp. 90-91; énfasis agregado.
[18] A. M. Valobra, “Representación política y derechos de las trabajadoras en Argentina. El caso de la Convención Constituyente de 1957”, en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Questions du temps présent, disponible en <doi.org/10.4000/nuevomundo.66068>.
[19] El elenco de convencionales estaba conformado por un mix de figuras políticas establecidas, otras emergentes y algunas que solo hicieron una aparición esporádica y única como convencionales. Ciertas figuras secundarias entonces serían mucho más reconocidas después, como Aníbal Ibarra, Graciela Fernández Meijide, Elisa Carrió, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Previsiblemente, en la Constituyente hubo muchos juristas: Eduardo Barcesat (Frente Grande); Iván Cullen (UCeDe); Alberto García Lema, Juan Carlos Hitters, Héctor Masnatta, Eduardo Pettigiani (PJ); Fernando Armagnague, Jorge de la Rúa, Antonio Hernández, Ricardo Mercado Luna, Miguel Ángel Ortiz Pellegrini, Enrique Paixao, Osvaldo Irigoyen, Humberto Quiroga Lavié (UCR). La Convención también incluyó en su lista a un exjuez de la Corte Suprema (Rodolfo Barra) y a tres que lo serían en el futuro: Juan Carlos Maqueda, Horacio Rosatti (ambos PJ) y Raúl Zaffaroni (entonces electo por el Frente Grande).
[20] Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), Giroldi, Horacio D. y otro, Fallos 318:514 (1995).
[21] Recordemos que la cláusula 7 del Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos de 1852, que es el “pacto preexistente” más cercano en el tiempo a la Constitución de 1853, decía que “es necesario que los Diputados estén penetrados de sentimientos puramente nacionales, para que las preocupaciones de localidad no embaracen la grande obra que se emprende: que estén persuadidos que el bien de los Pueblos no se ha de conseguir por exigencias encontradas y parciales, sino por la consolidación de un régimen nacional, regular y justo: que estimen la calidad de ciudadanos argentinos, antes que la de provincianos” (el destacado es nuestro).
[22] Véase Cámara Nacional Electoral, Incidente de Encuentro Vecinal Córdoba H. Cámara de Diputados de la Nación H. Senado de la Nación Estado nacional - Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda en autos Encuentro Vecinal Córdoba c. Cámara de Diputados y otros s/ Amparo - Álvaro Zamora Consigli y Aurelio Francisco García Elorrio, sentencia del 5/7/2018. Igual solución fue repetida en otro pronunciamiento dado en el marco de la misma causa, el 8/9/2020.
[23] CSJN, Sisti c. Estado nacional, Fallos 344:603 (2021). La Corte expresó que “la citación de las provincias en los términos pretendidos importaría tanto como convertir al Tribunal en un órgano deliberativo con el fin último de obtener una sentencia que determine los criterios a los cuales debería ajustarse el legislador a los efectos del dictado de la norma omitida”. Ello, afirmó, “exigiría apartarse del procedimiento habilitado por la Constitución para la formación de las leyes, arrogándose el Poder Judicial mayores facultades que las que le han sido conferidas expresamente, e invadiendo de ese modo la órbita de competencias exclusivas del Congreso nacional, al que el constituyente le encomendó expresamente su dictado”.
[24] CSJN, Baeza, Aníbal R. c. Gobierno nacional, Fallos 306:1125 (1984).