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2. La filosofía de Helene von Druskowitz: del optimismo ateísta radical a una fundamentación pesimista del feminismo

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Los tres escritos filosóficos más relevantes de Helene von Druskowitz son: Moderne Versuche eines Religionsersatzes. Ein philosophischer Essay [Intentos modernos de sustituir a la religión. Ensayo filosófico] (1886), Wie ist Verantwortung und Zurechnung ohne Annahme der Willensfreiheit möglich. Eine Untersuchung [¿Cómo son posibles la responsabilidad y la imputabilidad sin suponer la libertad de la voluntad?] (1887) —escritos ambos en su período de actividad intelectual normal— y Pessimistische Kardinalsätze. Ein Vademecum für die freiesten Geister [Proposiciones cardinales del pesimismo. Un vademécum para los espíritus más libres], redactado en 1905, cuando la pensadora ya llevaba una larga temporada ingresada en la clínica psiquiátrica.

Como vamos a ver, en estos textos Druskowitz sigue una evolución inversa a la de Nietzsche: si este pasó de su pesimismo inicial, afín a Schopenhauer y Wagner, al vitalismo trágico-dionisíaco de sus últimos escritos, Druskowitz transitó el camino intelectual contrario: de una posición básicamente optimista y confiada en las posibilidades del ser humano pasó a una concepción radicalmente pesimista que, si no fuese por el contenido feminista de sus escritos, recuerda mucho a la sostenida por Philipp Mainländer.

En Intentos modernos de sustituir a la religión, Druskowitz afronta la difícil tarea de encontrar un fundamento sólido para las normas morales en un mundo secularizado. Afirma que la religión es una necesidad esencial para la humanidad, pero resulta incorrecto identificar religión y cristianismo porque la religión cristiana ha sido la causa del pesimismo cósmico que viene caracterizando la historia del ser humano en los últimos dos mil años.

En el libro, tras repasar críticamente y de un modo exhaustivo las diferentes tentativas de encontrar un sustituto de la religión realizadas por varios filósofos —entre ellos Nietzsche, como hemos visto24—, Druskowitz no propone ninguna solución concreta ni alternativa clara alguna al cristianismo, pero sí considera que el credo que en el futuro habrá de orientar a un Occidente secularizado deberá reunir saber y sentimiento a través de una reconciliación del ser humano con la naturaleza; asimismo, deberá dar muestras de una gran confianza en la capacidad del sujeto para desarrollar todas sus potencialidades, y alcanzar su autorrealización personal una vez suprimido cualquier principio divino abstracto y absoluto.

Por lo demás, la pensadora austríaca plantea un conocimiento básico del bien y del mal que los seres humanos pueden entender de manera intuitiva y sobre el cual puede asentarse el orden moral. Ese conocimiento parece estar basado en la existencia de un sexto sentido en el individuo, del que únicamente sabemos que proporciona una visión espiritual capaz de dotar de una suprema libertad al ser humano y cuyo cultivo y desarrollo en el futuro le permitirá alcanzar mayores cotas de perfección25.

En el ensayo de 1887 ¿Cómo son posibles la responsabilidad y la imputabilidad sin suponer la libertad de la voluntad?, Helene se enfrenta al difícil problema de conciliar necesidad y responsabilidad, exponiendo las posiciones de Kant, Schopenhauer, Feuerbach, Paul Rée y Herbert Spencer al respecto. Kant, en la Crítica de la razón práctica, había considerado que el hombre como fenómeno no es libre y está sometido a las leyes naturales, mientras que, como noúmeno, es decir, como ser moral, sí es libre. Schopenhauer, por su parte, en Los dos problemas fundamentales de la ética, evaluaba la libertad como una característica de la voluntad (la cosa en sí), mientras que el querer empírico del sujeto está absolutamente determinado por la combinación del carácter, marcado por la voluntad, y los motivos que a este puedan ofrecérsele. Druskowitz rechaza esta tesis «nouménica» de la libertad; primero porque ese supuesto plano nouménico no puede sondearse y resulta imposible, en consecuencia, juzgar al individuo desde él; y en segundo lugar, porque los actos humanos tienen lugar en el plano fenoménico, empírico, lo que probaría que hay una disposición moral natural en el sujeto, de manera que es en ese plano en el que puede imputársele y exigírsele responsabilidad por sus actos. Es verdad que las acciones humanas están determinadas por una multiplicidad de causas, conscientes o inconscientes, pero el hombre sí es responsable del conjunto de su vida, y esto explica por qué mostramos admiración o indignación éticas ante el comportamiento moral de un sujeto26: justo porque somos conscientes de que el sujeto podría haber actuado de otra manera. Cada sujeto puede ascender o descender en la jerarquía moral desde el momento en que encierra en sí una serie de «potencialidades superiores», que él mismo tiene la responsabilidad de desarrollar o silenciar y postergar.

No cabe detenerse, por consiguiente, en esa concepción de ser humano que considera que todos los actos de su voluntad están determinados por una serie infinita de causas precedentes, por mucho que esto sea evidente. Esta concepción «es solamente el estadio que precede a una concepción superior» en la que el ser humano está llamado, por naturaleza, a desarrollarse hacia la perfección. El ser humano es, como acabamos de decir,

[…] una manifestación de determinadas cualidades y potencialidades de la naturaleza. Sin embargo, la fuerza de la naturaleza, de la cual el individuo aparece como expresión parcial, debe ser considerada como algo autónomo, dotado de autoconciencia. Pero en cuanto el individuo es considerado como representante, dotado de autoconciencia, de determinados aspectos de la naturaleza, pensada de forma autónoma, entonces deja de ser un mero autómata y aparece, también él, como un ser, en cierto sentido, autónomo; y en la medida en que aparece como tal es también el autor responsable y moralmente imputable de sus acciones.27

Un animal bueno y otro malvado son manifestaciones de diferentes potencialidades naturales, y lo mismo le sucede al ser humano, aunque al primero no le atribuimos responsabilidad moral y al otro sí. ¿En qué radica la diferencia? Permítasenos transcribir un par de largas citas de nuestra autora, en la que aparece expuesto su punto de vista sobre la moral:

La diferencia entre el ser humano y el animal en relación con la manifestación, en el carácter, de cualidades buenas o malas, está determinada por la capacidad de discernimiento moral propia del ser humano, especialmente del ser humano mentalmente sano, adulto y civilizado, capacidad que le falta al animal, o se presenta solo de un modo muy escaso, en los animales más inteligentes. Si el ser humano, en relación con su carácter, se siente representante de determinadas cualidades de la naturaleza, también se considera responsable de su actuar, pues, en efecto, ¿qué otra cosa es el sentimiento de la responsabilidad sino reconocerse responsable de las propias acciones? Y autor de sus acciones lo es el ser humano, incluso sin la premisa de la libre voluntad, en cuanto se considera que él mismo ha de considerarse como expresión parcial de un determinado aspecto de la naturaleza. […] El amor que tributamos a todas las fuerzas armónicas que se manifiestan en la naturaleza, frente a la acción buena del ser humano, asume el carácter de admiración ética; el odio que experimentamos por la fuerza destructiva de la naturaleza, frente a la acción malvada del ser humano, asume, respectivamente, el carácter de indignación ética. En la persona buena admiramos el bien consciente; en la persona malvada nos indignamos ante el mal consciente.

Por tanto, la responsabilidad y la imputabilidad no dejan de existir si se destruye la hipótesis de una actividad soberana del yo en el acto de la voluntad, sino que se funda en la importancia del individuo como representante autoconsciente de determinadas potencialidades de la naturaleza. Si el individuo, ya sea en su totalidad o en sus pensamientos, sentimientos y actos de voluntad singulares, hay que considerarlo como el efecto de causas que le preceden, él, sin embargo, es, a la vez, más que esto; a saber, precisamente, la expresión parcial autoconsciente de determinadas fuerzas de la naturaleza considerada como autónoma; como tal, el hombre se siente responsable de su actuar y por esto se le tiene por responsable del mundo.28

El sujeto que obra mal no dice:

«No podía actuar de otro modo a como lo he hecho; mi acción era el efecto necesario de mi carácter, que no he causado yo mismo», sino que exclamará: «¡Habría podido actuar de otro modo; habría podido ser una persona mejor!», un disgusto que tendrá una influencia mucho más duradera sobre el comportamiento futuro del autor que aquel que deriva, en la misma situación, del punto de vista de quien supone la existencia de una voluntad libre. Pero quien comparte el punto de vista que hemos expresado no caerá nunca en el indigno pretexto de no haberse creado por sí solo con sus tendencias malvadas, porque reconoce en sí mismo, o al menos en una parte de sí mismo, aquello que lo ha creado; pero, a la vez, reconoce que la fuerza de la naturaleza misma lo llama a convertirse en representante de su potencia superior. […] Pero quien crea que hay que quedarse aquí y considerar el actuar humano sub specie necessitatis, es alguien que no comprende la voz de la naturaleza; no reconoce aquello a lo que la naturaleza apunta con todo su poder, aunque a menudo con una selección y aplicación insuficiente de sus medios.29

En Zur neuen Lehre: Betrachtungen [Consideraciones para una nueva doctrina] (1888), Helene continuó en la línea de desarrollar la moral en una línea evolucionista, adaptando una actitud cada vez más mística hacia la naturaleza, de la que, según ella, debía aflorar un nuevo orden ético mundial.

A la altura de 1905, Druskowitz tenía claro que ese nuevo orden ético debía tener como eje central el feminismo, pero un feminismo que, en su filosofía, basculó cada vez más hacia el pesimismo más intenso. Ya hacia 1888, Helene se había percatado de que la cuestión femenina era un tema de suma importancia y de que «el fenómeno más terrible en la historia del desarrollo humano no han sido las guerras de religión, ni la lucha de clases, ni el sometimiento de una casta a otra, ni tampoco los excesos y abominaciones de la superstición, sino el sometimiento de las mujeres, de manera que solo el hombre goza de sus derechos, mientras que la mujer está condenada a la esclavitud y a una improcedente frustración»30. Pero si a finales de la década de 1880 el pesimismo le parecía, como dijimos, una «concepción injusta y desviada del mundo», y alababa «la noble actitud del optimismo», en sus últimos años se pasó a la línea de Schopenhauer, tendiendo a considerar el optimismo una «ilusión, enormemente perjudicial y tonta»31. Proposiciones cardinales del pesimismo sería el resultado de este cambio de posición.

El proceso de la conversión pesimista de la pensadora de Hietzing debió de abarcar varios años. En el Documento Folio 4 de las actas de enfermos, que se conservan actualmente en el Niederösterreichischen Landesarchiv en St. Pölten, fechado en 1903, aparece un proyecto titulado Philosophische Rundfragebogen [Ronda de cuestiones filosóficas], que estaba destinado al suplemento de la revista berlinesa Die Feder. En él ya aparecen, como ha descubierto Ankele Gudrun, seis cuestiones que esbozan las líneas centrales de las Proposiciones cardinales del pesimismo: el principio supremo, la cuestión gnoseológica referida al papel de la percepción en la construcción del mundo, la cuestión de la moral, la cuestión de la dirección fundamental del pensamiento (según la alternativa del optimismo y del pesimismo), la cuestión del significado de los sexos y, finalmente, la cuestión de la meta y fin últimos de la existencia humana y de la redención32. Este último punto demostraría que el texto está presidido por un impulso hacia la liberación del dolor, el sufrimiento y la represión, es decir, no solo de un deseo de emancipación para la mujer, sino de un deseo de liberación más radical, en la que los seres humanos —o más bien, «los espíritus más libres»— deben aceptar la necesidad de la muerte como posible acción redentora.

En otro de los documentos estudiados por Gudrun aparece una hojita escrita a máquina en la que faltan algunas letras (lo que muestra que, al escribirla, Druskowitz no tuvo en cuenta el espacio de papel del que disponía). Dice así:

Aclaración: la que suscribe afirma que en la obra «Pessimisti Kardinalsätze» [sic] ha prestado a todos sus pensamientos filosóficos una precisión y expresión concluyentes, y promete solemnemente no hacer ningún esfuerzo más para imprimir algún nuevo escrito por su cuenta y riesgo. Dr. Helene Druskowitz. Mauer-Oehling b. Amstetten N. Oe. 21/10/1905.33

¿A quién se dirigía esta aclaración y qué función tenía? La hoja está corregida a mano, pero no firmada. Lo que sí parece evidente, según Gudrun, es que esta «Aclaración» nos confirma que este pequeño opúsculo resume lo que Helene von Druskowitz consideraba su última palabra en filosofía.

Vamos a introducirnos brevemente en el contenido del librito. Ester Saletta piensa que sería erróneo considerar las Proposiciones cardinales del pesimismo únicamente como una expresión de un odio visceral hacia los hombres; en realidad, serían más bien un intento de abrirle al varón los ojos de una forma concreta sobre la situación de semiesclavitud en la que se encontraba la mujer en su época. Druskowitz estaba convencida de que no solo la mujer debía de ser reeducada, sino también el hombre, pues el mundo ha comenzado a ser otro desde que la mujer comenzó a emanciparse34. Las mujeres deben conocer mejor a los hombres y aprender a protegerse de ellos, y los hombres deben controlar su naturaleza, es decir, ambos sexos deben estar abiertos a una modernización que le dé a la mujer más valor y autonomía como individuo y al hombre menos poder y autoridad.

Igual que Nietzsche, pero en términos bien distintos, y con miras sociales de mucho mayor alcance, Helene von Druskowitz somete a juicio la cultura occidental en su versión final, alcanzada en el siglo XIX, con el triunfo de la burguesía. Y la medida del juicio la encuentra en la comparación entre la situación masculina y femenina que la lleva a condenar el curso entero seguido por nuestra civilización35, la cual ha estado guiada exclusivamente por los varones y los (contra)valores que ellos representan.

El opúsculo se abre con un motto en el que aparece la imagen de un anciano que evoca la sabiduría de la edad y que ha recibido la impronta de la «experiencia vital», por lo que puede dar un testimonio verdadero del mundo; se trata de alguien que tiene tras de sí la lucha por la vida, por el reconocimiento, por el amor, por el dinero, y que, al encontrarse al margen de dicha competencia vital, puede lanzar una mirada carente de prejuicios hacia la vida e informar sin tapujos de su verdadera realidad. El pensamiento del anciano representa el verdadero conocimiento, que se alza por encima de la ciencia y de la filosofía. Es alguien que reconoce la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza y el poder supremo de la misma; y también que el ser humano se encuentra sometido a tal poder: ha aceptado, en suma, el proceso natural y hace lo posible por amoldarse a él.

Luego aparece un segundo motto en el que se recomienda leer esta obra como el que admira el valle de Chamonix o el glaciar del Ródano. Como vemos, también se hace referencia en él a la naturaleza, frente a la cual el ser humano se siente pequeño y perecedero. Evoca el paradigma de una naturaleza potente, estética, eterna y verdadera, frente a la cual la cultura es un simple producto humano. Ella es lo que no cambia, lo inequívoco, algo dado, sobre lo cual no cabe duda alguna. Ningún acto intelectual del hombre puede superarla. Se da a entender, por tanto, que el texto debe ser interpretado como naturaleza y debe ser apreciado y admirado como ella: ambos permiten experimentar la verdad y belleza eternas. Es notoria aquí la influencia de Shelley y de su poema Mont Blanc (1816), en el que la grandiosidad de las montañas evoca al poeta británico, con acento melancólico, la muerte y el vacío:

Todavía relumbra Mont Blanc en la distancia,

afirmando en la tierra su imperial fortaleza

y majestad: luz múltiple, múltiple resonancia;

y mucha muerte y vida dentro de su belleza.

En la penumbra quieta de las noches sin luna,

o en el fulgor absorto del día, cae la nieve

sobre la excelsa cumbre: su soledad ninguna

presencia humana rompe, ni su silencio leve. […]

Te anima ¡oh cumbre sola!, la Fuerza, la escondida

fuerza del universo, que el alma humana llena,

y que a su ley eterna mantiene sometida

la anchura de los cielos que en el silencio suena.

Mas ¿dónde tu ribera, tu porvenir en dónde;

y en el mar y las rocas y las altas estrellas,

si tras el sueño humano la soledad no esconde

más que un rumor vacío y un desierto sin huellas?36

Adentrándonos ya en las páginas del ensayo, hay que decir que el acerbo pesimismo del que hace gala Druskowitz a lo largo de él no es nuevo en el ámbito femenino, pues la corriente pesimista contó con mujeres destacadas, como Agnes Taubert (1844-1877), Alma Lorenz (1854-1931) —ambas sucesivas esposas de Eduard von Hartmann— y Olga Plümacher (1839-1895); lo interesante es que en el escrito de Druskowitz los postulados pesimistas están unidos a una metafísica feminista original que no aparece en los escritos de las otras adalides del movimiento.

En este escrito, como ha señalado A. Gudrun, Druskowitz primero desarrolla la lógica metafísica de su argumentación, tratando de encontrar una vía intermedia entre el teísmo y el materialismo, en el marco de una metafísica dualista de corte neoplatónico, e incluso gnóstico-teosófico, con acentos budistas o taoístas37. Plantea la existencia de una «esfera superior» originaria, de tipo espiritual, de la que apenas podemos formarnos noción alguna, porque para hacernos cualquier concepto sobre la misma tenemos que remitirnos a una vía especulativa que recuerda, por su brumosa descripción, a la de la unidad originaria divina que hace Philipp Mainländer en la Filosofía de la redención (1876)38; en cualquier caso, dicha «esfera superior» supone un ideal de perfección al que tiende el ser humano, aunque le resulte inalcanzable, y no puede identificarse en absoluto con el Dios del teísmo, que solo ha ofrecido una representación antropocéntrica y masculina de la deidad.

Siguiendo a Feuerbach, Druskowitz considera que, efectivamente, el secreto de la teología está en la antropología, pero en la antropología masculina: es el hombre quien ha creado un Dios violento y airado, hecho a su imagen y semejanza, por lo que la imagen de la divinidad (al menos en su versión en las religiones monoteístas) se basa en una mentira indigna: Dios, tal como ha venido siendo concebido, no es más que un malvado perillán que merecería millones de veces ser sometido al infierno y al tormento al que tiene condenados a sus súbditos. Pero Druskowitz también rechaza la posibilidad de interpretar la realidad de forma materialista o cientificista, porque esta interpretación se basa, a su entender, en una apreciación optimista de la materia y la sociedad que carecen de justificación, ya que ambas realidades, material y social, son pésimas, especialmente para las mujeres.

La esfera superior es, al mismo tiempo, el motor del desarrollo y el fundamento del conocimiento de la miseria del mundo39, porque materia y sociedad solo pueden apreciarse en su sombrío valor desde el punto de vista de un pesimismo cultural: la perfección absoluta le corresponde únicamente a la «esfera superior», mientras que, en el ámbito de la naturaleza material, de la historia y de la cultura, es donde el varón ha impuesto sus condiciones, conduciendo ambas a la corrupción más abyecta.

Solo la crítica del varón permite, por consiguiente, un verdadero esclarecimiento del mundo. Druskowitz considera que, aunque Schopenhauer ha entendido que la violencia y el sufrimiento son las principales características de la tragicomedia cósmica, ha mirado para otro lado, buscando una huida en la estética y el misticismo, además de mantener una posición misógina, incapaz de entender el particular sufrimiento femenino. La filosofía de Nietzsche, por su parte, basada en el infame concepto de la voluntad de poder, «ha adulado esa mala tendencia de la manera más condenable y necia»40.

Para Druskowitz no existe la especie humana, sino que hay dos especies: la masculina y la femenina, y la primera ha corrompido el apelativo «humano» dominando a las mujeres, cuyo origen era distinto, pues provenían del mar (la autora no aclara de un modo preciso de dónde extrae esta afirmación, de tintes mitológicos). Son los hombres los que, llevados por su horrible voluntad de poder, han hecho de este mundo, que podría haberse elevado paulatinamente a la perfección de la «esfera superior», un mundo feo, torpe e inviable, sometiéndolo a ira y fuego. «El “pesimismo” de Druskowitz respecto del mundo material nace precisamente del dominio masculino sobre el mismo»41: la brutalidad que el varón pone de manifiesto en su conducta no le permite colaborar en la transformación del mundo, ni ayuda a mejorarlo. Druskowitz critica una cultura en la que el arte, la ciencia, la política, la teoría de la evolución, el trato con la naturaleza y los animales y entre hombres y mujeres están teñidos de despotismo y de equívocos machistas. Todo ello contribuye, inevitablemente, a asegurar el pesimismo como la dirección filosófica adecuada, y al filósofo pesimista como el único que se encuentra en el camino que conduce a la verdad y la redención.

Esta situación de opresión y violencia únicamente podrá remediarse si se acaba con la promiscuidad entre hombres y mujeres y las mujeres se organizan en forma de una especie de «caballería» o «sacerdocio» femenino42. Es necesario retornar a la segregación sexual que había en las civilizaciones antiguas y orientales, pero bajo un gobierno de las mujeres. La humanidad deberá dividirse en dos «ciudades», la de las hembras y la de los varones, siendo la primera la que ha de encargarse de perseguir, en la medida de lo posible, la perfección ideal que caracteriza la «esfera superior» originaria43.

Entre la «esfera superior», símbolo de la perfección, y la materia, que se desarrolla evolutivamente, Druskowitz elabora una deconstrucción inversora de la tradición misógina enraizada en el pesimismo schopenhaueriano o en la filosofía trágica de Nietzsche. Si Schopenhauer había descrito a la mujer como una especie de ente intermedio entre el niño y el hombre, Druskowitz considera que el varón, con su fea apariencia, no se amolda propiamente al ámbito de los seres dotados de razón; si Schopenhauer había descrito al género femenino como mentiroso, falso, infiel, traidor, desagradecido, despilfarrador y vanidoso, Druskowitz caracteriza al sexo masculino como codicioso, envidioso, peleón, pendenciero, arrogante y ávido de placeres, sexualidad y poder. Según ella, el macho humano está, incluso, por debajo de los propios animales, porque es el único que golpea y martiriza de la manera más refinada a su hembra, llegando al extremo de matarla. Es un ser nacido bajo el signo de lo demoníaco y del mal, el más peligroso de todos los seres vivos, la furia de las Furias, la Megera de las Megeras (aunque esta Erinia alude a la intransigencia femenina respecto de la infidelidad matrimonial). Si el mundo ha ido degradándose y se encuentra en decadencia, esto es solo responsabilidad del hombre, mientras que las mujeres son seres más dignos y nobles porque pertenecen a una estirpe más perfecta y aristocrática.

La mencionada superioridad hace que la mujer aparezca ante los ojos de Druskowitz como el único «ser humano» verdadero y como salvadora del mundo. Lo malo es que las féminas suelen ser víctimas de sus instintos descontrolados, lo que las hace infantiles, ingenuas e inmaduras ante los hombres, por lo que, para alcanzar plena madurez y autocontrol, deben ser educadas en un oficio libremente, al margen del mundo masculino, y, por supuesto, fuera de cualquier matrimonio. El feminismo debe dotarse de «brillo y esplendor» porque es el ideal de la época moderna. Si el hombre reconociese su caída, así como la evidente superioridad del sexo femenino, retornándole todos sus derechos, tanto ellas como ellos podrían emanciparse44.

Y llegamos, así, al verdadero punto clave: ¿en qué consiste esa pretendida superioridad femenina defendida por Druskowitz? Pues bien: nos encontramos con un nuevo paralelismo entre el pesimismo feminista de nuestra filósofa y la filosofía tanatofílica de Mainländer, que nos lleva a pensar en ella como en el alter ego femenino del filósofo suicida de Offenbach del Meno. Según A. Gudrun, Helene von Druskowitz sostiene que las mujeres constituyen la «verdadera humanidad» porque prefieren instintivamente el no-ser al ser, aunque este instinto femenino haya sido terriblemente reprimido. Frente a otras feministas, que basan su pensamiento en el culto a la madre y a la mujer como dadoras de vida, Druskowitz se alza contra el ciego y estúpido aumento de la población y atisba el destino filosófico de las mujeres en ser «guías en la muerte» [Führerinnen in den Tod], por cuanto proponen el «fin de los fines» [Endesende], a saber, «la extinción del hombre y la disolución de la humanidad».

Pero el conocimiento de este «fin de los fines» no está reservado a los «espíritus libres», a los que se refería Nietzsche en Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres (1878). La reivindicación nietzscheana del «espíritu libre» no le es suficiente a nuestra filósofa, pues piensa que esa libertad solo lo es en el marco de los valores despóticos creados por la violenta y opresiva voluntad de poder masculina: «Druskowitz quiere superar el camino que había llevado a Nietzsche al límite del pensamiento y hacer que hombres y mujeres, cada uno en su medida, colaboren para lograr ese “fin de los fines”: los hombres deben luchar contra su naturaleza y las mujeres deben hacerse conscientes de su superioridad. La superior dotación de esa especie superior que son las mujeres debe hacerles ver que la humanidad ya no puede mejorar ni dirigirse al bien, sino que la única salida que le queda es la extinción del ser humano […], mediante el cese de la reproducción: la muerte de la humanidad, un final último, sin sufrimiento ni violencia»45. Para alcanzar este fin último, recomienda a las féminas luchar contra el mundo masculino lanzándoles este lema: «¡Odiad a los hombres y el matrimonio, y sed fieles a vosotras mismas!».

Lo estremecedor de esta concepción no es tanto que el hombre desaparezca de la tierra, sino, más bien, que esta desaparición se piensa como necesaria, y aún más, como algo moralmente bueno y legítimo: «Lo especial de esta utopía es que nadie sobrevive; que este fin es un fin de todo y para todos, y nadie se aprovecha de él; que todos los sufrimientos de la vida son redimidos y que nadie sobrevive»46.

A pesar de su alejamiento de los planteamientos feministas de la autora, cabe sospechar que los misóginos Eduard von Hartmann o Mainländer habrían estado seguramente de acuerdo con su diagnóstico y meta, demostrando que, una vez más, los extremos se tocan, incluso en el ámbito del pesimismo. Pero esto es algo que habrán de juzgarlo ustedes tras la lectura de estas páginas.

Escritos sobre feminismo, ateísmo y pesimismo

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