Читать книгу El amante de las cicatrices - Harry Crews - Страница 12

4

Оглавление

Esa noche, en su minúscula habitación de la casa de huéspedes, Pete no pudo dormir ni mucho ni bien. Sueños poco profundos y llenos de imágenes extrañas. No pesadillas, sino sueños, sueños extraños; en realidad ni siquiera sueños, más bien fogonazos, y no de gente, sino de espesas sombras deslizantes, habitaciones vacías y botellas destaponadas sin nada dentro. Casi toda la noche en vela, mirando el macuto que seguía en el mismo rincón donde lo había dejado el día que llegó a la ciudad, junto a la diminuta cómoda en la que solo había un peine. Llevaba sin abrirlo desde que se licenció. Todas sus pertenencias, incluyendo su ropa, seguían metidas en aquel macuto. ¿Para qué deshacerlo antes de dar con un lugar permanente? Aquella pensión solo era un apeadero momentáneo, una pausa en su vida. ¿Por qué cojones le había mentido a la chica con lo de la universidad? No había ningún motivo. Cuatro putos días y le sobró tiempo para acabar hasta los mismísimos huevos de la Universidad de Florida. Allí todo le recordaba demasiado al Cuerpo de Marines. Gente diciéndote todo el rato dónde ir y cuándo y cuánto tiempo tenías que quedarte allí una vez llegases. Fue superior a sus fuerzas. Pero sobre todo, lo que lo convirtió en una carga insoportable fue que le obligasen a compartir habitación en la residencia de estudiantes con aquellos tres condenados chavales judíos de Miami Beach. Uno de ellos no paraba de tirarse pedos. Así que decidió no deshacer su macuto y, una mañana, al salir del cuarto para ir a clase de lengua, se lo echó al hombro y se dirigió a la estación Greyhound de autobuses. Claro que todo en esta vida era temporal, momentáneo. Salvo la muerte.

Pensar eso le hizo gruñir. Quiso abofetearse por haberlo pensado, no porque se tratase de la muerte, sino por tratarse de una solemne gilipollez. Allí estaba él, un hombre maduro, recién cumplidos sus tres años de servicio en los Marines, tendido en la cama en mitad de la noche, pensando de aquel modo en la muerte. Aunque de todas maneras, y eso podía saberlo cualquiera, en efecto, nada había más permanente que la muerte. Se habían escrito un montón de soplapolleces sobre el cielo y el infierno, y también sobre lo de regresar de entre los muertos reencarnado en un perro o en algo peor. Pero no eran más que suposiciones estúpidas. Podías poner en fila a todos los hombres sagrados de la historia, Jesús inclusive, y ninguno haría por ti más que una buena taza de café. O al menos así había sido en su caso, desde que golpeó a su hermano en la cabeza con un martillo. Fue un accidente. Cualquiera con dos ojos en la cara podría haber visto que fue un accidente. Pero, accidente o no, el caso es que arruinó a su hermano de por vida y le dejó dos cicatrices idénticas e imborrables en la frente, justo encima de la nariz. Y no se lo perdonaron nunca. Nadie. Sus padres se marcharon de este mundo convencidos de que era un malvado mutilador de niños. Y su hermano mayor decidió no volver a dirigirle la palabra. Igual que sus demás parientes. Al golpear a su hermano en la cabeza con aquel martillo se desligó para siempre de su familia. Lo mismo que si estuviese muerto y enterrado. Se sentía absolutamente solo en el mundo y, por eso, aun sabiendo que fue un puto accidente (y nadie sabía mejor que él lo que había sucedido y cómo), seguía sin poder perdonarse a sí mismo. Llevaba aquellas dos cicatrices paralelas como un peso abominable en el corazón. Nunca, ni por un solo instante, conseguía librarse de ellas.

Cuando aún faltaban un par de horas para que saliese el sol, Pete, que llevaba sin fumar desde el día de su licenciatura en los Marines, decidió acercarse a la cafetería de la esquina, la que abría toda la noche, a por un paquete de cigarrillos.

Al salir por la puerta principal, ya en la acera, le sorprendió descubrir luz en una de las ventanas de la casa de al lado. En cuanto vio aquella ventana se dio cuenta de la vehemencia con que había estado evitando pensar en la chica y en lo sucedido en aquel sofá. Y más o menos lo había logrado hasta que puso el pie en la acera. Ahora el recuerdo de la lamentable velada se le vino encima de golpe. Se quedó un rato observando la ventana. Aquella ventana, ¿sería la suya? ¿Estaría allí ahora? Y, en tal caso, ¿qué estaría haciendo? Súbitamente, le asaltó la imagen de la chica de pie y medio desnuda frente a un espejo, mirándose el pecho (el que se le estaba convirtiendo en piedra) y, pese al horror, palpándoselo.

Sería muy fácil averiguar quién había en aquella habitación, suponiendo que hubiese alguien. Lo único que tenía que hacer era acercarse cobijado por las sombras profundas que proyectaban las ramas arqueadas del roble. No había persianas bajadas ni cortinas cubriendo la ventana iluminada. Ella… Detuvo el pensamiento y sintió un sabor amargo en la lengua. ¿Es que no había hecho ya bastante? ¿Iba a convertirse además en un mirón? ¿Eso es lo que quería? ¿Destellos nocturnos de una chica desnuda con… con qué?

Con cáncer. Maldita sea. Cáncer.

«Ya está», le reprendió una voz que no era del todo la suya. «Ya lo has dicho. ¿Ya estás contento? ¿Ya has tenido bastante?».

Sí y no. Renunció a la ventana y se dirigió a toda prisa a la cafetería para comprar aquellos cigarrillos que ni siquiera quería. No estaba muy lejos y logró mantener la mente en blanco durante todo el trayecto. Estaba furioso. Había otro cliente en la cafetería: un borracho de mediana edad que roncaba con la cabeza apoyada en la barra. La camarera estaba junto a la plancha, leyendo una revista de cine. Apenas alzó la vista cuando Pete entró y enseguida volvió a sumergirse en su lectura. Las caras llenas de dientes de Rock Hudson y Doris Day le miraban desde la portada de la revista que apoyaba en su tripa. Pete sacó sus cigarrillos de la máquina que estaba junto a la puerta y se sentó en uno de los taburetes. El cocinero, al que parecían dolerle los pies, salió a la barra y se plantó frente a él.

–¿Qué va a ser?

–Solo café.

El cocinero fue a por la cafetera y le sirvió.

–¿Vas a querer nata?

–Así está bien.

El cocinero no se retiró. Se quedó al otro lado de la barra observándole.

–Con el calor que hace –dijo–, tenemos que meter la nata en la nevera. Si no, se pone mala en menos de un minuto.

A pesar de que el hombre diese la impresión de estar a punto de desfallecer de aburrimiento y cansancio, Pete se alegró de tener a alguien con quien conversar, alguien con quien hablar de cosas insignificantes, cosas totalmente desprovistas de consecuencias. Lo que más deseaba en este mundo era poder mantener una buena y documentada conversación sobre tarrinas de nata echándose a perder a causa del excesivo calor del verano.

–Nunca me había parado a pensarlo –dijo Pete–, pero, claro, me imagino que con este calor se le estropeará un montón de nata.

–Ni te imaginas –dijo el cocinero.

–¿Y alguna otra cosa, aparte de la nata?

–¿Cómo? –la pregunta apenas logró abrirse paso a través del bostezo que el cocinero ni se molestó en evitar.

–Que si se echa a perder algo más aparte de la nata…

–Ni te imaginas –repitió el cocinero. Dirigió la mirada al otro extremo de la barra, donde estaba el borracho roncando. El ceño ligeramente fruncido hacía que su cara grasienta, hinchada y agotada pareciese más estricta. La camarera seguía sin moverse–. ¿Acabas de salir del trabajo?

–No –dijo Pete–. No entro a currar hasta las siete.

El cocinero trató de sonreír, pero no lo logró del todo.

–Vosotros, los jóvenes, siempre pasándolo en grande por ahí, sin otra cosa que hacer en toda la noche que andar por las calles de la ciudad, a verlas venir…

La sonrisa de Pete no estuvo mucho más lograda que la del cocinero, pero en el fondo estaba disfrutando. Aquello era justo lo que necesitaba.

–Ya sabe cómo es –le dijo.

–Casi puedo recordarlo, hijo –dijo el cocinero–. Aunque eso ya se acabó para mí. Yo no libro hasta las ocho de la mañana. Para entonces, este lugar estará hasta arriba. Por Dios santo, cada mañana es como esperar que estalle una guerra. ¿Alguna vez has trabajado de cocinero en una cafetería como esta?

–Nunca –dijo Pete, deseando iniciar una buena y seria conversación sobre gachas de maíz.

–Pues sigue así –dijo el cocinero.

Un fuerte estruendo les hizo dar un brinco. El borracho se había sacudido violentamente en sueños y había tirado la sal, la pimienta y el azucarero de la barra. La camarera alzó la mirada pero no tardó ni un segundo en volver a enfrascarse en su revista, como si nada. El cocinero se acercó con sus pies doloridos hasta el borracho y lo limpió todo.

Al volver dijo:

–Ese de ahí es mi hermano. Su parienta no le deja entrar en casa cuando está borracho, así que viene aquí a dormir. Y te diré una cosa, como el jefe vuelva a encontrárselo ahí dormido, con la cabeza sobre la barra, el que va a ir de culo soy yo –hizo una pausa, se lamió los dientes y Pete vio cómo se le desplazaron hacia un lado. Eran postizos–. Y no sé dónde iba a conseguir otro trabajo. Ya no me muevo igual. Los años no pasan en balde. Además, es mi hermano y no puedo echarle. Antes le dejaba dormir en mi coche, pero ya no tengo coche. Mi señora se lo llevó el otro día para asistir a su grupo de oración y lo estrelló contra un…

Pete arrojó un puñado de monedas sobre la barra y salió a toda prisa del local para no seguir escuchando. No fue tanto por lo que dijo o estuvo a punto de decir el cocinero, sino por todo: el hermano borracho, la camarera con Rock Hudson y Doris Day descansando sobre su vientre ligeramente hinchado y el arrastrar de los pies destrozados del cocinero; la suma de todo le hizo pensar en Sarah, le devolvió la imagen de él sobre ella en aquel espantoso sofá color beige, le recordó lo terrible que había sido, lo terrible que, con toda seguridad, seguiría siendo siempre. Cabía la posibilidad de que no pudiese olvidarlo ni superarlo jamás. El mero hecho de pensar tal cosa le hizo ponerse a fumar como un desquiciado mientras volvía a toda prisa a la casa de huéspedes.

Al retirar bruscamente la mano de aquella cosa dura que le estaba creciendo en el pecho, a la chica se le hincharon los ojos de terror, pero no los apartó de los suyos. Y él no pudo hacer la vista gorda. Claro que tampoco fue capaz de seguir con lo que estaban haciendo. ¿Sabía ella que podía tener esa cosa creciéndole ahí dentro? Lo mismo que estaba matando, o que quizá ya hubiese matado, a su madre. ¿Era consciente? Por supuesto que sí. Y además también sabía que él lo sabía. Estaba en aquel sofá, había sido conducido hasta aquel sofá únicamente para confirmar lo que ella, al menos, ya sospechaba, o para ayudarla a negarlo. Y él hizo lo que no habría hecho deliberadamente por nada del mundo. Trató de forzarse a posar los labios otra vez en su pecho y, al no verse capaz, intentó volver a agarrárselo con la mano. Pero le faltó valor. Y lo que fue aún peor, en aquel instante le asaltó un pensamiento que también le hizo apartar súbitamente la mano que le había metido entre las piernas.

Cáncer era el cangrejo. ¿Y dónde le gustaba vivir al cangrejo? En la humedad oscura de algún canal secreto. Podía imaginarse (mejor dicho, podía ver con claridad) al voraz cangrejo, al feo cangrejo devorador de carne, moviéndose lentamente por allí dentro, en el profundo canal que se abría entre sus piernas, aguardándole pacientemente. Se quedaron tendidos en el sofá, mirándose a los ojos, durante lo que a él pareció una eternidad.

Finalmente, se atrevió a decir:

–No podemos hacerlo.

–¿Por qué no? –dijo ella.

–Por lo que ya te dije antes –le respondió–. Te respeto. Es la primera vez que nos vemos. No está bien.

Los ojos de la chica evidenciaron que sabía que le estaba mintiendo y lo único que logró la mentira fue aumentar su miedo.

–A mí no me importa –dijo ella–. A mí eso no me importa.

–A mí sí.

Él dejó de mirarla y posó los ojos en la chimenea, el olor a ceniza le llegaba desde el otro extremo de la habitación, luego se fijó en el papel de pared con manchas de humedad que cubría las paredes y se le ocurrió una nueva mentira.

–Respeto esta casa.

–¿Que respetas la casa? –repitió ella con incredulidad.

Al decirlo se movió de un modo extraño y quejumbroso y él notó que le brotaba una progresiva frialdad en el estómago.

–Lo entenderás en cuanto te pares a pensarlo un momento. He venido a cenar estando tu madre… Digamos que he venido en un mal momento, y encima tu padre no está, y esta casa es su casa. –Se calló, lo estaba empeorando–. De donde yo vengo, un hombre no…

No pudo terminar.

–Dime por qué has parado –dijo ella.

–Ya te lo he dicho.

–No lo entiendo.

–No hay nada que entender. Te lo he explicado lo mejor que he podido.

–No te creo –dijo ella sorprendiéndole con la violencia sibilante de su voz.

Él se echó hacia atrás y se quedó de rodillas entre sus tobillos. Intentó no mirarle las piernas, abiertas y desplegadas inconvenientemente sobre el sofá.

–Tienes que incorporarte –dijo él–. Tu padre puede entrar en cualquier momento.

Una vez más se quedó sorprendido, incluso conmocionado, ante la violencia que detectó en la voz de la chica:

–Yo no tengo que hacer nada.

–Estás siendo injusta –le dijo él.

–No sé nada sobre lo que es justo o injusto –dijo ella.

–Por favor –le señaló la parte superior abierta del vestido y el sujetador que le rodeaba el cuello–. Vístete. –Procuró no mirarle los pechos.

Ella señaló lo mismo que señalaba él y con una voz ya no tan violenta, sino llena de amargura y malhumorada, le dijo:

–Yo no he sido la causante de todo esto, y no pienso tocarlo. –Miró hacia el recibidor–. Ni aunque mi padre entre ahora mismo por esa puerta.

Él se puso rígido.

–¿Crees que podría entrar ahora mismo?

–Podría –dijo ella–. Depende de cómo haya acabado la cosa.

Volvió a inclinarse sobre ella y le resultó tan difícil abrocharle el sujetador como, momentos antes, desabrochárselo. Pero al final lo logró. Acto seguido, le abotonó el vestido y la obligó a sentarse. Sus bragas seguían en el suelo, frente a ellos, como una acusación.

–Tengo que irme –dijo él.

–Pues vete –dijo ella–. Ya volverás. Porque respetas esta casa. Y me respetas a mí.

Se detuvo en la puerta para volver a mirarla antes de marcharse, sin decir nada.

Al volver de la cafetería se sentó en el porche a fumar y a observar la ventana que daba al roble de la casa de al lado. Dios, de haber sido capaz de continuar en aquel sofá ahora todo habría concluido o al menos se habría resuelto de algún modo. Le desagradaba haber dejado las cosas tan en el aire, con ella soltándole lo de que ya volvería y toda esa mierda acerca del respeto. Habría sido mejor si se lo hubiese dicho con sarcasmo o con furia, pero no, tuvo que soltárselo con aquel tono seco y concluyente.

Se quedó sentado en el porche de la casa de huéspedes sintiéndose cansado y miserable. En cierto momento pensó en llamar al trabajo para decir que estaba enfermo, pero decidió no hacerlo porque predijo que si se quedaba en casa no sabría cómo afrontar el día. Lo mismo si se metía en el furgón a sudar y a partirse la espalda con todas aquellas pilas de celofán, las cosas mejorarían.

Fue entonces cuando oyó a sus espaldas el ruido de la puerta y al volverse para ver quién era se encontró con el señor Max Winekoff agitando los brazos vigorosamente como si pretendiese salir volando. Fue verlo y sentir que algo se le removía por dentro; algo parecido al desplazamiento de una carga pesada en el tráiler de un camión. Pero no se trataba de una carga física y él lo sabía. Lo sabía de un modo bastante preciso y terrible. La aflicción que anidaba en su interior (la insoportable carga de autodesprecio) apuntaba ahora hacia aquel viejo bastardo que había estado propagando su nombre por ahí, y no solo su nombre sino su vida: su hermano herido y Dios sabe qué más, todo, todo lo que, en el estupor del alcohol, le había contado al condenado viejo la tarde en que volvió dando tumbos de la universidad con su macuto aún sin deshacer y una carga intolerable de desesperación al hombro.

Al ver al anciano estirarse y mover los brazos como si fuese un molino, Pete apenas fue capaz de recordar la larga e incoherente conversación (¿confesión?) que mantuvieron. A decir verdad no recordaba qué demonios le había contado. Pero de lo que sí se acordó perfectamente fue de las últimas palabras de su conversación con Sarah la mañana anterior, cuando salió a cortarle el paso en la acera.

«Pete, me llamo Pete.»

«Lo sé.»

«¿Lo sabes?»

«Por el señor Winekoff.»

De acuerdo, el viejo bastardo le había dicho su nombre a la chica de la casa de al lado. Eso no era tan malo. De hecho, no era malo en absoluto. Le podía pasar a cualquiera, en cualquier lugar. ¿Pero lo del Negrata Quemado?

Pete miró al viejo y se sintió más ligero. La monstruosa carga pesaba ahora sobre los hombros de Max Winekoff. Al incendiarle con la mirada sintió algo muy parecido al bienestar. Llevaba pantalones caqui limpios y una camisa del mismo color. Pelo corto y canoso y una sempiterna expresión de casi demoníaca felicidad en la cara. Ahora se había puesto a hacer flexiones, sin doblar las rodillas y con las palmas de las manos en el suelo.

–¿Es o no es fabuloso? –dijo Max Winekoff, cabeza abajo. Podía haber sido el abuelo ligeramente excéntrico de alguien. Pero Pete no tuvo que hacer ningún esfuerzo para recordar las palabras del Negrata Quemado.

«La magia recordará esto cuando acudas a ella.»

«¿Para qué?»

«Tu hermano.»

«Ni de coña. Ni siquiera nos hablamos.»

«No él. El otro, el que está encerrado en un asilo. El que te hace sentir tan culpable.»

«¿Qué vas a saber de él?»

«Solo lo que cuenta el señor Winekoff.»

–Para un hombre de mi edad, se entiende. Es realmente fabuloso.

Pete no le contestó porque sabía que el viejo ni acusaría su respuesta. A Max Winekoff le gustaba hablar. En realidad, parecía gustarle todo: comer, caminar y especular sobre la situación mundial, de la que estaba muy enterado gracias a la constante lectura de revistas y periódicos.

Seguía flexionado con las manos contra el suelo, sin moverse, alzando la vista en una complicada contorsión para mirar a Pete a través de sus increíbles cejas grises. Unas cejas de la misma longitud que sus cabellos. Al principio, nada más instalarse en la casa de huéspedes, a Pete le sorprendieron las constantes flexiones del señor Winekoff pero, poco a poco, se fue acostumbrando. Se lo encontraba flexionado por toda la casa, a veces en el pequeño vestíbulo que conducía al comedor, otras al abrir la puerta de su habitación, ahí mismo, en el pasillo, o en las escaleras. Al pasar a su lado no abandonaba su postura, pero se ponía a hablar.

Pero en aquel momento el señor Winekoff se incorporó de su flexión y le dijo:

–Hacer flexiones y caminar, caminar y hacer flexiones. Así ha sido toda mi vida. ¿Tú te flexionas?

Pete se oyó decir a sí mismo, pensando en el furgón:

–No suelo, aunque últimamente no he parado.

Tenía el corazón congelado por el miedo que le infundía pensar en lo que podía llegar a hacerle al anciano allí mismo, en el porche, sin importarle los testigos.

–Pues no lo dejes –dijo el señor Winekoff–, y vivirás eternamente. A ver, ¿cuántos años me echas?

Pete no tuvo que pensárselo. El viejo le había dicho más de mil veces que tenía ochenta y cinco. Se lo decía a todos los huéspedes de la casa, varias veces al día. Soltaba su edad y luego se ponía a hacer flexiones como un descerebrado.

Sonó un timbre en el interior. El desayuno. La casa de huéspedes servía dos comidas al día, desayuno y cena. Y el señor Winekoff ingería increíbles cantidades de comida en cada turno, más que cualquiera de los demás inquilinos. Una cosa formidable. Más incluso que los enormes obreros de la construcción, muchos de ellos jóvenes. El señor Winekoff miró hacia la sala donde se servía la comida al estilo familiar, varias mesas cargadas (rechinantes) de platos transportados por un pequeño ejército de hoscas muchachas negras de brazos larguísimos: inmensos cuencos de huevos revueltos, muy poco hechos, bandejas de tocino fresco que se cortaba en tiras gruesas y que luego colgaban lacias de los tenedores de los huéspedes, pilas de tortitas, claras y esponjosas por dentro, jarras de leche ligeramente azulada, y luego el café.

Al señor Winekoff no parecía importarle lo que hubiese en la mesa. Cada mañana y cada noche se metía entre pecho y espalda tres platazos llenos a rebosar de lo que hubiese, sin hacer ascos a nada, por la simple razón de que era un grandísimo flexionador, un grandísimo hablador y un grandísimo andarín. Se pasaba todo el día andando de aquí para allá como un puto chiflado, los siete días de la semana.

Y a diario, sin excepción, iba caminando al zoo de la ciudad a ver a los yaks. Siempre había sido un amante de los yaks, o eso le había contado a Pete, le gustaban desde tiempos inmemoriales. El paseo hasta el dichoso zoo, al otro extremo del Puente del Río Trucha, no llegaba a seis kilómetros, tres de ida y otros tantos de vuelta. Pero el viejo siempre insistía, con voz sosegada y sin jactancia, que se recorría al menos cuarenta y cinco kilómetros al día, a pata, y Pete no lo ponía en duda. Los obreros de la construcción de la casa de huéspedes, dispersos por toda la ciudad en sus diferentes curros, afirmaban haberle visto por todas partes, en ocasiones incluso a varios kilómetros de la ciudad.

Y se ve que en algún momento de una de sus estrambóticas excursiones fue a toparse con el Negrata Quemado y no tuvo empacho en revelarle la secreta vergüenza, la culpa y la vida maldita de Pete. Y si se lo había contado al Negrata Quemado, ¿a cuántos más no se lo habría soltado? El muy cabrón había ido sembrando por ahí historias de su hermano mutilado como si fuese avena silvestre.

El frío corazón de Pete ardía de deseo homicida y por primera vez en lo que iba de mañana sintió un remanso de paz al considerar la cantidad de dolor y los diferentes tipos de daño que podía infligirle al señor Winekoff. El anciano estaba de pie y miraba a Pete, que ahora se había sentado en la mecedora.

–Un día tendrías que levantar el culo de ahí y acompañarme al zoo –le dijo el señor Winekoff, desviando la mirada hacia el comedor, esperando que las mesas estuviesen puestas–. A ver a esos yaks.

–Va a ser que no –dijo Pete notando la extrañeza de su propia voz–. No creo que me gusten los yaks. Pero si alguna vez me decidiese a ir con usted, tendríamos que ir en autobús.

–A mí no me hace falta ningún autobús. Déjame decirte algo que te será de utilidad en la vida. ¿Me escuchas?

–Le escucho –dijo Pete.

–Si coges el coche gruñirás. Si vas a pata te regocijarás.

–Ya hago ejercicio de sobra descargando furgones –dijo Pete.

–Hay que caminar, no hay nada mejor en el mundo que caminar –dijo el señor Winekoff–. Además, tienes que ver esos yaks.

Pete ni siquiera estaba seguro de saber muy bien qué pinta tendría un yak. Pensó que lo mismo se parecería a un camello sin joroba.

–Creo que voy a hacer otra flexión antes de sentarme a la mesa.

El anciano se dobló hacia delante y volvió a poner las manos planas contra el suelo.

Pete se levantó de la mecedora y se colocó a su lado. El viejo cinturón grueso y agrietado del señor Winekoff se le arqueaba por detrás como si fuese el asa de una maleta cada vez que hacía una flexión. Y como por voluntad ajena a Pete se le ocurrió una idea maravillosamente gratificante.

–¿Alguna vez se ha caído por unas escaleras? –le preguntó.

El señor Winekoff miró a Pete desde abajo con su irritante rostro risueño.

–¿Caerme? ¿Por unas escaleras? ¿Yo? Yo no me he caído… en la vida. ¿Con estas piernas? ¿Con todo lo que camino? Ni hablar.

Pete enganchó la mano al viejo cinturón y levantó al señor Winekoff del suelo. Era increíblemente ligero. Luego se encaminó por el lateral del porche hacia las escaleras que conducían a la parte trasera del edificio cargando con él (todavía doblado) como si fuese una maleta.

–Me estás llevando como si fuese una maleta –apuntó el señor Winekoff.

–Así es –dijo Pete reanimado–, igualito que una maleta.

Daba la impresión de que al señor Winekoff le parecía maravilloso.

–Eres más fuerte de lo que parece, hijo. Y no puedo ni imaginarme lo que podrías llegar a ser si te convenciera para que iniciases un buen programa de caminatas.

Pete comenzó a subir el largo tramo de escaleras.

–Maravilloso –dijo el señor Winekoff.

–Sí, maravilloso –dijo Pete. Y es que en verdad era maravilloso. La primera cosa maravillosa que sentía desde que tenía uso de memoria.

Al llegar al final de las escaleras se detuvo, se dio media vuelta y ambos encararon el vacío.

–Lo has hecho muy bien –dijo el señor Winekoff–. Imagínate, subirme hasta aquí, nada menos. Me palpita el corazón. ¿A ti no?

–Ya lo creo –dijo Pete. Y no solo le palpitaba, canturreaba de puro gozo. «Usted dedíquese a rumorear sobre mí, siga esparciendo mi historia por toda la puta ciudad como si se tratase de un saco barato de estiércol», pensó. «Que ahora lo que se va a esparcir es usted».

–Hay un buen trecho hasta ahí abajo –señaló el señor Winekoff como si se le acabase de ocurrir.

–Lo hay –dijo Pete.

Y lo soltó.

Observó cómo caía dando volteretas y golpeándose la cabeza contra la barandilla. El sonido fue muy parecido al de un niño pasando un palo por una cerca, salvo por los gruñidos y los pequeños aullidos de dolor. Aunque no pudo evitar admirar la suavidad con que aquel maldito viejo anguloso afrontó la larga caída, doblando sus delgadas extremidades y retorciéndose en ángulos imposibles.

Hubo un momento de silencio. El señor Winekoff se puso en pie, se examinó los brazos y las piernas, se palpó el vientre, duro y plano, y solo después de comprobar que todo seguía en su sitio alzó la mirada y dijo:

–Me has dejado caer.

–Se rompió el asa –dijo Pete.

–¿El asa?

–De la maleta.

El señor Winekoff se giró y se puso a comprobar pausada y minuciosamente el estado de su viejo y resistente cinturón.

–El asa no se ha roto. Me has dejado caer.

Pete dijo:

–Sí. Así es.

Y estuvo a punto de añadir: «Y voy a volver a cargar con usted hasta aquí y a dejarle caer hasta que me canse», pero se dio cuenta de que el viejo había estirado el cuello para asomarse a la ventana que daba al salón y a la ventana de la otra pared que, a su vez, daba a la casa de Sarah (él debería saberlo mejor que nadie porque se había pasado horas ahí sentado, a oscuras y en la más completa soledad, observando la casa desde aquella ventana), así es que supo sin necesidad de bajar a comprobarlo que lo que el señor Winekoff estaba mirando como un perro de caza señalando una presa era la casa vecina y, probablemente, a la propia Sarah.

–¿Qué pasa? –dijo Pete, porque desde donde estaba no alcanzaba a divisar la casa.

–Los caminos del Señor son inescrutables, cuán insondables y asombrosos son sus designios –dijo el señor Winekoff.

Ese había sido uno de los dichos favoritos de la madre de Pete antes del golpe accidental del martillo que transformó a su hijo menor en un idiota, momento en el que perdió totalmente la fe y parcialmente el juicio; o al menos eso era lo que el padre de Pete afirmaba varias veces al día: «Tu madre solo ha perdido el juicio parcialmente».

–Eso no es ninguna novedad –dijo Pete–, ¿pero qué coño está mirando?

–¿Sabes qué? –preguntó el señor Winekoff levantando la vista hacia Pete.

–Que los putos caminos del Señor son inescrutables.

–Yo jamás diría algo así. No me expondría al riesgo de arder en el infierno.

–¿Y qué me dice del riesgo de volverse a caer por estas putas escaleras?

–El asa no se rompió. Es imposible, a no ser que intervenga el maligno.

Pete bajó a trompicones las escaleras olvidándose por completo de lo que pudiese estar mirando el viejo con la única intención de arrastrarle de nuevo hasta arriba y dejarle caer, pero esta vez con fuerza. Pero a mitad de camino, Pete oyó que alguien le llamaba a lo lejos por su nombre y al mirar por la ventana lo primero que vio fue una ambulancia blanca y después al señor Leemer haciendo bocina con las manos y llamándole sin alzar demasiado la voz (a Pete le pareció que de un modo lastimero y suplicante): «¡Peeete! ¡Eh, oye, sí, tú! ¡Peeete!».

–El Altísimo ha devuelto a su esposa al hogar –señaló el señor Winekoff–, y el señor Leemer te está llamando. Creo que es a ti, claro que mi oído ya no es lo que era.

–Él no sabe cómo me llamo –dijo Pete–. Nunca hemos hablado.

El señor Winekoff miró a Pete.

–Ahora puedo oírle perfectamente y no me cabe la menor duda de que es a ti a quien está llamando. Y sí que sabe cómo te llamas.

–Joder –dijo Pete–, ¿también le dijo eso?

–¿El qué?

–Váyase a la mierda.

–No señor –dijo el señor Winekoff–. Jamás de los jamases, yo nunca le diría, ni a él ni a nadie, que se fuese a la mierda.

Dio un brinco y volvió a encogerse en una flexión. Ni siquiera hizo el amago de mirarle al añadir:

–Yo no hablo así, nunca lo he hecho y no voy a empezar hoy.

Ahora que volvía a estar flexionado, Pete volvió a fijarse con frialdad asesina en el cinturón combado sobre la delgaducha espalda del anciano. Sin duda, parecía el asa de una maleta. Y también cumplía su función. Desvió la mirada desde el cinturón hasta lo alto de las escaleras y luego de vuelta al cinturón. No le llevaría más de un minuto, pero el señor Leemer ya había calculado bien la distancia y le estaba pidiendo ayuda a gritos como si tuviese los pies en llamas. No le quedaba más remedio que acudir. Tenía que poner fin a aquella situación. A estas alturas ya se habría enterado todo el puto vecindario.

Pete terminó de bajar las escaleras y rodeó la casa. El sol aún daba de refilón y la acera estaba medio en sombras. La ambulancia se había detenido junto al bordillo. No pudo ver quién iba en el asiento delantero, pero el señor Leemer le estaba esperando en la parte posterior de la ambulancia, frente a la puerta doble que permanecía cerrada. Tenía los brazos caídos y un aspecto entre avergonzado y solemne.

Cuando le vio llegar levantó uno de sus largos brazos y, con una voz extrañamente tranquila, dijo:

–¿Qué hay, Pete?

Como si les hubiesen dado el pie, dos jóvenes con batas y pantalones blancos saltaron al unísono de la parte frontal de la ambulancia, cada uno por su lado. Por la expresión de sus rostros, prácticamente inexpresivos, a Pete le recordaron a los vendedores de helados de los viejos camiones Good Humor y, al considerar lo que a buen seguro transportaban en aquella alargada limusina blanca, comenzó a sentir el estómago ligeramente revuelto.

Pete cruzó por el césped y se detuvo en la acera para mirar al señor Leemer, que ahora estaba flanqueado por los dos auxiliares de la ambulancia. Ambos masticaban un palillo de dientes, como si de camino hubiesen hecho una paradita en una hamburguesería. La expresión de sus rostros se había vuelto un poco hosca, parecían enojados.

Al señor Leemer se le fue la mirada un poco hacia la izquierda de la oreja derecha de Pete y dijo:

–Me preguntaba si no te importaría echarnos una mano con esto. –Hizo un gesto vago para referirse a la ambulancia. Era un anciano alto y delgado, de músculos largos y fibrosos y venas gordas como lápices en los brazos que le colgaban desde las mangas de la camisa. Sus manos eran gruesas y tenía los dedos medio contraídos, como a punto de agarrar un hacha o un mazo en cualquier momento.

–Pete… –dijo.

Y se calló, como si estuviese pensando qué decir a continuación. Pete lo miraba sin salir de su asombro. Era la primera vez que hablaba con aquel señor. Pero el padre de la chica le sacó del apuro y volvió a pronunciarse.

–Los médicos dicen que la mamá de Sarah está fuera de peligro. Así que me la he traído a casa. Ahora está en mis manos. Más no puedo hacer.

Sus ojos, demacrados por demasiadas horas al sol, se volvieron un momento hacia su casa.

–Sarah me lo ha contado todo sobre ti.

Volvió a mirar a Pete y sus miradas por fin se encontraron. El señor Leemer parecía a punto de ponerse a sonreír, pero no. «¿Qué diablos le habrá contado Sarah?», se preguntó Pete. Seguro que no lo del sofá, ni tampoco lo del vestido desabrochado y lo de su mano hurgando entre sus piernas mientras le lamía los pezones. ¿Alguna chica le cuenta esas cosas a su padre?

Uno de los auxiliares de la ambulancia, el que parecía más cabreado, dijo:

–No hace falta que nos ayude, amigo. Es pura rutina…

El señor Leemer se volvió hacia el camillero.

–Puede que sea rutina para usted, caballero, pero se trata de mi esposa.

–Ya le advertimos –dijo el otro auxiliar– que si su mujer volvía a casa en nuestra ambulancia tendría que hacerlo sobre una camilla: de la cama del hospital a la cama de su casa, todo el trayecto, en camilla. Es la política. Por cuestiones del seguro. Mera política de empresa, cojones.

–Modere su lenguaje –dijo el señor Leemer sin perder la calma–. Quiero que Pete nos ayude si quiere. No nos llevará más de un minuto.

–Mire, ¿por qué no nos deja hacer nuestro trabajo como se supone que lo tenemos que hacer? –dijo el joven escupiendo el palillo que tenía entre los dientes–. Iremos muchísimo más rápido si nos deja…

–Pues no, no les dejo –dijo el señor Leemer con firmeza y volvió a mirar a Pete–. Si Pete está dispuesto a ayudarnos, quiero que nos ayude. Eso es exactamente lo que quiero.

Se quedó mirando la oreja derecha de Pete en espera de su respuesta.

–Bueno, amigo, ¿va a ayudarnos o qué? No es que haga falta, pero si quiere unirse al circo, por nosotros no hay problema. Pero tenemos que movernos ya. No podemos quedarnos aquí todo el día tocándonos los huevos.

–Modere su lenguaje –dijo el señor Leemer sin dejar de mirar la oreja de Pete.

–Claro que sí –dijo Pete. Le pareció que era lo único que podía decir–. Lo que pasa es que…

–Muy bien –dijo el conductor de la ambulancia desbloqueando la doble puerta trasera–. Si ha de hacerse como desea este señor, mi compañero se pondrá a un extremo y yo al otro. Ustedes pueden ir a los lados. En realidad no hace falta, pero si no queda otra, pues a tomar por culo.

–Modere su lenguaje –dijo el señor Leemer–. Esta es mi familia.

–Una tocada de huevos es lo que es –dijo el otro joven, escupiendo también su mondadientes.

Cuando el auxiliar comenzó a sacar la estrecha camilla con ruedas por la parte posterior de la ambulancia, descubrieron que Gertrude Leemer iba amarrada. Llevaba una correa a la altura de la tripa y otra que le inmovilizaba los tobillos. No era una mujer pequeña, pero había algo muy extraño en ella y Pete no tardó en darse cuenta de que se trataba del curioso hundimiento que se apreciaba en sus pechos. Apartó la mirada de aquel pecho excavado y se fijó en su rostro, colorado y retorcido de ira. Su cabello era ralo y fino, como humo brotándole del cráneo, pero sus ojos hundidos de párpados oscuros estaban vidriosos y ardían con tal furia que Pete no pudo evitar retroceder medio paso.

–Quitadme estas putas correas –dijo la señora Leemer con una voz profunda y llena de flema–. ¡Puedo ir andando perfectamente hasta la puerta de mi casa! ¡No soy una tullida! ¡No me han cortado las putas piernas!

–Ya, cariño –dijo el señor Leemer.

Sus ojos se volvieron para dinamitar a su marido, que empalideció visiblemente.

–Henry, ¡ya me estás quitando estas putas correas y me dejas que camine! ¡Pagarás por esto!

Los auxiliares sacaron la camilla del todo y se colocaron a los extremos.

–Señora Leemer, ya le explicamos antes que es la política de…

–¡Y yo ya te expliqué que tu padre se lamía las pelotas en mitad de la carretera, bastardo!

El asistente no pudo evitar sonreír.

–Joder, vaya boca tiene –miró a Pete–. Muy bien, usted agarre por un lado. Y usted, Leemer, agarre por el otro. A ver si podemos acabar antes de que se haga de noche.

Al cruzar el jardín, Pete alzó la mirada y vio a Sarah en el porche, aguantando la puerta mosquitera. Los miraba con gravedad, con pinta de estar tan furiosa como su madre.

Cuando entraron, dijo:

–Has vuelto.

–Así es, hija –dijo la señora Leemer–, y si me hubiesen dejado caminar lo hubiese hecho mucho antes, maldita sea.

Pero Sarah no se refería a su madre, sino a Pete.

Cruzaron el salón, recorrieron un corto pasillo y entraron en un dormitorio amplio y de techo alto. Solo había dos ventanas y estaban cubiertas por unas cortinas amarillas desteñidas. Al detenerse junto a la enorme cama con dosel, Pete dijo:

–Ahora me retiraré a la otra habitación, si les parece.

–Claro –el conductor de la ambulancia miró al señor Leemer–. Bueno, si al viejo le parece bien.

–Gracias, Pete –dijo el señor Leemer–. Desde aquí podemos ocuparnos nosotros solos.

Pete no quiso mirar cómo la trasladaban a la cama. Sobre todo le aterraba que alguien le levantase la sábana antes de que le diese tiempo a escabullirse. No tenía intención de parar hasta verse a salvo en la calle, pero antes de llegar a la puerta principal advirtió la presencia de alguien a su espalda. No le hizo falta mirar para saber que se trataba de Sarah. Al volverse se la encontró a no más de treinta centímetros de su cara. Sintió una repentina descarga de cólera.

–¿No deberías estar ahí dentro con tu madre?

–Sí –dijo ella–. Tendré que hablar con ella.

–Escucha –dijo él, pero tuvo que callarse porque los dos auxiliares salieron en ese momento del dormitorio con la camilla. Pensó que al menos uno de ellos le diría algo. No fue así–. Sobre lo de anoche…

–¿Qué pasa con lo de anoche?

–Ahí fuera tu padre se sabía mi nombre. –Señaló por la puerta abierta hacia la ambulancia que ya había arrancado y comenzaba a apartarse del bordillo–. Se lo sabía y yo no…

–Se lo dije yo.

–¿Se lo dijiste tú?

Su padre volvió al salón.

–Sarah, tu madre quiere hablar contigo.

–Espera aquí –le dijo a Pete.

–Tengo que irme a trabajar –dijo él–. Ya llego tarde.

Pero ella desapareció por la puerta que daba al pasillo.

–Esta Sarah… –El anciano dejó escapar una risita y se acercó a él con la mano extendida–. Por cierto, me llamo Henry Leemer. Pero me imagino que ella ya te lo habrá dicho.

Se estrecharon la mano. La palma del padre era dura y callosa.

–Te aseguró que ella me lo ha contado todo sobre ti. Voy a hacerme un cafetito. Siéntate, te traeré uno.

Seguía aferrándole la mano y le condujo hasta el sofá, frente a la chimenea.

–Siéntate aquí.

–Supongo que podría tomarme uno rápido, señor Leemer.

El señor Leemer no le soltó la mano hasta que estuvo sentado en el sofá.

–Llámame Henry. Todo el mundo lo hace. Ahora déjame que vaya a por ese café.

El anciano regresó enseguida.

–Es instantáneo –dijo–. Espero que no te importe.

–Es perfecto –dijo Pete.

Era un asco. Con agua del grifo. No se lo bebió, se limitó a llevarse la taza a los labios y a mojarse la lengua.

–Ha sido duro –dijo el señor Leemer.

–A veces lo es –dijo Pete.

–Va uno tirando, ocupándose de sus asuntos, sin meterse con nadie y, de repente un día vienen y se llevan a tu mujer al hospital. Pero creo que ya estamos fuera de peligro. La cosa es aguantar. Tarde o temprano, se ve uno fuera de peligro.

–No es asunto mío, pero lo mismo le hubiese venido bien pasarse unos días más en el hospital.

El señor Leemer apartó la vista y se puso a mirar por la ventana.

–No nos dejaron. Tuvimos que irnos.

Pete sabía algo de hospitales y médicos por la lesión de su hermano pequeño.

–Se les acabó el seguro, ¿verdad?

–Nunca lo tuvimos.

Pete depositó su taza cuidadosamente en la mesita. ¿Sin seguro? Todo el mundo tenía seguro. Joder, hasta él tenía seguro. Conservó el suyo al dejar el Cuerpo de Marines. En este país, no tener seguro médico era quedarse a merced de la humillación y la carnicería.

–¿Ninguno?

Enseguida lamentó haberlo preguntado. No era de su maldita incumbencia y, además, tenía que irse a trabajar, tenía que alejarse de Sarah y de la enfermedad y de la muerte que parecía habitar el aire que respiraba.

–Oh, tengo uno de vida. Todo lo que consigo reunir acaba ahí. Lo llevo pagando desde que era joven. ¿Quieres un poco más de café? ¿No? En cualquier caso, no se cobra hasta que te mueres. Todo depende de mí. Dicen que mi corazón tenía que haber dejado de latir hace al menos un año. Que lo tengo del tamaño de una sandía. Toda mi gente ha muerto por tener el corazón del tamaño de una sandía. Ni sé cómo he podido durar tanto. Así que le doy gracias a Dios por este corazón. Dejaré a mi familia en buena situación.

Pete, aparte de mirar, no podía hacer otra cosa. Sentía el cerebro entumecido. Entumecido y frío.

–Hay un montón de cosas que ni yo mismo entiendo –dijo el señor Leemer–. Tengas o no seguro hospitalario, siempre te dejan entrar.

Le dio un último sorbo a su café.

–Pero no quedarte.

Algo del sentimiento y la compasión que Pete heredó de su madre y que creía haber agotado hacía muchísimo tiempo se le agitó en las entrañas y no pudo contenerse.

–Pero señor Leemer, Henry, si no le importa que se lo diga, hay agencias que…

Al señor Leemer se le subió la sangre a la cara, ya de por sí bastante oscura por efecto del sol, y desvió del todo la mirada al hablar.

–Nunca he estado en el paro. La asistencia social no me cubre –se volvió de nuevo hacia Pete, con una sonrisa forzada–. Pero saldremos de esta. Estamos fuera de peligro.

Sarah irrumpió en el salón y se quedó junto a la chimenea.

–Mamá quiere hablar contigo.

El señor Leemer comenzó a levantarse.

–No contigo, papá. Con Pete.

Pete dijo:

–No creo que yo deba…

–Es solo un segundo. Para decirte hola.

¿Para decirle hola? Pero si no conocía de nada a esa mujer. Claro que cuando Sarah le tomó de la mano no se vio capaz de oponer resistencia y se dejó llevar hasta la pequeña habitación oscura de la parte posterior de la casa.

–¿Es él? –preguntó la anciana con su voz crepitante de flema.

–Es él, mamá –dijo Sarah.

Pete solo tenía ojos para Sarah. ¿Él? ¿Quién se suponía que tenía que ser él? ¿Qué le había contado Sarah de él?

La señora Leemer sufrió un ataque de tos que sonó terminal. Sarah le encendió un cigarrillo Kool del paquete que había junto a la cama. Bastó una profunda calada para detener la tos.

–Así que eres él –dijo entre resuellos.

–Me llamo Pete Butcher, señora –le respondió.

–Entonces sí eres él –dijo ella volviendo a reposar la cabeza sobre la almohada de la que se había estado intentando alzar.

Levantó una mano, fina como el papel, y le señaló con un dedo huesudo y tembloroso. Para Pete fue como estar mirando el cañón de un revólver cargado.

–Me he enterado por Sarah de todo.

–Sí señora –dijo él. Le pareció que le estaba sonriendo, pero no podría asegurarlo. La extraña contracción de su boca podría deberse al dolor. Se inclinó hacia ella y le rozó la mano–. Sé que como en casa no se está en ninguna parte.

–Apuesto a que tu hermano pequeño piensa lo mismo –le dijo ella con amargura, penetrándole con aquellos ojos negros y rutilantes de párpados azulados.

Pete se llevó las manos a la cabeza.

–Oh, Dios mío.

La señora Leemer, con su vieja voz amargada, dijo:

–Tu Dios no va a llevarle a ninguna parte. Eres tú quien…

Sarah se interpuso y contuvo a su madre.

–Le estaba diciendo a mamá que lo que más me apetecería en este momento sería salir a dar una vuelta, salir de estas cuatro paredes. –Fijó su mirada en Pete–. Pensé que podríamos dar un paseo. Hace mucho tiempo que no salgo.

La anciana volteó la cabeza.

–Pues marchaos.

Pete se forzó a decir lo que su madre le hubiese obligado a decir:

–Ha sido un placer conocerla, señora. Espero que se recupere pronto.

En realidad no le importaba una mierda que la palmase allí mismo antes de que le diese tiempo a salir por la puerta. O al menos eso creía.

El amante de las cicatrices

Подняться наверх