Читать книгу Antología: Escritores africanos contemporáneos - Helon Habila - Страница 12
ОглавлениеMi padre a veces era feroz, otras veces cobarde, y por eso se casó con mi mamá. Un día era el peor pecador del mundo, tres esposas, borracho, lo que te guste, y al siguiente pasó a la religión de su padre, el cristianismo, pero hasta la obsesión, es decir, se volvió un renacido. Cuando vio la luz, echó a toda la familia excepto a mi madre y a mí, y esa semana se casó con ella en su nueva iglesia. ¿Por qué ella? Porque era de su kiosco y de su jardín de lo que vivíamos, y porque ella lo amenazó hasta que lo llevó al altar. ¿Por qué él? No puedo responder a eso. Él estaba casado con la bebida, y quizás la estimuló la competencia. Su excusa por su amor a la botella era que su padre había sido un hombre muy dotado y un curandero de verdad, proveniente de una larga familia de basezi, pero no le había pasado su secreto y su poderoso conocimiento porque los blancos llegaron y lo confundieron con el cristianismo. Y entonces mi padre, sin nada que heredar salvo una religión prestada, tuvo que ahogar sus penas. Sin hijos varones, esa era su otra excusa, señalando a cualquiera de nosotras que estuviera cerca, como si fuera nuestra culpa. Yo estaba tan asustada y confundida como mis hermanas con el parloteo de toda la gente de la iglesia que había venido a casa a ayudarlo a limpiar el demonio de la poligamia. También estaba celosa, porque pensé que mis hermanas estaban empacando para un largo viaje, hasta que descubrí que tendría a mi padre todo para mí.
La conversión detuvo su ahogo de penas más o menos durante un mes, y luego empezó a recaer de tanto en tanto. Después de la escuela, era yo quien iba y compraba en secreto waragi crudo en el bar de Obama. Entendíamos que a un santo no se lo podía ver en bares, sobre todo a uno reciente. Obama sabía para quién era, pero no podías pretender que rehusara el dinero. Yo iba muy temprano, cinco de la mañana, antes de que llegasen los bebedores habituales, y él llenaba mi botella de plástico de Orangina con aguardiente claro. Nos sentábamos afuera, mi padre y yo, recostados en la pared más distante de la casa, lejos tanto del camino principal como de la cocina; yo en mi pequeño banquito de bambú que había tomado la forma de mi trasero, él sobre uno de suave madera gastada. Yo dibujaba en el polvo con un palito mientras él daba sorbos en silencio, o murmuraba algo para sí, mayormente sobre el bien y el mal. “Me atrapa el demonio”. “Ah, solo un poquito no hace mal a nadie”. “Todos los dioses tienen que ser uno”. Cuando anochecía, había menos murmullos y más silencio, y él se relajaba dentro de sí mismo, aflojándose la ropa de la religión.
Del otro lado de la casa, yo podía ver y oler las volutas de humo del sigiri elevándose en el aire, mezcladas con la conversación quejosa de mi madre con nuestra vecina Lidiya. Maama dale que dale con que papá se quedaba en casa todo el día, no haciendo otra cosa que rezar y leer su Biblia, ahí sentado y llamándola “La Obra del Señor”. Después tomaba el control Lidiya, con sus quejas sobre su hombre al que no veía en todo el día; trabajo, trabajo, trabajo, decía, pero ¿quién sabía lo que de verdad estaba haciendo? Suspiraban hondo, hundiéndose cómodamente en sus cargas femeninas, mientras mi padre y yo suspirábamos por cosas más importantes.
Una noche, el aire pesado con el humo de las cenas, mi padre interrumpió su silencio entrando lentamente a la casa, y yo lo escuché mover su cama de metal y tirar y arrastrar algo pesado. Lo adiviné revolviendo en las viejas canastas que guardaba debajo de la cama. Maama lo había amenazado con tirarle todo, pero mi padre gruñó, “Antes te tiro a ti”, pero por supuesto no lo hizo. En vez de eso dejó de hablarle, y a mí también, lo que pensé que era injusto. Se retrajo en sí mismo, y no solo en términos físicos. Encorvado y taciturno, se había vuelto un fantasma frío en la mesa, uno que recorría las tres habitaciones de nuestra casa llenándolas de un olor amargo. Pero después de una semana, mientras ella servía en silencio la comida, de pronto le sonrió. “Para tener tantas fallas, eres una buena cocinera”, dijo, mientras le daba forma a un pequeño trozo de posho con sus dedos flacos, apretándolo y apretándolo antes de hundirlo en la salsa de frijoles. Nuestras bocas formaron amplias sonrisas blancas, y no hubiésemos parado ni aunque nos hubieran abofeteado. Yo hubiera sido capaz de enfrentarme a mi madre por esas bolsas olorosas.
Taata salió de la casa con un costal largo, gris y harapiento. Era una pata de vaca, la pezuña oscura colgando en la punta, la bolsa de piel seca y vieja que había perdido la mayor parte de su pelo. Se sentó y hundió el brazo dentro, buscando, y salió con unas migas que parecían tierra y pelusa. Del bolsillo del saco extrajo una pipa que se veía igual de vieja, y metió las partículas en ella apenas llenándola. “Nada”, murmuró. “Nada, eso es todo”. Encendió la pipa mientras yo lo observaba; sabía que quería que lo mirase. Debe haberse fumado la piel misma. El humo giró hacia arriba y desapareció en el aire espeso con un aroma sutil pero de alguna manera familiar.
“No te voy a dar nada”, dijo sin mirarme a mí sino a las oscuras sombras azuladas que habían sido árboles y casas un momento antes. La oscuridad volvía misteriosas las sombras conocidas. Cuando lo miré, había lágrimas brillando en su cara, quizás por el humo.
“Ok, finalmente te voy a enseñar a matar”.
Me vi arrancada del trance del silencio.
“¿Qué?”
“Mañana no comas nada. Al menos eso me enseñaron”.
“¿Matar qué?”
“Por tu tamaño, un pájaro. Pero para eso tienes que tener hambre”.
Me quedé callada. En general, mi padre era bastante incoherente en esos anocheceres que pasábamos juntos, pero esto era peor. Algunas veces deseaba que se quedara callado.
Mi madre apareció desde un rincón de la casa. “Ustedes, cristianos, ¿ya bebieron suficiente? Vengan a comer”, llamó alegre.
No podíamos regodearnos en el silencio para siempre. Mi padre se levantó fatigado, y yo me levanté como él, simulando fatiga. “Mujeres”, murmuramos los dos, pero la seguimos, su trasero bamboleante, una ofensa para nuestro espíritu.
El día siguiente, sábado, era un buen día para no comer porque no había escuela. Mamá estaba irritada. “¿Qué? ¿No vas a comer? Hay pescado para almorzar”.
“No. Lo dijo Taata”. Siempre era mi coartada. Pero justo hoy, siendo el pescado tan raro en casa, obedecerlo era doloroso.
“¿Qué se trae el tonto de tu padre ahora?”
“Me está enseñando cosas”. No quería ahondar mucho. “¿Nunca oíste hablar del ayuno?”
Me miró durante un rato largo, sus ojos grandes como dos taladros, después lo dejó pasar. Quizás tenía un poco de fe en mi padre. Me acarició la cabeza. “Todavía tienes que abrirte el pelo y lavarlo, y lavar también tu uniforme. No creas que lo voy a hacer yo”.
La mañana fue fácil, pero para la tarde lo único que deseaba hacer era estar sentada inmóvil. Fui a la sombra del árbol de mango cerca del jardín de Maama, una sombra compacta de gruesas hojas verdes. No estaba lejos de la pila de basura, grande, enorme; se suponía que Taata tenía que quemarla la semana anterior. No pude ignorar la montaña de cartones de leche amarillos y blancos, los paquetes grises y rotos de harina de posho, el verde oscuro y el negro de las cáscaras húmedas de banana, otras amarillas y blancas, alguna cosa líquida y naranja, la fruta agrisada, el rosa, azul y blanco de unos papeles rotos que ondeaban, polvo, el relleno de algodón mohoso de un colchón viejo, la cáscara roja de las batatas, la marrón de las mandiocas, hojas de mango por encima como guarnición, y sobre todo eso, espinas de pescado que olían tan dulce como, como, ¿qué? Tan filosas como ananá cortándote placenteramente la lengua. Yo solo podía mirar fijo, oler y sufrir.
El gato flaco y callejero que alguna vez fue blanco y que siempre daba vueltas por nuestro vecindario avanzó con sigilo sobre la pila de basura. Se volvió de golpe hacia mí, sus ojos rojos agudos y fijos. Yo lo había tenido en brazos cuando era un gatito raquítico. Solía meterse en nuestra cocina a robar las sobras, y yo tenía la misión de echarlo. Pero clavaba las uñas en el tejido de la estera azul y verde desteñida de mi mamá y se aferraba rápido. Lo agarraba del cuello flaco, sintiendo solo tendones y piel, ningún hueso, mientras chillaba y se retorcía en mis manos. Al final, sacaba sus uñitas de la estera y quedaba colgando, flácido. Yo salía corriendo y lo arrojaba al jardín con tanta fuerza y tan lejos como podía, donde caía con gracia, como agua derramándose y formando un diseño en el aire antes de aterrizar. El gatito se sacudía y huía, dejándome envidiosa. Y siempre volvía.
Ahora, ya crecido, el gato me desestimó rápido y continuó arrastrándose con lentitud sobre los desperdicios, puro hueso bajo la piel flaca y emparchada, moviéndose con gracia, amenazador. Encontró la carcasa de pescado, la tomó y jugó con ella con sus dientitos, dejando caer preciosos trocitos de piel gris blancuzca y carne. Mi pescado. El deseo de sacarle el pequeño esqueleto de las garras fue tan agudo como la necesidad de hacer pis. Como cuando tienes diarrea y corres hacia el baño, aguantando, aguantando. El olor casi a podrido se intensificó, algunas bocanadas casi matándome, como esas flores campanillas cuyo olor susurra al atardecer para luego desaparecer con promesas que se esfuman. El gato se tomó su tiempo para romper los huesos blandos. Mi estómago se retorció ruidosamente. ¿Lo oyó? Levantó la cabecita y me miró, sus ojos rojos resplandeciendo por un rato largo, pequeños trozos de carne colgando de su boca. Con facilidad podría haberlo echado a los gritos, arrojado una piedra, cualquier cosa, si no hubiese visto a una persona en sus ojos. Me refiero a un demonio. Lo juro. Gruñó una risa, tentándome, de la misma manera en que Jesús fue tentado. Entonces engulló el resto de la carcasa, enviando hacia mí aún más olores antes de arrastrarse por la pila, satisfecho. Pero no se fue. Mantuve los ojos en él mientras se sentaba a poca distancia de donde yo estaba y se limpiaba con sus lamidas, la larga lengua rosada entrando y saliendo con rapidez como una llama pálida. Bostezó mostrándome sus finos colmillos amarillentos, los ojos rosados aún lascivos, y ahí nos quedamos, observándonos; él, lánguido; yo, enojada y asustada.
El hambre se arrastró por todo mi cuerpo, mi estómago, brazos y piernas, igual que el gato al invadir la montaña de desperdicios. Pero el hambre volvía mi mente aguda y clara, la vaciaba de todo, excepto de una idea: iba a matar a ese gato, no dispararle a un pajarito tonto. Era un demonio que había intuido la santa que había en mí. Los murmullos borrachos de mi padre sobre el bien y el mal empezaban a cobrar sentido.
Se lo conté esa noche cuando nos sentamos junto a nuestra pared. Abrió mucho los ojos y me observó de manera extraña. ¿Estaba asustado o complacido? No podía saberlo.
“¿Tú? ¿Un gato?”
“Sí. Se comió mi pescado”.
Mi padre se quedó mirándome.
“No me tuvo miedo. Cree que soy débil”. Y entonces murmuré, tal vez esperando que no me oyera. “Ese gato es un demonio”.
Mi padre desvió la vista, como para ocultar una sonrisa que había asomado en su cara severa y cuadrada. La sonrisa se convirtió en risitas que salían en pequeñas ráfagas dolorosas, y se tomó el pecho como para detenerlas, pero no pudo. Lo había complacido, pensé. Ahora tosía, así que me paré y le froté la espalda por sobre el saco marrón gastado mientras él se reclinaba, débil pero cálido. Me dijo que esa noche podía comer.
Mi padre dijo que solíamos tener veneno para las serpientes, pero ya casi no quedaba ninguna; las habían matado a todas o estaban escondidas en el bosque. Por lo que al día siguiente subimos por el camino principal hasta la tienda de Tiíta Sukuma. Todo el mundo la llamaba “Tiíta”; quién no querría estar emparentado con alguien cuya tienda tenía todo lo imaginable, incluyendo palitos negros de dulce que sabían a pomada de zapatos mezclada con banana. Eran de China. Si tuviera la oportunidad de mudarme allí, solo comería dulces. Taata no perdió tiempo con largos saludos, como la mayoría de la gente, pero Tiíta estaba acostumbrada.
“¿Veneno para ratas?”
“¿Cómo estás, Namuli?” Solo me miró a mí.
“Bien, gracias, Tiíta. ¿Tienes veneno para ratas? Estamos sufriendo con tantas ratas”. Yo estaba acostumbrada a hablar por mi padre.
Registró con la mirada estantes y estantes de jabón azul, cajas de fósforos, gelatina de petróleo, café instantáneo, salsa picante, tazas de plástico, platos y jarros. Le hubiese llevado todo el día revisar todas las cosas que tenía abarrotadas en los estantes.
“Lo tenía por aquí, hmm... ¿Por qué no se consiguen un gato?”
“¿Quiere el dinero o no?”
Me avergoncé. Taata tendría que haber bebido algo antes de venir aquí. Ella se dio vuelta y lo miró con severidad. No le temía. Con una tienda como la suya, yo tampoco tendría miedo.
“Ah, sí, lo puse lejos para que no cayera en las manos equivocadas”. Miró otra vez a mi padre, luego tomó un banco, lo llevó hacia un rincón oscuro repleto de latas y cajas y unas bolsas hinchadas de plástico azul, subió su voluminosa estructura haciendo un esfuerzo, y tomó un frasco de una fila de coloridos paquetes cuadrados. Se bajó del banco, le sacó el polvo al frasco con un trapo y observó la etiqueta.
“Ten cuidado con esto, ¿eh? Este veneno es fuerte, no es broma”.
“¿Quién se está riendo? Podemos leer las instrucciones tan bien como usted. ¿Cuánto es?”
“Le hablaba a Namuli. Querida, dale esto a tu madre para que lo use, ¿está bien? No lo toques. Solo cinco mil”.
Tomé el jarro envuelto en una delgada bolsa de plástico negro que mi padre guardaba en el bolsillo. Por alguna razón, Maama le había dado dinero. Ella era como yo; a la larga, hacíamos lo que él quería.
Cuando íbamos a salir, Tiíta dijo, “Kale, Namuli, saludos a tu madre. Una mujer tan buena”. Meneó la cabeza hacia mi padre, pero él ya se había ido. Corrí para alcanzarlo, estirando mi falda sobre las rodillas.
Una vez en casa, mi padre estuvo ocupado. Nos fuimos a nuestro sitio y, usando una vara, mezclamos la pasta espesa de veneno con un poco de agua en la mitad rajada de un plato viejo.
“Ve a buscar un poco de la comida de ayer”.
Gracias a Dios, mi madre no estaba en la cocina. Encontré algo de salsa de maní y posho, que ahora estaba tan duro como un ladrillo. Taata lo rompió en pedazos polvorientos y lo mezcló con la salsa rosada y el veneno grisáceo. Yo estaba aliviada; había pensado que iba a tener que matar al gato con mis manos. Esto iba a ser fácil.
“Ok, no lo toques, ¿escuchaste?”
Asentí, y él entró y empezó a revolver nuevamente entre sus bolsas viejas. Salió de la casa blandiendo un arco y unas flechas bastante decrépitos. La cuerda del arco estaba gastada y floja; el arco, liso con el paso del tiempo. Las flechas eran largas como mis brazos, con las puntas metálicas oxidadas. ¿Yo, usar eso?
“¿Con el veneno no es suficiente?”, intenté.
“Eh, Namuli, eso no es matar, es hacer trampa. Solo lo estamos usando para hacértelo más fácil. Quizás después, un arma, ¿por qué no?” Sus ojos brillaron, y rio brevemente como si el demonio también hubiese entrado en él.
Todo lo que tenía que hacer era decírselo a mi madre y me libraría de esto. Se estaba volviendo demasiado.
“Ajá, quieres correr a esconderte en las polleras, me doy cuenta. Ve entonces”. Por supuesto, no podía. Me arrodillé en el polvo a su lado mientras él jugueteaba con la pequeña bolsa de piel que había vuelto a sacar. Sus dedos temblaban luchando por abrir las cuerdas que ataban la punta de la bolsa. Supe lo que necesitaba, y salí a conseguirle una botella. Tomó un traguito, la cabeza hacia atrás, luego escupió y tosió. No hizo efecto enseguida; tuve que ayudarlo a abrir la bolsa, tirando del nudo apretado, primero con los dedos y después con mis dientes. “Ahí va”, murmuró. “Usa todo lo que puedas”. Otra vez rascó el fondo de la bolsa y sacó el polvo blancuzco. “Ahora recuerdo”, dijo. “Una cresta de gallo, seca y triturada”, y lo espolvoreó sobre la mezcla que habíamos preparado para el gato. Continuó, “Esto no es fácil, no es simple, pero es necesario, ¿comprendes? Puedes ser –debes ser– dedicada, lenta, metódica, mecánica. No pienses demasiado. Actúa”. Lo haría. Lo haría.
Mi madre sabía elegir el peor momento para aparecer. “Taata, estás… ¿a qué están jugando ustedes dos ahora?”
“Gato y niña”. Mi padre rio, y tomó un sorbo de su bebida.
“¿Qué?”
“¿Por qué preguntas cuando no vas a entender?” Estaba ocupado tensando la cuerda del arco.
“Él… nosotros estamos por, uhm, practicar caza”, dije.
“Katonda wange, Chalisi, ¿cuándo vas a crecer?”
“Eh, escúchala. ¿Crees que cazar es un juego de niños? Estoy tratando de enseñarle lo que es real: la muerte después de la vida”.
Los ojos de mi madre se volvieron de un rojo candente. “Basura. Si quieres jugar, juega con fuego. ¿Qué hay de la pila de basura que se suponía que tenías que quemar? Por eso los gatos sucios están aquí todo el tiempo”.
“Y yo estoy tratando de librarme de ellos. ¿Fuego? Quieres fuego, sí, ok, lo quemaremos. No te preocupes. Solo vete. Ve a verla a Lidiya”.
Escondí una pequeña sonrisa detrás de mi mano al tiempo que Maama apretaba los dientes y se marchaba. A esta altura ella ya sabía que no se podía razonar con Taata. Se fue, sus grandes caderas diciendo “aléjate”, mientras rodaban como una mezcladora de cemento. Su trasero podía decir “ven y abrázame”, o “estoy harta de ti”, o “podría ser tu almohada”. Mi padre sonrió, sus labios curvando los escasos bigotes.
Nos mudamos al jardín, no lejos del árbol de mango. Taata se paró sereno, una pierna frente a la otra, firme. Apuntó, un ojo casi cerrado, y en un parpadeo la flecha silbó a través del aire y se clavó en el tronco. Sonó como si hubiera pasado una abeja gorda.
“Ahora tú”.
Se paró detrás de mí, ligeramente inclinado, y sostuvo el arco en mis manos, sus dedos sobre los míos. Tensó la cuerda, dirigiéndola hacia mí. El latido de mi corazón apaciguado por sus manos cálidas. “Firme, firme, estira, ahora… ¡suéltalo!”
Voló de mis manos, rápida y segura, pero luego se curvó y dio en el suelo junto al árbol. “No está mal. Inténtalo de nuevo, estira con dureza, utiliza más fuerza”.
Lo hice una y otra vez, secándome el sudor de las palmas en el vestido, secándome la frente con las manos. Era mi árbol favorito. Le acerté en el quinto intento, grité y salté. Taata rio. “¿Ves?” El tiro certero, apuntar a algo y darle, mi mente controlando mis ojos, mis manos, el aire, el arco y la flecha, eso era poder. Una ráfaga de placer invadió mis brazos y mis piernas, me di cuenta de que estaba temblando. Tenía que hacerlo de nuevo.
Tomé las flechas dispersas y se las alcancé a mi padre. No podíamos parar de sonreír. Me puse en cuclillas detrás de él y observé, excitada, cómo hundía la punta de las flechas dentro de la mezcla espesa de veneno para ratas y unas gotas de agua, agregando a la mezcla algunas palabras murmuradas. Juro que escuché algo del latín del cura de la iglesia. Las otras palabras no las conocía, pero sí, necesitábamos que Dios nos ayudara con el demonio.
Para ser franca, la euforia de puedo-darle-o-no era más aguda ahora que el demonio que había brillado en los ojos del gato, a pesar del sueño que había tenido la noche anterior. El gato había venido hacia mí, sus ojos incandescentes como el infierno, y había refregado su pelaje sucio y gris contra mis piernas, su olor a pescado tratando de sofocarme. Yo tiraba y tiraba de él, pero se aferraba más fuerte a mis piernas, gimiendo, no gruñendo, necesitado, como un bebé hambriento de leche, mientras yo luchaba con él. La cosa llorosa no se iba, su cuerpo estirándose a lo largo, semejante a un elástico denso y resbaladizo. Mientras el gato gemía, empecé a lloriquear con él hasta que finalmente, por suerte, mis suspiros me despertaron. El alivio brotó como sudor. Me senté en la cama y juré no volver a dormir esa noche, pero por supuesto lo hice.
Pero ahora, ahora el sueño era apenas una sombra, mientras el arco y la flecha se volvían una extensión potente de mi brazo. Más que temor, yo quería ver si podía apuntar con precisión otra vez, y acertar, acertar, acertar.
El gato se había mantenido alejado mientras nosotros practicábamos, pero ahora estaba tranquilo. Se escabulló otra vez en la pila de basura, que aún era linda y alta y colorida con desechos frescos, el plato roto con comida y veneno haciendo equilibrio en la punta, donde yo lo había puesto. Unas pocas moscas que se posaron no pudieron salir volando. Mi padre me había dicho que no volviera a comer, así podría focalizarme. “Siéntate al sol y espera”, dijo, y lo hice, más cerca de la pila, su olor aguijoneando mis fosas nasales. Mi padre se sentó un poco más lejos, bajo la sombra del árbol de mango, bebiendo como siempre, observando y esperando conmigo. Mi madre no era ni siquiera un pensamiento en mi mente.
Mientras el sol me golpeaba la frente y mi padre bebía un poco más, empezaron de nuevo sus murmuraciones. “Sacrificio. Para los dioses del padre de mi padre, un pollo era suficiente. Una cabra, quizás, aun una vaca. ¿Pero qué mejor sacrificio que un hombre? El Hijo de Dios, que también es Dios. Lo que mi padre pudo haber hecho, pero muchas, muchas veces. Por el pasado, el presente y el futuro, aun por aquellos que aún no han nacido. Sí, eso es lo esencial: sacrificio”.
El tono monocorde de Taata se volvió un zumbido incesante en mis oídos al descender el sol. Observé al gato olisquear el plato; luego engulló con rapidez la comida. Se lamió los labios y la cara con la lengua rosa ágil como un dardo, después olió a su alrededor buscando más. Mantuve los ojos en él mientras descendía de la pila, dirigiéndose hacia mí. Se detuvo abruptamente y empezó a toser, sacudiendo su pequeña cabeza blanca de arriba abajo. Tenía que actuar antes de que se fuera. Una parte de mí tosía con él, un eco extraño del gemido en mi sueño. Otra parte de mí también era el gato, levantándose despacio, el cuerpo tenso de determinación, todo brazos, y hombro y músculo y objetivo y estiramiento; todo con la gracia certera del gato. Tirante, tirante, estiré el arco, hambrienta del cuerpo angosto del gato, hambrienta de no errarle.
Con toda mi voluntad solté la flecha envenenada, y a su veloz toque se unió en ese preciso instante un chillido endemoniado, y lo sentí, lo hice, la punta afilada de metal hundiéndose en el pelaje suave y la piel, el segundo de resistencia, y despues la imposibilidad de todo. Mi mente voló de regreso al momento en que mi madre pasó una aguja por el fuego para luego perforarme los lóbulos de las orejas, uno después de otro, mientras yo, toda temor, sentía mi carne desde adentro, profundamente. Ahora que el sudor me caía en los ojos, vi el rojo brotando del blanco grisáceo, brillante como una flor. Una flor burbujeante que yo había hecho.
El gato luchó y se resbaló, tratando desesperadamente de arrastrarse, pero yo luché también, con rapidez, mi mente aguda y despejada. Apunté y disparé otra vez, y otra vez sentí la invasión dulce del duro metal frío encontrando, rompiendo y penetrando la suave piel caliente y la carne. Tomé otra flecha envenenada, pero desde algún lugar lejano escuché a mi padre gritando, “¡Detente!”. Me tambaleé, y como el gato que se retorcía, no pude escapar. Yo era su cuerpo; el veneno cobró vida al adueñarse de él, buscando las venas y escurriéndose a través de ellas, corriendo veloz a través del pequeño cuerpo sucio y caliente. Ahora la carne misma se volvía sedienta, rogaba por él, como cuando después de mi ayuno tuve que tomar agua con tanta desesperación que casi me ahogo, y sentí su cauce frío bajando por mi garganta y extendiéndose, con un cosquilleo, hasta la punta de mis dedos.
El gato tenía que parar de retorcerse y lo hizo, y cayó muerto. Todavía salía sangre, cubriendo el pelaje, alguna vez blanco, con parches púrpuras. Sus ojos rojos permanecieron abiertos. Había cazado su gracia elegante y leonada, y me había quedado con una nada blanda. Iba a tener que tirarlo sobre la pila de basura, y yo también hubiera querido arrojarme allí.
En lugar de eso, di media vuelta y corrí hacia mi padre, quien con los brazos en alto, llenó el aire con sus gritos de alabanza. Se detuvo el tiempo suficiente como para darme un traguito precioso de su botella casi vacía, por primera vez, y luego continuó gritándole al sol. Qué podía hacer yo, salvo gritar como él, agregando incluso un baile sobre mis piernas temblorosas, hasta que pude gritar y bailar de verdad. Agité el arco y las flechas sobre mi cabeza y grité, “¡Lo hice! ¡Lo hice!”. Mi padre estaba lleno de aleluyas, así que bailé para él, y él se rio. Pero él no había visto los ojos rojos del gato. Aunque habían dejado de brillar, aún no estaban vencidos.
Di vueltas y vueltas, mi pollera volando, y luego arrojé el arco y las flechas en un gesto de victoria, no de disgusto. Puedo terminar con una vida, yo, Namuli. La danza finalmente, finalmente se detuvo y yo salté y grité más fuerte.
Mi madre, oyendo toda la conmoción, salió corriendo de la casa. “¿Te has vuelto loca?” Chillaba como el gato agonizante, como yo, solo que más fuerte.
“¡Maté un gato! Maté…”.
Ella vino directo hacia mí, y con todo el peso de su maravilloso cuerpo me sacudió por los hombros hasta que mis mejillas temblaron y me callé. Cuando me soltó, caí. Finalmente, como el gato, me dejé ir. Algo tibio brotaba de mí, fluyendo por mi pierna. ¿Sangre? Pis. Pis tibio y ácido. ¿Qué había hecho? Entonces llegaron las lágrimas, y las dejé salir.
Mi madre seguía gritando, sus clamores llenando el aire como una plaga de grillos mientras trataba de enderezar el mundo que estaba cabeza abajo, trataba de sanarnos, pero era demasiado tarde. Mi padre tiró de mí. “Vamos, estás muy crecida para esto ahora”. Pero yo no podía detenerme. “Ganaste”, declaró, y me volví hacia él. El suelo cubriéndome de suciedad me parecía lo correcto. Él se encogió de hombros, dejó caer los brazos a los costados, se volvió y se fue con pasos largos, murmurando y gruñendo, él no podía quedarse a escuchar a las mujeres llorando y maldiciendo. Esta vez yo quise que se fuera, que se fuera a buscar su propio trago.
Mi madre se calmó, ahora que mi padre no estaba más allí para gritarle. “¡Típico! El tonto causa problemas, después desaparece”.
Se volvió hacia mí. “¿Namuli?” Aunque ahora me sentía estúpida, ahí tirada, mojada y sucia sobre el suelo, no quería lo que sabía que ella iba a hacer: levantarme con suavidad, secar mi cara con su pareo, sacudir mi vestido y plegarme de nuevo en su interior. ¿No podía ver que ahora tenía uñas como un gato?
“Déjame sola. Solo déjame, ¿ok?” Me levanté y me alejé. Me lavaría e iría a sentarme en el banco junto a nuestra pared por un rato. Quería sentarme sola.