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El hombre que no tenía adónde ir

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Por la mañana temprano, la segunda tras mi recuperación y creo que la cuarta desde que fui rescatado, desperté en una confusión de sueños tumultuosos –sueños de armas y muchedumbres enfurecidas– y escuché un ronco griterío en cubierta. Me froté los ojos y presté atención, sin saber por un momento dónde me encontraba. A continuación, se oyeron pisadas de pies descalzos, luego un ruido de objetos pesados que caían, un violento chirrido y un chasquido de cadenas. Percibí el siseo del agua al virar súbitamente el barco; una espumosa ola de color amarillo verdoso rompió contra el pequeño ojo de buey. Me vestí rápidamente y subí a cubierta.

Al subir por la escala pude ver la amplia espalda y el pelo rojo del capitán perfilándose contra el cielo rosado –estaba saliendo el sol–, y la jaula del puma girando sobre el eje de un aparejo de fuerza instalado en la botavara de mesana. El pobre animal parecía muy asustado y se agazapaba en un rincón de la jaula.

—¡Tírenlos por la borda! —gritaba el capitán—. ¡Tírenlos por la borda! Pronto tendremos un barco limpio.

Me estaba cerrando el paso, por lo que me vi obligado a tocarlo en el hombro para acceder a la cubierta. Se volvió sobresaltado y retrocedió un poco para mirarme. No hacía falta ser un experto para comprender que el hombre todavía estaba borracho.

—¡Hola! —dijo con tono estúpido. Luego se le iluminaron los ojos y añadió:

—Vaya, si es el señor... el señor...

—Prendick —dije yo.

—¡Nada de Prendick! —espetó—. Cállese; ése es su nombre. El señor Cállese.

Era inútil contestarle. Pero lo cierto es que yo no esperaba el movimiento que hizo a continuación. Extendió una mano hacia la pasarela, donde Montgomery conversaba con un hombre de abundante pelo blanco, vestido con unos sucios pantalones de franela azul, que al parecer acababa de subir a bordo.

—Por ahí, maldito señor Cállese. Por ahí —rugió el capitán. Montgomery y su acompañante se volvieron al oírlo.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Por ahí, maldito señor Cállese. Eso es lo que quiero decir. Fuera de mi barco, señor Cállese. Estamos limpiando el barco. Estamos limpiando el maldito barco. Y usted se marcha.

Lo miré perplejo. Luego pensé que era exactamente lo que deseaba. La perspectiva de hacer la travesía como único pasajero de aquel borracho pendenciero no era como para alegrarse. Me volví hacia Montgomery.

—Aquí no puede quedarse —dijo secamente el acompañante de Montgomery.

—¡Que no puedo quedarme! —exclamé horrorizado. Tenía la expresión más rotunda y decidida que había visto en la vida.

—Mire —comencé, volviéndome hacia el capitán.

—¡Fuera! —dijo éste—. Este barco no es para bestias y caníbales; peor que bestias. Usted se larga de aquí, señor Cállese. Si no puede quedarse con ellos, vaya a la deriva. ¡Como quiera, pero váyase! Con sus amigos. He terminado con esta maldita isla para siempre. ¡Ya está bien!

—¡Pero Montgomery! —supliqué.

Montgomery frunció el labio inferior y negó con la cabeza mirando sin esperanza al hombre del pelo gris, como diciendo que no podía hacer nada por ayudarme.

—Luego me ocuparé de usted —dijo el capitán.

Entonces comenzó un curioso altercado a tres bandas. Yo suplicaba a los tres hombres alternativamente; primero al hombre del pelo gris para que me dejara permanecer en la isla, y luego al capitán borracho para que me permitiera seguir a bordo. Incluso les rogué a los marineros. Montgomery no dijo una palabra; se limitó a negar con la cabeza.

—¡Usted se marcha! Ya se lo he dicho —insistía el capitán—. ¡Al diablo con la ley!

Aquí mando yo.

Debo confesar que, finalmente, en medio de una enérgica amenaza se me quebró la voz. Preso de un histérico arrebato de orgullo me marché a popa y allí me quedé, con la mirada perdida en el infinito.

Mientras tanto, los marineros desembarcaban los paquetes y las jaulas. Una gran embarcación con dos velas al tercio aguardaba a sotavento de la goleta, y en ella se cargaba el extraño surtido de mercancías. En ese momento no vi las manos que recogían los paquetes, pues el casco del barco quedaba oculto tras el costado de la goleta.

Ni Montgomery ni su acompañante me prestaron la menor atención, ocupados como estaban en ayudar y dirigir a los cuatro o cinco marineros que descargaban las mercancías. Me sentía desesperado. En un par de ocasiones, mientras esperaba que las cosas se resolvieran por sí solas, no pude resistir la tentación de reírme de mi triste situación. Lo que más me molestaba era que no podía desayunar. El hambre y la falta de glóbulos rojos le quitan la entereza a cualquiera. Era consciente de que carecía de fuerza tanto para oponerme a los designios del capitán como para imponerme sobre Montgomery y su compañero, de modo que opté por esperar pacientemente, mientras seguían trasladando las pertenencias de Montgomery a la lancha como si yo no existiera.

Concluido el trabajo comenzó la pelea; me arrastraron hacia la pasarela sin que apenas ofreciera resistencia, si bien pude fijarme en los extraños y oscuros rostros de los dos hombres que estaban con Montgomery en la lancha. Pero la lancha estaba ya completamente cargada y se alejaba rápidamente. Divisé debajo de mí un espacio de agua verde que se ensanchaba cada vez más, y tiré hacia atrás con todas mis fuerzas para no caer de cabeza.

Los hombres de la lancha lanzaban exclamaciones de burla, y oí que Montgomery los insultaba. Luego, el capitán, el piloto y uno de los marineros que lo ayudaban me empujaron hacia popa. Habían remolcado el chinchorro del Lady Vain, que estaba medio lleno de agua, sin remos ni provisiones. Me negué a subir a bordo y me tumbé en cubierta. Finalmente, me bajaron por una cuerda, pues no tenían escala de popa; luego cortaron la cuerda y me dejaron a la deriva.

Me alejaba lentamente de la goleta. Vi con estupor que todas las manos se ocupaban del aparejo y, despacio pero con seguridad, la goleta viró en la dirección del viento, que hinchaba y ondeaba las velas. Me quedé mirando el maltrecho costado de la goleta, que se escoraba de forma abrupta hacia mí. Finalmente desapareció de mi campo visual.

No me volví para mirarla. Al principio apenas daba crédito a lo ocurrido. Permanecí encogido en el suelo del chinchorro, atontado y con la mirada perdida en el mar tranquilo como una balsa de aceite. Entonces comprendí que volvía a mi pequeño infierno, esta vez medio empapado. Miré hacia atrás, por la borda, y vi alejarse a la goleta y al capitán pelirrojo burlándose de mí desde el coronamiento de popa; luego, volviéndome hacia la isla, vi la lancha, cada vez más pequeña, acercándose a la playa.

De pronto comprendí claramente la crueldad de mi abandono. No había manera de llegar a tierra, a menos que tuviera la suerte de que fuera arrastrado por la corriente. Además, seguía estando muy débil tras mi aventura en el bote; tenía el estómago vacío y me sentía mareado, de lo contrario habría mostrado más valor. Rompí a llorar como no lo hacía desde que era niño. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. En un arrebato de desesperación golpeé con los puños el agua que había en el suelo y la emprendí a patadas contra las paredes del bote. Le rogué a Dios en voz alta que me dejara morir.

La isla del doctor Moreau

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