Читать книгу El bosque - Харлан Кобен - Страница 7
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ОглавлениеHubo una época en la que a la profesora Lucy Gold, doctora en Lengua y Psicología, le gustaban las horas de consulta.
Era una oportunidad para hablar con los alumnos y llegar a conocerlos. Le gustaba que los más callados, que se sentaban al fondo con la cabeza baja, tomando notas como si se tratara de un dictado, los que llevaban los cabellos en la cara como si fueran una cortina protectora, llamaran a su puerta, levantaran la cabeza y le contaran lo que pensaban.
Pero casi todo el tiempo los alumnos que iban a verla eran los lameculos, los que creían que sus notas dependían únicamente del entusiasmo que mostraran, que cuanto más se hicieran ver más alta sería su calificación, como si ser extrovertido no estuviera ya suficientemente recompensado en ese país.
—Profesora Gold —dijo la chica llamada Sylvia Potter.
Lucy se la imaginó de niña, en el instituto. Debía de ser la alumna insufrible que los días de examen llegaba a la escuela gimoteando porque no sabía nada y acababa siendo la primera en entregarlo, después de ser la primera en presentar su trabajo de sobresaliente, y utilizaría el resto de la clase para revisar sus apuntes.
—Sí, Sylvia.
—Hoy, cuando ha leído ese fragmento de Yeats, me ha conmovido mucho. Entre las palabras en sí y la forma como usted las declama, parece una actriz profesional…
Lucy Gold estaba a punto de decir: «Hazme un favor y prepárame unos brownies», pero en cambio sonrió. Y no le fue fácil. Miró el reloj y después se sintió fatal por haber hecho eso. Sylvia era una alumna que se esforzaba mucho. Nada más. Cada uno hace lo que puede para adaptarse y sobrevivir. El estilo de Sylvia probablemente era más prudente y menos autodestructivo que el de la mayoría.
—Lo pasé bien escribiendo ese artículo —dijo.
—Me alegro.
—Trataba de… bueno, de mi primera vez, usted ya me entiende.
Lucy asintió.
—Tranquila, todos son confidenciales y anónimos.
—Sí, ya.
Miró al suelo. Lucy se preguntó por qué. Sylvia nunca hacía eso.
—Cuando haya terminado de leerlos todos —dijo Lucy— quizá podríamos hablar del tuyo si quieres. En privado.
Seguía con la cabeza baja.
—¿Sylvia?
La voz de la chica era muy baja.
—Vale.
El horario de consulta había terminado. Lucy deseaba irse a casa. Intentó no parecer desinteresada cuando preguntó.
—¿Quieres hablar de él ahora?
—No.
Sylvia seguía cabizbaja.
—Bien, pues —dijo Lucy, mirando descaradamente el reloj—, porque tengo una reunión dentro de diez minutos.
Sylvia se puso de pie.
—Gracias por recibirme.
—Es un placer, Sylvia.
Parecía que Sylvia quisiera decir algo más. Pero no lo hizo. Cinco minutos después, Lucy estaba de pie junto a la ventana mirando hacia la explanada. Sylvia salió por la puerta, se secó las lágrimas, levantó la cabeza y se obligó a sonreír. Comenzó a cruzar el campus esquivando a la gente. Lucy vio que saludaba a algunos compañeros, se unía a un grupo y se mezclaba con otros hasta que Sylvia fue un punto borroso entre la masa.
Lucy se volvió. Se vio reflejada en el espejo y no le gustó lo que vio. ¿La chica le estaba pidiendo ayuda?
Probablemente, Lucy, y no has respondido. Muy bonito, superestrella.
Se sentó a la mesa y abrió el cajón de abajo. El vodka estaba ahí guardado. El vodka estaba bien. No se podía oler, el vodka.
La puerta del despacho se abrió. El hombre que entró llevaba los cabellos largos recogidos detrás de las orejas y varios pendientes. Iba sin afeitar, a la moda, y era guapo con un estilo «chico enrollado madurito». Llevaba la perilla canosa, un detalle que desvirtuaba su look, pantalones bajos que se sostenían apenas con un cinturón de tachuelas y un tatuaje en el cuello que decía: «Engendra a menudo».
—Hoy estás como un queso —dijo el chico, lanzando su mejor sonrisa en dirección a Lucy.
—Gracias, Lonnie.
—No, en serio, como un quesazo.
Lonnie Berger era su ayudante a pesar de tener la misma edad que Lucy. Estaba atrapado permanentemente en la trampa de la educación, sacándose otro título, moviéndose por el campus, con la señal delatora de la edad en sus ojos. Lonnie estaba más que harto de la tontería de lo políticamente correcto que reinaba en el campus y hacía lo que podía para poner a prueba sus límites y meterse con todas las mujeres que se le ponían a tiro.
—Deberías ponerte algo que enseñara más el escote, con uno de esos sostenes que levantan —añadió Lonnie—. Así los chicos te prestarían más atención en clase.
—Sí, eso es precisamente lo que necesito.
—En serio, jefa, ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste?
—Hace ocho meses, seis días y… —Lucy miró el reloj— cuatro horas.
Él se rió.
—Me tomas el pelo, ¿no?
Ella se limitó a mirarle.
—He impreso los diarios —dijo.
Los diarios confidenciales y anónimos.
Lucy daba una clase que la universidad había bautizado como Razonamiento Creativo, una combinación de trauma psicológico avanzado y escritura creativa y filosofía. A decir verdad, a Lucy le encantaba. Tarea actual: cada estudiante debía escribir sobre un suceso traumático de su vida, algo que normalmente no contaría a nadie. No se darían nombres. No se puntuaría. Si el alumno anónimo daba su permiso en el pie de página, Lucy podría leer alguno en voz alta para la clase con la intención de discutirlo, siempre manteniendo en el anonimato al autor.
—¿Has empezado a leerlos? —preguntó.
Lonnie asintió y se sentó en la silla que ocupaba Sylvia hacía unos minutos. Apoyó los pies sobre la mesa.
—Lo de siempre —dijo.
—¿Erótica mala?
—Yo diría más bien porno suave.
—¿Qué diferencia hay?
—Y yo qué sé. ¿Te he hablado de mi nueva novia?
—No.
—Es una delicia.
—Ya.
—En serio. Es camarera. La tía más enrollada con la que he salido hasta ahora.
—¿Y a mí me interesa por?
—¿Celos?
—Sí —dijo Lucy—. Será eso. Dame los diarios, por favor.
Lonnie le entregó un puñado. Los dos se pusieron a hojearlos. Cinco minutos después, Lonnie meneó la cabeza.
—¿Qué? —dijo Lucy.
—¿Cuántos años tienen estos chicos? —preguntó Lonnie—. Veinte, ¿no?
—Sí.
—Y sus escapadas sexuales duran... ¿cuánto? ¿Dos horas?
Lucy sonrió.
—Una imaginación activa.
—¿Duraban tanto los chicos cuando eras joven?
—No duran tanto ahora —dijo ella.
Lonnie arqueó una ceja.
—Eso es porque estás muy buena. No pueden controlarse. En el fondo es culpa tuya.
—Ya. —Se golpeó el labio inferior con la goma del lápiz—. ¿No es la primera vez que usas esa frase, no?
—¿Crees que necesito otra? ¿Qué te parece: «Es la primera vez que me pasa, lo juro»?
Lucy soltó un bufido.
—Lo siento, inténtalo de nuevo.
—Mierda.
Leyeron un rato más. Lonnie silbó y meneó la cabeza.
—Puede que creciéramos en una época equivocada.
—Está clarísimo.
—¿Luce? —Levantó la cabeza de los papeles—. De verdad necesitas hacerlo.
—Ya.
—Estoy dispuesto a echarte una mano. Sin ataduras.
—¿Qué le parecería a la Deliciosa Camarera?
—No somos exclusivos.
—Claro.
—Lo que yo te propongo es algo puramente físico. Una limpieza de tuberías mutua, por decirlo gráficamente.
—Calla, que estoy leyendo.
Entendió la indirecta. Media hora después, Lonnie se echó un poco hacia delante y la miró.
—¿Qué?
—Lee este —dijo.
—¿Por qué?
—Tú lee, ¿vale?
Ella se encogió de hombros, dejó el diario que estaba leyendo, una historia más de una chica que se había emborrachado con su nuevo novio y había acabado haciendo un trío. Lucy había leído muchas historias de tríos. Ninguna parecía producirse sin ingesta de alcohol.
Pero un minuto después se había olvidado de todo. Había olvidado que vivía sola y que no le quedaba familia y que era profesora de universidad o que estaba en su despacho con vistas al patio o que Lonnie seguía sentado frente a ella. Lucy Gold se había esfumado. Y en su lugar había una mujer joven, de hecho una chica, con un nombre diferente, una adolescente a punto de entrar en la edad adulta, pero todavía con mucho de adolescente:
Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de CIT, que es un monitor en prácticas. No me costó mucho encontrar el trabajo porque mi padre era el dueño del campamento...
Lucy paró. Miró la primera página. No había nombre, evidentemente. Los estudiantes mandaban los diarios por correo electrónico. Lonnie los había impreso. No debía haber forma de identificar a la persona que lo había mandado. Era necesario para que los alumnos estuvieran cómodos. Ni siquiera te arriesgabas a dejar tus huellas dactilares en el papel. Sólo tenías que apretar la tecla «Enviar»:
Fue el mejor verano de mi vida. Al menos lo fue hasta aquella última noche. Incluso ahora creo que nunca volveré a vivir algo así. Es raro, ¿no? Sé que nunca, jamás, volveré a ser tan feliz. Nunca. Ahora mi sonrisa es diferente. Es más triste, como si estuviera rota y no pudiera arreglarse.
Aquel verano estaba enamorada de un chico. Le llamaré P para este relato. Era un año mayor que yo y era monitor junior. Toda su familia estaba en el campamento. Su hermana trabajaba allí y su padre era el médico del campamento. Pero yo apenas les frecuenté porque en cuanto conocí a P, se me encogió el estómago.
Sé lo que estaréis pensando. Que sólo fue un romance tonto de verano. Pero no lo fue. Y ahora me da miedo no volver a amar a nadie como le amé a él. Parece una tontería. Es lo que piensa todo el mundo. Puede que tengan razón. No lo sé. Soy tan joven todavía. Pero no me siento así. Me siento como si hubiera tenido una oportunidad de ser feliz y lo hubiera estropeado.
Un agujero en el corazón de Lucy empezó a abrirse, a expandirse.
Una noche fuimos al bosque. No debíamos hacerlo. Había normas estrictas sobre eso. Nadie conocía esas normas mejor que yo. Había pasado los veranos allí desde que tenía nueve años. Fue entonces cuando mi padre compró el campamento. Pero P hacia el turno de «noche». Y como mi padre era el dueño del campamento, yo podía entrar en todas partes. Qué bien pensado, ¿no? Dos chicos enamorados encargados de vigilar a los demás campistas. ¡Por favor!
Él no quería ir porque creía que debía vigilar, pero vaya, yo sabía cómo tentarlo. Ahora me arrepiento, por supuesto. Pero lo hice. Así que nos adentramos en el bosque, los dos solos. Solos. El bosque es enorme. Si coges un desvío equivocado, te puedes perder para siempre. Había oído cuentos de niños que habían entrado allí y no habían vuelto nunca. Algunos dicen que todavía merodean por allí, viviendo como animales. Algunos dicen que han muerto o algo peor. Bueno, lo típico de las historias alrededor de la hoguera del campamento.
Yo me reía de estas historias. Nunca me habían dado miedo. Ahora me estremezco sólo de pensarlo.
Caminamos. Yo conocía el camino. P me cogía la mano. El bosque estaba muy oscuro. No se podía ver más allá de tres metros delante de ti. Oímos un crujido y nos dimos cuenta de que había alguien más en el bosque. De repente me detuve, pero recuerdo a P sonriendo en la oscuridad y meneando la cabeza burlonamente. Bueno, la única razón de que los campistas se adentraran en el bosque era que se trataba de un campamento mixto. Había un lado para los chicos y un lado para las chicas y esa franja de bosque nos separaba. Ya os lo podéis imaginar.
P suspiró. «Vamos a ver qué pasa», dijo. O algo parecido. No recuerdo sus palabras exactas.
Pero yo no quería. Quería estar a solas con él.
Mi linterna estaba baja de pilas. Todavía recuerdo cómo me latía el corazón al entrar en el bosque. Allí estaba yo, en la oscuridad, cogida de la mano del chico que amaba. Me tocaría y yo me derretiría. ¿Conocéis esa sensación? Cuando no puedes soportar separarte de un chico ni cinco minutos. Cuando todo existe en función de él. Haces lo que sea, cualquier cosa, y te preguntas «¿Qué pensará de esto?». Es una sensación increíble. Es maravillosa, pero al mismo tiempo duele. Eres vulnerable y estás al desnudo, y eso te aterra.
—Chitón —susurra él—. Para.
Lo hacemos. Nos paramos.
P me arrastra detrás de un árbol. Me coge la cara con ambas manos. Tiene unas manos grandes y me encanta su contacto. Me levanta la cabeza y me besa. Lo siento por todas partes, un aleteo que empieza en el centro de mi corazón y después se difumina. Aparta la mano de mi cara. La pone sobre mi caja torácica, justo al lado de mi pecho. Estoy expectante. Gimo.
Seguimos besándonos. Fue tan apasionado. No podíamos estar más cerca el uno del otro. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Me metió la mano por debajo de la blusa. No diré más sobre esto. Me olvidé del crujido en el bosque. Pero ahora lo sé. Deberíamos haber avisado a alguien. Entonces deberíamos haber dejado de adentrarnos en el bosque. Pero no lo hicimos. En lugar de eso, hicimos el amor.
Estaba tan perdida en nuestro mundo, en lo que estábamos haciendo, que al principio ni siquiera oí los gritos. Creo que P tampoco los oyó.
Pero los gritos siguieron y ¿sabéis cómo describe la gente las experiencias cercanas a la muerte? Pues fue algo así, pero al revés. Era como si los dos nos dirigiéramos hacia una luz maravillosa y los gritos fueran una cuerda que tirara de nosotros de vuelta, a pesar de que no deseábamos volver.
Dejó de besarme. Y esto es lo terrible.
Ya no volvió a besarme.
Lucy volvió la página, pero no había más. Levantó la cabeza de golpe.
—¿Y el resto?
—No hay más. Dijiste que lo mandaran por partes, ¿te acuerdas? No hay más.
Lucy volvió a mirar las páginas.
—¿Estás bien, Luce?
—¿Entiendes de ordenadores, no es así Lonnie?
Él volvió a arquear la ceja.
—Soy mejor con las mujeres.
—¿Te parece que estoy de humor?
—Vale, vale, sí, entiendo de ordenadores. ¿Por qué?
—Necesito saber quién ha escrito esto.
—Pero...
—Necesito —repitió— saber quién ha escrito esto.
Él la miró fijamente un segundo. Lucy sabía lo que quería decirle. Era ir en contra de todo lo que predicaban. Habían leído historias horribles en esa habitación, ese mismo año incluso una de un incesto padre-hija y nunca habían intentado identificar a la persona que lo había escrito.
—¿Quieres explicarme de qué va esto?
—No.
—Pero quieres que me cargue toda la confianza que hemos conseguido construir.
—Sí.
—¿Tan grave es?
Ella se limitó a mirarle.
—Ah, bueno —dijo Lonnie—. Haré lo que pueda.