Читать книгу Hey! Julio Iglesias y la conquista de América - Hans Laguna - Страница 4

Prólogo

Оглавление

«¡Anda que no hay gente de la que hablar en lugar de Julio Iglesias! ¿Qué necesidad tienes de reivindicar nada de ese hombre?»

MENSAJE DE WHATSAPP DE MI AMIGA PAULA EN FEBRERO DE 2019

Me topo con un vídeo que me deja el ceño fruncido. Se trata de un dueto de Julio Iglesias con Willie Nelson, el mítico cantante de country. Es 1986 y están en el Farm Aid, un festival benéfico fundado por Nelson para ayudar a los granjeros estadounidenses ahogados por las deudas hipotecarias. El concierto es al aire libre, multitudinario, con un ambiente festivo de familias blancas sureñas. El fondo del escenario lo ocupan unos paneles con las estrellas de la bandera de los Estados Unidos.

Willie lleva sus pintas habituales, un híbrido entre hippie y white trash: barba, pelo largo asomando tras el sombrero de cowboy, camiseta de tirantes y unos pantalones vaqueros recortados muy arriba. El look de Julio también proyecta con nitidez la esencia de su personaje, aunque en las antípodas del de Willie: bronceado nivel mandarina, camisa blanco nuclear, americana cruzada Ralph Lauren azul marino con botones dorados, pantalones rojos muy altos y zapatos veraniegos también rojos, sin calcetines. La pareja que forman es sin duda extraña. Uno parece venir de fumar porros en una autocaravana, el otro de desayunar marisco en su yate. Al cantar, sin embargo, ambos se miran y sonríen como dos camaradas que se lo pasan bien. A pesar del abismo ético y estético que les separa, se diría que entre ellos hay complicidad.

Nadie parece sentirse incómodo en este disparate. Mientras Nelson improvisa breves punteos a la guitarra con su estilo destartalado, detrás de él un tipo con camisa hawaiana y shorts toca la armónica y deambula como Pedro por su casa. En los laterales del escenario un montón de técnicos y mirones se pasean también con actitud relajada. Y JI desempeña a la perfección su papel, que consiste precisamente en dar la impresión de ser alguien que está siempre a gusto consigo mismo, incluso en su condición de extraterrestre recién aterrizado en medio de Texas. Al acabar la canción, el público aplaude con entusiasmo y Willie grita eufórico el nombre de su invitado: «¡Huliou Iglesies!».

A pesar del buen rollo generalizado, algo no me cuadra. Concretamente me fijo en el batería, que lleva un sombrero lleno de insignias y se pasa la canción haciendo un gesto burlón con la cara [ver FIG. 1]. ¿Se está riendo de Julito? De pronto, esa mueca se convierte en una grieta que amenaza con derrumbar el edificio entero. ¿No estará todo el mundo mofándose disimuladamente de él? ¿Acabo de presenciar una gran farsa? Me imagino a Iglesias en el backstage después del concierto, chapurreando inglés y tratando de encandilar a Willie y su banda con su charme de pijo todoterreno. ¿Lo consigue? ¿Se respetan entre sí, como compañeros de profesión que son? ¿O hay, latente, un desprecio mutuo?

Antes debo resolver una duda: ¿qué demonios hace JI allí? Hasta este vídeo, siempre lo he visto interpretarse a sí mismo en contextos donde su aceptación está garantizada de antemano. Y cantar para miles de granjeros con chaleco y mullet no es en absoluto uno de esos entornos. Nuestro hombre parece salir airoso, pero es la primera vez que le veo desplegar sus encantos fuera de su perímetro de seguridad. ¿Por qué se expuso de esa manera? ¿Eran Willie y Julio amigos de verdad? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que yo no tuviera ni idea de que JI se había paseado por la América profunda de la mano de una leyenda del country?

Estas preguntas inauguraron mi interés por la relación de Iglesias con los Estados Unidos. J Balvin dijo que «la gente ve la gloria, pero no sabe la historia». En el caso de Julio, yo desconocía tanto su gloria como la historia que había detrás, y en este libro me he propuesto explicarlas.

El español entró en el mundo de la música por casualidad y durante sus primeros años concibió el oficio de cantante como algo provisional. A principios de los setenta estaba estancado en España y por ello empezó a expandirse internacionalmente, aunque lo hizo sin demasiadas expectativas de que la cosa fuese a cuajar. Su mánager Alfredo Fraile cuenta que Julio era alguien inseguro y dubitativo que, en sus primeras visitas a Latinoamérica, no deshacía del todo la maleta pensando que los conciertos se iban a cancelar y que tendría que regresar a Madrid en cualquier momento. Poco a poco, sin embargo, Julio empezó a creer en sus posibilidades a medida que cosechaba éxitos. Su ambición fue creciendo hasta apoderarse de todos sus planes de vida: «Siempre quería más: más amor, más casas, más discos, más éxito», dijo su jefe de prensa Fernán Martínez. A finales de los setenta, Julio se fue a vivir a Miami para preparar el asalto a los Estados Unidos, país que necesitaba conquistar para cumplir su objetivo último de convertirse en un artista «universal».

Julio se negó a hablar en términos militares: «Yo no conquisto nada. La conquista fue hace quinientos años. Yo canto, soy un cantante», dijo en el programa de Phil Donahue. Sin embargo, «conquista» es un concepto muy apropiado para referirse a la gran campaña que en 1984 le permitió convertirse en una estrella en los EE. UU. Tal y como descubrí en mi investigación, la campaña estuvo liderada por las empresas más poderosas de la industria del entretenimiento. Durante casi dos años estas empresas llevaron a cabo una serie de tácticas publicitarias y de relaciones públicas que supieron exprimir las cualidades personales de Julito hasta lograr, finalmente, que el crooner español se codeara con Bruce Springsteen y Prince en los primeros puestos de las listas de ventas estadounidenses. Tales procedimientos comunicativos siguen utilizándose hoy día para que un artista penetre en un nuevo mercado, como sucede con la actual ofensiva yanqui de Rosalía, quien por cierto ha sido descrita por The New York Times como «la mayor exportación del pop español desde Julio Iglesias».

Las hazañas de Julio no terminan en la década de los ochenta. En 2013, nuestro protagonista recibió en Pekín el Récord Guinness por ser el artista latino que más discos ha vendido en el mundo, concretamente doscientos cincuenta millones de copias. Obviando este galardón oficial, la mayoría de rankings que se pueden encontrar en internet, confeccionados desde una óptica anglocéntrica, omiten al cantante español o rebajan sus ventas a cien o ciento veinte millones. No existe una métrica certificada a nivel global, pero por lo que puedo comprobar el Récord Guinness convierte a Julio, junto a Elton John y Madonna, en el artista vivo más vendedor de la historia. Hoy día el éxito de un músico se mide por el número de plays y views, pero hubo un tiempo en que lo importante era que la gente fuera a una tienda y se gastara su dinero en un álbum. Y, con esas reglas, a Julito solo le superan mitos ya desaparecidos como Michael Jackson, Elvis Presley y los Beatles.

A pesar de sus logros, la crítica musical ha ignorado sistemáticamente a Iglesias. Para hacernos una idea de la magnitud del olvido, basta decir que encuentro más reseñas de mis discos que de los de Julio, y eso que yo no paso de ser un músico independiente con un puñado de escuchas en Spotify. Este desdén no solo afecta a la dimensión musical de Iglesias, sino a su figura en general. Su personaje de latin lover ha alimentado durante décadas las fantasías de mujeres en todo el planeta, pero no existe ningún ensayo que analice a JI como fenómeno cultural. En Google Scholar, el rastreador especializado en el ámbito académico, solo hay dos artículos menores dedicados al cantante; pueden encontrarse, en cambio, numerosas publicaciones que realizan análisis semióticos de los videoclips de Madonna.

Lo que sí se ha escrito en abundancia sobre Julio son noticias. Además de cubrir sus lanzamientos discográficos, conciertos y entrevistas promocionales, los periodistas llevan décadas hablando de su estado de salud, la relación que tiene con sus hijos o sus inversiones inmobiliarias. De Julito interesa únicamente su vida. No es de extrañar que los únicos libros que se han publicado sobre él hayan sido biografías (apenas media docena, en castellano y en inglés, y muy convencionales). Tampoco debe sorprendernos que periódicamente aparezcan artículos de prensa, especiales televisivos o podcast que repasan las luces y sombras de su trayectoria, casi siempre con la lógica del clickbait y a partir de informaciones más que trilladas. A este carro también se han querido subir gigantes como Disney o Netflix, que en los últimos años negocian con Iglesias —de momento infructuosamente— para sacar adelante series de ficción y documentales acerca de sus andanzas. Incluso el propio Julio ha anunciado que prepara una segunda autobiografía, con la que pretende combatir, antes de morir, las numerosas mentiras que circulan sobre su persona: «Si tengo que contar la historia de mi vida, nadie la va a contar más ciertamente y mejor que yo», escribió en su cuenta de Instagram en 2021.

Vemos, así, que las actitudes que hasta la fecha han predominado frente a JI han sido dos: el salseo sobre su vida por parte de los medios y la indiferencia general —cuando no el desprecio— por parte de la intelectualidad. La tendencia sensacionalista de gran parte del periodismo no requiere mayores aclaraciones, pero sí me gustaría apuntar por encima algunas razones que podrían explicar por qué la crítica cultural ha desdeñado al músico latino más importante del siglo XX.

Para empezar, puede mencionarse el sesgo etnocéntrico de quienes se dedican a estudiar la cultura de masas. Los despachos de la gran industria musical siempre se han situado en los Estados Unidos y el Reino Unido, y tanto sus ejecutivos como sus principales artistas han provenido también de esos dos lugares. Esta lógica anglófila, que ha relegado a la música hispana a una posición marginal, se ha reproducido en el mundo de la crítica musical en general. Pensemos en la atención que ha recibido en la literatura especializada el contrato de Michael Jackson con Pepsi en comparación con el de Iglesias con Coca-Cola, el cual, a pesar de ser de la misma época y tener una mayor importancia económica y geográfica, ha sido ampliamente ignorado por los estudiosos.

Se puede además señalar la antipatía que un personaje a priori derechoso como Iglesias —cercano a los poderosos, machista y patriotero— despierta en un colectivo, el de los críticos culturales, que suele manifestar una ideología presuntamente progresista. Pero ¿acaso los críticos no hacen la vista gorda con otros músicos de tendencias conservadoras? Es más, ¿no sería el carácter antisubversivo de Julio un argumento para interesarse por él, habida cuenta de la enorme presencia mediática de la que ha gozado durante décadas?

Por otro lado, los periodistas musicales, instalados en el paradigma rockero de la autenticidad y la rebeldía, no han concebido a Iglesias como un artista genuino, sino como alguien más preocupado por su imagen que por hacer buenos discos (una acusación lanzada por lo común contra las estrellas del pop, sobre todo femeninas). A este descrédito artístico contribuiría la idea de que las dotes vocales de Julio no justifican su ascenso a lo más alto de la industria musical. Más que un verdadero cantante, es visto como un excelente empresario de sí mismo que ha sabido moverse en el showbiz (en este libro me encargo de confirmar esto último, pero también de desmentir lo primero).

La exagerada exposición mediática de Julio, sobre todo en la prensa del corazón, tampoco le habría ayudado a granjearse una buena reputación entre la intelligentsia musical. Como reconoció él mismo en 2004, su fama ha sido tan grande y duradera que ha acabado por jugar en su contra: «Cuando tienes un cuadro colgado en tu pared por mucho tiempo, dejas de prestarle atención. Te cansas de él, aunque sea un Picasso. Cuando la siguiente generación hereda el cuadro, lo vende». Así, Iglesias habría sido víctima de la paradoja apuntada por Edgar Allan Poe en su cuento «La carta robada»: pasar desapercibido precisamente por estar demasiado a la vista.

El manual del buen analista musical también nos dice que las canciones de Iglesias carecen de valor musical y literario. No se consideran vehículos expresivos legítimos, sino mercancías pensadas para despertar emociones baratas en personas con un oído poco cultivado. Julio sería el «Rey de la Melaza» cuya «especialidad real» consistiría en «hacer negocio» con sus «lacrimosos» discos, como dijo un indignado redactor de la revista Metal cuando se rumoreó que el español iba a cantar un «bolero eléctrico» con el grupo Judas Priest.

Es aquí donde se manifiesta con especial claridad el elitismo de los plumillas musicales y demás integristas del «buen gusto». En Música de mierda, un ensayo publicado en 2014, Carl Wilson denuncia los reparos clasistas que históricamente los críticos —con él a la cabeza— han manifestado contra la música empalagosa y sensiblera. La estrategia del autor consiste en hacer autocrítica y analizar el desprecio que le produce la cantante Céline Dion y su público, compuesto por seres inmaduros que se dejan impresionar por el torrente sentimentaloide de la canadiense. Aunque Dion sea una intérprete mucho más virtuosa que Iglesias, la mayoría de los prejuicios elitistas que desmonta Wilson son perfectamente aplicables al caso del español.

A rebufo de Música de mierda, diversos comentaristas que antaño exhibían su capital cultural adorando el post-rock y el ambient han pasado a abrazar las baladas románticas, el reguetón y cualquier otro estilo que huela a populacho. Como dice la filósofa Marina Garcés, se trata de una «vanguardia arrepentida de ser vanguardia» que expía el «pecado de la arrogancia minoritaria» mediante «la humildad» de lo popular. Curiosamente, estos arrepentidos llevan un tiempo reivindicando a iconos como Raphael, Camela o Lola Flores, pero de momento Julio no está ni se le espera.

Un servidor comparte muchos de los condicionantes de esta reciente hornada de críticos que reniegan del elitismo, pero procuro no dejarme obnubilar por las mágicas propiedades de la música que escucha la plebe. Aunque cargo con el pack completo de culpas (ser varón + blanco + cuarentón + heterosexual + con estudios universitarios + con una camiseta del Goo de Sonic Youth en el fondo del armario), no utilizo la música «cursi» y «nada seria» de Iglesias (así la definió él mismo) para redimirme de ellas. Siguiendo un texto que Theodor W. Adorno escribió nada menos que en 1932, defiendo la relevancia de JI contra los talibanes de la «buena música», pero también contra los nuevos entusiastas de la música comercial:

Hay que abandonar la soberbia característica de una comprensión de la música «seria» que cree poder ignorar por completo el único material musical que hoy día consume la inmensa mayoría de la gente. El kitsch se debe interpretar y defender contra todo aquello que es meramente arte mediocre elevado […] Por otro lado, sin embargo, uno no debe caer víctima de una tendencia —que está muy de moda […]— de glorificar el kitsch y considerarlo el arte verdadero de nuestra época solo por su popularidad.

Al ocuparme del artista que más discos vendió en el mundo durante la primera mitad de los años ochenta, he intentado no idealizar los gustos musicales de la mayoría, esto es, no atribuirles virtudes democráticas por el mero hecho de ser mayoritarios. Sería un error considerar que la cultura de masas es una cultura realmente comunitaria y popular, es decir, que pertenece de veras al pueblo. Como advirtió Raymond Williams, el entretenimiento masivo se halla de facto «muy lejos de la clase trabajadora, puesto que se trata de una cultura que ha sido instituida, financiada y puesta en funcionamiento por la burguesía, y sigue siendo típicamente capitalista en cuanto a su modo de producción y distribución».

A pesar de ello, la industria musical elabora productos que pueden tener efectos beneficiosos para cierto tipo de consumidores con «un grado de conflicto identitario especialmente intenso», como destaca Richard Dyer. Este autor se refiere en concreto a los adolescentes, las mujeres y los gais, tres colectivos que mantienen unas relaciones especialmente intensas con las estrellas del espectáculo y que padecen «una exclusión (parcial) de la cultura adulta, masculina y heterosexual, respectivamente». El caso de Iglesias, un cantante con un público fundamentalmente femenino, resulta muy interesante desde una perspectiva de género. De hecho, Julio ha sido una figura transversal en términos de clase social, por lo que el ninguneo por parte de la crítica ha tenido seguramente una raíz más machista que clasista.

En Colombia y en países vecinos, las canciones de Iglesias se incluían dentro de la llamada «música de planchar», etiqueta con la que se designaba la música que escuchaban las empleadas domésticas mientras hacían sus tareas. En Estados Unidos, en cambio, Julio se convirtió en un fetiche para las señoras blancas de clase alta; en 1984, la revista Time lo llamó «el sex symbol de la menopausia», capaz de «revivir a las mujeres maduras, especialmente las que están deprimidas y no tienen ilusiones». Fueran las criadas o las señoras que las contrataban, el caso es que Julio era el «héroe de las amas de casa», como lo calificó el semanario británico News of the World. Su presencia en la radio y en la televisión hizo compañía a millones de mujeres que pasaban mucho tiempo solas y que, por razones económicas o de edad, no encajaban en el molde femenino que socialmente se consideraba valioso y deseable.

Además de resultar fértil desde una perspectiva de género, analizar los elementos que permitieron a JI conquistar los Estados Unidos y convertirse en una superestrella en los años ochenta permite anticipar diversas tendencias que se manifestarían en la industria musical tiempo después. Como argumentaré, Julito puede considerarse la primera pop star verdaderamente global, un pionero del personal branding y el padre (o abuelo) del actual auge de la música latina, entre otras avanzadillas.

El grueso del libro está dedicado a los entresijos de su campaña de conquista estadounidense, pero previamente explicaré cómo Iglesias controló de forma magistral todas las dimensiones de su personaje público desde los inicios de su carrera. Para terminar, reflexionaré sobre el precio de la fama a partir de la depresión que Julio padeció tras triunfar en EE. UU. y satisfacer su «deseo de universalidad». Empecemos ya, que hay mucho que contar.

Hey! Julio Iglesias y la conquista de América

Подняться наверх