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Capítulo 2 Nada permanece, todo fluye
ОглавлениеAntonio y Cleopatra es una procesión tragicómica. Desfila por todo el Mediterráneo desde Roma hasta Egipto y Partia, y abarca asombrosamente una década. Una desconcertante profusión de escenas breves acentúa el perspectivismo de Shakespeare, la noción de que lo que creemos ver depende de nuestros puntos de vista. El perspectivismo occidental empieza con el Protágoras de Platón, en el que argumentan Sócrates y el sofista Protágoras, y cada uno acaba en la posición que tomó inicialmente el otro. Emerson y Nietzsche perfeccionan el perspectivismo, pero siguen siendo inevitablemente platónicos.
En Antonio y Cleopatra, cómo vemos es quiénes somos. Si creemos que Antonio es un bruto en declive y Cleopatra una golfa ajada, sabemos mejor cómo percibimos, pero la grandeza nos elude. Si vemos en Antonio al héroe hercúleo, aún espléndido en su ocaso, y en Cleopatra lo sublime de la madurez erótica, ardiendo hasta su última llama, estaremos más cerca de sumarnos a la celebración de una comedia triste pero maravillosa.
Shakespeare emprendió la composición de Antonio y Cleopatra en la fase final de catorce meses extraordinarios en los que escribió El rey Lear, lo revisó, y entonces descendió al mundo nocturno de Macbeth. En ella se retrajo de la aterradora interioridad de El rey Lear y Macbeth, como si el propio Shakespeare necesitara emerger del corazón de las tinieblas a un mundo de luz y color. Les insto a releer El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en este orden, si pueden en tres o cuatro días seguidos. Será un viaje del Infierno al Purgatorio.
Nadie más en Shakespeare es tan metamórfico como Cleopatra. Se desborda como el Nilo. Flujo, reflujo y reinicio es su ciclo de fecundidad y renovación. Dando apoyo a toda vida, y especialmente a Antonio, nunca agota su euforia. El ardor de Cleopatra, sumamente sexual, transfigura su perspicacia política. Seduce a conquistadores de mundos porque es su gusto, pero también su plan de salvar a Egipto y a su propia dinastía. La envuelve un aura. Contemplarla es elevarse a una gloria terrenal y celestial. En ella Antonio encuentra apoyo y destrucción cuando su espíritu en declive no llega a sostener el esplendor vigorizante de Cleopatra. Lo que aflige a Antonio es que el fulgor de su extraordinaria personalidad se reducirá a la mera luz del día.
La más grandiosa escena de Antonio y Cleopatra es la seductora epifanía de Cleopatra cuando navega hacia su encuentro con Antonio. Siguiendo a Plutarco, Enobarbo, el más fiel y más sardónico oficial de Antonio, describe así el hechizo de la reina:
Enobarbo
Todo fue conocer a Marco Antonio y robarle el
corazón en el río Cidno.
Agripa
Allí se mostró a lo grande, salvo que mi informante lo
soñara.
Enobarbo
Yo te lo cuento.
El bajel que la traía, cual trono relumbrante,
ardía sobre el agua: la popa, oro batido;
las velas, púrpura, tan perfumadas que el viento
se enamoraba de ellas; los remos, de plata,
golpeando al ritmo de las flautas, hacían
que las olas los siguieran más veloces,
prendadas de sus caricias. Respecto a ella,
toda descripción es pobre: tendida
en su pabellón, cendal recamado en oro,
superaba a una Venus pintada aún más bella
que la diosa. A los lados, cual Cupidos sonrientes
con hoyuelos, preciosos niños hacían aire
con abanicos de colores, y su brisa
parecía encender ese rostro delicado,
haciendo lo que deshacían.
Agripa
Ah, qué esplendor para Antonio!
Enobarbo
Sus damas, a modo de nereidas,
de innúmeras sirenas, la servían haciendo
de sus gestos bellas galas. La del timón
parece una sirena. El velamen de seda
se hincha al sentir las manos, suaves como flores,
que gráciles laboran. De la nave,
invisible, un perfume inusitado
embriaga las orillas. La ciudad
se despuebla para verla, y Antonio,
entronizado, se queda solo en la plaza
silbando al aire, que, por no dejar un hueco,
también habría volado a admirar a Cleopatra,
creando un vacío en la naturaleza.
(acto 2, escena 2)
En la producción de Trevor Nunn, tan realzada por Janet Suzman, Patrick Stewart era un Enobarbo extraordinario. Se contagió del talento para el espectáculo con el que la reina egipcia se aseguraba de que su gloria se apreciara y difundiera.
Agripa
¡Asombrosa egipcia!
Enobarbo
Cuando desembarca, la invita a cenar
un enviado de Antonio. Ella contesta
que prefiere –lo suplica– que sea él
su convidado. El galante Antonio,
a quien nunca oyó mujer decir que no,
va al festín rasurado y recompuesto
y su corazón paga la cuenta
de lo que comen sus ojos.
Agripa
¡Regia moza! Por ella
el gran César llevó al lecho su espada;
él la surcó y ella dio fruto.
Enobarbo
La vi una vez
andar a saltos por la calle;
perdió el aliento, pero hablaba y jadeaba
de suerte que al defecto daba perfección
y, sin aliento, alentaba poderío.
(acto 2, escena 2)
El homenaje es soberbio. Hábilmente, Enobarbo expresa el arte de Cleopatra para perfeccionar un aparente declive y transformar su falta de aliento en poder amatorio.
Mecenas
Y ahora Antonio ha de dejarla totalmente.
Enobarbo
¡Jamás! Nunca lo hará.
La edad no la marchita, ni la costumbre
agota su infinita variedad. Otras son
empalagosas, pero ella, cuando más sacia,
da más hambre. A lo más vil le presta
tal encanto que hasta los sacerdotes,
cuando está ardiente, la bendicen.
(acto 2, escena 2)
Metiéndose al instante en el bolsillo el corazón de Antonio, Cleopatra dirige y representa un espectáculo erótico en el que su nave se convierte en un trono relumbrante que arde sobre el agua. Púrpura, oro y plata brillan vívidos y las velas perfumadas embriagan el viento hasta hacer que se enamoren. Las sensuales melodías de las flautas golpean amorosas sobre el agua operando como afrodisíacos. Cual Venus de seda y oro, la propia Cleopatra se reclina tentadora, rodeada de Cupidos con abanicos de colores que refrescan, mas dejando incandescentes las mejillas de la lúbrica reina.
A modo de sirenas y atentas a cada mirada de su señora, sus damas se inclinan ante ella con finura voluptuosa. Rendido de deseo, Agripa, que es seguidor de Octavio César, la aclama como moza soberana que se acostó con Julio César y dio a luz a su hijo Cesarión. Enobarbo es maravilloso en sus respuestas. Saltando por las calles de Alejandría, la no tan joven Cleopatra hace de su jadeo otra señal de dinamismo sexual.
El mayor homenaje de Enobarbo es el famoso: «La edad no la marchita, ni la costumbre / agota su infinita variedad». Radiante a sus treinta y nueve años, Cleopatra ofrece una realización sexual que cambia con cada acoplamiento. Si otras sacian el placer de sus amantes, sólo Cleopatra satisface y estimula más deseo. Y lo más escandaloso y exultante: los sacerdotes de Isis la bendicen cuando arde de lujuria. Hasta los actos más viles le cuadran si son suyos, pues en ella lo más vil se vuelve encanto. La idea de hacerse, de llegar a ser, es el estribillo de este gran espectáculo. En Antonio y Cleopatra hay diecisiete casos de esta idea y sus variaciones. Recuerdo un solo caso de ella en Hamlet, que es un drama de ser y dejar de ser. La obra de Cleopatra se centra en devenir.
¿Cómo llamar al mutuo amor de Cleopatra y Antonio? En primer y último lugar, es sexual. Cada uno de estos supremos narcisistas se contempla más radiante a los ojos del otro. Con todo, no son iguales. Antonio se somete incesantemente, pero Cleopatra no se rinde al flujo del tiempo. Shakespeare insinúa que Antonio se afirma en ella buscando apoyo para su alma vacilante. Sin embargo, ni la vitalidad imparablemente floreciente de Cleopatra logra impedir su caída.
Shakespeare era un maestro de la elipsis, de omitir cosas con el fin de despertar nuestra curiosidad por sus orígenes. Salvo en una escena fugaz en la que Antonio maldice la traición de Cleopatra,2 nunca los vemos juntos a solas. Cuando no se acoplan, ¿cómo se relacionan? Cleopatra menciona una ocasión en que hubo intercambio de género. Ella lo vistió con su ropa y se puso su armadura para empuñar su espada favorita, Filipos, con la que él derrotó a Casio y Bruto.
Es difícil visualizar la mutua soledad de estas dos fieras individualidades. Dependen de la admiración de sus seguidores. En ellos Shakespeare inventó una nueva clase de ser carismático en la que la adulación hace posible la dicha de la supremacía.