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CAPÍTULO DOS EN MARCHA

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Cuando el coche negro aparece a la vuelta de la esquina, a la hora prevista, Kid deja escapar un suspiro. Aliviada por poner fin a la espera y también por librarse de sus padres, que tiemblan de emoción en la acera, sigue el vehículo con la mirada hasta que este acaba deteniéndose a su altura. De él sale un hombre con traje negro, rodea el coche por delante, saluda con frialdad a los dos adultos tomados de la mano, abre la puerta trasera e invita a entrar a la «señorita» Kid. Una última mirada a los ojos húmedos de sus padres y la puerta se cierra. El coche arranca y se va, ¡ya era hora! Las calles de la capital van desfilando, pero Kid está ausente, apoyada en la ventanilla.


El conductor no dice ni una palabra y a ella le parece bien. Así puede concentrarse en los latidos de su corazón y en sus pulsaciones por minuto, que suben sin parar. Enseguida se sorprende al notar una sonrisa irreprimible que se le extiende lentamente por la cara. No ha pensado en nada gracioso, confiesa que incluso está un poco asustada, pero sonríe a pesar de todo. Y no hay nada que hacer, es algo potente que le crece por dentro. Kid sonríe por esa sonrisa que se le escapa y de repente la invade una intensa alegría: va a ver los animales, va a estar rodeada por ellos, va a ser enorme, va a ser una de las pocas personas presentes, tal vez incluso la única. ¿Habrá camaleones de Madagascar, sus favoritos, que se mueven dos pasos hacia delante y uno hacia atrás? ¿Y peces globo, que se hinchan cuando se asustan? ¿Y ranas de Costa Rica? ¿Repartirán regalos a los participantes? ¿Camisetas o llaveros? ¿Habrá una tienda con cosas para llevar a sus amigas? Se mete la mano en el bolsillo, comprueba que el billete de veinte euros sigue ahí y lo toquetea durante unos segundos para asegurarse de que no se le sale.

—¿Señorita?

¿Tendrá tiempo de escribir todo lo que vea y oiga? Ni siquiera sabe realmente cómo va a ser; solo sabe que los representantes de las otras especies se irán turnando en el uso de la palabra.

¿Qué podrá contarles a sus amigos a la vuelta? ¿Serán capaces de entender lo que habrá vivido?

—Señorita, hemos llegado.

Kid vuelve en sí, aparta la nariz de la ventana y limpia con la manga de la camiseta la pequeña mancha de grasa que ha dejado en el cristal.

El coche se detiene unos metros más allá de los furgones policiales, los camiones de transporte de animales, las unidades móviles de radio y televisión, las motos de la policía, los periodistas y los cámaras y los guardaespaldas vestidos de negro y con pinganillo. Se abre la puerta y Kid sale, ayudada por un tipo grande que está ocupado hablando por el minimicro que le roza los labios. Los dos suben los escalones que llevan al vestíbulo, acompañados de algunos flashes. No es tan exótico como subir los escalones del Festival de Cannes: hay pocos humanos, ninguna estrella, poco público y solo unos pocos fotógrafos que ni siquiera saben cómo se llama. Los animales han entrado por la parte de atrás, por la entrada de artistas o por la de mercancías. Sobre su cabeza están las letras gigantes que anuncian la «Cumbre de las Especies, París, 12 de julio de 2030».



A Kid le preocupa el palpable nerviosismo del personal. Sabe que no todo el mundo está a favor de esta cumbre, ya se lo habían advertido, pero es algo en lo que no había pensado hasta el momento. Hay un ambiente tenso, y el adulto que la lleva de la mano parece más un guardaespaldas que un recepcionista. Acelera el paso y tira de la mano del tipo grandullón. Al llegar a lo alto de las escaleras, sana y salva, el ambiente se suaviza y aquella manaza la suelta para entregarla a las azafatas, que la reciben con una sonrisa de aeropuerto.

Una la lleva a un largo mostrador, donde un hombre con un chaleco azul fluorescente le pide el carné. Mientras lo busca, el hombre y la mujer bromean sobre el olor «especial» de este salón, que no se parece en nada a los demás, y sobre otras cosas que no entiende.


El hombre le hace una foto al documento con el teléfono, se lo devuelve y se dirige a ella por segunda vez:

—Saca pecho, chica.

Kid lo interroga con la mirada y él no responde con una palabra, sino sacando pecho él mismo, como cuando un comandante pasa revista a las tropas en una película de guerra de serie B.

Ella lo imita y el hombre del chaleco azul fluorescente le pellizca la camiseta y le prende un pase. Al principio, furiosa al ver su camiseta favorita perforada, fulmina al responsable con la mirada, pero luego echa un vistazo a la identificación y lee: «Cumbre de las Especies, PARÍS 2030, KID, Homo sapiens, HOMSAP002».

La azafata le indica cómo llegar a la sala y le dice que allí la espera una compañera. Apenas le da tiempo a saborear una nueva e irrefrenable sonrisa, que le estira suavemente los labios, cuando llega al inmenso pasillo que lleva a no se sabe dónde. Le han dicho que siga todo recto, así que ella sigue todo recto.

Unos olores insólitos le llenan las fosas nasales sin que pueda identificarlos. Olores de la cocina, tal vez, procedentes de una de las puertas cerradas que deja atrás cada diez pasos. No huele demasiado bien, pero en el autoservicio no huele mejor. Cuanto más avanza, más intenso y complejo se vuelve el olor, imposible de identificar. Kid olfatea dos o tres veces insistentemente, con la nariz levantada para inhalar todo el aire que pasa por encima de su cabeza. Le parece detectar el olor a sudor del gimnasio del colegio, a chinche sobre las frambuesas del jardín del abuelo, y también al perro Scott mojado cuando llueve. El olor se hace más intenso y el aire se vuelve más denso. Le recuerda al olor de los pedos de Kevin, el alborotador de la clase, y luego al olor de un rebaño de vacas. Kid se estremece con esos perfumes almizclados y salvajes, y piensa que podría vomitar. Llegan a sus oídos unos extraños sonidos: tonos graves que hacen vibrar las paredes, picos agudos, lamentos melancólicos y trinos ansiosos.

Un último giro, con el aire que casi puede cortarse, y Kid ve por fin la enorme puerta. En sus fosas nasales y en sus oídos no cabe nada más, pero ya ni presta atención, de tan fuerte como le late el corazón en el pecho.

Una azafata pálida, al borde de la asfixia y con ganas de vomitar, se agacha un poco para leer la identificación y le pregunta de nuevo cómo se llama, como exige el procedimiento. La puerta se abre por fin y Kid se queda anonadada ante el espectáculo que tiene delante.


Kid en la Cumbre de los animales

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