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Lía bajó del taxi con una pequeña mochila cargada en el hombro. Avisó por mensaje que ya estaba frente al ático de McBane. Observó el edificio que se alzaba ante ella. Todas las ventanas parecían tintadas, aunque algo le decía a Lía que, desde dentro, la calle y el cielo se verían del color que se apreciaba tras una ventana normal y corriente.

Mayfair era la elegancia personificada.

Saludó al conserje y le dijo el piso al que se dirigía para que llamase al ascensor usando el código de seguridad. El hombre, uniformado y con relucientes zapatos negros, comprobó su nombre en una lista y accedió a dejarla pasar moviendo su bigote blanco como si fuera un ratón.

Patrick McBane debía tener dinero para aburrir si podía permitirse un apartamento tan lujoso, aunque no debía sorprenderse. Si era amigo de Anthony, sin duda no era un trabajador de clase media.

El ascensor estaba vacío y pudo observarse en el espejo durante el ascenso. Iba arreglada para la ocasión: había escogido con minuciosidad la ropa para parecer profesional y convincente para el señor McBane, pero también era un conjunto cómodo para tratar con un bebé de casi diez meses.

Se arregló la camiseta negra, se subió la cinturilla de los pantalones y movió los dedos de los pies dentro de los botines negros sin tacón, mientras se abrochaba la chaqueta de cuero. Respiró hondo y se arregló el pelo, que se había dejado suelto para causar buena impresión. Cuando lo llevaba recogido para trabajar, parecía más joven y aquello podía ser un problema.

Tranquila, se dijo a sí misma mientras contaba hasta diez.

Estaba cualificada para aquel trabajo. No era la primera vez que cuidaba niños, así que era la mejor candidata para el puesto.

Y, si su currículum no era suficiente, Lorraine estaría de su lado. Ella la apoyaría, presionaría allí dónde fuera necesario, para que McBane se decantase por contratarla a ella.

Si se sumaba la experiencia y las influencias que tenía, Lía no debería sentirse tan inquieta dentro de aquel cubículo de paredes negras y moqueta dorada. Además, había vivido situaciones peores, mucho más complicadas y siempre había salido airosa.

Se cuadró de hombros cuando las puertas de metal se abrieron con un tintineo y miró hacia la puerta indicada: la del ático que quedaba a su derecha.

Había un hombre en el vano, evaluándola con la mirada. Había tal fuego en sus ojos que, durante unos segundos, Lía quiso descender al vestíbulo. Pero no lo hizo. Pese a su imagen amenazadora, que parecía indicar que corría peligro si se acercaba demasiado a él, aquel hombre le parecía desamparado y necesitado de ayuda.

Su ayuda, para ser más exactos.

Salió al rellano y caminó hacia él con paso firme, sabiendo que la primera impresión era la que contaba. Ella sabía mucho de primeras impresiones, pues mucha gente tenía una máscara, una que escondía un interior podrido y lleno de maldad.

No pensaba dejarse intimidar por metro ochenta y cinco de puro músculo, enfundado en un traje negro hecho a medida para ajustarse a su fuerza y su porte regio.

Había tratado con la peor calaña desde bien jovencita. Asesinos, violadores, ladrones de guante blanco…; la lista era tan extensa que un empresario como aquel no iba a amedrentarla.

—Señor McBane, soy Celia Santos —le tendió la mano y esbozó su mejor sonrisa—. Pero puede llamarme Lía. Todo el mundo lo hace.

Él arqueó una ceja en su dirección. Lía tragó saliva y durante unos segundos pensó en huir. Luego se recriminó por sentirse abrumada por su presencia. Se había criado en Londres aun teniendo nacionalidad española. Estaba tan acostumbrada a hablar español con su madre, con quien tenía una excelente relación, que su inglés no parecía materno. Eso le daba un toque exótico. Esperaba que McBane no fuera el típico que se veía condicionado por los prejuicios.

Él ladeó la cabeza antes de enderezarse por completo y rodearle la mano con sus fuertes dedos. Fue un apretón ligero a la par que enérgico, y Lía notó que el corazón abandonaba su pecho para trepar hasta su garganta. No supo por qué su cuerpo había reaccionado de aquel modo. Más no iba a pararse a pensar qué significaba aquella corriente eléctrica que había alterado su ritmo cardíaco.

—Adelante.

Su marcado acento británico la dejó sin respiración apenas unos segundos, los que tardó en dejar caer la mano. ¿Por qué le afectaba de aquella forma tan extraña la voz de McBane?

Patrick la guio hasta el salón y le señaló una butaca de piel negra, ofreciéndole un asiento. Lía obedeció mientras miraba a su alrededor con disimulo.

McBane estaba rodeado de mucha opulencia. Le gustaba el lujo porque podía permitírselo y tenía buen gusto. Era sorprendente que pese estar rodeada de joyas, Lía no tenía la sensación de estar en un museo. Sin embargo, tanta riqueza la incomodaba lo suficiente como para no relajarse. Los muebles, los cuadros, todo tenía pinta de ser demasiado costoso. ¿Podía realmente alguien ser feliz en una jaula de oro y lujo como aquella? ¿O era su forma de pensar, tan humilde, lo que la hacía sentirse pequeña y encarcelada?

—Disculpe, he olvidado mis modales —Patrick meneó la cabeza—. ¿Quiere café? ¿Un té? ¿Agua?

Lía parpadeó. Nunca habían sido tan solícitos con ella.

—Así estoy bien, gracias.

Lo observó con detenimiento mientras Patrick se sentaba ante ella, en un sofá también oscuro. Tenía la gracia natural de un felino, pero cuando se echó hacia atrás en el respaldo, Lía pudo apreciar que estaba cansado. Devastado más bien: el pelo, rubio pajizo, estaba desordenado; bajo sus ojos claros había profundos surcos violáceos; la mandíbula cubierta por una barba espesa.

Sabía de su historia. Lía no pudo evitar que una ola de compasión se apoderase de ella y suavizase un poco su expresión.

No pienses en eso ahora, céntrate, se dijo.

—Lorraine me ha dicho que eres muy buena. ¿Dónde la conociste? ¿O acaso eres amiga de Susana?

—Mi primer trabajo con niños fue en Gales —cogió una carpeta negra de la mochila y le extendió su currículum—. Estuve durante un año con la hermana de la señora Cook. En nuestras visitas a Londres fue cuando conocí a Susana, señor.

Patrick se acomodó mejor en el sofá, notando la espalda dolorida después de pasar parte de la noche sosteniendo a Brandon, que se negaba a dormir en la cuna o en el cochecito. Tal vez porque se daba cuenta de que aquella no era su casa. O quizá porque echaba de menos a su madre, su olor, su voz calmándolo y haciéndolo reír.

Se obligó a olvidar el dolor y centrarse en la entrevista. Consultó el puñado de folios grapados que tenía entre las manos.

¿Esa chica había cuidado durante un año de los hijos de Angie sin enloquecer? Había visto un par de veces a los pequeños. Jace y Mary Ann eran verdaderos diablillos. Jace tenía una extraña tendencia a romperlo todo y Mary Ann siempre estaba chillando. ¿Cómo había podido Lía dominarlos durante un año entero? Era toda una hazaña.

—¿Y luego? —Patrick desechó el documento como si no significase absolutamente nada.

—Me marché a Berlín. Cuidé de una niña de cinco años —durante unos instantes, los dientes atraparon el labio inferior y Patrick quedó cautivado por el gesto.

Cuando la había visto salir del ascensor, había creído que vivía en una especie de cámara oculta. Era guapísima, hasta el punto de saber que, de no encontrarse arruinado, la habría seducido allí mismo, en el rellano. Aquella chica no podía ser la misma que Lorraine le había recomendado y mandado como si fuera un ángel caído del cielo.

De ser algo más alta, podría ser modelo. Porque era menuda y no parecía extremadamente fuerte. Tenía el pelo corto, por encima del hombro, de un castaño precioso que le recordaba a las almendras. Sus ojos eran azules como el mar que besaba las playas caribeñas y su boca era una fresa rosada que tentaría a cualquier hombre que fijase sus ojos en ella.

—Cuando terminé aquel trabajo, trabajé en España un tiempo.

Patrick le sorprendió que no dijera que había regresado a casa.

Lo cierto era que Lía tenía la piel de marfil que caracterizaba a la mayoría de ingleses, como si llevara varios meses sin someterse al sol del mediterráneo.

—¿De dónde eres exactamente?

—De aquí, señor. Nací en Londres.

—¿No eres española? —la incredulidad estaba claramente reflejada en su rostro. Dios, se sentía como un estúpido, cuando viese a Lorraine… ¿cómo no le había dicho que la chica era londinense?

—¿Lo dice por mi acento? —Lía se encogió de hombros—. Mis padres eran de Barcelona y me han mostrado las tradiciones británicas y españolas. Una pequeña parte de mí sí lo es —sonrió—. Hablo español a la perfección, tal vez por esto mi inglés tiene un toque… diferente.

—¿Qué hiciste en España?

—Estuve en una tienda de ropa unos pocos meses, pero volví a marcharme a Irlanda.

Aquella chica parecía ser una viajera. Y Patrick no sabía si le interesaba tener a alguien tan inquieto en su casa. Necesitaba una constante en la vida de Brandon. ¿Y si se marchaba? ¿Y si dimitía demasiado pronto?

—Necesitaban una niñera y alguien que les ayudase con las tareas más pesadas de la casa. Más o menos lo que usted busca… —otro leve encogimiento de hombros—. Veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días al año.

—Suena… cansado.

—Era un trabajo intenso y agotador, se lo aseguro… —sin embargo, sonrió como si no fuera un sacrificio.

—¿No te dieron vacaciones?

—Oh, sí. Estuve tres semanas disfrutando del frío islandés.

Ahí estaba, otra sonrisa, radiante y blanca, como el resto. Y durante unos momentos, sintió celos. Lía era toda vitalidad. Alegría. Tenía toda la vida por delante y él sólo podía pensar que la suya estaba perdiéndose en un agujero negro. O que Felicia ni Peter volverían a sonreírle, ni a hablarle de sus vacaciones de verano.

Se aclaró la garganta.

—¿Cuántos niños tuviste a tu cargo? —preguntó, lanzando una mirada al comunicador que le diría si Brandon se despertaba, reclamando la toma de la mañana.

—Cuatro.

—¿¡Cuatro!?

—Sí, señor McBane. La familia que me contrató tenía tres hijos y estaban esperando a su cuarto bebé. Necesitaban ayuda con urgencia, por eso me llamaron.

—¿Cuánto estuviste con ellos? —en esa ocasión tomó el currículum y alzó las cejas—. Año y medio… —sus ojos claros volvieron a volar en su dirección, haciéndola sentir desnuda—. ¿Cuándo regresaste a Londres?

—Hace cinco meses. La familia O’Toole ya se las apañaba sin mí… y decidí regresar a Inglaterra.

—¿Y ahora de qué trabajas?

—Estuve cuidando del señor Winterfallen. Pero… —McBane frunció el ceño al ver cómo se removía inquieta en la butaca—. Murió de un infarto mientras dormía.

Lía siempre adoraría al mejor amigo de su mentor. Era un buen hombre. No lo había cuidado, en realidad, pero sí que había vivido su cáncer de páncreas de forma muy cercana.

Se mordió el labio inferior. ¿Cuánto más tendría que mentir? Solo había cuidado los niños de la señora Cook. Todo lo demás era una farsa, un puñado de letras falsas y recomendaciones engañosas. Se sintió fatal por todo lo que escondía bajo aquella entrevista y no pudo evitar emocionarse.

McBane vio que la muerte de aquel hombre le afectaba muchísimo. Le acercó una caja de pañuelos. Ella lo tomó con un agradecimiento débil y cogió un par. La comprendía. La vida sin alguien que estimas es horrible, parece más vacía, pequeña e insignificante. Te sientes perdido y solo, incomprendido…

—Ahora soy camarera —dejó el pañuelo arrugado entre sus dedos y sus caribeños ojos se clavaron en él—. No me siento cómoda con mi trabajo actual. Necesito un cambio. Y me encantan los niños.

—¿Nunca te planteaste ir a la universidad y estudiar educación infantil?

Patrick se dio cuenta que había tocado un tema demasiado doloroso en cuanto ella reprimió una mueca. No había sido lo suficiente rápida, él había visto el atisbo de fruncimiento de labios, las leves arrugas en el puente de su nariz. ¿Por qué no había podido cumplir ese sueño?

Quiso saber más, profundizar en aquel asunto. Sin embargo, Brandon se despertó con un grito que llegó hasta el salón sin necesidad del escucha.

Patrick ladeó la cabeza mientras el corazón empezaba a latirle con rapidez. No esperaba que el escucha empezase a sonar. Miró con otros ojos a Lía. Aquella chica estaba ahí para ayudarlo con su sobrino, para hacerle la vida más fácil. No para inspirarle ternura y pena.

—Si quiere puedo ayudarlo… —se ofreció ella.

—Claro que vas a echarme una mano —Patrick se levantó y cogió el intercomunicador—. Estás contratada, Lía. Luego te enseñaré el contrato, podemos negociar ciertas cláusulas.

—Me parece bien… —sorprendida por la rapidez con la que le había aceptado, se levantó y le estrechó de nuevo la mano.

Ambos sintieron aquella conexión que incendió las yemas de sus dedos, pero los dos lo disimularon a la perfección.

—Bienvenida a esta rota y pequeña familia.

Incómoda por aquel extraño recibimiento, lo siguió hasta la segunda puerta que había a la izquierda del pasillo.

—Tengo una acreditación que demuestra que no tengo antecedentes penales —comentó Lía cuando vio que la mano de Patrick se posaba sobre el pomo.

Él la miró sin ninguna emoción cruzando su rostro El corazón de Lía dio un vuelco a la espera que hiciera o dijera alguna cosa, lo que fuera. Finalmente, entreabrió los labios.

—Me alegra oírlo.

Y empujó de un tirón la puerta para darle más fuerza a sus palabras. La dejó entrar primero con un caballeroso ademán.

Lía tentada estuvo de quedarse parada en medio de la estancia y observarlo todo boquiabierta.

Ahora que la luz del techo se había encendido, podía ver lo bonita que era la habitación del pequeño Brandon McBane Brown. Las paredes estaban pintadas de violeta, los muebles eran claros y de diseño. Había delicadeza en el ambiente, sin duda aquel hombre adoraba a su sobrino. No le sería difícil amarle como a un hijo con el paso del tiempo.

Al niño no le faltaba de nada.

La cuna era preciosa, muy elegante. El cambiador estaba encima de la cómoda y era de lo más amplio, perfectamente acompañado con huecos para dejar en ellos pañales, bolsas de toallitas, botes de crema y demás. Había un gran armario de tres puertas así como un estante con cuentos infantiles. Un cochecito que parecía un todoterreno, se encontraba apartado a un lado. Había peluches y juguetes en una cesta de tela en un rincón, así como un caballito de madera, antiguo y restaurado. Junto al armario había una caja con el dibujo de un andador en ella.

Sin duda, cuando uno tiene dinero, podía gozar de todo tipo de facilidades. Su madre no había tenido ni la mitad de cosas ni de espacio para cuidar de ella. No tuvo envidia ni rabia, pero supo que aquello iba a ser muy sencillo con tantas comodidades.

Pero lo que rápidamente captó su atención fue el bebé que se había sentado en la cuna y lloraba con fuerza.

Puso sus cinco sentidos en él. No dejó de estar alerta ni siquiera cuando empezó a hablarle con voz suave y Brandon la miró con sus grandes y brillantes ojos. Había conseguido que le hiciera caso y se tranquilizase, pero aquello no era garantía. Podía rebelarse y volver a lloriquear en cualquier momento.

—Yo soy Lía. Encantada de conocerte, Brandon —se presentó al fin, secándole las lágrimas con el dorso del índice—. Voy a cuidarte, o eso dice tu tío… ¿verdad?

—Supongo que quiere el biberón de la mañana —el tono de Patrick era de interrogación.

Cuando ella fingió rumiar, el crío sonrió como si le gustase su expresión. Patrick se quedó atónito por ver cómo Brandon aceptaba a aquella desconocida como si nada, cuando él aún seguía preguntándose si era buena idea dejarla entrar en su casa.

—Oh, suena bien, ¿a qué sí, pequeñín? ¿Vienes conmigo? —le preguntó, tendiéndole los brazos.

El pequeño hizo lo mismo a su vez. Gimió con un puchero para hacerle entender que sí, que necesitaba salir de la cuna.

—Pues vamos —le puso el chupete en la boca y lo cogió para apoyarlo contra su pecho—. ¿Verdad que sí, precioso? ¿Vamos a desayunar?

Patrick la llevó hasta la puerta que quedaba enfrente de la habitación donde ella iba a dormir. La cocina era muy elegante, también de diseñador, por supuesto. Pero Lía ya no estaba tan impresionada. No importaba el dinero o si los muebles valían más de lo que una familia de clase media podía permitirse. Importaba que estuviera pendiente del niño, que lo cuidase. Parecía dispuesto a hacerlo, se preocupaba por él, pero parecía muy tenso cada vez que lo miraba, y Lía no quería ni pensar en cómo de nervioso estaba cuando lo cogía en brazos.

Era peor que un padre primerizo. Y Brandon lo notaba.

Por eso estaba más relajado con ella. Se atrevía a dejarse ir, sabiendo que estaba a salvo. Iba a tener que trabajar en eso para que hubiera un vínculo entre ambos varones.

Mientras lo calmaba y observaba lo patoso que era el todopoderoso Patrick McBane preparando un simple biberón de leche en polvo, recordó la primera vez que había cuidado de un bebé tan pequeño.

Una profesora de su instituto tenía entradas para la ópera y necesitaba que alguien cuidase de su hijo. Su niñera habitual estaba enferma y le había pedido como favor que se quedase ella. Lía había aceptado. Las primeras dos horas las había pasado llena de inseguridad y miedos: ¿y si el niño tragaba aire al tomar el biberón?, ¿y si vomitaba?, ¿y si se ponía malito del estómago?, ¿y si empezaba a llorar porque sabía que era una extraña?, ¿y si sus bromas no servían para hacerle reír y terminaba chillando?, ¿y si no se dormía porque ella no sabía cómo relajarlo?

Incluso se había llegado a decir, en algún momento de esa noche, que nunca tendría hijos. No sería una buena madre. Aunque por aquel entonces, apenas tenía dieciséis años. Se había dejado llevar por sus propios miedos.

Por suerte para ella, después de aquella noche, empezó a cuidar a más bebés y niños algo más grandes. Se le daban bien, había sido un trompicón inicial.

Es por eso por lo que eres perfecta para esto, le recordó una voz. La determinación la hizo erguirse. Iba a ser la sombra de aquel niño, también la de McBane.

Mientras ella estuviera allí, ninguno de los dos estaría en peligro.

—¿Me deja que lo prepare yo? —le preguntó al ver que se había equivocado de medidas entre el agua y los polvos y que debía rehacerlo de nuevo.

Patrick se lo tendió y aceptó coger al niño en brazos.

Lía lo preparó y dejó el biberón en el microondas. Se volvió hacia él. Parecía un gigante con un pájaro de cristal entre sus manos, temeroso de romperlo, maravillado por su belleza. Le recordaba a una Lía más joven e ingenua…

—No lo está cogiendo bien —se acercó y puso la mano sobre su brazo para que agarrase mejor a Brandon por la espalda—. Ya no tiene dos meses, puede comer sentado como un adulto. Incluso le irá mejor —y le sonrió—. ¿Ve? Así.

McBane asintió sin apartar los ojos de Brandon, aunque no lo hizo porque estuviera absorto en él. En parte, sí, así era. Pero por otro lado, no osaba alzar los ojos para sostenerle la mirada. Había notado la mano de Lía por encima de la ropa como si fuera un hierro al rojo vivo. Había estado a punto de dar un buen respingo cuando lo había tocado, como cuando se estrecharon la mano en la entrada o en el salón.

No le molestaba que su ahora empleada lo tocase o tuviera iniciativa para darle un apretón de manos. No creía en las diferencias de clases sociales —sobre todo porqué había nacido en un suburbio—; no creía tampoco en ciertas reservas que muchos ricachones aún conservaban de la regencia. Le gustaba la cercanía, detestaba que se le tratase casi con reverencia. Las distancias no estaban hechas para él.

Lía y Patrick no eran diferentes, al menos no demasiado.

Pero se había quedado sin respiración cuando aquella mano le había transmitido una gran fuente de calor hasta que notó un fuerte hormigueo por todo el brazo.

Nunca había sentido eso con otra mujer, era la primera vez que le sucedía.

Y había tenido a muchas entre sus brazos. Primero cuando fue el chico malo, luego cuando el traje le sentó como un guante y los millones empezaron a acumularse en su cuenta bancaria, así como invitaciones a estrenos y galas benéficas en un cajón de su escritorio…

Diablos, estaba de luto por la muerte de su hermana. No era una persona cualquiera. Y había fallecido con su esposo. Peter también era parte de su familia. ¿Y Patrick que hacía? ¡Fijarse en una mujer! ¡Notar un deje de deseo y disfrutarlo, aunque le resultase vergonzoso admitirlo! No porque fuera tímido, sino por los sentimientos confusos que se enmarañaban en su interior.

Cuando Lía se giró hacia el microondas para sacar el biberón, se atrevió a mirarla. Observó cómo sacudía el biberón con destreza y probaba la temperatura vertiendo una simple gota en la muñeca. Y tragó saliva cuando sus ojos azules se fijaron en él y su boca esbozó una sonrisa ladeada de lo más inocente.

Había algo llamativo en aquella chica que lo desconcertaba.

Lo había sentido en cuanto la había visto salir del ascensor. Como si escondiera a otra persona en su interior, una bestia que no podía ser descubierta ante nadie. Le daba la sensación de que Lía vestía mil y una máscaras, y no dejaba que nadie le quitase las capas, una a una.

Pero era imposible, ¿no? Lía tenía un currículo intachable y contaba con la recomendación de Lorraine, su mejor amiga. No podía tener ningún as bajo la manga, ninguna mentira en el tintero.

—Creo que debería dárselo usted.

McBane aceptó. Nunca se quedaba atrás en un desafío y quería aprender a hacerlo bien. Como si fuera padre de verdad, como si Brandon realmente fuera su hijo. Se lo debía a su familia.

En cuanto aceptó el biberón, Patrick lo supo: aquella chica iba a ser un problema más que una solución…

Tú disparaste primero

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