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He vuelto a casa.

Nos sentamos en el comedor y conversamos desde el desayuno hasta el almuerzo, la mesa cubierta de platos con huevos solidificados. De tanto en tanto mi madre me tomará la mano y revisará mis uñas; se meterá un dedo en la boca que emergerá para quitar una mancha en mi frente o suavizarme las cejas. Se levanta para limpiar la mesa. Está ajustando su radar, como solía hacerlo cuando éramos chicos, medio dormida, arrastrando apenas los pies en su caftán, alterada por algo intangible.

Están preocupados por mí, y por primera vez en mi vida, lo suficientemente preocupados como para no sacarlo a colación. Hace tiempo que no hablo con ellos sobre mi carrera universitaria interrumpida. Ellos lo saben. Yo lo sé.

Me atormenta la culpa y evito a Baba. Hasta ahora ha estado gracioso –no dijo nada. Todo ese dinero desperdiciado en mi carrera.

No sé cómo explicarles mi situación. Camino más allá de la línea de jacarandás que bordea las casas gubernamentales. Me desvío del camino principal y sigo el sendero, evitando la ruta matutina que Baba sigue hacia su trabajo. Hay una casita descolorida aquí, justo en la esquina, con un gran jardín rocoso que se extiende cuesta abajo hasta la Casa de Gobierno.

Antes tenía una piscina –que ahora se ha vuelto gris y verde, y vacía. Es una de las muchas casas que les dieron a los hijos del viejo Bomett, cuya hermana estaba casada con el presidente.

Se cuentan historias sobre los chorros de vapor, que son los fantasmas de viejos guerreros masáis tratando de alcanzar el cielo y traídos de vuelta por la fuerza de gravedad del infierno. Los oí llegar anoche, a los moran masái y su ganado. El olor penetrante a orina y bosta inundó nuestra casa; y las viejas canciones guturales, y los cencerros. Cantaron toda la noche, y durante un instante pude simular que el tiempo había vuelto atrás y yo me sentaba con ellos, como un nómade bíblico, o como debieron haberlo hecho mis tatarabuelos.

Decido pasar algunos días dando vueltas, para evitar a mis padres, seguir un camino y pensar en otras cosas que no sean lo que anda mal con mi vida. Qué maravilloso sería, pienso, si fuera posible pasarme la vida habitando las formas y los sonidos y las pautas de otra gente.

* * *

Tengo un trabajo de medio día. Conduciendo por el centro y el este de la provincia con la tarea de convencer a los granjeros de que empiecen a sembrar de nuevo algodón. Me dieron un auto y un conductor. Baba y algunos amigos invirtieron en una vieja desmotadora de fibras que el gobierno estaba privatizando. Me preguntó si quería hacer un trabajo de extensión de agricultura para ellos. Dije que sí. Están empezando a tenerme confianza. Hasta ahora estuve ayudando a mi madre en su pequeña florería y haciendo mandados. Me prometí no leer ninguna novela sentado detrás del mostrador. A veces hago un viaje relámpago al club y me siento en el baño durante media hora con un libro y un cigarrillo, pero en general he estado presente en el mundo. La semana pasada, en el desayuno, estaba exponiendo alguna que otra teoría y Baba estalló: “No entiendo, no entiendo, eres tan inteligente, no entiendo por qué eres tan…”. Mamá le mandó una advertencia brusca por sobre la mesa, y él se levantó y se fue.

Mi colega Kariuki y yo estamos en camino a Mwingi en una pick-up Nissan nueva y veloz. El camino hacia la represa de Masinga es monótono, y la música comercial que suena en la radio ha tomado el control de mi mente, masticando, tratando de digerir un vacío.

I doneverreallywannaKillTheDragon…

Revolotea por mi cabeza como una mosca demente, siempre un poco demasiado rápida para atraparla y aplastarla. Trato de sacar conversación, pero Kariuki no es muy hablador. Se sienta encorvado sobre el volante, el cuerpo tenso, la cara torcida en una mueca. Cuando no maneja, en general es muy relajado, pero los autos parecen despertar algún demonio en su interior.

Para ser honesto, Mwingi no es un lugar que quisiera visitar. Es un distrito nuevo, semiárido, y no hay nada ahí que valga la pena ver o hacer. Excepto comer cabra. De acuerdo con el Registro Nacional No Oficial de Calidad de Carne de Cabra, la cabra de Mwingi le sigue solo a la de Siakago en gusto. Me contaron que un emprendedor de Texas empezó un rancho de cabras para proveer a los diez mil keniatas que viven ahí. Está haciendo una fortuna.

En estos años que pasé viviendo en Sudáfrica, conduje a través de cabras que me miraban con arrogancia, masticando despreocupadas, y desafiándome a que empuñara mi cuchillo.

Es tiempo de revancha.

Es por eso que nos levantamos a las seis de la mañana, con la esperanza de terminar todas las burocracias posibles para el mediodía, y entonces poder parar a tomar cerveza y comer un montón de cabra.

Invertí en algunos sobres de antiácido Andrews Liver Salts.

Me adormezco, y el sol brilla para cuando me despierto. Estamos a treinta kilómetros de Mwingi. Hay un cartel en uno de los caminos polvorientos que sale de la autopista, un dibujo maravilloso de un pájaro flaco y rojo y un aviso con una flecha: “Gruyere”.

Me da curiosidad, y decido que deberíamos investigar. Después de todo, pienso, sería bueno ver en terreno cómo es la Situación del Cultivo de Algodón antes de ir a la Oficina de Agricultura del distrito.

Nos lleva unos veinte minutos por el camino llegar a Gruyere. Esta parte de Ukambani es seca, un paisaje de arbustos duros y polvorientos. Aquí, a diferencia de la mayoría de los lugares de Kenia, la gente vive lejos de los caminos, así que uno tiene la ilusión de que el área está escasamente poblada. Estamos en el centro de un pueblito. Tres negocios de cada lado y un cuadrilátero central de polvo abatido en el que se sientan tres jirafas gigantes talladas en madera esperando ser transportadas a los mercados de curiosidades de Nairobi. No parece haber nadie. Salimos del auto y entramos a Gruyere, que resulta ser un bar.

Se ve tan suizo como puede ser cualquier cosa en Ukambani. Una estructura simple con piso de cemento y amoblado básico. Noto un enfriador de bebidas ingenioso: una pequeña caverna en el piso de concreto donde la cerveza y las gaseosas se enfrían en agua. Entra el propietario; lleva puesto solo un kikoi. Tiene la piel roja como un tomate por el sol. Nos da la bienvenida y yo me presento y empiezo a conversar, pero pronto descubro que no habla inglés ni kiswahili. Es suizo, y habla solo francés y kamba. Mi francés está un poco oxidado, pero alcanza para conseguirme una cerveza, servida por su esposa. Ella tiene la piel del color del chocolate amargo y es bella en la forma en que solo pueden serlo las mujeres kamba, piel suave como de bebé, ojos separados y una disposición de rasgos que parece siempre al borde de la malicia.

Cuando le pregunto cómo fue que su marido cayó en Mwingi, se ríe. “¡Sabes que los mzungus siempre tienen ideas raras! Ahora es un mKamba, no quiere saber nada con Europa”.

Veo una bicicleta que se acerca a la distancia, un hombre increíblemente grande encaminándose hacia nosotros, sus piernas cortas pedaleando con furia.

Entra el hombre más jovial que jamás haya visto, gordito como un montón humeante de ugali, resplandeciendo de bonhomía y secándose arroyos de sudor de la cara. La mujer de Gruyere me dice que es el jefe local. Me paro y lo saludo, y luego lo invito a unirse a nosotros. Se sienta y pide una ronda de cervezas.

“¡Ah! ¡No pueden estar tomando té aquí! ¡Esto es un bar!”

Brilla de nuevo, y yo juraría que en algún lado un shamba completo de flores está floreciendo. Trato de deslizarme hacia el tema del algodón, pero me ignora.

“Entonces”, dice, “¿te vas a Sudáfrica con mi hija? Ella está en casa, sentada, no puede conseguir trabajo –las kambas son buenas esposas, sabes, ustedes los kikuyu no saben lo que es pasarla bien”.

No puedo negarlo. Se inclina hacia mí, sus ojos redondos como la luna llena, y me cuenta una historia sobre un mayor retirado que vive por allí y que tiene tres esposas jóvenes que se quejan de sus exigencias sexuales. Los padres del vecindario están preocupados porque sus hijas a menudo le hacen ojitos cuando está cerca.

“Sabes”, dice, “ustedes los kikuyu no pueden pensar más allá de sus narices. Cultivan maíz en cada palmo de tierra disponible y cubren los sofás con plástico. ¡Ja! Y luego, ¡en la cama! ¡Bwanaa! ¡Hasta el sexo es un trabajo! Pero los kambas no somos perezosos, trabajamos duro, cogemos bien, jugamos duro. ¡Así que bebe tu cerveza!”.

Decido rescatar la reputación de mi comunidad. Ordeno una Tusker.

Para las once, hay una mesa completa de gente, todos brillando bajo los rayos de sol del jefe. Mi lengua redescubrió su francés y converso con monsieur Gruyere, que no es muy hablador. Parece estar bajo el hechizo del lugar; mientras bebemos, puedo ver sus ojos recorriendo a todos. No parece estar demasiado interesado en la sustancia de la conversación; está más ocupado en el ambiente.

Es mediodía cuando finalmente decido excusarme. Tenemos que llegar a Mwingi. Kariuki se ve algo borracho, y recién ahora el jefe muestra interés en nuestra misión.

Llegamos a la Oficina de Agricultura del distrito. Nuestra reunión ahí es felizmente breve, y obtenemos toda la información que necesitamos. El jefe nos guía a través de un laberinto de callejones hasta la mejor carnicería/bar de la ciudad. Él, por supuesto, es muy conocido aquí y le dan el cubículo vip. Blandiendo su estómago como un imán sexual, irrumpe en una mesa de chicas jóvenes alentándolas a que se unan a nosotros.

Susurra, en tono conspirativo: “Ustedes los solteros deben estar hambrientos de compañía femenina, considerando que pasaron la mañana entera sin sexo”.

Más tarde nos dirigimos al carnicero, que tiene pilas y pilas de carcasas de cabra descabezadas. Ya estoy salivando. Ordenamos cuatro kilos de costillas y mütura, salsa de sangre.

La mütura está caliente, especiada y rica; las costillas, tiernas y llenas de la acritud de las hierbas.

Después de un par de horas, me empiezo a sentir incómodo con los niveles de placer a mi alrededor. Quiero volver a mi habitación barata de hotel, asentarme en un libro lleno de realismo y prosa despejada. ¿Tal vez Coetzee? Eso me hará de nuevo protestante. Naipaul. Algo malintencionado y vigorizante.

“¡No, no, no!”, dice el Señor Jefe. “Tienes que venir a casa, en el pueblo; necesitamos hablarle del algodón a la gente de allí. Seguro que no vas a conducir de vuelta después de todas esas cervezas. ¡Duerme en mi casa!”

De regreso en la casa del jefe, me acuesto a la sombra de un árbol del jardín, leo el diario, y duermo.

* * *

“¡Despierta! ¡Vamos de parranda!”

Estoy decidido a rehusarme. Pero los rayos del rostro del viejo jefe me envuelven. Para cuando nos bañamos e intentamos que nuestra ropa mugrienta se vea respetable, ya anochece.

Solo hay espacio para dos en la parte delantera de la pick-up, así que me siento atrás. Me consuelo con la vista. Ahora que el resplandor del sol se diluye, se revelan toda clase de florcitas escondidas de colores extravagantes. Como si, al igual que el jefe, desdeñaran la frugal falta de humor que uno considera necesaria para prosperar en este recipiente de polvo. Atravesamos varios lechos de río secos.

Nos alejamos tanto del camino principal que ya no tengo idea de dónde estamos. Eso le confiere al terreno que me rodea una repentina inmensidad. El sol es una yema de huevo de corral a punto de derramarse en el cielo. La caída del día se vuelve una batalla. Los pájaros luchan frenéticamente, revoloteando agitados, una estridencia insoportable.

Paso un rato observando al jefe a través del parabrisas trasero. No paró de hablar desde que salimos. Kariuki se está riendo.

Está oscuro cuando llegamos al club. Puedo ver un techo de paja y cuatro o cinco autos. No hay nada más alrededor. Estamos, parece, en el medio de la nada.

“Esta noche va a estar lleno”, dice el jefe. “Fin de mes”.

Tres horas más tarde, me deslizo por una vasta meseta de semisobriedad que parece no tener fin. El lugar está repleto.

Más horas después, estoy parado en una fila de gente afuera del club, un coro de brillantina líquida formando un arco en lo alto que luego desciende, se acerca. Sobre nosotros, la nada dócil de la noche enorme nos empuja a movernos.

Empieza una conocida canción dombolo, y una onda de agitación recorre la multitud. Esta piel de gallina comunal despierta el ritmo en nosotros, y todos salimos a bailar. Un tipo con un yeso en la pierna se apoya en su muleta, desplazándose como un títere. El interior de todos los autos está iluminado; adentro, las parejas hacen lo que hacen. Las ventanas parecen ojos refulgentes de excitación, mirándonos en el centro de la escena.

Todo el mundo está bailando el dombolo, una danza congolesa en la que tus caderas (y solo tus caderas) se supone que se muevan como un rulemán de mercurio. Para hacerlo bien, meneas la pelvis de lado a lado mientras la parte superior del cuerpo permanece tan relajada como si estuvieras almorzando con Nelson Mandela.

Durante años luché por hacerlo bien. Simplemente no logro que mis caderas se muevan en círculos como deberían. Hasta esta noche. El alcohol ayuda, creo. Decidí imaginar que siento una picazón terrible en el trasero, y que tengo que rascarme sin usar las manos y sin frotarme contra nada.

Mi cuerpo encuentra rápido un mapa del ritmo y construyo mis movimientos hacia la fluidez, antes de dejar improvisar a mis miembros. Todos hacen esto, a solas –aunque todos estemos unidos, como una sola criatura, en un único ritmo.

Cualquier canción dombolo tiene esta sección en la que, habiendo alcanzado un pequeño pico de frenesí de bamboleo de caderas, la música se detiene y uno debe empujar las caderas hacia un lado y hacer una pausa, en anticipación a una explosión de música más rápida y frenética que la anterior. Cuando esto pasa, tienes que estirar los brazos y realizar unas complicadas maniobras de kung-fu. O mantener las caderas bamboleando, y lentamente ir bajando para luego volver a erguirte. Si observas a una mujer bien dotada haciéndolo, vas a entender por qué las mujeres flacas no son muy populares en África oriental.

Me uno a un grupo de gente que está hablando de política sentada afuera alrededor de un gran fuego, acurrucada para encontrar calor y vida debajo de la hamaca colgante de la noche. Un par de ellos son estudiantes universitarios, hay un doctor que vive en la ciudad de Mwingi.

Si cada viaje tiene su momento de magia, este es el mío. Todo parece posible. En una oscuridad como esta, cada cosa que decimos se ve libre de consecuencias, la música es abundante, y nuestros cuerpos se hermanan con la luz del fuego. La política da paso a la vida. Por estas pocas horas, es como si todos fuéramos viejos amigos, cómodos con las abolladuras y las fricciones del otro. Hablamos, trayendo las rarezas de nuestra historia a este lugar compartido.

Los lugares y las personas de los que hablamos se vuelven exóticos y distantes esta noche.

Warufaga… Burnt Forest… Mtito Andei… Makutano… Mile Saba… Mua Hills… Gilgil… Sultan Hamud… Siakago… Kutus… Maili Kumi… El hechicero de Kangundo que tiene un negocio y a quien le gusta comprar uñas de los pies; la colina, en algún lugar de Ukambani, donde los objetos ruedan hacia arriba; las chicas de trece años que pululan alrededor de bares como este, vendiendo sus cuerpos para mandar dinero a casa o cuidar de sus bebés; el político kamba billonario que recibió una maldición por robar dinero y cuyas bolas se inflaman cada vez que visita a sus electores; el extraño insecto en Turkana que trepa por tu pis tibio cuando orinas, y hace cosas complicadas e impensables en tu uretra.

Se vierten cosas dolorosas como sudor. Alguien confiesa que ha pasado un tiempo en prisión en Mwea. Habla del alivio de haber salido antes de que todos los resortes de su cuerpo se desgastaran. Oímos sobre el guardia de prisión que se contagió de sida e infectó deliberadamente a muchos de sus compañeros antes de morir.

Kariuki se revela. Escuchamos cómo prefiere trabajar lejos de su familia porque no puede soportar ver a sus hijos en casa sin poder pagar la cuota de la escuela; cómo, aunque tiene un diploma en Agricultura, ha estado haciendo trabajos ocasionales como conductor desde hace diez años. Escuchamos cuán inservible se ha vuelto su granja de café. Empieza a reírse cuando nos cuenta cómo ha vivido con una mujer en Kibera durante un año, temeroso de contactar a su familia porque no contaba con dinero para darle. La mujer tenía una propiedad; lo alimentó y lo mantuvo en licor mientras vivió allí. Reímos y disfrutamos de nuestras desventuras, porque somos reales en el grupo, y no podemos sucumbir hoy al caos.

La esposa de Kariuki lo encontró poniendo un anuncio en la radio nacional. Su hijo había muerto. Nos quedamos en silencio por un momento, digiriéndolo. Entonces alguien toma la mano de Kariuki y lo lleva a la pista de baile.

Hablamos y bailamos y hablamos y bailamos, sin pensar en lo extraños que seremos el uno para el otro cuando salga el sol en el cielo, y los árboles de pronto tengan espinas, y a nuestro alrededor un horizonte vasto de problemas posibles reestablezca nuestras defensas.

Los bordes del cielo empiezan a deshilacharse, una resplandeciente invasión malva. Veo sombras fuera de la puerta, parejas que se encaminan a los campos. Hay un chico tirado en el pasto, obviamente en agonía, su estómago tan tenso como un tambor. Está sudando mal. Cierro los ojos y percibo los cuernos de la cabra que estuvo comiendo tratando de abrirse paso a través de sus glándulas sudoríparas. Es claro –tan claro. Todo este tiempo, sin escribir ni una palabra, he estado leyendo novelas y observando a la gente, y escribiendo en mi cabeza lo que veo, buscando formas para la realidad convirtiéndolas en historias. Esto es todo lo que estuve haciendo, por siempre, tanto, con tanta satisfacción; nunca usé una lapicera. Tal vez –no estoy simplemente fallando; tal vez tenga algo que puedo intercambiar, aunque solo sea por la aprobación de los que respeto. He estado viviendo a costa de la certeza de los otros; me he vuelto algo así como un parásito.

* * *

Llega la música de la autocompasión. Kenny Rogers, A Town Like Alice, Dolly Parton. Trato de lograr que el jefe y Kariuki se vayan, pero están atascados en un abrazo, aullando a la música y nadando en sentimiento.

Entonces llega una canción que me hace insistir en irnos.

Alguna vez en los ochenta, un profesor universitario de Kenia grabó un tema que fue un éxito enorme. Se podría describir mejor como una multiplicidad de yodels celebrando los votos matrimoniales.

Will you take me (hablado, no cantado)

To be your law –(yodel)– full wedded wife

To love, to cherish and to (yodel)

(Entonces un yodel gradualmente más histérico):

Yieeeeei-yeeeeei –AMEN!

Luego solo varios Amen y más yodels.

Todos estos orgullosos guerreros, pilares de la comunidad, están en este momento cantando al unísono con la música, abrazándose (botellas de cerveza bajo las axilas) y viéndose penosos.

Pronto, las camas del motel estarán crujiendo, cuando algunos de estos hombres olviden la autocompasión y busquen la juventud perdida en los cuerpos de las chicas. Tengo miedo. Si escribo, y fallo, no veo qué otra cosa pueda hacer. Quizás escriba y la gente ponga mala cara, porque hablaré de la sed, y la sed es algo que la gente ya conoce, y lo que yo veo son solo formas malas que no significan nada.

Antología: Escritores africanos contemporáneos

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