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Pete Butcher no tenía intención de hablar con ella. Y lo más probable es que no lo hubiese hecho si ella no le hubiese mirado de aquel modo al salir de la sombra del roble que había frente a su casa y se hubiese plantado al sol en mitad de la acera. Hasta entonces solo la había visto en el jardín, semioculta tras el tronco del árbol, borrosa como un fantasma entre las sombras. Pero esta mañana tuvo que pasar a no más de medio metro porque le salió al paso en la acera. Por supuesto, pudo haber cruzado la calle, pero ella le miró directamente a los ojos y ya no hubo manera.

Sintió un leve escalofrío en la nuca y, seguidamente, el presentimiento de que ella quería decirle algo. Algo que él no quería escuchar. Algo personal. Y por su experiencia, algo personal significaba algo malo.

La gente siempre se empeñaba en contarle cosas que no quería escuchar. Cosas malas. La única vez que estuvo en San Francisco se encontraba un día en una esquina con una resaca terrible (acidez de estómago, la cabeza a punto de estallarle) esperando a que cambiase la luz del semáforo, cuando un sucio hombrecillo se le acercó y le soltó:

–Cago sangre.

La resaca le martilleaba la cabeza. Extendió el brazo para apoyarse en el semáforo.

–¿Cómo? –dijo.

–Sangre.

–De acuerdo. Muy bien –desvió la mirada.

–Mire esto.

Cuando se volvió a mirar, el hombrecillo se había agachado con el culo en pompa. Tenía una mancha de sangre en los fondillos de los pantalones. En aquella postura, doblado casi por la mitad, el hombrecillo añadió:

–Ya hace cuatro días que cago sangre. Mis heces están llenas de sangre.

Sus heces. Por Dios. La luz del semáforo no cambiaba. El tráfico era demasiado denso para cruzar la calle en rojo. Se había quedado atrapado en aquella esquina con aquel inmundo hombrecillo agachado y su pegote de sangre endurecida del tamaño de un tomate a la espera de su valoración. Por supuesto, pudo haberse alejado sin necesidad de cruzar. Pero se sintió incapaz de abandonar a aquel anciano que se había inclinado para presentar al mundo el sanguinolento fondillo de sus pantalones, a la intemperie, sin nadie que lo apreciase.

–Hola –dijo ella.

Él no quiso responder, pero lo hizo; lo contrario habría sido de muy mala educación.

–Hola –dijo.

Se había plantado justo en mitad de la acera y le sorprendió lo alta que era. Él medía algo más de uno ochenta y los ojos de aquella chica, hundidos bajo una frente ancha y pálida, brillaban como los de un pájaro, muy negros, y le miraban directamente con una expresión que no acertaba a identificar pero que, fuera la que fuese, anunciaba problemas. Parecía como si acabase de recibir malas noticias, o como si estuviese en posesión de malas noticias y se sintiese en la obligación de transmitírselas.

–Te veo todas las mañanas –dijo ella.

–¿A mí?

–Por la ventana de esa habitación –se volvió levemente para señalar una ventana que daba al amplio porche.

Él tuvo la impresión de que de sus pies brotaban raíces que penetraban en el pavimento y pensó que cuanto más tiempo permaneciera allí quieto más difícil le sería moverse.

Trató de pensar en algo que decir.

Entonces soltó:

–Yo te he visto una o dos veces por ahí… –alzó el brazo y señaló–. Junto al roble.

Ella cambió el peso de pierna y dijo:

–A veces salgo por la mañana a por una buena bocanada de aire fresco.

Le estaba resultando un pelín fastidiosa. No tenía ni buenas ni malas noticias, aparentemente no tenía noticias de ninguna clase. Pero si seguía reteniéndole allí, hablando de bobadas, le iba a hacer llegar tarde al trabajo.

Se concentró en mirarla, en mirarla fijamente. Pensó que eso la avergonzaría y acabaría apartándose de una maldita vez de su camino.

Pero ella permaneció inmóvil, dejándole que se despachase a gusto. Se quedó mirándole directamente a los ojos y no movió un solo músculo, ni la más leve contracción.

Su rostro formaba un estrecho triángulo. Barbilla afilada y nariz larga y elevada con un puente demasiado grueso. Pómulos altos y planos como de india. Piel casi translúcida, con venitas azules que le trazaban un tenue dibujo en las sienes antes de desaparecer bajo un cabello liso y muy rubio, fino y largo, sujeto por detrás de unas orejas hermosamente moldeadas con gruesos lóbulos perforados de los que colgaban unos aros de un oro tosco y deslucido. Dos cosas le chocaron al mismo tiempo: la rareza de su rostro, diferente a todo lo que había visto hasta entonces, y su belleza. Se dio cuenta al momento de que su cara no era de las que la gente suele considerar bonitas, no era la clase de cara en la que todo el mundo piensa cuando se habla de una cara bonita. Pero, no obstante, seguía pensando que era guapa. Extraño. Desconcertante. Quizá lo que él encontraba bonito procedía de sus ojos brillantes y hundidos, inquietos y afligidos, a pesar de aquella sonrisa tímida, una sonrisa débil, apenas sugerida, que parecía querer temblar, aunque no lo hacía.

Sus pechos eran voluminosos y turgentes, voluminosos de un modo extraño pues su cuerpo exhibía la misma delgadez que su rostro. El ligero vestido de algodón le caía directamente desde los amplios hombros sin verse interceptado en ningún momento por la tripa o las caderas y, sin embargo, lucía unas pantorrillas rellenitas y musculosas que le recordaron a las de un corredor. Llevaba sandalias y se había pintado las uñas de los pies de morado oscuro. Solo después de alzar los ojos desde las uñas oscuras de aquellos pies arqueados y tan delicadamente torneados de vuelta a su rostro, se dio cuenta de que no se había puesto nada de maquillaje. Quizá fue eso lo que le desconcertó. Su rostro bien pudiera haber sido el de un cadáver recién preparado en espera del toque final de la brocha del empleado de la funeraria que le devolviese el rubor a las mejillas y el color a su boca temblorosa.

No hizo el menor amago de apartarse, se quedó mirándole con la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda sobre aquel largo cuello de cisne en el que se le podía distinguir claramente el latido del pulso justo por encima de las clavículas, unos huesecillos apremiantes y finos como los de un pajarillo. Le dio la impresión de que se disponía a moverse para tocarle. Sin pensárselo, sin querer, retrocedió un paso.

–No suele haber mañanas tan agradables como esta –dijo ella.

–¿Perdón? –ella lo había dicho muy bajito, casi en un susurro.

–Al menos en esta época del año –insistió ella alzando un poco la voz–. No suele haber mañanas tan agradables como esta.

Él dirigió la mirada hacia el cielo que brillaba al este.

–No me había fijado. Tengo otras cosas en la cabeza.

–Por amor de Dios, espero que todos las tengamos.

–¿El qué?

–Otras cosas, en la cabeza.

Reconoció en su voz la voz de los suyos, plana, nasal, con las «r» muy marcadas, una voz que había acabado desembocando en Jacksonville, Florida, desde los llanos bosques de pinos del sur de Georgia. Era un punto a favor para que le cayera en gracia. Pero ella tenía problemas (podía sentir que estaba llena de problemas) y a él no le gustaban los problemas. Y mucho menos los problemas de otra gente. Su propia sangre ya incorporaba todos los problemas que creía poder lidiar, porque los problemas de su sangre se retrotraían a los de sus padres fallecidos y a los de su hermano lisiado, que no estaba muerto pero ojalá lo estuviera. Debería matar a su hermano. Ese pensamiento le asaltaba a veces en la oscuridad de sus noches insomnes. Debería matarlo. Lo habría hecho por un perro. Pero la liberación que, sin dudarlo, le habría concedido a un perro, no se la iba a dar, no podía dársela, a su hermano. No era de extrañar que su odio al mundo hiciese tan difícil, casi imposible, vivir en él.

–En cualquier caso, para algunos –dijo ella.

–¿A qué te refieres? –de nuevo había perdido el hilo de la conversación, no recordaba de qué estaban hablando (si es que, en realidad, estaban hablando de algo).

–Para algunos –dijo ella– ha de ser una de esas mañanas especialmente agradables.

Él había desviado la mirada hacia las ensombrecidas fachadas de las casas de la acera de enfrente que daban la impresión de haber estado deshabitadas desde siempre.

–Sí –dijo–. Supongo.

Lo que quería era hacerse a un lado y largarse. Pero no sabía cómo hacerlo de un modo decente. Su madre se había esforzado mucho en inculcarle la importancia del comportamiento decente antes de que un descomunal camión Sunoco arrollase la camioneta en la que viajaba en compañía de su padre camino del pueblo para vender un cargamento de cerdos y obtener el dinero para los médicos que, por aquel entonces, exigían más de lo que necesitaban los cerdos para alimentarse. Su hermano tullido salía carísimo.

–Pero habrá para quien ni siquiera sea un día –dijo ella, ahora también mirando las casas del otro lado de la calle–. Para algunos, el hecho de que hoy haga un buen día será lo último que se les pase por la cabeza.

Él no respondió. No iba a seguir con eso. Problemas que no eran solo problemas, sino algo al mismo tiempo muy doloroso, se desprendían de su tono de voz, y él no estaba dispuesto a seguir con eso.

–No hace mucho que vives ahí –dijo ella, señalando la pensión que había en la casa de al lado.

–No –dijo él–. No mucho.

–Yo sé desde cuándo –dijo ella–, porque se llevaron a mamá al hospital cuatro días después de tu llegada.

–Oh –dijo él, sin saber muy bien qué decir a continuación. Al final dijo–: Lo siento.

–La pilló el cáncer –dijo la chica.

Dios, Dios. Ella iba a hacerlo, como no lograse escapar iba a acabar contándoselo todo, pero no sabía cómo huir sin parecer descortés. La mención de su madre le hizo rememorar el timbre claro de voz con que la suya siempre le había prevenido contra el comportamiento indecoroso, explicándole que solo la gente mala y de lo más lamentable era la que ni se molestaba en evitar esa clase de conducta. Estiró el cuello para coger aire. Sentía una opresión en los pulmones. Una gota de sudor le cayó del sobaco izquierdo y le bajó por las costillas. Era un sudor helado.

–Primero le quitaron uno –dijo ella señalándose fugazmente el pecho izquierdo.

–Yo… yo… –él empezó a tratar de zafarse.

Ella se escurrió disimuladamente de lado y se plantó frente a él con sus poderosas pantorrillas de corredora sin hacer el menor ruido sobre la acera.

–Aunque ahí no quedó la cosa –dijo la chica.

En vez de mirarla a los ojos, de repente apagados, sin brillo, Pete echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo. No había nubes, ni sol.

–Espero que fuese algo que… –empezó a decir.

–Pues no –le interrumpió ella–. También le tuvieron que extirpar el otro. Pero parece que se va a poner bien. Que va a vivir, en cualquier caso. Nos dijeron que hasta dentro de unos cinco años no sabremos si volverá a reproducirse.

–Tengo que irme –se echó un vistazo a la muñeca para mirar el reloj. Pero no tenía reloj. Llevaba la muñeca desnuda. Puede que ella no se diese cuenta.

–Primero el izquierdo –dijo ella–, y luego el derecho. –Evadió la mirada hacia el lugar por donde el sol finalmente estaba empezando a espantar las sombras de las casas del otro lado de la calle y añadió con amargura–: Sabe Dios qué será lo siguiente.

A él le sonó como si lo siguiente solo pudiese ser la muerte.

–Tengo que irme. –Pero no se movió.

–Papá está allí ahora con ella –siguió diciendo–. En el hospital. Esperando a ver qué pasa. Le pueden dar el alta en cualquier momento. Dicen que mamá es bastante fuerte.

Pete había estado viendo a aquel hombre todos los días desde que se mudó a la casa de huéspedes. Se ganaba la vida vendiendo leña y trabajaba infatigablemente en la pila de troncos que había junto a la casa bajo las ramas arqueadas del roble. Todo con sus músculos y su sudor. Nada de sierras eléctricas, nada de gasolina. Solo una sierra de arco individual. Mazo, hacha y cuña. En numerosas ocasiones se preguntó cómo podría mantener a su mujer y a su hija con semejante trabajo.

–Creo que lo mejor será que me vaya –dijo.

Ella se inclinó hacia él y, casi sin darle tiempo a pensar, le soltó:

–¿Quieres pasarte a cenar conmigo esta noche?

–No creo que esta noche pueda.

–Pensé que estarías harto de la comida de esa pensión.

–Eso es muy amable por tu parte –dijo él–. Y no creas que no te lo agradezco.

Pasó con dificultad a su lado y justo cuando estaba a punto de dar la primera zancada para salir disparado, ella le dijo:

–Te he mentido. No estaba pensando en la casa de huéspedes ni en la comida. Ni siquiera estaba pensando en ti. Pensaba en mí.

Él la tenía ahora a sus espaldas. Lo único que tenía que hacer era seguir adelante. Pero la voz de su difunta madre le percutía insistentemente en los oídos. Esa chica le estaba hablando. No podía marcharse sin más mientras le siguiese hablando, así es que se quedó congelado, con medio pie en el aire, como un conejo sorprendido por los faros de un coche en la madrugada.

–Es que estoy tan sola –dijo ella–. Estoy muy asustada. Mamá se pone enferma y luego van y le extirpan toda la delantera. Y papá todo el rato en el hospital. Y yo aquí sola en…

Él, volviéndose rápidamente, exclamó:

–Vendré, vendré.

No quería que ella le siguiese hablando de la enfermedad de su madre, del sufrimiento de su padre, de su propia soledad en aquella enorme casa de dos plantas, descompuesta y oscura, a la que le hacía falta una buena mano de pintura. No podía soportar esos detalles. No tenía ni idea de lo que haría si a ella le daba por volver a empezar con todo aquello por la noche, pero de momento había conseguido que parase. Puede que hasta hubiese logrado animarla un poquito. Ahora ella sonreía.

–Me llamo Sarah –dijo antes de que pudiera retomar su camino.

–Pete, yo me llamo Pete –la voz le salió precipitada, demasiado estridente.

–Lo sé –dijo ella en el momento en que él se disponía a alejarse a toda prisa.

–¿Lo sabes?

Ella hizo un gesto impreciso hacia la casa de huéspedes.

–Por el señor Winekoff.

Él se volvió y se precipitó calle abajo sabiendo que lo que se había temido desde el principio era cierto. Max Winekoff suponía problemas. Todo anciano jubilado sin otra cosa que hacer en todo el día que recorrerse la ciudad para chismorrear y meterse en los asuntos de los demás (por no tener asuntos propios de los que ocuparse) siempre suponía problemas. Andando a toda prisa porque ya llegaba tarde, no pudo dejar de pensar ni por un segundo en el anciano Winekoff y se planteó seriamente la posibilidad de matar a aquel bastardo. Se sentía perfectamente capaz de hacerlo. Su mundo se había vuelto tan retorcido que se creía capaz de cualquier cosa.

El amante de las cicatrices

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