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Hace unos días tuve que abandonar la lectura de un libro, Corre, conejo de John Updike, porque el escritor comparaba la polla del protagonista con «la espada de un ángel». Tras leer aquello lancé el libro de punta a punta de la habitación, como también hace Marvin Molar, el protagonista de La maldición gitana, en un momento airado de la novela. No será necesario recordarle al lector que ninguna polla es como la espada de un ángel (lo sé, porque he visto unas cuantas). Incluso si las espadas de ángeles existieran y conociésemos sus características en cuanto a arma blanca y de fuego (a la vez), sería recomendable controlar la compulsión de compararlas a órganos sexuales masculinos. Hay una línea que separa la metáfora audaz de la mera estupendosidad, y es obvio que aquella imagen obedecía tan solo al deseo del escritor de hacerse el lírico y el cuco. Y yo, como lector y escritor, detesto lo cuco. Lo melindroso. Las mentiras y los lacitos. Las chavalas Amelie y los gilipollas con pitos angelicales. Todas esas frases engoladas y mirad-mi-pluma-enhiesta de Styron y Roth.

Harry Crews, el autor de La maldición gitana, escribe muy distinto al tipo que escribió lo de la espada, y a los otros dos sujetos que acabo de nombrar. «Si vas a escribir, por el amor de Dios», dijo en una entrevista, «intenta desnudarte. Intenta escribir la verdad. Intenta sumergirte en toda la falsedad, todas las excusas, todas las mentiras que te contaron». Crews es la personificación del coraje crudo en narrativa. Consigue con sus palabras lo que pocos autores han alcanzado a realizar: mostrar la belleza que se oculta en lo sucio, violento y terrible. Agarra el horror y, sujetándolo bien fuerte, nos muestra el humor y éxtasis y piedad y amor que se ocultan tras sus espaldas. Muchos autores confunden vulnerabilidad y sentimiento con cursilería y afectación. Crews no. «Me sentía violento y al mismo tiempo indefenso», confiesa Marvin Molar, el protagonista de esta novela, quizás leyendo los labios de su creador. En otra entrevista, Crews parafraseaba (libremente) a Hemingway al afirmar que «hay un punto blando en todos nosotros que hay que asesinar, aplastar, exorcizar, antes de poder escribir la verdad». Se trata de eso: aplastar el punto blando. Matar lo relamido. Mostrar el beso con llagas. Arrancar lo que es cierto y explicarlo de forma dura y hermosa. Aunque duela. Aunque la gente deje de hablarte. Aunque quedes como un pirado. Ser escritor es eso, nada más.

Los críticos de Crews siempre le afean que «fuerce» la aparición de seres grotescos en sus novelas. Gente extraña. Los a-normales. Marginados. Freaks, pobres de pedir, monstruos, culturistas embotados en anabolizantes, vets mutilados, amaestradores de halcones, boxeadores sonados, un tío con un pie gigante o el protagonista de esta historia: Marvin Molar, un sordomudo que habla y también anda con las manos, porque nació con piernecitas flácidas, y que se gana la vida como atracción de feria. Y que tiene unos brazos así de grandes, como panes gallegos. Crews siempre responde a esa crítica diciendo que a) el mundo donde él creció (Bacon County, Georgia), estaba lleno de gente así y b) en todo caso le fascinan los freaks, porque no pueden adecuar su deformidad al entorno, como el resto de nosotros; camuflarla tras una fina capa de convención social, modales o cosmética elemental. El reflejo de su monstruosidad se les lanza a la cara en cada minuto de su existencia. Por tanto (esto lo digo yo), los freaks son los humanos que mejor se conocen. No pueden engañarse, pretender ser otra gente, como hacemos los demás en mayor o menor medida, para no volvernos locos del todo.

La maldición gitana es uno de mis dos libros predilectos de Harry Crews (junto a Una infancia), y Marvin, el funambulista cabecicubo con manazas de excavadora, uno de sus mejores protagonistas. Al propio Crews le gustaba mucho esta novela, y la consideraba un puto triunfo. Lo es. Por si alguien no lo ha leído antes: el personaje principal no habla, y su única forma de comunicación es mediante lengua de señas. No voy a adentrarme en una disección técnica, no teman, pero digamos solo que conseguir que un personaje de estas características se relacione activamente con su entorno, y viceversa, es un maldito milagro narrativo.

«El mundo es un lugar de mierda y hay ocasiones en las que resulta muy difícil no amargarse», afirma Molar. Y también: «dos cosas a propósito de mí: no soy un amargado y no engaño a nadie». La maldición gitana es un libro que apesta a destrucción inminente, poblado por gente dañada y teñido de odio indeleble que, asimismo, rebosa humor (el momento en que los niños sordomudos le preguntan a Molar con lenguaje de señas «¿Y cómo haces para cagar?» y «¿Alguna vez te has tirado un pedo en la cara de alguien?»), valor y contagioso aguante. Hallamos estos atributos en la perspectiva vital de Marvin. En la cómica susceptibilidad (y debilidad) de Al, el dueño del gimnasio y padre adoptivo del protagonista. En la forma en que los sonados, memos, malparidos y desgraciados del libro se las arreglan para ir tirando, de algún modo. La maldición gitana es un triste canto (sin sermoncitos) a la supervivencia de los raros de nacimiento.

Y Hester. El «coño a medida» de Marvin, por no decir personificación de la maldición del título. She is trouble, como dirían tantas canciones, tantas novelas hard-boiled. La mezquina, manipuladora y bastante envilecida Hester. «Hester era normal», nos dice Marvin, «aunque, eso sí, tenía cierta tendencia a la amargura». Y como todas las personas amargas, Hester quiere amargar a los demás, porque puede permitírselo (tiene «unas piernas estupendas») y se le antoja. Misery loves company, que dicen los ingleses. Hester quiere matar cosas por el placer de verlas morir. Es una excelente villana de libro. Nada plana, con origen y razones de peso. Quizás ella no te guste, quizás no la invites a tu boda, pero lo más posible es que entiendas de dónde procede su rabia. Y la de Marvin. Y la del resto de personajes.

En un prólogo para otro libro de Crews (El cantante de Gospel) aduje algo que, ahora lo veo, podría interpretarse como fascinación por (sonido de trompetas de peplum)… ¡La leyenda de Harry Crews! Ese Hombre Peligroso. Las peleas, los blackouts, las parrandas que terminan sin dientes y con un tatuaje de más (que no querías, ni recuerdas cómo te hiciste); los huesos rotos, el kárate, los Marines, el peinado mohicano y el escaso respeto por la academia. Su cuna más que proletaria, de pura mendicidad granjera. El niño muerto. Algunos de los fans de Crews lo son (o lo parece) por una adoración algo imprudente del estilo de vida y biografía convulsa del autor, pero les garantizo que yo no soy así. Admito que prefiero a mis autores con existencias no lineales, nada de colegio-universidad-literatura, algo más vividos y magullados, que hayan pasado algunos años con las manos sucias y el traje de faena manchado, en un par de peleas y un par de países. Porque, como dice Crews, «para haber comprendido algo así necesitas haber tragado mucha mierda en el mundo».

Pero lo importante de Crews es, se lo prometo, su escritura. Sus historias, sus personajes. Su economía de palabras. La dureza elástica de sus frases, cómo vuelan las páginas una detrás de otra, sin afectación, adverbios ni trolas de cobarde ni fanfarria de catedrático. Crews nunca alardea. Nunca trata de impresionarnos. Solo entrega algo puro y cierto y lleno de vida, a la vez que deja «un rastro de sangre, mucosidad e intestinos» en el camino. Una historia sensacional y aterradora. Cuernos, tullidos, celos, sordomudez, boxeo, rareza, compañerismo y un final que se ve venir desde la primera página pero no por ello deja de ser un puñetazo en la nariz del lector.

Crews decía que anhelaba escribir veinte libros porque entonces se aseguraba que habría dos que valdrían la pena. Que serían excelentes y excepcionales. Pues bien: este es uno de esos dos.

Kiko Amat, marzo del 2017, Barcelona.

La maldición gitana

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