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Capítulo 1 Enfriar los ardores de una egipcia

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En 1974 me enamoré de la Cleopatra de Janet Suzman, la actriz sudafricana que entonces tenía treinta y cinco años. Cuarenta y tres años después su imagen pervive en mí cada vez que releo Antonio y Cleopatra. Ágil, sinuosa, grácil y exuberante, la Cleopatra de Suzman permanece inigualable en mis largos años de asistir a representaciones en los Estados Unidos y en Gran Bretaña. La fiereza de la mujer más seductora de todo Shakespeare quedó captada en un retrato atlético cuyos cambios de humor reflejaban la fuerza propulsora de una sexualidad llevada a su apogeo.

Antonio y Cleopatra fue estrenada en 1607, un año después de la llegada de Macbeth. La historia de Antonio narrada por Plutarco entró en la mente de Shakespeare cuando recordó que el temor de Macbeth a Banquo se equiparaba al ensombrecimiento de Marco Antonio por Octavio César:

Ser rey no es nada sin estar a salvo.

Mi temor a Banquo se me clava hondo;

lo que reina en su temple soberano

hay que temerlo. Es muy decidido

y, además de ese ánimo intrépido,

la prudencia le guía su valor

para obrar sobre seguro. No hay nadie más que él

a quien yo tema, y bajo él mi espíritu

se siente coartado, como dicen que lo estaba

el de Antonio por César.

(Macbeth, acto 3, escena 1)

El amplio espectro de Antonio y Cleopatra abarca bastante más que una relación sexual. Con todo, sin la fiera sexualidad que Cleopatra encarna y estimula en otros no habría obra.

Cleopatra y sus naves huyen en la batalla de Accio, y Antonio la sigue. La consecuencia es el desastre casi total. La escuadra de Antonio queda destruida y muchos de sus capitanes se pasan al bando de Octavio César. En su vergüenza y furor Antonio culpa a Cleopatra y exagera su carrera erótica:

Te encontré como un resto ya pasado

en el plato de Julio César; fuiste las sobras

de Gneo Pompeyo, más cuantas horas ardientes

escogiera tu lascivia y al rumor

del pueblo no le constan. Pues, sin duda,

aunque adivinas lo que sea la continencia,

tú no la conoces.

(acto 3, escena 3)

Shakespeare intensifica la cruel visión de Cleopatra como plato egipcio. Como bien sabía, ella nunca fue amante de Pompeyo el Grande, que fue asesinado a su llegada a Egipto por orden de Ptolomeo XIII, uno de los hermanos de Cleopatra. Cuando Julio César llegó a Egipto, Ptolomeo XIII le presentó la cabeza de Pompeyo el Grande. César, indignado por tal afrenta a la dignidad de Roma, ejecutó a los asesinos. Shakespeare, captando una indirecta de Plutarco, hace que Antonio añada a Gneo Pompeyo, hijo de Pompeyo el Grande, que había estado en Egipto pero no llegó a gozar del lecho electrizante de Cleopatra.

Es importante observar que la dinastía ptolemaica, con Cleopatra como su última reina, era una familia grecomacedonia descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. Cleopatra fue la primera y única soberana ptolemaica que hablaba egipcio y griego. Se veía a sí misma como la encarnación de la diosa Isis.

Tras su corregencia con su padre Ptolomeo XII y después con sus hermanos Ptolomeo XIII y XIV, con quienes se casó, Cleopatra se enfrentó a ellos y se convirtió en la única reina, consolidando su puesto mediante su aventura con Julio César. Marco Antonio fue el sucesor de éste y llegó a ser la mayor pasión de Cleopatra, un amor tan vivificante como mutuamente destructivo.

Estos hechos esenciales son sorprendentemente engañosos cuando nos enfrentamos a dos de las personalidades más exuberantes de Shakespeare, Cleopatra y su Antonio. Siempre una urraca, Shakespeare recogió materiales de fuentes como Plutarco y tal vez de La tragedia de Cleopatra, de Samuel Daniel. Los historiadores modernos sospechan que Octavio César pudo haber ejecutado a Cleopatra o, al menos, haberla inducido al suicidio, lo que habría malogrado e incluso anulado el Antonio y Cleopatra de Shakespeare, ya que la exaltada apoteosis de Cleopatra perdería su fuerza imaginativa. Octavio ejecutó a Cesarión, hijo de Cleopatra y Julio César, y a Antilo, hijo de Antonio y Fulvia. Sin embargo, perdonó a los demás hijos de Antonio y Cleopatra.

Para empezar a comprender a Cleopatra y Antonio hay que entender que ellos fueron las primeras celebridades en nuestro depreciado sentido actual. Carismáticos, estos amantes confieren retazos de su gloria tanto a sus seguidores como a sus enemigos. Su largueza es infinita. Antonio es generoso, Cleopatra es otra cosa. Lo que da deja hambriento a quien lo toma. Hechiza y destruye.

Shakespeare sigue a Plutarco al mostrarnos a un Antonio de cincuenta y cuatro años y a una Cleopatra de treinta nueve cuando se conocen. Antonio decae en el curso de la acción, mientras que Cleopatra aumenta su intensidad y al final alcanza la grandeza suicidándose. El pobre Antonio yerra y tropieza. Su mayor parodia llega cuando, moribundo, es alzado al mausoleo donde Cleopatra se ha encerrado para que no la aprese Octavio.

Apartándose un tanto de Plutarco, Shakespeare hace que el genio o daimon de Antonio sea Hércules en vez de Baco o Dioniso. La identificación de Cleopatra con la diosa Isis, cuyo nombre significaba «trono», es esencial para entender los aspectos míticos de su personalidad. Isis recogió los restos de su hermano y esposo, Osiris, y de este modo facilitó su resurrección. La subida anual del Nilo se atribuía a las lágrimas de Isis al llorar a Osiris.

Cleopatra se identifica con el Nilo y con la tierra de Egipto. En su éxtasis final proclama que es aire y fuego, y ya no agua o tierra. La espaciosa imaginación de Shakespeare deja entrever que Cleopatra como Isis se casa con Antonio como Osiris y le da apoyo hasta que éste se suicida. Cada vez que releo y enseño Antonio y Cleopatra me encuentro musitando dos versos del poema «Don Juan», de D.H. Lawrence:

Es el misterio Isis

quien se habrá enamorado de mí.

Mucho de la Cleopatra de Shakespeare seguirá siendo un misterio. Como Falstaff, ella representa perennemente su propio papel. La teatralidad es tan intensa en Antonio y Cleopatra como en la primera parte de Enrique IV y en Hamlet. Cleopatra no quiere compartir la escena con nadie. Su precursor es el Mercucio de Romeo y Julieta. Shakespeare tiene que matarlo antes de que se arrogue el protagonismo. No es posible matar a Cleopatra ni a Falstaff porque sus obras morirían con ellos.

Por muy ambiguo que fuera Shakespeare en cuanto a la sexualidad femenina, especialmente en sus sonetos a la Dama Morena y en general en todas sus obras, su Cleopatra es inmortal porque es la fecundidad incesantemente renovadora de la pasión de una mujer en el acto del amor. Shakespeare juega con «will» –que, además de ser su nombre, connotaba deseo sexual e incluso los órganos sexuales masculino y femenino– cuando se dirige a su Cleopatra en la Dama Morena:

Todas desean, tú tienes deseo,

deseo de ganar, y demasiado,

bien a las claras tu fastidio veo

cuando a tu voluntad voy agregado.

¿No admitirás con tu deseo espacioso

que alguna vez se oculte el mío en el tuyo?

¿En otros el deseo es gracioso

y nunca el mío aceptará tu orgullo?

El mar, que es agua, acepta agua del cielo

que a su propia abundancia da grandeza;

siendo rica en anhelo, da a tu anhelo

alguno mío por lograr riqueza.

No mate al suplicante tu «no» hostil;

piensa tan sólo en uno: yo soy Will.

(Soneto 135)

Si al acercarme tu alma te reprende,

júrale a tu alma ciega que soy Will,

y tu alma sabe bien que a Will se atiende:

cumple mi ruego, no me seas hostil.

Will colmará el tesoro de tu amor,

lo llenará de Wills, mi will es uno.

Cuando la cantidad es muy mayor

al uno se le tiene por ninguno.

Que en tu cuenta total yo sea cero,

aunque debo ser uno en el conjunto;

que yo sea nada, aunque placentero,

y que esa nada agrade ya a tu asunto.

Mi nombre sea tu amor al mil por mil;

entonces me amarás: me llamo Will.

(Soneto 136)1

Shakespeare bien podría estar dirigiéndose a esa matriz sexual, su Cleopatra. Aunque ella tiene ingenio, agudeza, sagacidad política y astucia infinita, su principal atributo es su asombroso poder sexual. Tal vez esta Cleopatra fuera Isis para el Osiris de Shakespeare. En ninguna otra obra, salvo quizá en sus sonetos, se entrega tan plenamente a una fascinación que, sin embargo, le asusta. Recuerdo una vez más mi reacción ante la Cleopatra de Janet Suzman, en la que me debatía entre el deseo y la aversión.

En Shakespeare, la personalidad, más que desplegarse, se desarrolla. Cleopatra nos desconcierta porque es más astuta de lo que pueda imaginar un hombre. Puede ser tan ingeniosa como Falstaff, tan artera como Yago, y tiene la capacidad implícita de Hamlet para sugerir anhelos trascendentes. Y es irresistible.

Cleopatra

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