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DÍA UNO MISTERIOSO ASESINATO EN KREBS’ GATE 25

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El 4 de abril de 1968 fue el jueves de la semana previa a las vacaciones de Pascua. A la hora de comer, tomé un trozo de tarta para celebrar en soledad que llevaba tres meses en una oficina nueva y de mayor tamaño en la comisaría del número 19 de Møllergata. Esta fecha se suele recordar porque a Martin Luther King, el activista por los derechos civiles, lo asesinaron esa misma noche de un tiro en el balcón de un hotel en Memphis, en Tennessee, lo que desató una oleada de conflictos raciales en Estados Unidos.

Un hecho mucho menos comentado en los libros de historia, pero que influyó más en mi vida y en la de los afectados, fue un asesinato que se cometió casi al mismo tiempo en un piso de Torshov, en Oslo. El 4 de abril de 1968 fue uno de los días en los que el teléfono de mi casa en Hegdehaugen sonó por la noche, y una voz nerviosa se apresuró a preguntarme si estaba hablando con «el inspector jefe Kolbjørn Kristiansen». Eran casi las once de la noche y el agente Asbjørn Eriksen, sin resuello, me llamaba para informarme de que habían asesinado a un hombre mayor de un tiro en su piso de Krebs’ gate 25. Las circunstancias eran «de lo más extrañas», según el agitado Eriksen. Eriksen siempre me había parecido un agente sencillo y prudente. Por eso me puse nervioso antes incluso de que pronunciara el nombre de la víctima. Segundos después de que dijera: «Se trata de Harald Olesen», salí disparado hacia el coche, en medio de la noche oscura.

En 1968, Harald Olesen no era lo que hoy en día se conoce como una celebridad. Podían pasar meses entre una de sus apariciones en la prensa nacional y la siguiente. Pero para quienes fuimos niños en la posguerra, la imagen de su rostro aguileño y su cuerpo demacrado aún era el retrato de un héroe. Harald Olesen había sido un conocido político del Partido Laborista en los años treinta. El reconocimiento como uno de los héroes míticos de la Resistencia a nivel nacional no le llegó hasta que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. El propio Olesen se había mostrado bastante reservado y reticente a compartir sus experiencias en la guerra, pero ni eso consiguió disipar las historias a menudo épicas de sus heroicidades como líder de la Resistencia en su comarca natal. Después de la guerra, se le ofreció la oportunidad de entrar a formar parte del Consejo de Ministros y desempeñó el cargo durante cuatro años. Después de ocupar dos puestos de alto nivel, Olesen se convirtió en un nombre y un rostro conocido hasta su jubilación en 1965, a los setenta años. Y ahora, tres años más tarde, el exministro y héroe de la Resistencia yacía muerto en el suelo del salón de su casa.

Cuando volví a casa sobre la una de la madrugada de esa misma noche, después de pasarme dos horas inspeccionando el escenario del crimen e interrogando a testigos, no tuve más remedio que reconocer a regañadientes que la conclusión del agente Eriksen aún se sostenía. Teníamos un cadáver, un escenario del crimen y un asesinato indiscutible. Pero no solo nos faltaban un móvil, un arma homicida y un sospechoso, sino que también teníamos pendiente comprender cómo había conseguido escaparse el asesino del apartamento de la víctima después de disparar el tiro mortal.

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Desde fuera, el número 25 de Krebs’ gate era un edificio de ladrillo de tres pisos bastante corriente en Torshov. La esposa del conserje, que era un hombre de avanzada edad, me recibió a la entrada del edificio y me dijo que el nuevo propietario había arreglado la finca hacía tres años. Entre otras cosas, había instalado un ascensor en el hueco de la escalera y había puesto baños en todos los apartamentos. Por lo demás, el edificio seguía igual que cuando se construyó en los años veinte: gris, robusto y grande. Enseguida me di cuenta de que tanto el edificio como la mujer del conserje parecían sacados directamente de la novela de Oskar Braaten La guarida del lobo.

El dramático suceso que tuvo lugar en el número 25 de Krebs’ gate el jueves 4 de abril de 1968 comenzó a las diez y cuarto. Desde el apartamento de la derecha del segundo piso se oyó un disparo que retumbó hasta la primera planta. El vecino de Olesen del 2.º B iba de camino a su apartamento y se encontraba charlando animadamente con uno de los vecinos del bajo. Cuando oyeron el disparo en el apartamento de Olesen en el 2.º A, subieron corriendo de inmediato por las escaleras. La puerta del apartamento de Olesen estaba cerrada con llave, y no se oía ni un ruido en el interior. Dos minutos más tarde, un inquilino dejó a su mujer y a su hijo pequeño en casa y se unió a los vecinos en el rellano del segundo piso. La esposa del conserje subió a continuación. El otro vecino del bajo iba en silla de ruedas, por lo que tardó unos minutos en subir a la segunda planta en el ascensor. La última de los ocho vecinos adultos, una joven sueca que vivía en el primero, se quedó en casa, con la puerta cerrada, hasta que la policía llamó a la puerta media hora más tarde.

Los vecinos que esperaban en el rellano no pudieron abrir la puerta hasta que la mujer del conserje llevó la llave maestra. Tras un breve debate, decidieron no cruzar el umbral hasta que llegara el agente Eriksen, cosa que ocurrió media hora más tarde. No tardaron en comprobar que su temor a un posible tiroteo era infundado. En el apartamento no había señales de vida ni rastro de arma alguna. Harald Olesen yacía en el suelo, en medio del salón, con una herida de bala en el lado izquierdo del pecho. La bala lo había atravesado y había seguido su curso hasta la pared. Por lo demás, el apartamento estaba tal y como la esposa del conserje lo recordaba: sin asesino y sin arma homicida.

La ausencia de un arma descartaba la teoría de que se tratara de un suicidio. Sin embargo, no había indicios de que hubiera otra persona en el piso, ni tampoco señal alguna que desvelara cómo se las había arreglado el asesino para huir del lugar de los hechos. El de Harald Olesen era un apartamento sencillo y funcional, con dos dormitorios, salón, baño y cocina propios. No tenía balcón. La ventana, con sus nueve metros de caída libre al asfalto, era una vía de escape muy poco probable. La posibilidad de una huida por medio de sogas o equipos de escalada se descartó al ver que todas las ventanas estaban cerradas desde dentro.

La puerta de entrada parecía la única opción posible. Si el asesino o asesina había conseguido entrar, podría haber salido de la misma manera. La puerta tenía un cerrojo y la cadena no estaba echada. Sin embargo, la primera pregunta era cómo se había podido escabullir el asesino en los escasos segundos transcurridos entre el disparo y la llegada de los primeros vecinos. La segunda pregunta sería cómo había conseguido abandonar el edificio. El tercer piso era el más alto, y solo se podía bajar por el ascensor o por las escaleras. Si el asesino se hubiera valido de cualquiera de las dos opciones, se habría topado con los inquilinos que subían. Los dos primeros vecinos tenían coartada, porque estaban juntos y podían responder el uno por el otro. La posibilidad de que existiera algún tipo de conspiración entre ellos se veía desmentida por la ausencia de arma homicida y por el escaso tiempo transcurrido antes de que llegara el siguiente vecino. Todos los inquilinos afirmaron que el ascensor no se había movido de la planta baja en los minutos inmediatamente anteriores y posteriores al disparo. El ascensor estaba vacío tanto cuando la esposa del conserje pasó por delante de él como cuando el vecino del bajo, que iba en silla de ruedas, abrió la puerta unos minutos más tarde. Además, resultaba imposible que alguien hubiera conseguido huir por medio del ascensor y pasar desapercibido tanto para los vecinos que subieron por las escaleras como para la esposa del conserje, que estaba junto a la entrada del edificio.

Desde las once y media de la noche, los agentes de policía que estaban disponibles registraron con minuciosidad el piso y el resto del edificio y no encontraron ni el arma ni nada que pudiera contribuir a desvelar el misterio. A la mujer del conserje le habían pagado cuatro horas para limpiar el piso de la víctima el fin de semana anterior, y había aprovechado bien el tiempo. Sin embargo, no había limpiado sus propias huellas, las únicas que encontramos en el apartamento de Harald Olesen.

Mientras sucedía todo esto, barajé la posibilidad de que el asesino no hubiera llegado a entrar en el edificio, sino que hubiera disparado desde otro distinto. Esta teoría, a la que llegué por eliminación, no se sostenía. En primer lugar, porque todo apuntaba a que Harald Olesen estaba sentado frente a un muro grueso y sin ventanas en el momento del disparo. Y en segundo lugar, y por si no fuera todo ya bastante complicado, porque todas las ventanas de la sala estaban intactas.

Aparte del cadáver con una herida de bala en el pecho y la propia bala en la pared del fondo, no había signos de violencia en el apartamento. Harald Olesen yacía en el suelo, junto a una mesa con pasteles y café para dos. Había bebido de su taza, como mostraban las huellas que había dejado impresas en ella, mientras que la taza del otro lado de la mesa estaba intacta. Al parecer, Harald Olesen esperaba visita, pero no había forma de saber quién lo había visitado, ni si esa persona era quien lo había asesinado.

Las albóndigas que habían sobrado de la cena estaban en la encimera de la cocina, junto al fregadero. En la nevera había leche, pan, queso y embutido para el desayuno de la mañana siguiente. La radio de la mesa de la cocina estaba enchufada. En el tocadiscos había un vinilo de la Orquesta Filarmónica de Viena. Estaba claro que la muerte había llegado de forma inesperada al 2.º A de Krebs’ gate 25.

A la una de la madrugada del 5 de abril de 1968, tenía claro que no había mucho más que investigar en el escenario del crimen. Dejé a un agente haciendo guardia en el segundo y a otro, en la calle, justo a la salida del edificio. Le pedí al forense que me hiciera llegar el informe lo antes posible, y también las copias del padrón y de los antecedentes penales de todos los inquilinos de Krebs’ gate 25. Después envié a los vecinos a la cama y les rogué que se quedaran en casa, preparados para un interrogatorio que tendría lugar a la mañana siguiente.

La noche del asesinato ya tenía claro que lo más probable era que el asesino fuese uno de los vecinos de la víctima. Nada apuntaba a que alguien más hubiera estado en el edificio cuando sucedió todo. Por suerte, por entonces aún no me podía imaginar lo difícil que sería descubrir de qué apartamento había salido el asesino.

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