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Aquella mañana llegué temprano a mi despacho. En media hora tendría a Chamique Johnson, la víctima, en el estrado. Estaba repasando las notas, pero cuando dieron las nueve ya había terminado. Así que llamé al detective York.

—La señora Pérez mintió —dije.

Escuchó mis explicaciones.

—Mintió —repitió York en cuanto terminé de hablar—. ¿No cree que es un poco fuerte?

—¿Cómo lo llamaría usted?

—¿Que se equivocó?

—¿Se equivocó en el brazo en el que su hijo tenía la cicatriz?

—Pues sí, por qué no. Ya sabía que no era él. Es natural.

No me lo tragaba.

—¿Tienen algo nuevo en el caso?

—Creemos que Santiago estaba viviendo en Nueva Jersey.

—¿Tiene su dirección?

—No. Pero tenemos una novia. O creemos que es la novia. Al menos una amiga.

—¿Cómo la han encontrado?

—Por el móvil vacío. Llamó buscándole.

—¿Y quién era en realidad? Me refiero a Manolo Santiago.

—No lo sabemos.

—¿La novia no se lo ha dicho?

—La novia sólo le conocía como Santiago. Ah, una cosa importante.

—¿Qué?

—Su cadáver fue trasladado. Ya estábamos seguros de esto al principio. Pero ahora nos lo han confirmado. Nuestro forense dice, basándose en el sangrado o algún detallito por el estilo que ni entiendo ni quiero entender, que Santiago estaba muerto probablemente una hora antes de que lo tiraran allí. Han hallado fibras de alfombra y cosas así. La investigación preliminar cree que proceden de un coche.

—¿Así que a Santiago lo asesinaron, lo metieron en un maletero y lo abandonaron en Washington Heights?

—Es nuestra hipótesis de trabajo.

—¿Tienen la marca del coche?

—Todavía no. Pero el forense dice que es algo antiguo. Por ahora sólo sabe esto, pero siguen investigando.

—¿Cómo de antiguo?

—No lo sé. No es nuevo. Por favor, Copeland, tómeselo con calma.

—Tengo un gran interés personal en este caso.

—Hablando de Roma.

—¿Qué?

—¿Por qué no nos echa una mano?

—¿En qué?

—En que tengo una cantidad de casos de locura. Ahora tenemos una posible conexión en Nueva Jersey: probablemente Santiago vivía allí. O al menos vive allí su novia. Y allí es exclusivamente donde le veía, en Nueva Jersey.

—¿En mi condado?

—No, creo que en el Hudson. O puede que en Bergen. Mire, ni idea. Pero está muy cerca. Y permita que añada algo al batiburrillo.

—Le escucho.

—Su hermana vivía en Nueva Jersey, ¿no?

—Sí.

—No es mi jurisdicción. Probablemente usted podría reclamar el caso, aunque no sea en su condado. Abrir el caso antiguo, no creo que nadie más lo reclame.

Lo pensé un momento. En parte me estaba camelando. Esperaba que yo hiciera parte de su trabajo de campo y después llevarse él la gloria, pero me parecía bien.

—Esa novia —dije— ¿tiene un nombre?

—Raya Singh.

—¿Y una dirección?

—¿Va a hablar con ella?

—¿Le importa?

—Mientras no se cargue mi caso, puede hacer lo que le plazca. Pero ¿puedo darle un consejo de amigo?

—Por supuesto.

—Ese perturbado, el Monitor Degollador. He olvidado su nombre.

—Wayne Steubens —dije.

—Usted le conoció, ¿no?

—¿Ha leído el expediente del caso? —pregunté.

—Sí. Le investigaron a fondo por culpa de eso, ¿no?

Todavía recuerdo al sheriff Lowell, y su expresión de escepticismo. Comprensible, por supuesto.

—¿A dónde quiere ir a parar?

—Sólo esto: Steubens sigue intentando anular su condena.

—Nunca le juzgaron por esos cuatro primeros asesinatos —dije—. No los necesitaban, tenían pruebas más sólidas en los otros casos.

—Lo sé. Aun así estaba relacionado con ellos. Si realmente se trata de Gil Pérez y Steubens se enterara, no sé, podría ayudarle. ¿Entiende a qué me refiero?

Me estaba diciendo que fuera discreto hasta que tuviera algo seguro. Estaba de acuerdo. Lo último que quería era ayudar a Wayne Steubens.

Colgamos. Loren Muse asomó la cabeza en mi despacho.

—¿Tienes algo nuevo para mí? —pregunté.

—No, lo siento. —Miró su reloj—. ¿A punto para tu gran presentación?

—Totalmente.

—Pues vamos. Empieza el espectáculo.

—El pueblo llama a Chamique Johnson.

Chamique iba vestida de modo conservador pero no de una forma exagerada. Se le veía el estilo. Se le veían las curvas. Incluso hice que se pusiera tacones. A veces uno intenta obstruir la visión del jurado. Y hay veces, como ésta, en que tu única posibilidad es que vean todo el panorama, verrugas incluidas.

Chamique mantuvo la cabeza alta. Sus ojos iban de derecha a izquierda, no de una forma deshonesta, al estilo Nixon, sino como si estuviera alerta por si le caía algún golpe. Llevaba un poco de exceso de maquillaje. Pero eso tampoco importaba. La hacía parecer una chica haciéndose pasar por una adulta.

Había gente en mi oficina que no estaba de acuerdo con mi estrategia. Pero yo creía que si tienes que hundirte, es mejor hundirte con la verdad. Y eso es lo que estaba dispuesto a hacer.

Chamique dijo su nombre y juró sobre la Biblia antes de sentarse. Le sonreí y la miré a los ojos. Chamique me saludó con una inclinación de cabeza, como dándome el visto bueno para empezar.

—Trabaja de estríper, ¿no?

Que empezara con una pregunta como ésta, sin ningún preliminar, sorprendió al público. Se oyeron algunas exclamaciones. Chamique pestañeó. Tenía una idea aproximada de lo que yo pretendía hacer, pero no había sido muy concreto intencionadamente.

—A tiempo parcial —dijo.

No me gustó esta respuesta. Era demasiado cautelosa.

—Pero se desnuda por dinero, ¿no?

—Sí.

Eso me gustó más. Sin vacilación.

—¿Se desnuda en clubes o en fiestas privadas?

—En los dos.

—¿En qué club se desnuda?

—En el Pink Tail. Está en Newark.

—¿Cuántos años tiene? —pregunté.

—Dieciséis.

—¿No es necesario tener dieciocho para hacer estriptís?

—Sí.

—¿Cómo lo hace entonces?

Chamique se encogió de hombros.

—Conseguí un carné falso, pone que tengo veintiuno.

—¿Así que ha vulnerado la ley?

—Supongo que sí.

—¿Ha vulnerado la ley o no? —pregunté.

Lo dije con una voz un poco dura. Chamique lo entendió. Quería que fuera sincera. Quería que —perdón por la bromita, que se desnudara— fuera totalmente honesta. La dureza fue un recordatorio.

—Sí, vulneré la ley.

Miré hacia la mesa de la defensa. Mort Pubin me miraba como si me hubiera vuelto loco. Flair Hickory tenía las palmas de las manos apretadas, y el dedo índice apoyado en los labios. Sus dos clientes, Barry Marantz y Edward Jenrette, llevaban americanas azules y estaban pálidos. No parecían presuntuosos, seguros de sí mismos, ni perversos. Parecían contritos y asustados y muy jóvenes. Un cínico diría que era intencionado, que sus abogados les habían aconsejado cómo sentarse y qué expresiones poner. Pero yo sabía que no. Aun así no permití que eso me afectara.

Sonreí a mi testigo.

—No es la única, Chamique. Encontramos un montón de carnés falsos en la fraternidad de sus violadores, para poder salir y disfrutar de fiestas para adultos. Al menos usted lo hizo para ganarse la vida.

Mort se puso de pie.

—Protesto.

—Aceptada.

Pero ya estaba dicho. Como dice el refrán: «Lo dicho, dicho está».

—Señorita Johnson —continué—, no es virgen, ¿no es así?

—No.

—De hecho, tiene un hijo y es soltera.

—Sí.

—¿Cuántos años tiene?

—Quince meses.

—Dígame, señorita Johnson: ¿El hecho de no ser virgen y tener un hijo siendo soltera la convierte en un ser humano inferior?

—¡Protesto!

—Aceptada. —El juez, un tal Arnold Pierce, de cejas pobladas, me miró con mala cara.

—Sólo pongo de relieve lo obvio, señoría. Si la señorita Johnson fuera una rubia de clase alta de Short Hills o Livingstone...

—Resérvelo para las conclusiones, señor Copeland.

Lo haría. Y lo había usado para la apertura. Me dirigí a la víctima.

—¿Le gusta ser estríper, Chamique?

—¡Protesto! —Mort Pubin estaba de pie otra vez—. Irrelevante. ¿A quién le importa si le gusta ser estríper o no?

El juez Pierce me miró.

—¿Y bien?

—Hagamos una cosa —dije, mirando a Pubin—. Yo no le preguntaré por el estriptís si usted tampoco lo hace.

Pubin se quedó inmóvil. Flair Hickory todavía no había hablado. No le gustaba protestar. En general a los jurados no les gustan las protestas. Creen que estás ocultando algo. Flair quería caer bien. Por eso hacía que Mort se encargara del trabajo sucio. Era la versión abogado de poli bueno, poli malo.

Volví a mirar a Chamique.

—La noche que la violaron no estaba haciendo estriptís, ¿verdad?

—¡Protesto!

—Presunta violación —corregí.

—No —dijo Chamique—. Me invitaron.

—¿La invitaron a una fiesta en la fraternidad donde viven el señor Marantz y el señor Jenrette?

—Sí.

—¿Le invitó el señor Marantz o el señor Jenrette?

—No.

—¿Quién la invitó?

—Otro chico que vivía allí.

—¿Cómo se llama?

—Jerry Flynn.

—Ya. ¿Cómo conoció al señor Flynn?

—La semana anterior había trabajado en la fraternidad.

—Cuando dice que trabajó en la fraternidad...

—Hice un estriptís para ellos —acabó Chamique.

Me gustó. Estábamos cogiendo el ritmo.

—¿Y el señor Flynn estaba allí?

—Estaban todos.

—Cuando dice «estaban todos»...

Señaló a los dos acusados.

—Ellos también estaban. Y un puñado de chicos.

—¿Cuántos calcula usted?

—Veinte, puede que veinticinco.

—De acuerdo, pero ¿fue el señor Flynn quien la invitó a la fiesta una semana después?

—Sí.

—¿Y usted aceptó la invitación?

Ya tenía los ojos húmedos, pero mantuvo la cabeza alta.

—Sí.

—¿Por qué decidió ir?

Chamique lo pensó un momento.

—Era como si un multimillonario te invitara a su yate.

—¿Estaba impresionada con ellos?

—Sí, claro.

—¿Y por su dinero?

—Eso también —dijo.

Me encantó esta respuesta.

—Y Jerry fue bueno conmigo cuando fui a hacer estriptís —continuó.

—¿El señor Flynn la trató bien?

—Sí.

Asentí. Me estaba adentrando en territorio muy peligroso, pero me lancé.

—Por cierto, Chamique, volviendo a la noche que la contrataron como estríper... —Noté que la voz se me volvía más profunda—. ¿Realizó otros servicios para alguno de los hombres del público?

La miré a los ojos. Tragó saliva, pero aguantó el tipo. Habló en voz baja, sin desafíos.

—Sí.

—¿Fueron favores de carácter sexual?

—Sí.

Bajó la cabeza.

—No se avergüence —dije—. Necesitaba el dinero. —Señalé la mesa de la defensa—. ¿Cuál es su excusa?

—¡Protesto!

—Aceptada.

Pero Mort Pubin no había terminado.

—Señoría, ¡esa afirmación ha sido una ofensa!

—Es una ofensa —acepté—. Debería castigar a sus clientes inmediatamente.

Mort Pubin se puso rojo. Su voz era un gimoteo.

—¡Señoría!

—Señor Copeland.

Levanté una mano hacia el juez en señal de reconocimiento y contrición. Soy un ferviente creyente en sacar a la luz todas las malas noticias durante mi interrogatorio, es decir a mi manera. Le quitas mucho hierro al asunto.

—¿Estaba interesada en el señor Flynn como posible novio?

Mort Pubin otra vez:

—¡Protesto! ¿Qué relevancia tiene?

—¿Señor Copeland?

—Sin duda es relevante. Ellos dirán que la señorita Johnson está inventando los cargos para aprovecharse económicamente de sus clientes. Intento establecer el estado de ánimo de la señorita Johnson aquella noche.

—Lo permitiré —dijo el juez Pierce.

Repetí la pregunta.

Chamique hizo una mueca y eso delató su edad.

—Jerry estaba fuera de mi alcance.

—¿Pero?

—Pero... no sé. Nunca había conocido a alguien como él. Me abrió una puerta para que pasara. Era tan amable. No estoy acostumbrada.

—Y es rico. Comparado con usted.

—Sí.

—¿Eso era importante para usted?

—Claro.

Me encantó su sinceridad.

Los ojos de Chamique fueron rápidamente hacia el jurado. La expresión desafiante había vuelto.

—Yo también tengo sueños.

Dejé que esto calara antes de continuar.

—¿Y qué sueños tenía esa noche, Chamique?

Mort estaba a punto de protestar otra vez, pero Flair Hickory le contuvo poniéndole una mano en el brazo.

Chamique se encogió de hombros.

—Es una tontería.

—Dígamelo de todos modos.

—Pensé que quizá... era una tontería... pensé que quizá podía gustarle, ¿entiende?

—Entiendo —dije—. ¿Cómo fue a la fiesta?

—Cogí un autobús en Irvington y después caminé.

—Y cuando llegó a la fraternidad, ¿el señor Flynn estaba allí?

—Sí.

—¿Seguía mostrándose amable?

—Al principio sí. —Se le escapó una lágrima—. Estuvo muy amable. Fue...

Calló.

—¿Fue qué, Chamique?

—Al principio —le resbaló otra lágrima por la mejilla— fue la mejor noche de mi vida.

Dejé que las palabras calaran. Se le escapó otra lágrima.

—¿Se encuentra bien? —pregunté.

Chamique se secó la lágrima.

—Estoy bien.

—¿Seguro?

Su voz volvía a ser dura.

—Formule su pregunta, señor Copeland —dijo.

Lo hacía estupendamente. El jurado estaba atento, pendiente de todas sus palabras, y le creía.

—¿Hubo un momento en el que el comportamiento del señor Flynn hacia usted cambió?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Le vi susurrar algo a ese otro de allí. —Señaló a Edward Jenrette.

—¿El señor Jenrette?

—Sí, él.

Jenrette intentó encogerse ante la mirada de Chamique. Lo consiguió a medias.

—¿Vio que el señor Jenrette susurraba algo al señor Flynn?

—Sí.

—¿Y qué pasó a continuación?

—Jerry me preguntó si quería dar un paseo.

—¿Se refiere a Jerry Flynn?

—Sí.

—De acuerdo. Cuente lo que sucedió.

—Salimos. Tenían un barril de cerveza. Me preguntaron si quería una. Dije que no. Se comportaba de una forma nerviosa.

Mort Pubin se levantó.

—Protesto.

Hice un gesto de exasperación.

—Señoría.

—Lo permitiré —dijo el juez.

—Adelante —dije.

—Jerry sirvió una cerveza del barril y se quedó mirándola fijamente.

—¿Mirando la cerveza?

—Sí, algo así. Ya no me miraba. Algo había cambiado. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, que todo iba de maravilla. Y entonces —no se le quebró la voz, pero estuvo a punto— me dijo que estaba muy buena y que le gustaba ver cómo me quitaba la ropa.

—¿Eso la sorprendió?

—Sí, nunca me había hablado así antes. Hablaba con voz ronca. —Tragó saliva—. Como los otros.

—Continúe.

—Dijo: «¿Quieres subir a ver mi habitación?»

—¿Qué contestó usted?

—Dije que bueno.

—¿Quería ir a su habitación?

Chamique cerró los ojos. Le cayó otra lágrima. Negó con la cabeza.

—Debe responder en voz alta.

—No —dijo ella.

—¿Por qué subió?

—Quería gustarle.

—¿Y creía que le gustaría si subía con él a su habitación?

—Sabía que no le gustaría si le decía que no —dijo Chamique en voz baja.

Me volví y me acerqué a la mesa. Fingí que consultaba mis notas. Sólo quería que el jurado tuviera tiempo de asumirlo todo. Chamique tenía la espalda recta, la barbilla alta. Intentaba que no se le notara, pero toda ella emanaba dolor.

—¿Qué pasó cuando subió?

—Crucé una puerta. —Volvió a mirar a Jenrette—. Y él me agarró.

De nuevo le hice señalar a Edward Jenrette e identificarle por el nombre.

—¿Había alguien más en la habitación?

—Sí. Él.

Señaló a Barry Marantz. Me fijé en las dos familias detrás de los acusados. Los padres tenían esas expresiones mortuorias en las que parece que les tiran la piel desde atrás, los pómulos parecen demasiado prominentes, los ojos hundidos y rotos. Eran los centinelas, a punto para refugiar a sus vástagos. Estaban destrozados. Me sentí mal por ellos. Lástima. Edward Jenrette y Barry Marantz tenían personas que les protegían.

Chamique Johnson no tenía a nadie.

Parte de mí entendía lo que había sucedido. Empiezas a beber, pierdes el control, olvidas que habrá consecuencias. Tal vez no volverían a hacerlo nunca más. Tal vez ya habían aprendido la lección. Pero, de nuevo, lástima.

Había personas que eran malas hasta el meollo, que siempre serían crueles y desagradables y harían daño a otros. Había otras, tal vez la mayoría de los que pasaban por mi oficina, que sólo metían la pata. Mi trabajo no es diferenciarlo. Eso lo dejaba para el juez cuando dictara la sentencia.

—Bien —dije—, ¿qué sucedió entonces?

—Él cerró la puerta.

—¿Cuál de los dos?

Señaló a Marantz.

—Chamique, para facilitar las cosas, ¿podría llamarle señor Marantz y al otro señor Jenrette?

Ella asintió.

—Así que el señor Marantz cerró la puerta. ¿Qué sucedió entonces?

—El señor Jenrette me dijo que me pusiera de rodillas.

—¿Dónde estaba el señor Flynn en ese momento?

—No lo sé.

—¿No lo sabe? —Fingí sorpresa—. ¿No subió con usted la escalera?

—Sí.

—¿No estaba a su lado cuando el señor Jenrette la cogió del brazo?

—Sí.

—¿Entonces?

—No lo sé. No entró en la habitación. Dejó que se cerrara la puerta.

—¿Volvió a verle?

—Hasta más tarde no.

Respiré hondo y me lancé. Le pregunté a Chamique qué había pasado después. La guié para que contara la agresión. El testimonio fue gráfico. Habló con claridad, como si no fuera con ella. Había mucho que explicar, lo que habían dicho, cómo se habían reído, lo que le habían hecho a ella. Necesitaba detalles. No creo que el jurado quisiera oírlos. Lo comprendía. Pero necesitaba que ella fuera lo más explícita posible, que recordara todas las posiciones, quién estaba presente, quién había hecho qué.

Fue agotador.

Cuando terminamos el testimonio de la agresión, le dejé unos segundos antes de afrontar nuestro mayor problema.

—En su testimonio, afirma que los agresores utilizaron los nombres de Cal y Jim.

—Protesto, señoría.

Fue Flair Hickory, hablando por primera vez. Su voz era tranquila, la clase de tranquilidad que llama la atención.

—No afirmó que se utilizaran los nombres de Cal y Jim —dijo Flair—. Afirmó, tanto en su testimonio como en las declaraciones preliminares, que eran Cal y Jim.

—Lo reformularé —dije en un tono exasperado, como diciéndole al jurado: «No sé por qué se pone tan quisquilloso». Volví mi atención a Chamique.

—¿Quién era Cal y quién era Jim?

Chamique identificó a Barry Marantz como Cal y a Edward Jenrette como Jim.

—¿Se presentaron? —pregunté.

—No.

—¿Cómo supo sus nombres, entonces?

—Los utilizaban entre ellos.

—Según su testimonio, por ejemplo, el señor Marantz dijo: «Inclínala, Jim». ¿Cosas así?

—Sí.

—¿Es consciente de que ninguno de los acusados se llamaba Cal o Jim? —dije.

—Lo sé —dijo ella.

—¿Puede explicárselo?

—No. Sólo digo lo que decían.

No vaciló, no intentó poner una excusa, fue una buena respuesta. Abandoné el tema.

—¿Qué pasó después de que la violaran?

—Hicieron que me lavara.

—¿Cómo?

—Me metieron en una ducha. Me enjabonaron. La ducha tenía un mango con teléfono. Me hicieron limpiarla.

—¿Y a continuación?

—Me quitaron la ropa, dijeron que iban a quemarla. Me dieron una camiseta y unos pantalones cortos.

—¿Y después?

—Jerry me acompañó a una parada de autobús.

—¿El señor Flynn le dijo algo durante el trayecto?

—No.

—¿Ni una palabra?

—Ni una palabra.

—¿Usted le dijo algo?

—No.

Fingí sorpresa otra vez.

—¿No le dijo que la habían violado?

Sonrió por primera vez.

—¿Cree que no lo sabía?

Lo dejé aquí. Quería volver a cambiar de marcha.

—¿Ha contratado un abogado, Chamique?

—Más o menos.

—¿Qué significa más o menos?

—No le contraté exactamente. Me buscó él.

—¿Cómo se llama?

—Horace Foley. No se viste tan bien como el señor Hickory.

Eso hizo sonreír a Flair.

—¿Va a demandar a los acusados?

—Sí.

—¿Por qué va a demandarlos?

—Para que paguen —dijo.

—¿No es lo que estamos haciendo aquí? —pregunté—. Intentar que sean castigados.

—Sí. Pero la demanda es por dinero.

Hice una mueca como si no comprendiera.

—Pero la defensa va a argumentar que se ha inventado estos cargos para extorsionarlos. Va a decir que su demanda lo demuestra, que sólo le interesa el dinero.

—Me interesa el dinero —dijo Chamique—. Nunca he dicho lo contrario.

Esperé.

—¿No le interesa el dinero, señor Copeland?

—Me interesa —dije.

—¿Entonces?

—Entonces la defensa argumentará que es un motivo para mentir —dije.

—No lo puedo evitar —dijo—. Mire, si digo que no me interesa el dinero, eso sí sería una mentira. —Miró hacia el jurado—. Si dijera que el dinero no me interesa, ¿se lo iban a creer? Está claro que no. Lo mismo que si usted me dijera que no le interesa el dinero. Ya me interesaba el dinero antes de que me violaran. Me interesa ahora. No miento. Me violaron. Quiero que vayan a la cárcel. Y si puedo conseguir algo de dinero de ellos, ¿por qué no? Lo necesito.

Retrocedí. La sinceridad, la sinceridad verdadera, tiene un olor característico.

—He terminado —dije.

El bosque

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