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Los tres peces

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Una mañana, el cocinero del pueblo llevó a pescar a su familia a una playa cercana. Con la ayuda de su esposa y los dos niños, encendió una pequeña fogata en la que, ya más cerca del mediodía, asaron un trozo de carne. Los adultos almorzaron con vino, y así, apaciblemente, siguieron disfrutando de la mutua compañía.

En las primeras horas de la tarde, el cocinero invitó a su hijo menor a probar –como solía decirle– “si los peces tenían hambre”. El pequeño estaba muy ansioso, ya que su padre le había dicho que esta vez le prestaría su caña para pescar peces grandes.

El hombre preparó los aparejos, cargó los anzuelos y arrojó el embuste al agua lo más lejos que pudo. Luego sentó al niño entre sus piernas y le entregó la vara.

Fue sorpresivo, casi mágico: ni bien el niño sostuvo la caña, sintió el inconfundible tirón de pez del que su padre tanto le había hablado. Lleno de excitación, el pequeño le gritaba a su padre: ¡Es grande, papá! ¡Es muy grande!

El cocinero –con voz serena, disimulando su propia ansiedad– lo aconsejó: “Traelo despacito, no le aflojes pero tampoco tironees”.

La contienda fue intensa, agotadora. El pez coleteaba tenazmente para liberarse del anzuelo y llegar a aguas más profundas. A pequeños intervalos de tensión le sucedían fuertes embestidas. El niño sentía que sus piernas, temblorosas, en cualquier momento dejarían de sostenerlo… Quería hacerse de él, pero no que aquel momento terminara. El río, su padre, la captura… el niño ignoraba cuán importante sería ese día para él.

Finalmente, logró apresarlo. El animal era hermoso, robusto y tan largo como uno de los brazos del niño. Aún daba coletazos. Con dulce calma –como solía expresarse– el cocinero instó a su hijo a que extrajera él mismo el anzuelo de la boca del pez. “Cada pescador debe hacerse cargo de su pesca”, sentenció.

El niño, al principio temeroso, poco a poco fue ganando confianza y finalmente logró extraerlo sin mayor daño para su contendiente. Al ver al pez liberado, el padre le pidió que lo devolviera al río.

–¿Adónde? –preguntó el niño para ganar tiempo, pero sabiendo la respuesta.

–Al agua, hijo.

–¡No, papá! –se quejó el niño–. ¡Llevémoslo para comer! ¡Es enorme!

–¿Qué? ¿Comerlo…? ¡Esta especie tiene mucho gusto a barro, hijo! No te va a gustar…

–Sí que me va a gustar… –insistió él–. ¡Le pongo mucho limón y listo! Dale, lo asamos con las brasas que quedaron de la carne.

–¡Que no, hijo! Vas a matar a un animal sin sentido. En esta parte del río el agua está sucia y la carne de estos bichos tiene muy mal gusto.

Por más razones que esgrimiera el hombre, el niño no aceptaba la devolución de lo que él consideraba su trofeo. Ante su terquedad y viendo la agonía del animal, el cocinero tomó un cuchillo y, con un corte certero, puso fin a su sufrimiento.

Resuelta la controversia, volvieron al río a probar suerte. Y así fue que lograron capturar dos peces más, ambas de la misma especie que la anterior. En cada ocasión el padre intentó, infructuosamente, convencer a su hijo de que los liberara, pero finalmente no pudo contradecirlo. Al volver al lugar de acampe, el pequeño, orgulloso, exultante, les mostró sus capturas a su madre y a su hermano...

En el fuego del almuerzo aún quedaban brasas para los propósitos del niño. Con la ayuda de su hermano mayor, desviseró uno de los peces. Luego le añadieron limón y lo pusieron a asar, llenos de ansiedad. Cuando vieron que la carne ya era blanca y las escamas, negras, consideraron que el pescado estaba listo y se sentaron a comerlo.

–Primero probalo vos –invitó el pequeño a su hermano.

–Ni loco pruebo esa porquería… –dijo el grande–. ¡Papá dice que tiene gusto a barro feo!

Dicho esto, se alejó en busca de un nuevo pasatiempo para lo que quedaba del día. Sin perder su entusiasmo, el pequeño pescador tomó un tenedor, lo clavó en la tierna carne y se lo llevó a la boca. Sin embargo, al instante sus ojos se llenaron de lágrimas. El pescado era incomible. Comprendió entonces que la advertencia de su padre era cierta… Y comprendió también que, por culpa de su terquedad, tres vidas habían sido segadas sin sentido. Rompió en llanto desconsolado.

Sin embargo, ese día, su padre no lo consoló como acostumbraba. Tomó en cambio los peces, los arrojó a un pozo, miró al niño con tristeza y pronunció tres palabras: “Te lo dije”. Y después, dándole la espalda, le ordenó que juntara las cosas, que debían volver a la casa.

Esa noche, y también otras, el pequeño soñó con los tres peces. Inmenso fue su dolor. Desde entonces nunca volvió a quitar una vida sin sentido.

Así, el niño de la historia –hoy, el hombre que la escribe– agradece a las almas de los tres peces, que ya lo absolvieron de culpa. Y a la de su tierno padre, también, por haberle regalado una lección que lo forjaría para siempre.

Cultivo natural

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