Читать книгу El miedo más profundo - Харлан Кобен - Страница 6

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Una hora antes de que su mundo estallara como un tomate maduro aplastado por un tacón de aguja, Myron probó un pastelillo recién hecho que sabía sospechosamente a pastilla de urinario.

—¿Y bien? —le inquirió su madre.

Myron luchó con su garganta, superó la difícil batalla y tragó.

—No está mal.

Su madre meneó la cabeza, decepcionada.

—¿Qué?...

—Soy abogada —replicó la madre—. Se supone que debería haber sido capaz de haber hecho de ti un buen mentiroso.

—Has hecho lo que has podido —dijo Myron.

Ella se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano hacia, digamos, el pastelillo.

—Es la primera vez que hago pastelitos, cariño; puedes decirme la verdad.

—Es como morder una pastilla de urinario.

—¿Una qué?

—En los lavabos de hombres, en los urinarios. Las ponen para que absorban el olor, o algo así.

—¿Y tú te las comes?

—No...

—¿Por eso tu padre se pasa tanto tiempo ahí dentro...? ¿Porque se toma un poco del sabroso pastelillo? Y yo que pensaba que era por la próstata.

—Era broma, mamá.

Ella sonrió con sus ojos azules teñidos de un rojo que ni el Vispring era ya capaz de eliminar, esa tonalidad que sólo se adquiere a base de lágrimas lentas y regulares. Normalmente su madre tenía tendencia al histrionismo. Las lágrimas lentas y regulares no eran su estilo.

—Lo mío también era broma, señor listillo, ¿o te crees que eres el único de la familia con sentido del humor?

Myron no dijo nada. Volvió a mirar aquella cosa, el pastelillo, temiendo, o tal vez con la esperanza de que se marchara él solo a rastras. En los más de treinta años que su madre llevaba viviendo en aquella casa, jamás había horneado nada; ni con receta, ni sin receta, ni siquiera con uno de esos tubos Pillsbury de masa de cruasán que sólo tienes que meter en el horno. Apenas era capaz de hervir agua sin unas instrucciones detalladas, jamás cocinaba, aunque sí era capaz de meter una horrible pizza congelada en el microondas, con sus dedos ágiles danzando por el teclado numérico a la manera de Nureyev en el Lincoln Center. No, en el hogar de los Bolitar la cocina era más bien un lugar de reunión —una sala de estar light, podría decirse—, para nada relacionado ni tan siquiera con la más básica de las artes culinarias. Encima de la mesa redonda había revistas y catálogos y cajitas blancas de comida china para llevar. La cocina experimentaba menos acción que una película de James Ivory; el horno era puro atrezo, estrictamente decorativo, como la Biblia sobre la que juran los políticos.

Ese día había algo que claramente no encajaba.

Estaban sentados en el salón sobre el sofá blanco modular de piel falsa, ante una alfombra cuya textura peluda a Myron le recordaba las fundas del asiento de los retretes. Como un Greg Brady[1] adulto. Myron desviaba de vez en cuando la mirada a través de la ventana, hacia el cartel de «Se vende» en el jardín delantero, como si fuera una nave espacial que acababa de aterrizar y anunciara la inminente aparición de algo siniestro.

—¿Dónde está papá?

Su madre señaló la puerta con gesto cansado.

—En el sótano.

—¿En mi habitación?

—Tu antigua habitación, sí. Te mudaste, ¿recuerdas?

Se acordaba. A la tierna edad de treinta y cuatro años, ni más ni menos. Si se enteraran de su caso, a los expertos en educación infantil se les haría la boca agua y harían gestos de desaprobación: el hijo pródigo que opta por quedarse en su nido de dos niveles mucho más allá de lo que se considera la fecha apropiada para que la mariposa levante el vuelo. Pero Myron podría afirmar todo lo contrario. Podría alegar el hecho de que, durante muchas generaciones y en la mayoría de culturas, los hijos permanecían en el hogar familiar hasta la edad madura, que adoptar esta filosofía podría representar de hecho una revolución social, ayudando a la gente a permanecer arraigada a algo tangible en esta era de desintegración del núcleo familiar. O, si esta argumentación no lograba convencer, Myron podía ofrecer otra. Tenía miles.

Pero la verdad del tema era mucho más sencilla: le gustaba pasear por los suburbios con su madre y su padre... incluso si confesar esta predilección fuera tan poco moderno como un elepé de Air Supply.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Tu padre todavía no sabe que estás aquí —respondió ella—. Cree que llegas dentro de una hora.

Myron asintió con la cabeza, confuso.

—¿Qué hace en el sótano?

—Se ha comprado un ordenador. Está jugando con él, ahí abajo.

—¿Papá?

—Eso digo yo. El hombre no es capaz de cambiar una bombilla sin un manual de instrucciones y, de pronto, ahora resulta que es Bill Gates. Siempre metido en la nest.

—Net —la corrigió Myron.

—¿Cómo?

—Se llama Net, mamá.

—Creí que era nest. Como el nido de los pájaros, o algo así.

—No, no, es Net.

—¿Estás seguro? Me suena que hay un pájaro por ahí.

—Tal vez te refieres a la Web —probó Myron—. Como la spider web, la telaraña.

Ella chascó los dedos:

—Eso. El caso es que tu padre se pasa el día ahí abajo, tejiendo la telaraña o la web o lo que sea. Chatea con gente, Myron. Eso es lo que dice. Chatea con gente a la que no conoce de nada; como hacía con la radio de onda corta, ¿te acuerdas?

Myron se acordó. Era hacia 1976. Los padres judíos de los suburbios detectando «polis» de camino a la charcutería. Una impresionante caravana de Cadillacs Seville. Mensaje recibido, cambio y corto.

—Y la cosa no acaba ahí —prosiguió—. Está escribiendo sus memorias. Él, que ni siquiera es capaz de garabatear una lista de la compra sin consultar el libro de estilo, ahora se cree que es un ex presidente.

Iban a vender la casa. Myron todavía no daba crédito. Paseó la vista por aquel entorno tan familiar y su mirada se quedó pegada a las fotos que decoraban las escaleras de forma ascendente. Observó madurar a su familia a través de la moda: las faldas y las patillas más largas o más cortas; los flecos, el cuero y los teñidos casi hippies; los trajes disco de los años setenta con los pantalones acampanados; los esmóquines con chorreras que hoy serían cutres hasta para entrar en un casino de Las Vegas... Los años desfilaban ante él, imagen a imagen, como en uno de aquellos anuncios tan deprimentes de seguros de vida. Se fijó en las posturas de sus tiempos de jugador de baloncesto —un tiro libre de la liga suburbana en sexto de primaria, una carrera hacia la canasta en octavo y un slam dunk en el instituto—, y en las fotos de portada del Sports Illustrated que culminaban la serie, dos de su época en Duke y otra con la pierna escayolada y una gran inscripción que decía «¿Está acabado?» y que adornaba su propia imagen en el yeso hasta la rodilla (con un «Sí» por respuesta en forma de pensamiento dibujado en la cabeza, con la tipografía igual de grande).

—Bueno, ¿qué problema hay? —preguntó.

—Yo no he dicho que hubiera ningún problema.

Myron movió la cabeza, decepcionado:

—Y resulta que eres abogada.

—¿Estoy dando mal ejemplo?

—No me extraña que jamás me presentara a unas elecciones.

La mujer juntó las manos sobre el regazo:

—Tenemos que hablar.

A Myron no le gustó el tono.

—Pero aquí no —añadió—. Vamos a dar una vuelta a la manzana.

Myron asintió con la cabeza y se levantaron. Cuando todavía no habían alcanzado la puerta, le sonó el móvil. Myron lo sacó con una rapidez que habría hecho retroceder al mismísimo Wyatt Earp, se llevó el teléfono al oído y se aclaró la garganta.

—MB SportsReps —dijo, con voz suave y tono profesional—. Myron Bolitar al habla.

—Bonita voz telefónica —dijo Esperanza—. Suenas igual que Billy Dee pidiendo un par de revólveres Colt 45.

Esperanza Diaz era su ayudante desde hacía mucho tiempo y ahora su socia en MB SportsReps (M de Myron, B de Bolitar, para aquellos que lo quieren saber todo).

—Esperaba que fueras Lamar —dijo.

—¿Todavía no ha llamado?

—No.

Casi era capaz de ver a Esperanza frunciendo el ceño:

—Estamos hasta el cuello —dijo.

—No estamos hasta el cuello. Sólo vamos con la lengua fuera, eso es todo.

—Con la lengua fuera, sí —repitió Esperanza—. Como Pavarotti corriendo la maratón de Boston.

—Muy bueno —dijo Myron.

—Gracias.

Lamar Richardson era un potente lanzador de los Golden Glove que acababa de quedar disponible (digamos que «disponible» era una etiqueta que los agentes susurran a la manera que un muftí podría susurrar «alabado sea Alá»). Lamar buscaba nuevos representantes y había reducido su selección final a tres agencias: dos conglomerados enormes con espacio de oficinas suficiente para albergar un hipermercado, y la antes mencionada MB SportsRep, una agencia con el culo lleno de granos pero que ofrecía un servicio muy personal. ¡Aúpa, culo de granos!

Myron miró a su madre, que lo esperaba junto a la puerta. Se cambió el teléfono de lado y dijo:

—¿Algo más?

—No adivinarías nunca quién te ha llamado —dijo Esperanza.

—¿Elle y Claudia exigiendo otro ménage à trois?

—Uuuuuy, casi.

Era incapaz de decirle las cosas sin rodeos. Con sus amigos, todo era como en los concursos de televisión.

—¿Y si me das una pista? —dijo él.

—Una de tus ex amantes.

Él se sobresaltó:

—Jessica.

Esperanza imitó el sonido del indicador de respuesta errónea en los concursos.

—Lo siento, te equivocas de perra.

Myron estaba confuso. En su vida sólo había tenido dos relaciones largas: Jessica a períodos intermitentes durante los últimos trece años (ahora más bien ausente). Y antes de ella, bueno, habría que remontarse a...

—¿Emily Downing?

Esperanza imitó una campanilla.

Una imagen repentina se le clavó en el corazón como una daga afilada. Vio a Emily sentada en aquel sofá de lona del sótano de la residencia de estudiantes, dedicándole su especial sonrisa, sentada sobre las piernas dobladas, con su cazadora del equipo del instituto que le iba varias tallas grande, y gesticulando con las manos que se deslizaban y desaparecían dentro de las mangas.

Se le secó la boca:

—¿Qué quería?

—No sé. Pero dijo que tenía que hablar contigo. Hablaba muy entrecortado, ya sabes. Como si todo lo que decía tuviera un doble sentido.

Con Emily, todo lo tenía.

—¿Es buena en el catre? —preguntó Esperanza.

Esperanza, una bisexual muy atractiva, consideraba a todo el mundo como un polvo potencial. Myron se preguntó cómo debía de ser, tener y, por tanto, sopesar, tantas opciones, y luego decidió no indagar más en el asunto. Era un sabio.

—¿Qué dijo exactamente? —respondió Myron.

—Nada concreto. Se limitó a emitir unos cuantos gemidos tentadores entre palabras como: urgente, vida o muerte, asunto grave, etcétera.

—No quiero hablar con ella.

—Eso imaginé. Si vuelve a llamar, ¿quieres que me la quite de encima?

—Por favor.

—Hasta luego, entonces.

Colgó mientras una segunda imagen le golpeaba como una ola inesperada en una playa. El último año en Duke. Emily, muy digna, mientras le lanzaba la cazadora del instituto sobre la cama y se marchaba. No mucho después, se casaba con el hombre que arruinaría la vida de Myron.

Respira hondo, se dijo. Inhala, exhala. Así.

—¿Todo bien? —preguntó su madre.

—Sí.

La madre volvió a menear la cabeza, decepcionada.

—No miento —dijo.

—Vale, está bien. Claro, es muy normal que respires como en una llamada obscena. Mira, si no se lo quieres contar a tu madre...

—No se lo quiero contar a mi madre.

—Que te educó y...

Myron dejó de prestarle atención, como solía hacer siempre. Volvía a divagar, suponiéndole una vida pasada, o algo así. Era algo que hacía muy a menudo. A veces actuaba como una madre absolutamente moderna, una de esas primeras feministas que se manifestaron junto a Gloria Steinem y supieron demostrar que «El lugar de la mujer es la casa... pero la Casa Blanca y el Senado», como decía su vieja camiseta; pero, ante la visión de su hijo, su actitud progresista se desvanecía y revelaba la típica cotilla con su pañuelo de campesina oculta detrás de la fachada feminista. Eso le proporcionó a Myron una infancia interesante.

Se dispusieron a salir por la puerta principal. Myron mantenía la vista clavada en el cartel de «Se vende» como si de pronto pudiera desenfundar un revólver. En su mente irrumpió la imagen de algo que en realidad no había visto nunca: el día soleado en el que mamá y papá habían llegado a casa por primera vez, cogidos de la mano, con el vientre de ella abultado por el bebé que llevaba dentro, ambos asustados y alborozados, conscientes de que esa vivienda construida en serie, de tres habitaciones y dos niveles, sería su nave para toda la vida, su sueño americano. Ahora, les gustara o no, su periplo llegaba al final. Olvidemos toda esa mierda de «cuando una puerta se cierra, otra se abre». Ese cartel de «Se vende» marcaba el final: el final de la juventud, el final de la edad adulta, el final de una familia, del universo de dos personas que habían empezado ahí, luchado, criado a sus hijos, y trabajado y llevado a los niños al cole y vivido sus vidas ahí.

Anduvieron calle arriba. A lo largo del bordillo había hojas apiladas, la imagen más evidente del otoño suburbano, mientras las máquinas de limpiar hojarasca interrumpían la quietud del aire como los helicópteros en Saigón. Myron eligió andar por el sendero de la acera para poder rozar los lados de las pilas. El crujir de las hojas secas bajo sus zapatillas deportivas le resultaba placentero. No sabía muy bien por qué.

—Tu padre habló contigo —dijo la madre, medio en tono interrogativo—, sobre lo que le pasó.

Myron sintió que se le tensaba el estómago. Se adentró un poco más en las hojas, al tiempo que levantaba las piernas y las hacía crujir más fuerte.

—Sí.

—¿Qué fue lo que te dijo, exactamente? —preguntó la madre.

—Que cuando estaba en el Caribe había tenido dolores en el pecho.

La casa de los Kaufman siempre había sido amarilla, pero la nueva familia de inquilinos la había hecho pintar de blanco. El nuevo color parecía erróneo, fuera de lugar. Había casas en las que habían elegido los revestimientos de aluminio, mientras que en otras se habían añadido anexos, modificando cocinas y dormitorios principales. La joven familia que se había mudado a la casa de los Miller se había deshecho de las características macetas rebosantes de flores tan propias de los Miller. Los nuevos propietarios de la casa Davis habían arrancado aquellos maravillosos arbustos que Bob Davis cuidaba los fines de semana. Todo aquello le hacía pensar a Myron en el típico ejército invasor que arranca las banderas de los invadidos.

—No quería contártelo —dijo la madre—. Ya conoces a tu padre. Sigue teniendo la sensación de que debe protegerte.

Myron asintió con la cabeza y siguió andando sobre las hojas.

Luego ella añadió:

—Fue algo más grave que unos dolores de pecho.

Myron se detuvo.

—Fue un infarto a todos los efectos —prosiguió, sin mirarlo a los ojos—. Estuvo tres días en cuidados intensivos. —Ahora empezó a parpadear—. Tenía la arteria casi totalmente obstruida.

Myron sintió que se le cerraba la garganta.

—Eso le ha cambiado. Sé cuánto le quieres, pero tienes que aceptarlo.

—¿Aceptar qué?

La voz de ella era firme y delicada:

—Que tu padre se está haciendo mayor. Que yo me estoy haciendo mayor.

Myron lo pensó:

—Lo intento —dijo.

—¿Pero?

—Pero veo este cartel de «Se vende»...

—Son maderas, clavos y ladrillos, Myron.

—¿Qué?

Ella cruzó a través de las hojas y lo tomó del codo:

—Escúchame bien. Te lamentas como si estuviéramos de duelo, pero esa casa no es tu infancia. No forma parte de tu familia; no respira, ni piensa, ni ama. Es tan sólo un montón de madera, clavos y ladrillos.

—Habéis vivido aquí casi treinta y cinco años.

—¿Y?

Él se volvió, siguió andando.

—Tu padre quiere ser franco contigo —prosiguió—, pero no se lo estás poniendo nada fácil.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho?

Ella movió la cabeza, miró al cielo, como deseando recibir inspiración divina, y siguió andando. Myron permaneció a su lado. Su madre lo cogió del brazo más abajo del codo y se apoyó en él.

—Siempre has sido un atleta magnífico —le dijo—, no como tu padre. Para ser sinceros, tu padre siempre ha sido un torpón.

—Eso ya lo sé —dijo Myron.

—Claro, y lo sabes porque tu padre no ha pretendido nunca ser lo que no era. Ha dejado que lo vieras como un ser humano, incluso vulnerable. Y eso te ha causado un efecto extraño: le adorabas mucho más. Le convertiste en alguien casi mítico.

Myron pensó en ello, no la contradijo. Se encogió de hombros y afirmó:

—Le quiero.

—Lo sé, cariño. Pero sólo es un hombre; un hombre bueno. Y ahora se está haciendo mayor y está asustado. Tu padre siempre ha querido que lo vieras como alguien humano, pero no quiere que lo veas asustado.

Myron seguía cabizbajo. Hay ciertas cosas que no puedes imaginarte a tus padres haciendo... El ejemplo típico es el sexo. La mayoría de la gente tampoco es capaz de imaginarse a sus padres —y probablemente no deberían ni intentarlo— cometiendo un delito flagrante. Pero ahora mismo, Myron intentaba conjurar otra imagen tabú, la de su padre solo y sentado a oscuras, con la mano en el pecho, asustado, y esa imagen, aunque posible, se le antojaba dolorosa e insoportable. Cuando volvió a hablar sentía la voz densa:

—¿Y qué tengo que hacer?

—Aceptar los cambios. Tu padre está a punto de jubilarse. Ha trabajado toda su vida y, como la mayoría de machos tontos de su generación, su propia valía está asociada a su trabajo. Lo está pasando mal. Ya no es el mismo. Ni tú tampoco eres el mismo. Vuestra relación está cambiando y a ninguno de los dos os gusta el cambio.

Myron permaneció en silencio, esperando más.

—Acércate un poco a él —le dijo su madre—. Él se ha ocupado de ti toda tu vida. No te lo pedirá, pero ahora le toca a él que lo cuiden.

Cuando doblaron la última esquina, Myron vio el Mercedes aparcado delante del cartel de «Se vende». Por un momento se preguntó si era un agente inmobiliario que venía a enseñar la casa. Su padre estaba en el jardín de delante conversando con una mujer. Papá gesticulaba mucho y sonreía. Al mirar su rostro —la tez áspera que siempre parecía necesitar un buen afeitado, la nariz prominente que papá usaba para darle «golpes narizotas» cuando luchaban a hacerse cosquillas, los párpados caídos a lo Victor Mature y Dean Martin, el pelo ralo y gris que conservaba tozudamente sustituyendo su espesa cabellera negra—, Myron sintió una mano que lo tocaba por dentro y le pellizcaba el corazón.

Papá advirtió su presencia y lo saludó con la mano:

—¡Mira quién ha venido! —exclamó.

Emily Downing se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa tensa. Myron le devolvió la mirada y no dijo nada. Habían pasado cincuenta minutos. Quedaban diez para que el tacón aplastara definitivamente el tomate.

El miedo más profundo

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